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Méndez miró hacia la casa de una sola planta y se dio cuenta de que constaba de tres partes: un viejo edificio comido por los años, una palmera comida por el olvido y una colección de gatos comidos por la soledad. Luego pasó ante el cartel donde se leía: Derribos Mateu, atravesó la puerta de la casa y se encontró cara a cara con la muerta.
– ¿Era la inquilina? -preguntó.
Dos policías uniformados habían llegado antes que él y le estaban esperando. No en vano Méndez era el encargado de la investigación, por raro que eso pareciese. Uno de los agentes explicó, sin apenas mirarle:
– No, inspector, no era la inquilina ni podía serlo, porque la casa ya estaba deshabitada y lista para el derribo. Pero fuera de eso, no creo que tenga usted muchos problemas.
– ¿Por qué no?
– Bueno, esa es la impresión que tenemos mi compañero y yo, después de ver lo que hay y de hablar con el encargado del derribo: una desconocida que no ha sufrido violencia por parte de terceros, o sea que se trata de un suicidio como una catedral. A la fuerza ha de ser la depresión, digo yo. Claro… con este día tan asqueroso que hace…
Méndez miró la luz gris que se desprendía de las dos únicas ventanas, sintió casi el contacto de la niebla que lo envolvía todo, notó el deslizarse de los gatos, que se acercaban a la muerta como si buscaran compañía en ella. Todos los gatos debían de pertenecer a una sola familia desamparada, todos eran inmigrantes ilegales en la casa, todos estaban delgados y todos eran negros.
En cambio la mujer muerta iba correctamente vestida, era de media edad, tenía la piel fina, cuidada, y en un tiempo no lejano, un tiempo que aún estaba a la vuelta de la esquina, debió de haber sido bonita. Méndez le calculó los años, las tardes muertas, posando largamente sus ojos en ella.
Un hombre se acercó silenciosamente. Llevaba un casco de los que se utilizan en las obras y unos planos bajo el brazo. Debía de ser el encargado del derribo de la casa, y los gatos le conocían. Se largaron inmediatamente de allí.
– Me han dicho que usted es el inspector -susurró el hombre.
– Sí. Me llamo Méndez.
– Le he oído el nombre en el barrio. Bueno, siento conocerle en unas circunstancias así.
– La verdad es que no son agradables, sobre todo por la edad de la muerta. Aún era una mujer joven.
– Es verdad.
– ¿La conocía?
– Lo que se dice conocerla-conocerla, no. En el sentido legal, se entiende. No sé ni cómo se llamaba.
– O sea que sólo la tenía vista.
– Sí, y le explicaré por qué. Yo soy el encargado del derribo, y puede decirse que estoy aquí a todas horas, porque hay que tomar muchas medidas antes de empezar el trabajo. Ella venía bastante por aquí, ¿sabe?
– ¿Y a qué venía?
– Y yo qué sé. Cosas de mujeres, supongo. Todo empezó cuando pusimos el cartel de que la casa iba a ser derribada, y entonces ella me pidió verla. La dejé, porque uno es de carácter blando, y así no se llega a ningún sitio. Pensé que era una chiflada de las muchas que hay por este barrio.
– Sí, claro. Podía serlo.
– Volvió al menos un par de veces. Yo la dejé hablar, sobre todo porque me di cuenta de que eso la tranquilizaba, y así me fui enterando de cosas.
– ¿Qué cosas? -preguntó Méndez.
– Pues que ella y su novio alquilaron esta casa para casarse, hará de eso unos cinco años, y luego no pudo ser. De los motivos no tengo idea, pero no pudo ser. Aunque resulta que ella había medido el espacio para los muebles, para las cortinas, para la nevera, para todo. Ya en aquel tiempo lo tenía medido al centímetro. Incluso se ve que en la habitación más pequeña, donde apenas cabía nada, lo había calculado todo para la cuna de un niño.
Méndez le miró a los ojos.
– Un niño que no había nacido, claro -musitó.
– No, pero seguro que estaba previsto que tenía que nacer. Yo he visto muchas cosas así, con los años que llevo en esto de los edificios.
– Por fuera, las casas están hechas de ladrillos -dijo Méndez, dejando de mirarle-, pero por dentro están hechas de sueños, de humo y de tiempo que ha de venir. Mucha gente no lo sabe.
– Claro. Quizá por eso la mujer no soportaba la idea de que fueran a derribar el edificio. Ya ve… ¡Qué cosas!
– Seguro que el novio murió -susurró Méndez-. Hala, ya podemos avisar al juez. Yo quiero estar aquí para que traten con respeto a la víctima.
Fue hacia la puerta. Allí estaba un hombre con los ojos desorbitados, mirando el cadáver. Se dio cuenta de que Méndez le cortaba el paso.
– No tengo nada que ver con esto… -se defendió-. Si estoy aquí es porque soy el ex-inquilino de la casa. Venía con mi mujer a retirar unas últimas cosas, antes del derribo. Oiga, yo conocía a esa de ahí… Quiero decir que conocía a la muerta. Fuimos… Fuimos…
Méndez no le dejó terminar la palabra «novios».
– Procure no volver a cruzarse en mi camino nunca, porque lo lamentará. Y ahora váyase a tomar por el culo, que dicen que en los días como este es la mar de sano. ¡Váyase!