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LA RUTINA DE LA HISTORIA

La casa de putas de Madame Kissinger pasaba por ser una de las más selectas, discretas y minoritarias de Barcelona. El nombre auténtico de Madame Kissinger no lo sabía nadie, pero ella se hacía llamar así en homenaje al ex-político norteamericano, el premio Nobel de la Paz que más guerras ha originado en este mundo, y feroz anticomunista. Eso era justamente lo que fascinaba a la Madame: ella era anticomunista por legítima convicción propia, por legítima defensa de su negocio, ya que jamás había conocido a un comunista que pagase por follar.

En su Casa se pagaba, y mucho, aunque -decía Madame-dentro de unos límites razonables y de acuerdo con la economía del país. Era selecta porque exigía a los clientes buena educación, al menos tan buena como la que exigía a sus señoritas, lo cual quiere decir que allí se follaba en silencio. Y era minoritaria porque cada vez resulta más difícil encontrar gente que sea educada en el salón y en ambos bordes de la cama. Madame siempre decía que su Casa era el último reducto de la cultura, y que la lógica de las cosas haría que le acabasen dando una subvención del Ministerio, o al menos una subvención autonómica.

«Al fin y al cabo», advertía, «la mitad de las subvenciones autonómicas se gastan en mi Casa».

El piso tenía de todo, porque según Madame lo único que en todo caso podía faltar eran los virgos. El recibidor cambiaba constantemente de aspecto, ya que su dueña era muy aficionada a sustituir unos muebles por otros: pero siempre nobles, macizos y artesanos, último testimonio de una España que se iba. Las flores naturales abundaban, y abundaban también las alfombras regionales, los estantes con cristalerías, las acuarelas marinas y hasta unos curiosos cuadros representando guerreros del siglo XIII, cosa en verdad rara y poco excitante, porque jamás se ha conocido a un caballero que follase con armadura.

Méndez, al entrar de nuevo allí, encontró muchos cambios en la decoración, aunque, si se miraba con detalle, la atmósfera del recibidor y del salón eran las mismas. Saludó educadamente, pensando que Madame Kissinger no lo reconocería.

– Buenas tardes nos dé Dios, señora.

– Usted siempre tan clásico y tan respetuoso, señor Méndez. Lo celebro, porque los tiempos cambian, pero para nosotros no han cambiado.

– Creí que no se acordaría de mí. Hace unos cuantos años desde la última vez.

– Nunca me olvido de los clientes, aunque usted no sea cliente. Pero además, ¿cómo no voy a acordarme de aquel día? Usted vino a ver a Sandra, a la que su antiguo chulo amenazaba. Tuvo que hablar con ella aquí porque este era el único sitio donde la chica se sentía segura. Le dio una serie de datos, usted se hizo cargo de la historia, buscó a aquel tío y el tío no volvió a molestarla más. ¿Qué le hizo? Siempre he tenido curiosidad por saberlo.

Méndez contempló las alfombras, los muebles, las flores, los cuadros de los guerreros, que vete tú a saber si también llevaban acorazado el pene, por elemental prudencia. Se preguntó si Madame aún conservaría su manía de años anteriores, que consistía en decorar las habitaciones con cuadros de vírgenes y otras mujeres santas.

– Lo detuve por extorsión y no pasó a disposición judicial hasta las setenta y dos horas. Setenta y dos horas son muchas, en una celda que apesta y donde los otros detenidos te roban hasta los calcetines. Por el robo de los calcetines supimos que aquel arcángel tenía un dedo hinchado por un ataque de gota.

– ¿Y qué?

– Un amigo mío le pisó aquel dedo. El amigo mío pesaba cien kilos. Fue un desgraciado accidente, por el que luego se le pidieron disculpas. No le volvimos a ver más.

– Prestó usted una gran ayuda a aquella chica, señor Méndez. Y un gran servicio a la Ley.

– No lo hice por la Ley. Yo había conocido a la madre de Sandra.

Había otra alfombra en el pasillo. «Crevillente», pensó Méndez. Un más que hermoso ramo de flores con una cinta: «A Mamá Kissinger, de sus nenas». Y hasta una mesita con un ordenador, instrumento indispensable, siguió pensando Méndez, para anotar los polvos hechos, y sobre todo los polvos a medio hacer.

– Tenía la esperanza de verle otra vez por aquí, señor Méndez. Pensaba agradecérselo con alguna de mis señoritas, pero usted, nada.

– Ay, señora… No sé si sabe que ahora soy un hombre famoso. Sobre mi impotencia se han hecho tesis doctorales no sólo en la Clínica Dexeus, que como usted sabe es un instituto ginecológico famoso en toda Europa, sino también en el Instituto Pasteur y en la Universidad de Alabama. Me es imposible aceptar la compañía de una de sus chicas, porque no podríamos dedicarnos a otra cosa que no fuera revisar la guía telefónica. De todos modos el otro día recibí una oferta que me elevó la moral.

– ¿Sí? ¿Cuál fue?

– Querían que me hiciese donador de semen.

Animado por aquel recuerdo fugitivo, Méndez se atrevió a entrar de lleno en el salón. Lo recordaba como una habitación amplia, una pieza de gran fuste de esas que podrían ser un comedor para un personaje del Opus, la esposa del personaje del Opus, sus once hijos y una criadita de Valladolid sobre la que el personaje del Opus tendría malos pensamientos. En otro tiempo el salón había tenido piezas francesas, unas tacitas de Sévres y un gran cuadro mostrando un cazador recién salido de Versalles y que no perseguía a un ciervo, sino a una marquesa que le enseñaba las tetas. Luego, como a Madame le gustaba cambiar, el salón había sido una especie de Museo Taurino, con cabezas disecadas de toros cuyos cuernos se correspondían más o menos con los cuernos de los clientes. En una pared colgaban un estoque y un abanico manchado de sangre, y en la opuesta unos capotes de paseo pertenecientes a toreros viejos que, en vez de morir con ellos, habían tenido que empeñarlos.

Ahora el salón era un sitio cómodo, demasiado funcional, que hubiera podido pertenecer a la antesala de un Banco.

– Siéntese, señor Méndez, y dígame a qué debo el honor de su visita.

– Veo que esto ha cambiado mucho.

– Como mis clientes, amigo mío, como mis clientes. Ahora ya no son señores de toda la vida, sino ejecutivos que me acabarán pidiendo que ponga aquí un panel luminoso con las subidas y bajadas de la Bolsa. Sólo si la Bolsa sube, a ellos se les pone tiesa.

– Y sus chicas, ¿cómo están?

– Bien, bien, señor Méndez, aunque ahora sólo tengo cuatro. Ninguna se somete a un horario y a un saber estar, créame. No es como antes. Aunque ahora pienso que, a lo mejor, ni el Instituto Dexeus ni la Universidad de Alabama tienen razón, y usted quiere ver a alguna.

– No, no, señora Kissinger, yo he venido por otra cosa. Hay un testigo que puede hundir a un traficante de drogas con su declaración, y el juez nos ha ordenado buscarlo. Nos ha ordenado buscarlo porque ha desaparecido, cosa que ocurre alguna vez en asuntos de esta clase. Los traficantes les dan un dinero para que se vayan bien lejos, y si ellos no se dejan comprar, los amenazan. Alguno ha habido que no ha podido declarar si no era desde la tumba. Y alguno ha habido que se ha ocultado hasta el mismo día del juicio.

– No querrá insinuar que aquí tenemos algo que ver con las drogas, señor Méndez, Dios nos libre. Yo cuido de mis chicas, y aquí no entran ni las aspirinas.

– Por supuesto, ya lo sé -dijo educadamente Méndez-. A su casa, señora, no le falta más que la licencia eclesiástica. Pero es que el testigo, el señor Marcos, ha desaparecido de su domicilio sin dejar rastro. Ni siquiera deja deudas. Y tengo la confidencia de que alguna vez había venido por aquí.

Méndez alzó la mano derecha, como si jurase.

– Por supuesto -dijo-, ni usted ni yo queremos comprometer a nadie.

La Madame alzó también su mano derecha.

– Pero qué está diciendo. Sería el fin de muchos santos matrimonios españoles y de muchas dignidades eclesiásticas. Que Dios nos libre.

– Partiendo de esta base tan honrada, o sea la de proteger a los matrimonios y a los canónigos, quisiera preguntarle una cosa, señora Kissinger. Por el bien del señor Marcos, necesito dar con él.

– Es verdad que venía por aquí -susurró Madame, después de dudarlo un rato-, pero no hay ninguna queja.

– Tal vez alguna de las chicas que hay ahora en la Casa sabrá algo de él.

– Sí. Hay tres que lo conocen, pero conste que yo no les voy a pedir que hablen si no quieren. Una es la Raquel, la otra la Marina, y la otra la Anna.

– O sea que de cuatro nenas que hay ahora aquí, sólo una no conoce a Marcos.

– Justo. La Merche. El señor Marcos, que ya es bastante viejecito, más o menos así como usted, o sea que está un poco acabadito y todo eso" iba variando de una a otra de esas tres que le he dicho: la Raquel, famosa por su lengua de ventilador, la Marina, famosa por sus pechos de modelo, y la Anna, famosa por su culo de marquesa. Y no le digo más: ya sabe que soy una mujer discreta, señor Méndez.

– ¿Y nunca fue con la Merche?

– Nunca. Y es raro, porque a mí me parece la más mona y la más joven, pero ya se sabe que cada cliente tiene sus cosas. La Merche es una nena más bien triste, y al señor Marcos, que es muy hablador, le gustaba la gente alegre.

– Bueno, tampoco tiene la menor importancia. La psicología del sexo no la adivina nadie… Y oiga…, no sé si podría hablar en privado con alguna de esas vírgenes que ha mencionado, o quizá con las tres. Juro no preguntarles nada que perjudique al señor Marcos, que puede haber desaparecido. Pero, por lo que usted me dice, también puede haber muerto de un polvo demasiado rápido.

– De acuerdo, aunque una a una. Las otras necesitan estar libres por si viene algún cliente. Ah… Y dígales que es una cosa rutinaria, que sólo quiere comprobar que aquí no hay ninguna menor.

Llevó a Méndez a un despacho donde había un retrato de Pío XII, un diploma oficial de masajista y un certificado según el cual la señora Kissinger había hecho en su día el Servicio Social en el Castillo de la Mota, bajo la dirección de Pilar Primo de Rivera. También había un sillón frailuno y un diván en el que se sentó Méndez, recordando épocas que ya no volverían, mujeres que ya no volverían y masculinidades que tampoco podían volver.

La primera en entrar fue Anna, la del culo de marquesa. Y era verdad. Tenía que hacer dos maniobras para no quedar encajada en el marco de la puerta.

– Ay, deje que me siente -exclamó-. Usted no sabe lo que es estar de pie con todo esto.

– Usted manda, señora.

Anna había sido empleada auxiliar de un notario, y le había crecido el culo pasando a limpio escrituras de herencias y de donaciones a la Iglesia. Explicó a Méndez que el señor Marcos era viejecito, tanto que daba miedo excitarle demasiado, y por lo tanto, según qué movimientos, ella no los hacía. «Usted ya me entiende». Pero lo que tenía de viejecito lo tenía de simpático y ocurrente, porque sabía de todo. Aunque en el fondo, en el fondo, decía la señorita del culo notarial, era un hombre triste. En cuanto le hurgabas un poco en la piel (en el buen sentido de la palabra, usted ya me entiende) una notaba un no sé qué, algo como que su vida había sido un fracaso.

– ¿Era casado?

– No, aunque me dijo que había estado casado una vez. Nunca me habló de con quién, ni yo se lo pregunté, porque no estaría bueno que las que follamos fuera de casa preguntáramos por las que folian (o follaron hace un siglo) en casa. Y ahora, si no quiere saber más, me perdonará, porque dentro de diez minutos tengo un cliente.

– ¿Sí? ¿Quién es?

– El notario.

Era verdad que la Marina tenía pechos de modelo, aunque estaba desengañada. Según explicó a Méndez, sus hermosas tetas habían servido de inspiración a un pintor cubista, o neocubista, o neosurrealista, o lo que fuera, pero no sabía para qué. Porque al final, en el cuadro, ella tenía tres en vez de dos, y además en forma de pirámide.

– El señor Marcos es un hombre alegre y ocurrente -le dijo a Méndez-, pero apenas folla, y cuando folla es un desastre. Yo creo que viene más que nada por la compañía, por no sentirse solo. Y oiga lo que le digo, señor mío: cuando un tío va de putas para no sentirse solo, ese tío puede reír todo lo que quiera, pero es un desgraciado de cojones. Se lo digo yo, que tengo tres años de experiencia como en el cuadro tenía tres tetas.

Marina explicó también que Marcos siempre iba buscando alternativamente la compañía de las tres, y que hablaba bastante con la Merche, la más jovencita, pero sin meterse nunca con ella en una habitación. «Yo creo que le da un poco de vergüenza, porque la Merche es demasiado joven. Y como los dos son de épocas tan distintas, en la intimidad de la follamenta no sabrían de qué hablar. Y eso que en la intimidad de la follamenta siempre se dice lo mismo».

– Me hago cargo de la situación -dijo Méndez-, pero no consigo aclarar nada. ¿No ha visto nunca al señor Marcos fuera de aquí? ¿Nadie sabe dónde vive?

– No debe de ser tan difícil. Yo le tuve que llamar una vez no sé por qué, y está en la guía telefónica.

– Ya lo sé. Pero lo malo es que de esa residencia fija ha desaparecido.

– Pues usted verá -dijo la Marina, alta y fuerte como una estatua griega-, pero ya no puedo ayudarle más. Y ahora permítame, pero es la hora de que me llegue un cliente fijo. Y conste que es un cliente con el que siempre nos acabamos peleando.

– ¿Sí? ¿Quién es?

– El pintor que me puso tres tetas. Pero conste que las dos de verdad no dejo que me las toque. Sólo dejo que me toque la que él se inventó.

Y casi tumba una lámpara de pie al girar, mientras iba hacia la puerta. La Raquel pensaba que Méndez venía para otra cosa. Experta en resucitar muertos, hizo «Chup, Chup» con la lengua al entrar en la habitación, y luego preguntó:

– ¿Qué, chato?…

– De chato nada, nena. Yo soy sexualmente difunto.

– Eso habría que verlo.

– Puedo demostrarlo, muñeca. La defunción de mi pene salió en las esquelas delABC y La Vanguardia, y creo que hasta dieron la noticia en una televisión autonómica.

– Pues entonces para qué coño has venido aquí.

La Raquel era muy directa, y por lo visto no había entendido las explicaciones de Madame. Hay indicios de que Madame no sólo la empleaba para dejar baldados a los clientes, sino también para limpiar objetos de plata con la lengua. Méndez le tuvo que explicar que él era un policía con gran porvenir, al que encargaban casos dificilísimos, como por ejemplo buscar a un tal señor Marcos, que se dedicaba a robar bragas de señora en los grandes almacenes. Al menos eso la Raquel lo entendió.

– Los hombres están llenos de manías -dijo-, y siempre se les levanta con lo que menos piensas. Por ejemplo, los últimos modelos de hábito para monjas. Hay tío que imagina levantarles el hábito por detrás, y va y se empalma. Pero no creo que el señor Marcos fuera de esos. Al señor Marcos le daba por la jodienda amarga.

Explicó a Méndez que venía para encontrar conversación, y que hablaban de la vida y la cultura de la Raquel, en vez de hablar de la lengua de la Raquel, que era lo importante. «Porque ha de saber, señor, que los políticos y nosotras vivimos de la lengua, pero sólo nosotras la usamos para el bien del país». Un día se asustó al saber que la Raquel no leía nada, y con todo el desinterés del mundo le dijo que le prestaría libros. «Pero qué coño de libros me iba a prestar un tío como él. A lo mejor me traía la vida de Santa Teresa escrita por la Pasionaria, de modo que le dije que podía regalarle los libros a un obispo, con tal de que no fuera cliente mío. Sí, ya sé, a veces soy algo brusca. Madame siempre dice que lo que tengo de bueno con la lengua lo tengo de malo con la lengua. Pero el caso es que el señor Marcos no se enfadó».

Méndez susurró:

– Me empieza a gustar ese tío.

– Dijo que, si tan difícil era elegir unos libros para mí, podría elegirlos yo misma. Y una tarde, con permiso de Madame, metimos un polvo en su casa, un polvo que fue un desastre, pobrecito señor Marcos, a pesar de la buena voluntad que yo puse. Lo cierto es que su casa consistía sólo en dos habitaciones, pero estaban llenas y llenas de libros. Yo me quedé pasmada. Un tío lee todo eso y por lo menos agarra el sida.

– Hay algo que no cuadra -reflexionó Méndez-. El domicilio que nosotros conocemos del señor Marcos tiene más de dos habitaciones.

– Sí, ya sé, el de la calle Provenza, el que está en la guía. El señor Marcos me explicó que aquello fue antes el despacho de una agencia de noticias, o algo así, y que se lo dejaban ahora poco menos que gratis, porque él fue socio de esa agencia. Pero el otro, el de los libros, sólo lo conozco yo, porque no le he dado la dirección ni a Madame. Ha sido siempre algo así como el refugio del señor Marcos, donde él metía sus libros y hasta los leía, el pobre. Yo eso no lo entiendo, oiga. Que te enamores de una mujer pase, porque una mujer sólo ocupa sitio mientras la tienes en la cama, pero que te enamores de una pila de libros que te llenan la casa y encima crían polvo y mierda, eso sí que no lo entiendo ni lo quiero entender. Y es que hay gente que está de la azotea, créame. Donde debería tener los huevos, no tiene más que el coco. No hay mujer que los aguante.

– Eso ha pasado -dijo Méndez.

– ¿Cómo?

– Yo conocí a un hombre casado que tenía tantos libros como el señor Marcos. Los tenía no sólo en la biblioteca, sino también en el comedor, los pasillos, la cocina y el cuarto de baño, en una tarima encima del bidé. ¿Y qué pasó? Pues que la santa esposa se cagó en el tío y la madre del tío, quiso separarse y dejó de usar el bidé. «O los libros o yo», parece que le dijo. Y el tío contestó: «Los libros». Alquiló un piso más amplio y dejó que se fuera la mujer. De modo que les puso un piso a varias toneladas de papel, cuando lo lógico, lo justo y hasta lo cristiano hubiera sido ponerle un piso a una tía con varias toneladas de tetas.

– Me acaba usted de definir al señor Marcos -dijo la Raquel-. En su casa movías la lengua y, sin darte cuenta, estabas lamiendo las tapas de un diccionario. Pero no le he contado lo peor: cuando estábamos hablando de la historia de las chicas de esta casa, el señor Marcos se me puso a llorar como un niño. Me pagó el doble, aunque no pude terminar la faena. Y es que créame, señor: los hombres que valen te pagan por repetir, y los que no valen te pagan por su vergüenza.

La dirección que la Raquel le dio correspondía a un piso del barrio de Santa María del Mar, que hoy está lleno de bares de copas como antes estuvo lleno de bares de poetas. Lo primero que el señor Marcos le dijo a Méndez fue: -Mire esta ventana.

En efecto, desde una de las ventanas de la biblioteca -que era toda la casa- se distinguían las torres de Santa María del Mar, la hendidura de una calle muerta, un cielo lleno de palomas y varios terrados, en uno de los cuales ladraba su verdad un perro solitario. También se distinguía una bruma lejana, una insinuación del punto en que la basura de la ciudad se unía a la basura del mar.

– La Raquel había metido algún polvo aquí -confesó el señor Marcos.

– Sí, ya lo sé, pero, la verdad, veo difícil que usted y yo podamos meter un polvo juntos.

Las paredes no sólo contenían libros, según constató Méndez, sino también fotos, muchas fotos grises o amarillentas, recortadas, envueltas en su propia vejez, donde se había sentado a descansar la historia de España. Fotos, sin embargo, del mismo tema: el de la sangre, la lucha y el olvido. Ningún joven, pensó Méndez, hubiera reconocido aquellos rostros, pero Méndez los reconoció: el Campesino en la batalla de Guadalajara, Modesto en la batalla de Brúñete, Tagüeña en la Sierra de Pándols, Lister en el cruce del Ebro. Y hasta había otra más lejana: Cipriano Mera en la conquista de Sigüenza, vieja ciudad de obispos piadosos, que daban la absolución a los corderos antes de comérselos.

Junto a todos estos personajes, padres de todas las lejanías, estaba siempre un hombre joven que se parecía al señor Marcos, pero que no era el señor Marcos, que llevaba una boina obrera con la hoz y el martillo, una camisa caqui, un correaje y una máquina de fotografiar. Iba sucio y llevaba barba de varios días, pero sus ojos brillaban y saludaban a una promesa de victoria. Incluso en el Ebro, cuando el pueblo ya estaba derrotado, aquel hombre creía en la fuerza del pueblo.

– Era mi padre -dijo el señor Marcos-. Él había vivido en este barrio.

El barrio no había cambiado, pensó Méndez, desde los tiempos de las banderas rojas, las barricadas y las mujeres que acompañaban a sus hijos con un fusil, y quizá de esa eternidad sacaba el señor Marcos su memoria y su vida. Volvió a mirar la ventana y divisó, saliendo de alguna misteriosa torre, una bandada de palomas blancas.

– Era periodista, como yo, y trabajó en el frente desde el primer día de la guerra. Usted recordará títulos comoSolidaridad Obrera, La Humanitat, La Batalla. Eran periódicos rojos que amargaban la digestión de los burgueses y cortaban la regla de las beatas. Mi padre trabajó en todos ellos y dejó un pedacito de su ilusión, pero sólo un pedacito, en cada campo de batalla. Estuvo en la defensa de Madrid, en el Puente de los Franceses.

Y el señor Marcos empezó a entonar una vieja canción que ahora parecía llegar desde el fondo del tiempo, gritaba por un coro de muertos. Aún tenía buena voz, el tío, voz de miliciano que tuvo una bandera, de mujer que un día tuvo un nombre y de niño que un día tuvo una guerra:

Puente de los Franceses…

Mamita mía, nadie te pasa, nadie te pasa…

Porque los milicianos…

Mamita mía, qué bien te guardan, qué bien te guardan

– Era uno de los puntos neurálgicos de la defensa de Madrid -añadió en voz baja el señor Marcos, «putero en paro forzoso, periodista jubilado, voyeur de ventanas muertas», pensó malignamente Méndez-, uno de los puntos donde el pueblo llano en Madrid se dejó los dientes mordiendo los cojones de los moros de Franco. Esa fue la última canción que cantó allí mi padre, ¿sabe? Él estaba allí cuando los moros, al fin, casi el último día de la guerra, pasaron el puente. Entonces mi padre cayó de rodillas, puso las manos sobre las piedras que tanta sangre habían costado y rompió a llorar.

– Los fascistas lo matarían allí mismo -dijo Méndez, siempre deseoso de consolar al prójimo.

– La muerte no depende de nosotros. Siempre está en manos del Destino, y contra eso no se puede hacer nada. Como había perdido la boina con la hoz y el martillo, lo confundieron con un vecino de Madrid que daba las gracias al cielo por la caída de la ciudad. ¡Cómo se equivocaron! Porque mi padre siempre decía que no hay que dar gracias al cielo, sino al suelo. Pero más tarde se dieron cuenta, lo llevaron a un campo de concentración y lo condenaron a muerte con otras docenas de hombres. Logró escapar y huyó a Francia, donde siguió trabajando como periodista. Usted es un hombre de derechas, Méndez, un asqueroso burgués que mete en la cárcel al pueblo, como yo soy un asqueroso burgués que mete en una habitación a una puta. Pero nos acordamos de periódicos franceses de izquierdas, ¿no?, comoL'Humanité y La Dépéche.

Méndez cabeceó afirmativamente.

– A veces se los llevaba a la celda a los detenidos políticos -dijo-, pero no aceptaba propinas.

– En ese caso sabrá en qué periódicos trabajó mi padre antes de ir a parar a Auschwitz, donde, milagro, logró imprimir un boletín con las noticias del campo. Salió de allí por el punto más lógico, que era el humo de las chimeneas, pero dejando una limpia historia de periodista honrado y hombre del pueblo, que atesoraba canciones de la calle. Yo quiero imaginar que murió cantando una de ellas, una de las que los niños no volverán a cantar más.

Y con su voz que resistía al tiempo, moduló:

Dejando el arado tirado en la tierra…

Tomando el fusil para pelear…

– Oiga, Méndez, la auténtica historia de los campesinos no se escribirá nunca, porque no se puede preguntar a los muertos, y porque además nadie ha preguntado a las mujeres, las que seguían pegadas no a las trincheras de la guerra, sino a las trincheras de la tierra. Ellas siguieron sufriendo cuando el marido ya no regresó, cuando ya no tuvo ni nombre. Mi padre recordaba aquellas canciones al pasar por los pueblos incendiados y convertidos en ruinas:

Somos los campesinos

¡Ay!, somos los soldados

¡Adelante!, gritan nuestros fusiles

Gritan nuestros arados

– La verdadera historia de la España secular, Méndez, está escrita en la voz de los arados, justamente la que España nunca escuchó. Mi padre quiso escribirla, y ya ve. Yo he querido escribirla, y ya ve. Recuerdo que cuando yo era niño, las poquísimas veces que me veía, me cantaba en voz baja una canción que debe entonarse al redoble del tambor, la canción de las Compañías de Acero. Y entonó en la misma voz baja:

Las Compañías de Acero

Gritan al mundo entero

Si muero

¡Mis hijos se salvarán!

– Cojones, Méndez, no sé si los hijos se salvaron, pero los nietos sí. Hoy los nietos no escuchan la voz de los arados, porque los arados ni siquiera existen, como tampoco existe la memoria. Los nietos no saben que su vida actual, mucho más digna, está escrita con letras de canciones que hoy ya nadie canta, y edificada sobre una auténtica pira funeraria. Los grandes momentos de la Historia sólo pasan una vez, y luego viene la rutina de la Historia, en la que viven nuestros nietos. Para qué coño hace falta recordar.

– Pero usted, Marcos, ha recordado a su padre.

– Y a su profesión, que por instinto fue la mía. Pero aquí está el terrible error de mi vida. Luego le hablaré de él.

– Hábleme ahora.

– No. Será luego, si es que hablo. Pero le anticipo que no he vivido, sino que me he limitado a hacer vivir a los otros. Tuve que ser, desde el principio, un apasionado, porque no hubiera vivido sin la pasión de vivir. Me di cuenta de que por mis ojos de periodista pasaba el mundo entero, y ese mundo podía yo moldearlo con mis manos. Trabajé en una imprenta desde los catorce años, cuando escapé en Francia de un centro de la Asistencia Pública, y luego llegué a ser periodista como lo había sido mi padre. Estuve en todas las guerras, en todos los conflictos, y aprendí que las lágrimas siguen teniendo color blanco aunque resbalen sobre un rostro negro. Pero lo esencial no lo aprendí.

– ¿Qué es lo que no aprendió?

– Lo más sencillo: la rutina de la Historia. Cuando me casé era muy joven, pero casi rompí mi noche de bodas para ir a Vietnam en misión especial. Era un momento único en la Historia, y yo tenía que estar allí; no pensé que mi pobre mujer también era para mí un momento único en la Historia. Maldita profesión la mía, Méndez, maldita profesión por siempre. No me importó que mi mujer no me perdonara. No me importó no ver el nacimiento de mi única hija, porque yo estaba en Camboya y no me podía desplazar. Sólo la conocí cuando murió mi mujer, que había quedado muy destrozada por el parto y sólo sobrevivió unos años. Lo único que pude hacer fue apretarle la mano en sus últimos momentos, pero ella desvió la mirada. ¿Cree que con eso escarmenté, Méndez? ¿Lo cree?

Méndez dijo:

– No.

– En efecto, no escarmenté. Mantuve el contacto con mi hija sólo unos años, pero era tan pequeña que estoy seguro de que jamás lo recordó. En todo caso me vio sólo como una sombra que un día se movió por el pasillo de una casa que ya no existe. Luego la dejé al cuidado de unos parientes, me ocupé de que tuviese dinero y volví a marchar. Supongo que me dije: hay otros momentos únicos en la Historia, mientras que ella es sólo una hija de la rutina de la Historia. Me llamaba Nicaragua, la gran revolución del Sur, la de su canción, su hambre y su tierra. Todas las tierras de los otros han sido mías, y sin embargo nunca he tenido la mía propia, quizá porque mi padre ya no me la dio.

Añadió con nostalgia:

– Mi padre, como yo, tuvo muchas tierras, pero nunca fueron suyas. Eran las tierras llenas de sangre en que se escribía la Historia, y él quería escribirla también. Mi hija, a la que apenas había tratado, se casó estando embarazada cuando yo me encontraba en la más profunda Rusia, siendo testigo del fin del mundo comunista. ¿Sabe lo que me pasó, Méndez? No, usted no puede saberlo.

– ¿Qué le pasó?

– Cuando vi arriar las últimas banderas rojas hice lo mismo que había hecho mi padre en el Puente de los Franceses: caer de rodillas en el suelo y echarme a llorar. No me di cuenta, pero lo hice. A mí memoria volvían voces de hombres y mujeres que ya habían muerto, viejas canciones de personas que, como yo, no quisieron creer en la rutina de la Historia. No quiero hacerle perder la paciencia, Méndez.

Y entonó en voz baja otra vez, como si no quisiera ahogar el tambor que para él sonaba a lo lejos, en el fondo de las calles, golpeado por un hombre muerto:

El 18 de Julio

En el patio de un convento

El Partido Comunista

Fundó el Quinto Regimiento

– Los hombres del Quinto Regimiento murieron todos, Méndez, acompañados por mujeres que llevaban en los brazos un fusil y un hijo. Todos creían estar construyendo la Historia, pero mi padre no construyó la suya ni yo construí la mía. Pienso que mi hija debió de verme toda su vida, hasta que murió muy joven, como un desconocido que le enviaba dinero y de vez en cuando, muy de vez en cuando, le daba un beso en la puerta de casas que ya no recuerdo, porque quizá no han llegado ni a existir. Llegué tarde al nacimiento de mi nieta, porque la profunda Rusia de entonces era un mundo cerrado del que no siempre se podía salir. La vi de frente, de espaldas. La besé. Quizá nunca he besado una cosa tan limpia ni yo me he sentido tan sucio y tan inútil. Méndez susurró:

– Cada hombre que muere creyendo en algo construye algo, Marcos, aunque él no lo sepa. Si los jóvenes sin memoria de hoy pueden vivir, es porque alguien murió por ellos. Pero no se llame sucio, viejo ni inútil. Usted no es viejo, al menos no tanto como yo, Marcos. No tanto como yo.

– Claro que lo soy, Méndez. Cuando uno no tiene más tierra que la de los otros, se hace viejo antes. Cuando uno no conoce ni a su nieta porque está hundido en el desierto de Atacama, en los poblados de Chiapas o los reductos mineros de Bolivia, también se hace viejo antes. Cuando uno regresa y no encuentra ni a su nieta, porque ha desaparecido, es ya viejo para siempre, lo es sin remedio. Cuando uno no ha tenido dormitorio ni mujer, sino sólo dormitorios alquilados y bocas alquiladas, es que ha nacido viejo. Cuando uno, a lo largo de los años, no ha conocido más que vidas de putas ni más amores que los de las putas, sabe que en su interior todas las ruedecillas están ya gastadas y no encajan. Creo que me he vuelto impotente antes de hora, Méndez, aunque intento disimularlo. Pero no es eso lo que me preocupa. Me angustia otra cosa.

– A ver.

– Mi nieta tenía un lunar en la nalga izquierda, hacia dentro. Casi había que separárselas para verlo.

– Delicada cosa las nalgas de las mujeres -dijo piadosamente Méndez-: siempre tienen ^alguna historia, aunque ellas no la cuentan, y siempre tienen algún secreto.

– Yo no me he atrevido a averiguarlo.

Méndez arqueó una ceja.

– ¿Se refiere a Merche, la más jovencita? -susurró.

– Sí -dijo lo que quedaba del señor Marcos con un hilo de voz.

– Me ha asegurado Madame que usted habla bastante con ella. Que hasta le hace pequeños obsequios. Pero nunca la ha metido en una habitación.

– Tengo miedo. Usted no lo entiende, Méndez.

– Claro que lo entiendo.

– Mi vida miserable sería más miserable aún. No podría soportarlo.

Méndez miró al techo, giró la cabeza, sonrió a la nada.

– Demonios, lo que veo es que usted piensa demasiado, y eso no es bueno. En este país los pensadores o se mueren en un rincón o acaban siendo ejecutados por la fuerza pública. ¿Qué coño le hace imaginar que?…

– Su segundo apellido. Es el que ella tendría.

– ¿Y cuál es ese segundo apellido?

– García.

– Cojones, Marcos, ese es el apellido más extendido de la Creación. El primer cabrón que murió defendiendo Numancia se llamaba García. El primer sargento que luchó en Bailen se llamaba García. Dios se llama García. Yo tengo un jefe de apellido García. La hostia.

– Lo sé, Méndez, pero hay detalles que podrían cuadrar, aunque Merche nunca habla de sí misma. Por cierto, no se llama Merche, que es nombre de guerra, sino Pepita. Lo que son las cosas: parece que con una Pepita no se ponga tanta ilusión al follar. Digo que no habla de su padre porque seguro que no lo conoció, y a su madre no la debió de conocer apenas. En todo caso, ni le importa ni le da la gana. ¿Qué coño hace preguntando un viejo como yo? Pero oiga, Méndez…

Méndez cabeceó resignadamente.

– De acuerdo, de acuerdo… Favor por favor. Usted se presentará como testigo en ese juicio y yo me encerraré con la pequeña. Supongo que Madame me hará un precio especial. Por cierto, me tendré que repasar la historia de Napoleón Bonaparte.

– ¿Repasarse esa historia? ¿Para qué?…

– Se la contaré entera cuando estemos en la habitación. En algo hay que pasar el rato.

Madame Kissinger dijo sentenciosamente:

– Está usted más joven, Méndez, seguro que sí. Después de una hora tendría usted que salir hecho polvo, y sale como si nada.

– Milagros de la edad -susurró Méndez-. A veces uno se recupera.

– Pues sí, señor, milagro, porque la Merche es una fierecilla. ¡Y tan joven! Lo único que a veces molesta a los clientes es el lunar en ese sitio, supongo que usted lo habrá notado. Es demasiado grande. Yo no lo comento con nadie porque la perjudicaría, aunque a algunos, ya ve, un lunar en ese sitio les hace gracia. Bueno, entonces todo bien, ¿eh? Todo bien.

– Sí, Madame, todo bien, pero hay una cosa.

– ¿Qué?

– Me parece que esa chica no tiene documentación, y si la tiene puede ser falsa. Se lo digo como viejo policía. Ocurre mucho con las menores de edad.

– ¡Oiga, que yo con eso no juego! ¡Ella ya tiene los dieciocho! ¡Justos, pero los tiene! Estaría bueno, coño.

– No se fíe tanto. Una fecha falsificada y se mete usted en un lío, créame. Tiene un follón que no la saca ni el Cardenal Primado. ¿Qué necesidad hay?… Mejor para usted si la Merche se va a trabajar a otro sitio o deja el oficio.

Madame se encogió de hombros.

– Bueno, bueno, si usted lo dice… No crea que no lo he pensado a veces, y encima esa chica… ¡Tiene una tristeza encima!… A veces no me sirve. Hablaré con ella, y si se va, mejor. Hasta con esa juventud podría estar, creo yo, en otro trabajo. Bueno, en fin, que es posible que los clientes no la vean más, señor Méndez.

– De todos modos le he dicho antes, Madame, con su permiso… le he dicho a ella dónde me puede encontrar, por si les vienen líos. Una chica así siempre puede tener necesidad de ayuda.

– Diga que sí, señor Méndez. Y no todo el mundo se ofrece tan desinteresadamente, se lo digo yo. Bueno, de todos modos no crea que me alegra, porque a la gente le coges cariño.

Fue hacia la puerta, arreglando de paso las flores de un jarrón, y añadió:

– Son cosas de cada día, que una ha de resolver. Son… ¿Cómo le diría yo?

Méndez musitó:

– Son la rutina de la Historia.

Y salió de allí como una sombra, sin querer mirar a ninguna parte.

El caducado señor Marcos seguía allí, viendo cerca los libros y a lo lejos el mar, los terrados que parecían hundirse y las palomas blancas. Parecía mentira que hubiese pasado una semana ya. Miró a Méndez con miedo en los ojos.

– Celebro que venga, porque muy pronto me iré. Justo después de la declaración me destinarán a otro sitio. Oiga…

– ¿Qué?

– ¿Me pudo hacer ese favor?

Méndez intentó reír, mientras se encogía de hombros.

– ¡Pues claro que sí! Y le juro que la historia de Napoleón se la tragó toda.

– ¿Y…? ¿Y…?

Méndez logró lanzar una carcajada donde parecían flotar todos los grises de la ciudad, todos los metales en suspensión y todas las miasmas del aire.

– ¡Pero qué dice, hombre!… ¡Hay que ver lo fantástica que es la juventud de hoy! Nada de lo que usted teme. Tenía el culo como una rosa.