174349.fb2 Maestra En El Arte De La Muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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Capítulo 9

Era costumbre entre los habitantes de Cambridge que aquellos que habían participado en una peregrinación celebraran una fiesta a su regreso. Durante la travesía solían formarse alianzas, realizarse transacciones comerciales, concertarse arreglos matrimoniales o, simplemente, habían compartido santidad y exaltación. Sus mundos se habían ampliado y se recreaban intercambiando esas experiencias y reuniéndose una vez más para hablar de ellas y dar gracias por haber regresado sanos y salvos.

En esa ocasión le correspondía a la priora de Santa Radegunda ser la anfitriona. No obstante, dado que el suyo era aún un convento pequeño y pobre -situación que la priora Joan y el pequeño Peter se encargarían de modificar en breve-, el honor de celebrar el festejo en su nombre había recaído en su caballero y arrendatario, sir Joscelin de Grantchester, cuyos salones y posesiones eran considerablemente más grandes y opulentos que los de la priora, una anomalía frecuente en el caso de aquellos que a cambio de sus servicios recibían tierras de las congregaciones religiosas menos importantes.

Sir Joscelin tenía fama como anfitrión. Se decía que el año anterior, con motivo de un festejo en honor del abad de Ramsay, treinta vacas, sesenta cerdos, ciento cincuenta capones, trescientas alondras -utilizaron sus lenguas- y dos caballeros habían muerto por la causa; estos últimos en una refriega como divertimento para entretener al abad que superó deliciosamente esa expectativa.

Por todo ello, las invitaciones eran muy codiciadas. Quienes no habían formado parte de la peregrinación, pero tenían estrechos vínculos con los peregrinos -esposas que habían permanecido en casa, hijas, hijos, gente importante del condado, canónigos, monjas-, tomarían por un ultraje no ser incluidos. Y, puesto que había que invitarlos, los preparativos del banquete eran tantos que a los sirvientes apenas les quedaba un segundo para bendecir a la priora de Santa Radegunda y a su leal caballero, sir Joscelin.

No fue sino la mañana del día del festejo cuando un heraldo llegó con una invitación para los tres extranjeros de Jesus Lane. Vestido para la ocasión, provisto de un cuerno que debía hacer sonar, se ofendió cuando Gyltha le hizo pasar por la puerta trasera.

– No se puede usar la puerta delantera, Matt. El doctor está con sus pacientes.

– Es sólo un aviso, Gyltha. Mi señor envía sus invitaciones con un pregón.

Gyltha lo llevó a la cocina y le convidó a un vaso de cerveza casera. Quería saber qué estaba sucediendo.

Adelia y el doctor Mansur conversaban en la sala con el último paciente del día. Siempre dejaba a Wulf para el final.

– Wulf, no tenéis ninguna enfermedad: ahogos, malaria, tos, moquillo o lo que diablos sea, y sin duda no estáis amamantando.

– ¿Es lo que el doctor dice?

Adelia se dirigió cansinamente a Mansur.

– Decidle algo, doctor.

– Ese perro haragán merece una patada en el culo.

– El doctor os recomienda trabajar con entusiasmo al aire libre.

– ¿Y mi espalda?

– Vuestra espalda está sana.

Wulf era un extraño fenómeno. En una sociedad feudal donde todos -excepto la creciente clase mercantil- tenían que ganar su sustento trabajando para otros, él había escapado del vasallaje, huyendo probablemente de su señor y casándose con una lavandera de Cambridge dispuesta a trabajar por los dos. El hombre tenía, literalmente, miedo al trabajo. La sola idea lo enfermaba. Pero temeroso del desprecio de la sociedad -y no queriendo provocarse alguna dolencia- necesitaba que lo declararan enfermo.

Adelia le trataba con la misma amabilidad que al resto de sus pacientes. Se preguntaba si, post mórtem, no sería conveniente preservar su cerebro para enviarlo a Salerno. Quería constatar que no le faltaba ningún componente. De cualquier forma, se negaba a comprometer su deber como médico diagnosticando una afección que no existía y prescribiendo tratamientos para ella.

– ¿Y qué me decís de fingirse enfermo? Todavía tengo esa enfermedad, ¿verdad?

– Un caso difícil -repuso Adelia, y cerró la puerta tras él.

Todavía estaba lloviendo, y el frío y la humedad reinaban en toda la casa. Gyltha había manifestado su desacuerdo con la idea de encender el fuego desde finales de marzo hasta principios de noviembre, de modo que el único lugar abrigado era la cocina, apenas separada de la vivienda. Un sitio bullicioso, equipado con aparatos tan temibles que, de no ser por sus cautivantes aromas, podría haberse tomado por una sala de tortura.

Ese día exhibía un nuevo objeto: un tonel de madera similar al lessiveuse de las lavanderas. La mejor ropa interior de Adelia, de seda de color azafrán -desconocida en Inglaterra-, colgaba de una cuerda para que el vapor le alisara las arrugas. Si mal no recordaba, creía haberla guardado entre la ropa planchada de su alcoba.

– ¿Para qué es eso?

– Para vuestro baño -contestó Gyltha.

Adelia no se resistió. No se había vuelto a bañar desde que se había marchado de Salerno, y echaba de menos la piscina de teselas y agua caliente de la villa de sus padres adoptivos. Los romanos la habían construido hacía casi mil quinientos años. El cubo de agua que Matilda W. le llevaba al solar todas las mañanas no podía compararse. No obstante, todo estaba dispuesto con demasiada suntuosidad, por lo que preguntó:

– ¿Porqué?

– No voy a permitir que me hagáis quedar mal en la fiesta -explicó Gyltha.

Entonces le contó que había interrogado al mensajero y así había averiguado que, a petición del prior Geoffrey, sir Joscelin convidaba a su fiesta al doctor Mansur y a sus dos ayudantes, dado que, si bien no eran verdaderos peregrinos, se habían unido a ellos en el último tramo de su viaje de regreso.

Gyltha se lo había tomado como un desafío. La solemnidad de su expresión dejaba ver que estaba emocionada. Aliada con esos tres tipos extravagantes, quería demostrar, tanto por amor propio como para que su prestigio social estuviera a salvo, que eran unos dignos y elegantes señores ante la mirada escrutadora de los ilustres de la ciudad. Su escaso conocimiento acerca de las exigencias de tales ocasiones fue completado por Matilda B., cuya madre, sirvienta del castillo, solía ayudar junto con otras doncellas a acicalar a la esposa del alguacil cuando había festejos.

En su juventud, Adelia había dedicado demasiado tiempo al estudio despreciando las diversiones propias de las muchachas de su edad. Después, el trabajo ocupaba todo su tiempo. Como no pensaba casarse, sus padres adoptivos la habían dispensado de adquirir modales cortesanos. En consecuencia, estaba exiguamente preparada para asistir a los bailes que se celebraban en los palacios de Salerno, y cuando no le quedaba otra opción que ir, se pasaba la recepción detrás de una columna, resentida y avergonzada.

Habida cuenta de ello, la invitación despertó una antigua alarma. Instintivamente trató de buscar una excusa para no tener que asistir a la fiesta.

– Debo consultar a maese Simón.

Pero Simón estaba en el castillo, encerrado con los judíos, tratando de descubrir quién era el deudor que podía haber deseado la muerte de Chaim.

– Opinará que deben asistir -apuntó Gyltha.

Probablemente tenía razón. Allí estarían congregados muchos de los sospechosos, quizás soltaran la lengua después de haber bebido. Sería una oportunidad para descubrir qué sabían unos de otros.

– De todos modos, habrá que enviar a Ulf al castillo para preguntárselo.

A decir verdad, Adelia había descubierto que no le desagradaba tanto la idea de asistir a la fiesta. Sus días en Cambridge estaban cubiertos por la pátina de la muerte: los niños asesinados, algunos de sus pacientes. El pequeño con tos finalmente había contraído neumonía; el hombre con malaria había muerto, al igual que el que tenía una piedra en el riñon, y la mujer que había dado a luz había acudido a ella demasiado tarde. Los éxitos de Adelia -la amputación, la fiebre, la hernia- podían descontarse de sus fracasos.

Sería bueno, por una vez, ver cómo se divertían las personas saludables. Siempre podría permanecer, como era su costumbre, en segundo plano y pasar desapercibida. Después de todo, una fiesta en Cambridge no podía competir con la sofisticación de los ágapes de los palacios de la realeza y las dignidades de la Iglesia en Salerno. No debía dejarse acobardar por lo que, inevitablemente, sería una reunión bucólica. Y ansiaba bañarse. De haberlo creído posible lo habría pedido antes. Imaginó que preparar un baño era otra de las muchas cosas con las que Gyltha no se llevaba bien.

De todos modos, no tenía alternativa. Gyltha y las dos Matildas estaban decididas. Tenían poco tiempo. El festejo, que podía durar seis o siete horas, comenzaba a mediodía.

Adelia se desvistió y se sumergió en la tina. A continuación las criadas vertieron lejía y un puñado de preciados clavos de olor. La restregaron enérgicamente con piedra pómez y la sumergieron mientras su cabello se impregnaba de la mezcla antes de pasarle el cepillo y enjuagárselo con agua de lavanda.

La sacaron del agua, la envolvieron en una sábana y la introdujeron el cabello en el horno donde se cocinaba el pan.

Su cabello era decepcionante. Se habría esperado más de lo que había debajo del sombrero o la toca que siempre usaba. Lo llevaba cortado a la altura de los hombros.

– El color está bien -señaló Gyltha, algo reticente.

– Pero es demasiado corto -objetó Matilda B.-. Tendremos que usar redecilla.

– Las mallas son caras.

– Todavía no he decidido si iré -gritó Adelia desde el horno.

– Maldita seáis -le respondió Gyltha.

Finalmente, aún de rodillas delante del horno, Adelia le indicó a sus criadas dónde guardaba el monedero. Estaba repleto. Simón la había provisto con una letra de crédito de la casa Luccan -banqueros mercantiles con representantes en Inglaterra- y había retirado dinero suficiente para los dos.

– Si vais al mercado, es hora de que las tres tengáis nuevas túnicas. Compraos una pieza del mejor barragán.

Le avergonzaba permitirse esos lujos mientras las voluntariosas mujeres usaban ropas gastadas.

– Una pieza de lino servirá -sugirió Gyltha, lacónica y contenta.

Las criadas apartaron a Adelia del horno, le pusieron su ropa interior y la sentaron en un banco para cepillarle el cabello hasta que relució como el oro. Habían comprado una malla plateada con la que confeccionaron pequeñas redecillas que enroscaron a las trenzas, sujetas sobre las orejas. Todavía estaban trabajando en el peinado cuando llegó Simón. Al ver a Adelia, parpadeó.

– Bien. Bien, bien…

Ulf estaba boquiabierto. Adelia se ruborizó.

– Tanto alboroto, y no sé si iremos finalmente -repuso enfadada.

– ¿Acaso creéis que podemos dejar de ir? Querida doctora, si a Cambridge le fuera negada la oportunidad de veros ahora, el cielo lloraría. Sólo conozco una mujer tan bella como vos, y está en Nápoles.

Adelia le sonrió. Era un hombre sutil que sabía ser galante sin pretender seducir. Tenía siempre la precaución de mencionar a su esposa, a la que adoraba, para resaltar no que él era un hombre prohibido, sino que ella, Adelia, era una mujer prohibida para él. Cualquier otra actitud habría puesto en peligro una relación que necesariamente era estrecha. Eso les había permitido ser compañeros y profesarse mutuo respeto por sus cualidades profesionales.

Y era un bello gesto por su parte ponerla a la par de su esposa, a la que todavía veía como a la delgada doncella de piel de marfil con la que se había casado en Nápoles hacía veinte años. Aunque tras haberle dado nueve hijos, la dama ya no fuera tan esbelta.

Esa mañana Simón tenía un aspecto triunfal.

– Regresaremos pronto -anunció-. No diré nada hasta que haya descubierto los documentos probatorios, pero existen copias de las cuentas que se quemaron. Estaba seguro de que las había. Los banqueros de Chaim las guardaban y como son extensas, pues aparentemente el hombre había prestado dinero en toda Anglia Oriental, las he llevado al castillo para que sir Rowley me ayude a estudiarlas minuciosamente.

– ¿Es una decisión prudente?

– Creo que sí. El hombre es experto en contabilidad y está tan ansioso como nosotros por descubrir quiénes eran los deudores de Chaim y quién lo lamentaba tan profundamente como para desear su muerte.

– Hum…

Simón no estaba dispuesto a escuchar las dudas de Adelia. Creía saber qué clase de hombre era sir Rowley, sin importarle que hubiera sido un cruzado. Se vistió rápidamente con sus mejores ropas, para estar a tono con el festín de Grantchester, y volvió a salir en dirección al castillo.

Adelia decidió que se pondría su vestido gris para contrarrestar el brillo de la seda de color azafrán, que sólo quedaría a la vista en el corsé y las mangas.

– No deseo llamar la atención.

Sin embargo, las Matildas optaron por la única prenda digna de mención que quedaba en su guardarropa, un vestido de brocado con los colores de un tapiz otoñal. Después de vacilar un instante, Gyltha estuvo de acuerdo. Lo pasaron cuidadosamente sobre el peinado de Adelia. Sobre las nuevas medias blancas le calzaron las zapatillas puntiagudas que Margaret había bordado con hebras de plata.

Los tres arbitros retrocedieron para observar el resultado.

Las Matildas hicieron un gesto de aprobación y aplaudieron. Gyltha asintió:

– Creo que estará bien. -Toda una hipérbole viniendo de ella.

Adelia echó un rápido vistazo al reflejo de su figura en la parte inferior de un caldero pulido pero irregular. Vio algo parecido a un manzano deforme, pero, obviamente, obtuvo la aprobación de los demás.

– El doctor debería llevar un paje a la fiesta -sugirió Matilda B.-. El alguacil y los demás tienen pajes detrás de su silla, ataja-pedos los llama mi madre.

– ¿Un paje?

Ulf, que seguía mirando a Adelia sin cerrar la boca, advirtió que cuatro pares de ojos se posaban sobre él y salió corriendo.

La cacería y la lucha que siguieron fueron terroríficas. Los gritos de Ulf atrajeron a los vecinos, que pensaron que otro niño estaba en peligro. Adelia, que se mantuvo a distancia para que los manotazos en el agua no la salpicaran, se reía a carcajadas.

Se gastó más dinero, esta vez en la tienda de trapos viejos de Ma Mill, donde encontraron un tabardo -viejo, pero todavía útil- casi de la medida justa que después de frotarlo con vinagre quedó impecable. Vestido con esa prenda, con la blonda cabellera -cortada como la de un paje- rodeando un rostro descontento y brillante como una cebolla en escabeche, Ulf también recibió la aprobación general.

Mansur los eclipsó a ambos. Un agal reemplazaba a su habitual kufiya. La seda caía, suave y ligera, sobre una túnica de lana blanca. Una daga con piedras preciosas brillaba en el cinto.

– Un hijo del Mediodía -exclamó Adelia, con una reverencia-. ¡Eeh l-Halaawa di! <emphasis><strong>[10]</strong></emphasis>

Mansur bajó la cabeza, pero sus ojos se posaron en Gyltha, que, ofuscada, atizó el fuego.

– Un gran mayo adornado -declaró.

«Oh, oh», pensó Adelia.

Había mucha comicidad en la parodia de buenos modales con que se recibían los sombreros, espadas y guantes de los invitados, mientras las botas y las capas arrastraban el barro de la caminata desde el río -casi todos llegaban en bote desde la ciudad-; en la artificiosa formalidad con que se trataban los allegados entre sí; en las sortijas que adornaban los curtidos dedos femeninos que fabricaban queso en la lechería de su señor.

Pero también había mucho que admirar. Cuánto más amigable resultaba que -en lugar de ser anunciados por un mayordomo con bastón blanco y mentón en alto- fuera el propio sir Joscelin quien recibiera a sus invitados en el arco de la puerta tallada con motivos normandos; que para combatir el frío se ofreciera a los invitados vino especiado y tibio en lugar de vino fresco; que llegara el aroma de las carnes de oveja, vaca y cerdo que se asaban en el patio en lugar de simular ante el huésped -como alguien había hecho en el sur de Italia- que la comida aparecía por arte de magia, con sólo hacer una seña con la mano.

De todos modos, con Ulf con el ceño fruncido y Salvaguarda pisándole los talones -mientras los pajes de algunas damas portaban a sus perritos falderos-, Adelia no estaba en posición de ser desdeñosa.

Mansur, obviamente, había ganado prestigio a los ojos de Cambridge. Su vestimenta y su estatura llamaban la atención. Sir Joscelin le dio la bienvenida con un gracioso saludo y un «As salam alaikum» <emphasis><strong>[11]</strong></emphasis>.

El asunto de su daga también se resolvió con gracia.

– La daga no es un arma -explicó sir Joscelin a su sirviente, que se esforzaba por arrancarla del cinto de Mansur y dejarla junto a las espadas de otros invitados-. Como bien sabemos los cruzados, para un caballero como él es un ornamento.

Sir Joscelin hizo una reverencia a Adelia y le pidió que transmitiera al doctor, en su idioma, sus disculpas por la demora con que había recibido su invitación.

– Temía que le aburrieran nuestras rústicas diversiones, pero el prior Geoffrey me aseguró que no sería así en absoluto.

Aun cuando el caballero siempre se había mostrado cortés, a pesar de que ella debía de parecerle una mujerzuela extranjera, Adelia advirtió que Gyltha había divulgado que la ayudante del doctor era virtuosa.

La bienvenida de la priora fue brusca y desatenta. El saludo que su caballero dedicó a Mansur y a Adelia la había desconcertado.

– ¿Habéis tenido trato con estas personas, sir Joscelin?

– El buen doctor salvó el pie del hombre que fabrica los techos de junco, señora, y probablemente, también su vida -le respondió el caballero. Pero sus ojos azules miraban divertidos a Adelia, que temió que él supiera quién había realizado la amputación.

– Mi querida joven. -El prior Geoffrey la cogió del brazo y la apartó del lugar-. ¡Qué bella se os ve! Nec me meminisse pigebit Adeliae, dum memor ipse mei dum spiritus hos regit artus <emphasis><strong>[12]</strong></emphasis>.

Adelia le sonrió, le había echado de menos.

– ¿Cómo sigue vuestra salud, señor?

– Orinando como un caballo de carreras, gracias a vos -le confesó al oído, para que ella pudiera entenderlo a pesar del bullicio-. ¿Y cómo va la investigación?

Adelia se disculpó por su negligencia al no mantenerlo informado; si habían podido avanzar tanto se lo debían a él, pero habían estado muy ocupados.

– Hemos avanzado y esperamos avanzar aún más esta noche -comentó Adelia-. Si lo deseáis, ¿podríamos ir a veros mañana para hablaros de nuestros descubrimientos? Querría preguntaros algunas cuestiones acerca de…

Pero el mismísimo recaudador de impuestos estaba allí, a escasos metros, mirándola por encima de la muchedumbre. Comenzó a abrirse paso entre un grupo de invitados en dirección a ella. Parecía más delgado.

– Señora Adelia -saludó sir Rowley con una reverencia. La doctora le respondió con una inclinación.

– ¿Maese Simón está con vos?

– Se ha demorado en el castillo -respondió el recaudador, con un guiño de complicidad-. Tuve que acompañar al alguacil y a su esposa hasta aquí y me vi obligado a dejarlo en medio de su tarea. Me rogó que os dijera que llegará más tarde. Diría que…

Imposible saber qué intentaba decir sir Rowley. Su frase fue interrumpida por el sonido de una trompeta. Los invitaban a pasar a comer.

El prior Geoffrey se unió a la procesión para llevar a Adelia hacia el salón. Mansur iba a su lado. Después tendrían que separarse. El prior iría hacia la mesa principal, que estaba en el centro, sobre una tarima; ella y Mansur ocuparían una posición más modesta. Adelia tenía curiosidad por saber qué ubicación le correspondería; la prioridad era una enorme preocupación tanto para los anfitriones como para los invitados. Había visto a su tía de Salerno al borde del colapso cuando debiendo sentar alrededor de su mesa a numerosos invitados ilustres tuvo que hacer mil combinaciones para que ninguno se sintiera mortalmente ofendido. En teoría, las reglas eran claras: la jerarquía de un príncipe y un arzobispo eran equivalentes; lo mismo ocurría con un obispo y un conde; un barón de un feudo precedía a un barón extranjero y así en orden descendente. Pero si un legado con el mismo rango que un barón pertenecía al papado, ¿dónde se sentaba? ¿Qué ocurría si el arzobispo había contrariado al príncipe, lo que era muy frecuente? O viceversa, lo que era aún más frecuente. Un insulto involuntario podía originar una enemistad entre señoríos. Y el culpable era siempre el pobre anfitrión.

El asunto preocupaba incluso a Gyltha -que se sentía indirectamente involucrada-, puesto que había sido invitada para preparar en las cocinas de Grantchester tentadores platos con anguilas que se servirían esa noche.

– Estaré observando. Si sir Joscelin les sienta mas allá del salero, no volverá a recibir de mí ni un solo barril de anguilas.

Al entrar en el salón, Adelia pudo distinguir la cabeza de Gyltha, que, oculta detrás de una puerta, la buscaba con ansiedad. El ambiente era tenso, los invitados se lanzaban miradas expectantes, mientras, impasible, el maestro de ceremonias de sir Joscelin les conducía hasta sus asientos. Los que luchaban por ascender en la sociedad -en especial aquellos cuya ambición les había proporcionado una posición, dejando atrás su humilde origen- eran tan sensibles como los encumbrados, o tal vez más.

Ulf ya había hecho una rápida inspección.

– Él aquí, y vos más allá -dijo señalando con el dedo en una y otra dirección-. Vos sentaos aquí -le indicó a Mansur con el tono aniñado, pausado y cauteloso con que siempre se dirigía a él.

Pronto comprobó con alivio, tanto por ella como por Gyltha, que sir Joscelin había sido considerado. También Mansur le estaba agradecido por semejante honor para con él, aunque contaba con la compañía de su daga -mucho más que un objeto decorativo-. No podía esperarse que lo sentaran en la mesa de las personas más ilustres, donde estaban los anfitriones, el prior y el alguacil, entre otros. Pero la larga tabla apoyada en caballetes que ocupaba toda la longitud del gran salón no quedaba muy lejos. Aquella encantadora monja, la que había permitido que Adelia mirara los huesos del pequeño Peter, estaba a su izquierda. Menos afortunado, Roger de Acton había sido ubicado enfrente.

El sitio del recaudador de impuestos había sido largamente meditado. En virtud de su ocupación no era un personaje muy estimado; no obstante, era un representante del rey y, en ese momento, la mano derecha del alguacil. El anfitrión había optado por lo más seguro. Sir Rowley Picot estaba junto a la esposa del alguacil, haciéndola reír.

Como era previsible -tratándose de una mujer que tan sólo ayudaba al doctor a preparar sus pociones y, por añadidura, extranjera-, Adelia se sentó frente a otra de las improvisadas mesas de un extremo del salón, destinada a los invitados de menor jerarquía. En todo caso, su puesto distaba varios asientos del ornamentado recipiente para la sal que marcaba el límite entre los invitados y los sirvientes, también presentes para dar cumplimiento a la orden de Cristo: alimentar a los pobres. Los que eran aún más pobres estaban agrupados en el patio, alrededor de un brasero, esperando las sobras. A la derecha de Adelia estaba Hugh, el cazador, tan inexpresivo como de costumbre, aunque la saludó con bastante cortesía. A la izquierda, un hombre pequeño y anciano que no conocía. Le desagradó que el hermano Gilbert ocupara un lugar frente a ella. Pero así fue.

Los comensales ya estaban congregados en torno a las mesas y los padres, con disimulo, daban bofetadas a sus hijos cuando trataban de partir un trozo de pan, porque mucho tenía que suceder antes de que pudieran poner algún otro alimento sobre éste. Sir Joscelin debía declarar su fidelidad a su señora, la priora Joan, lo que hizo con una rodilla en el suelo, y luego le entregó -a modo de simbólica renta- seis palomas blancas como la leche en una jaula dorada.

El prior Geoffrey debía bendecir la mesa. Las copas se alzarían para brindar en honor de Tomás de Canterbury y de su nuevo recluta para gloria de los mártires, el pequeño Peter de Trumpington, la raison d'être de ese festejo. «Una curiosa costumbre», pensó Adelia cuando se puso de pie para brindar por la salud de los muertos.

Entre los murmullos respetuosos se oyó un chillido discordante.

– El infiel insulta a nuestros santos. -Roger de Acton apuntaba con triunfal indignación a Mansur-. Brinda por ellos con agua.

Adelia cerró los ojos. «Dios, no permitáis que apuñale a ese cerdo».

Pero Mansur permaneció sereno, sorbiendo su agua. Sir Joscelin aplicó a Acton una reprimenda que oyeron todos los presentes.

– Por su fe, este caballero renuncia a beber alcohol, señor Roger. Si no sois capaz de tolerar bien la bebida, os sugiero que sigáis su ejemplo.

Bien hecho. Acton se hundió en su asiento. La opinión que Adelia tenía de su anfitrión mejoraba. Pero no debía dejarse cautivar por él. «Memento mori», se dijo. «Recuerda que vas a morir». Él podía ser el asesino; era un cruzado, como el recaudador de impuestos. Y como otro hombre que estaba en la mesa principal, sir Gervase, que había seguido cada uno de los pasos de Adelia desde que había entrado en el salón.

«¿Será él?».

Adelia tenía la certeza de que el asesino había participado en las cruzadas. No se trataba sólo de haber descubierto que el dulce era un jujube árabe, sino del tiempo transcurrido entre el ataque a las ovejas y la muerte de los niños: coincidía exactamente con el período en que Cambridge había recibido la convocatoria de Ultramar y había respondido enviando a sus hombres. El problema era que no habían sido pocos.

– ¿Que quiénes se fueron de la ciudad el año de la gran tormenta? -había repetido Gyltha ante la pregunta de Adelia-. Bueno, estaba la hija de Ma Mill, que, siguiendo con la tradición familiar, se hizo vendedora ambulante…

– Hombres, Gyltha, hombres.

– Oh, un montón de ellos. El abad de Ely ordenó que el país se uniera a la cruzada. -Cuando Gyltha decía «país» se refería al condado-. Debieron de ser cientos los que partieron junto a lord Fitzgilbert hacia Tierra Santa.

Le contó también que aquel había sido un mal año. La gran tormenta había arruinado las cosechas, las inundaciones arrasaron personas y viviendas, los pantanos quedaron anegados, incluso el sereno Cam creció furiosamente. Dios había demostrado su ira por los pecados de Canterbury. Sólo una cruzada contra sus enemigos podría aplacarla.

Lord Fitzgilbert, que buscaba en Siria terrenos con que sustituir los suyos, que habían quedado inundados, clavó un estandarte con la cruz en la plaza del mercado de Cambridge. Los jóvenes a quienes la tormenta había destruido sus medios de vida respondieron a su llamamiento, del mismo modo que los ambiciosos, los aventureros, los pretendientes rechazados y los casados con mujeres cargantes. Los tribunales ofrecieron a los delincuentes la opción de ir a la cárcel o unirse a la cruzada. Los pecadores que se confesaban ante los sacerdotes también eran absueltos si optaban por hacerse cruzados. Un pequeño ejército había abandonado la ciudad.

Lord Fitzgilbert había regresado en un ataúd y yacía en su propia capilla, debajo de una efigie de mármol que mostraba su imagen, con las piernas -vestidas con calzas- en cruz, como correspondía a un cruzado. Algunos murieron después de regresar, a causa de las enfermedades que habían contraído, y descansaban en tumbas más modestas, con una sencilla espada esculpida en la piedra. Otros no fueron más que un nombre entre los muchos que conformaban la lista de muertos que trajeron los supervivientes.

No faltaban los que habían optado por quedarse en Siria, donde encontraban posibilidades de llevar una vida más opulenta y menos húmeda, mientras otros regresaron a sus antiguas ocupaciones, de modo que -ése era el consejo de Gyltha- Adelia y Simón deberían observar atentamente a los comerciantes, algunos villanos, un herrero y el propio boticario que proveía de medicinas al doctor Mansur, por no mencionar al hermano Gilbert y al silencioso canónigo que había acompañado al prior Geoffrey en el camino.

– ¿El hermano Gilbert fue a la cruzada?

– Así es. También es sospechoso, no volvió rico como sir Joscelin y sir Gervase. Muchos pidieron dinero prestado a los judíos, pequeñas sumas, pero suficientemente importantes para ellos, y no pudieron pagar los intereses. No me extrañaría que el que gritaba exigiendo colgar a los judíos fuera el mismo demonio que mató a los pequeños. A muchos les gustaría ver a un judío colgado, y se dicen cristianos.

Abrumada por la magnitud del problema, en el rostro de Adelia se había dibujado una mueca de desaliento, pero el razonamiento del ama de llaves era incuestionable.

De modo que, en medio del festejo, mientras miraba a quienes la rodeaban, no debía adjudicar un significado siniestro a la evidente riqueza de sir Joscelin. El origen bien podía ser Siria, en lugar del judío Chaim. Sin duda, la propiedad de un sajón se había transformado en un edificio de piedra de considerable belleza. El enorme salón que cobijaba a los invitados tenía un techo de artesonado tan bueno como cualquiera que hubiera visto en Inglaterra. Desde la galería situada más allá de la tarima, los músicos tocaban la viola y la flauta con una destreza que superaba la de un aficionado. Los utensilios de hierro que habitualmente llevaban los invitados a una comida se habían vuelto innecesarios: cada comensal encontraba en la mesa un cuchillo y una cuchara. Los platos y los aguamaniles eran de plata exquisitamente labrada y las servilletas de damasco.

Adelia expresó su admiración ante los comensales. Hugh se limitó a asentir. El hombrecillo que estaba sentado a la izquierda intervino:

– Deberían haberlo visto en los antiguos tiempos, cuando pertenecía a sir Tibault, el padre de sir Joscelin: era un granero carcomido a punto de derrumbarse. Un viejo inmundo, el caballero. Dios lo tenga en su gloria, aunque murió a causa de la bebida. ¿No es así, Hugh?

– El hijo es diferente -gruñó Hugh.

– Así es, diferentes como el queso y la cal. Joscelin le ha dado vida a este lugar. Le ha dado buen destino a su oro.

– ¿Oro? -preguntó Adelia.

Al hombrecillo le entusiasmó su curiosidad.

– Eso me dijo. «Hay oro en Ultramar, señor Herbert. A montones». Veréis, soy su zapatero; un hombre no le mentiría a quien le hace las botas.

– ¿También sir Gervase regresó con oro?

– Una tonelada o más, cuentan, sólo que cuida mejor su dinero.

– ¿Consiguieron juntos el oro?

– No puedo responderos. Es probable. Difícilmente se les ve separados. Son como David y Jonathan.

Adelia echó un vistazo a la mesa de los ilustres, donde estaban David y Jonathan, bien parecidos, seguros, cómodos el uno con el otro, conversando por encima de la cabeza de la priora.

«¿Y si los asesinos fueran dos, que ambos estuvieran de acuerdo…?». No lo había pensado, pero debería haberlo hecho.

– ¿Están casados?

– Gervase tiene esposa, pobrecita, está postrada y babea. -El zapatero estaba feliz de demostrar su conocimiento sobre esos hombres insignes-. Sir Joscelin está negociando su matrimonio con la hija del barón de Peterborough. Será una buena pareja.

El estridente sonido del cuerno malogró la conversación. Los invitados tomaron asiento. La comida estaba en camino.

En la mesa de los ilustres, Rowley Picot entretenía a la esposa del alguacil y le rozaba la rodilla con la suya. También le hacía guiños a la monja joven sentada en la mesa de más abajo, para hacerla sonrojar, pero sobre todo sus ojos se dirigían a la pequeña doctora, sentada entre las personas de nivel inferior, las que trabajaban esforzadamente con sus manos. Tal y como iba ataviada, debía reconocer que estaba bastante bien. Su piel blanca y aterciopelada desaparecía en el corsé de color azafrán e invitaba a acariciarla. Involuntariamente movió la punta de los dedos. No era lo único digno de palpar, el cabello dorado sugería que también era rubio el que rodeaba…

Aquella maldita ramera -sir Rowley espantó su ensueño lujurioso- estaba descubriendo demasiadas cosas, y también maese Simón, y confiaban en que el maldito gigante árabe los protegería, un eunuco, por Dios.

«Demonios, hay más», pensó Adelia.

Por segunda vez, el cuerno anunció otra hilera de sirvientes que llegaban de la cocina, encabezados por el maestro de ceremonias. Nuevas bandejas, incluso más grandes, se apilaban como pequeñas montañas. Eran necesarios dos hombres para transportarlas. Los alegres convidados -aún más alegres al verlas- las recibían con expresiones de júbilo.

Los restos de la comida que se había servido en primer lugar fueron retirados y colocados en una carretilla para llevarlos afuera, donde hombres, mujeres y niños harapientos esperaban para lanzarse sobre ellos. Nuevos platos ocuparon su lugar.

– Et maintenant, milords, mesdames… -Por segunda vez, se oyó al jefe de cocina-. Venyson en furmety gely. Porcelle farce enforce. Pokokkye. Cranys. Venyson roste. Byttere truffée. Pulle end-re. Braun freyez avec graunt tartez. Leche Lumbarde. A soltelle.

Francés normando para denominar comida francesa.

– Habla en francés -explicó amablemente el señor Herbert, como si no lo hubiera dicho ya la primera vez-, sir Joscelin trajo a ese cocinero de Francia.

Adelia deseó que hubiera regresado a su país. No podía más. Se empezaba a sentir rara.

Se había negado a beber vino y había pedido agua hervida, una solicitud que sorprendió al sirviente que llenaba las copas de vino y que no había sido satisfecha.

Estaba sedienta, y el señor Herbert la había persuadido de que en lugar de vino o cerveza optara por una bebida inocua hecha con miel, de la que ya había vaciado varias copas.

Pero aún estaba sedienta. Hacía señas frenéticas a Ulf para que le trajera un poco de agua del aguamanil de Mansur, pero él no la veía.

Fue Simón de Nápoles quien respondió a sus señas. Acababa de entrar y estaba presentando sus disculpas a la priora Joan y a sir Joscelin por su demora.

«Ha descubierto algo», pensó Adelia, irguiéndose en la silla. Por su manera de andar podía deducir que el tiempo que había pasado en el castillo había rendido sus frutos. Lo observó mientras hablaba animadamente con el recaudador de impuestos en un extremo de la mesa de los ilustres; luego desapareció de su vista para tomar asiento un poco más adelante, en la misma mesa y en el mismo lado que ella.

En la mesa, pavos reales sacrificados una semana antes lucían su cola desplegada y carnadas de lechones crujientes exhibían lánguidos la manzana que tenían entre los dientes. El ojo de un avetoro asado -que sin duda conoció tiempos mejores entre los juncos de los pantanos a los que pertenecía- miraba acusadoramente a Adelia. En silencio se disculpó con él: «Lamento que os hayan metido trufas por el culo».

Nuevamente vislumbró el rostro de Gyltha asomándose por la puerta de la cocina. Adelia volvió a enderezarse. «He dicho mucho a tu favor».

En su plato limpio apareció un guiso de venado y avena. Le echó gely de una salsera: grosellas, tal vez.

– Quiero una ensalada -rogó, desesperanzada.

Las palomas, símbolo de la renta de la priora, se habían escapado de la jaula y se habían unido a los gorriones en las vigas del techo, desde donde dejaban caer sus excrementos sobre las mesas.

El hermano Gilbert ignoraba a las monjas que tenía a cada lado. En cambio, miraba a Adelia.

– Deberíais avergonzaros de vuestro cabello, señora -le advirtió, inclinado hacia delante, desde el otro lado de la mesa.

– ¿Por qué? -preguntó Adelia, devolviéndole la mirada.

– Sería mejor que ocultarais vuestros bucles debajo de un velo, que vistierais ropas de luto y olvidarais vuestro aspecto exterior. Oh, hija de Eva, aceptad el atuendo de penitencia que corresponde a las mujeres por la ignominia de Eva, el odio que merecéis por haber causado la caída de la raza humana.

– No tiene la culpa -la defendió la monja que estaba a su izquierda-, la caída de la raza humana no es culpa suya. Tampoco mía.

Era una mujer enjuta, de mediana edad, que había estado bebiendo copiosamente, al igual que el hermano Gilbert. A Adelia le gustaba su aspecto.

El monje se dirigió a ella.

– Silencio, mujer. ¿Vais a discutir con el gran San Tertuliano? ¿Vos, que pertenecéis a una orden de costumbres disipadas?

– Sí -repuso la monja, con jactancia-. Tenemos un santo mejor que el vuestro. Tenemos al pequeño Peter. Lo mejor que vosotros tenéis es un dedo gordo del pie de Santa Eteldreda.

– Tenemos un fragmento de la Santísima Cruz -gritó el hermano Gilbert.

– ¿Quién no? -se mofó la monja sentada a la derecha.

El hermano Gilbert parecía haber descendido de su corcel al polvo y a la sangre del campo de batalla.

– El pequeño Peter se irá a la mierda cuando el archidiácono investigue vuestro convento, puerca. Y lo hará. Oh, yo sé lo que ocurre en Santa Radegunda: indisciplina, incumplimiento de los santos oficios, hombres en vuestras celdas, partidas de caza, travesías río arriba para aprovisionar a vuestras anacoretas. Oh, no lo creo. Lo sé.

– Sí, les llevamos provisiones -respondió la monja sentada a la derecha del hermano Gilbert, tan gordinflona como delgada era su compañera-. Y si luego visito a mi tía, ¿cuál es el problema?

Adelia volvió a escuchar la voz de Ulf cuando le hablaba de la hermana Gordi. Miró a la monja con los ojos entrecerrados.

– Os he visto -afirmó alegremente-. Os he visto impulsando vuestro bote río arriba.

– Apuesto a que no la habéis visto hacerlo de regreso. -El hermano Gilbert hervía de furia-. Pasan toda la noche fuera del convento. Su comportamiento es licencioso y concupiscente. En una orden decente habrían sido azotadas hasta que sus culos sangraran, pero ¿dónde está su priora? De caza.

Un hombre que odia; un hombre odioso. Y un cruzado. Adelia se inclinó sobre la mesa.

– ¿Os gustan los jujubes, hermano Gilbert?

– ¿Qué? ¿Qué? No, detesto los confites.

El monje no le prestó atención y siguió con sus denuncias sobre Santa Radegunda. Una voz serena y triste sonó a la derecha de Adelia.

– A nuestra Mary le gustaban los confites.

Las lágrimas rodaban penosamente por las vigorosas mejillas, de Hugh, el cazador, cayendo en su guiso.

– No lloréis -le suplicó Adelia-. No lloréis.

– Era su sobrina. La pequeña Mary fue asesinada. La hija de su hermana -le susurró a la doctora el zapatero sentado a su izquierda.

– Lo lamento -se compadeció Adelia tocando la mano del cazador-. De verdad lo lamento.

Unos ojos empañados por las lágrimas, infinitamente tristes, la miraron.

– Lo encontraré. Le destrozaré el hígado.

– Ambos lo encontraremos -aseguró Adelia. Le irritaba que la arenga del hermano Gilbert importunara un momento como ése-. No es San Tertuliano -corrigió adelantando el torso para clavarle al monje un dedo en el pecho.

– ¿Qué?

– Tertuliano. El que habéis citado cuando os referíais a Eva. No es un santo. ¿Creéis que era santo? Pues no lo era. Se apartó de la Iglesia. Era… -formuló cuidadosamente- heterodoxo. Eso era. Se unió a los montañistas. En consecuencia, nunca fue consagrado santo.

Las monjas se regocijaron.

– ¿No lo sabíais? -dijo la enjuta.

La respuesta del hermano Gilbert fue ahogada por un nuevo toque de trompeta y otra hilera de sirvientes que desfilaba a lo largo de la mesa ubicada sobre la tarima.

– Blaundersorye, curlews en miel, pertyche, eyround angels, petyperneux…

– ¿Qué es «petiperné»? -preguntó el cazador, todavía con lágrimas.

– Pequeños huevos revueltos -le respondió Adelia y comenzó a llorar sin poder controlarse.

La parte de su cerebro que no había perdido por completo la batalla con el aguamiel hizo que se pusiera de pie y llegara hasta una mesa lateral donde había una pequeña jarra de agua. Aferrada a ella se dirigió a la puerta, seguida de Salvaguarda.

El recaudador de impuestos la observó alejarse. Varios invitados ya estaban en el jardín. Los hombres miraban pensativos los troncos de los árboles, las mujeres se dispersaban para buscar un lugar tranquilo donde ponerse en cuclillas. Los más pudorosos formaban una inquieta fila para usar los bancos con agujeros para el trasero que sir Joscelin había instalado sobre el arroyo que corría hacia el Cam.

Bebiendo ávidamente de la jarra, Adelia salió a dar un paseo, pasó por los establos, y sintió el reconfortante olor de los caballos, atravesó oscuros corrales donde aves de rapiña encapuchadas soñaban con abalanzarse en picado y matar. Había luna. Había hierba, un huerto… El recaudador de impuestos la encontró dormida debajo de un manzano. Cuando estiró sus brazos hacia ella, la figura pequeña, oscura y hedionda que estaba a su lado levantó la cabeza, y otra, mucho más alta y con una daga en el cinto, surgió de las sombras. Sir Rowley les mostró a ambos sus manos vacías.

– ¿Creéis que sería capaz de hacerla daño?

Adelia abrió los ojos. Se incorporó, le dolía la cabeza.

– Tertuliano no es ningún santo, Picot -le dijo.

– Siempre lo dudé -comentó el recaudador, en cuclillas junto a ella. Se había dirigido a él como si fueran viejos amigos y eso le llenó de placer-. ¿Qué habéis estado bebiendo?

– Era amarillo -explicó Adelia, tratando de concentrarse.

– Aguamiel. Es necesario tener la fortaleza de un sajón para resistirla -indicó, y de un tirón la puso de pie-. Venid, os libraréis de ella bailando.

– No sé bailar. Vayamos a dar una patada al hermano Gilbert.

– Me estáis tentando, pero creo que es mejor que bailemos.

En el salón habían retirado las mesas. Los sobrios músicos de la galería se habían trasladado a la tarima, transformados en tres hombres fornidos y sudorosos: uno tocaba el tamboril y los otros dos eran violinistas; uno de ellos indicaba los pasos de baile con gritos que superaban los chillidos, las carcajadas, los pisotones y las vueltas en la pista de baile.

El recaudador de impuestos arrastró a Adelia hasta allí.

El baile no se parecía a las disciplinadas y complejas danzas que se bailaban de puntillas en los palacios de Salerno. En Cambridge no había elegancia. Su gente no tenía tiempo para tomar lecciones bajo el auspicio de Terpsícore, simplemente bailaban. Sin cansarse, sin detenerse, sudorosos, tenaces, apasionados, impulsados por salvajes dioses ancestrales. Un tropezón aquí o allá, un movimiento equivocado, ¿qué importaba? «Otra vez, a la carga, a bailar. Al ataque. El pie izquierdo hacia la izquierda, el derecho le sigue. Espalda con espalda. Recoger la falda. Sonreír. Hombro derecho con hombro derecho. Giro a la izquierda. Hacia delante. En diagonal. Giro, señores y señoras, giro, cabrones. Otra vez».

En los muros, las antorchas centelleaban como un fuego expiatorio. De los juncos que habían quedado machacados en el suelo emanaba un incienso verde que impregnaba el salón. No había tiempo para recuperar el aliento. Tocaba el «paso del caballo», atrás en círculo, al centro, bajo el arco, otra vez, otra vez.

La aguamiel se evaporó y fue reemplazada por la embriaguez del baile colectivo. Rostros refulgentes aparecían y desaparecían, manos escurridizas cogían a Adelia, haciéndola girar. Sir Gervase, un desconocido, el señor Herbert, el alguacil, el prior, el recaudador de impuestos, sir Gervase otra vez, que la hacía girar con tanta violencia que Adelia temió que la soltara y la lanzara contra la pared. Hacia el centro, bajo el arco, al galope, giro.

Imágenes fugaces llenaban la retina de Adelia y desaparecían. Simón le hizo una seña para anunciarle que se marchaba, pero su sonrisa -en ese momento sir Rowley la hacía girar velozmente- le alentó a seguir disfrutando. La alta priora y el pequeño Ulf daban vueltas cogidos de la mano, impulsados por la fuerza centrífuga. Sir Joscelin le hablaba con seriedad a la pequeña monja mientras pasaban, espalda con espalda, dibujando una curva. Un círculo de admiradores rodeaba a Mansur, que danzaba con el rostro impasible sobre espadas cruzadas mientras entonaba un ma-quam. Roger de Acton trataba de hacer que una ronda fuera hacia la derecha. Fue arrollado.

Oh, Dios, el cocinero y la esposa del alguacil. No había tiempo para sorprenderse. Hombro derecho con hombro derecho. A bailar, a bailar. Sus brazos y los de Picot formaron un arco, Gyltha y el prior Geoffrey pasaron debajo de él. La monja enjuta y el boticario. Luego Hugh, el cazador, y Matilda B. Todo el mundo, desde los que estaban más allá del salero a los que tenían mayor jerarquía, servía a un dios democrático que bailaba. Oh, Dios, esto es disfrutar. Sin parar. A bailar.

Adelia no advirtió que sus zapatillas se habían desgastado por completo hasta que sintió el ardor que la fricción le provocaba en las plantas de los pies.

Se alejó del tumulto. Era hora de partir. Algunos invitados también se disponían a hacerlo. Un grupo muy numeroso se había reagrupado en las mesas laterales, donde se estaba sirviendo la cena.

Renqueando, se dirigió hacia la puerta. Mansur la siguió.

– ¿Maese Simón ya se ha ido? -le preguntó.

Mansur fue a buscarlo y regresó desde la cocina con Ulf dormido en sus brazos.

– La mujer dice que salió. -Mansur nunca llamaba a Gyltha por su nombre, siempre le decía «la mujer».

– ¿Ella y las Matildas se quedan?

– Ayudarán con la limpieza. Nosotros llevaremos al chico.

Aparentemente, el prior Geoffrey y sus monjes habían partido hacía tiempo. También las monjas, salvo la priora Joan, que en un extremo de la mesa sostenía una porción de pastel de carne de caza en una mano y una jarra de cerveza en la otra. Estaba tan afable que le sonrió a Mansur y cuando Adelia le dio las gracias con una reverencia, la bendijo con la mano que sostenía el pastel.

Fueron al encuentro de sir Joscelin, que volvía del patio, donde, a la luz de la lumbre, se distinguían figuras royendo huesos.

– Ha sido un honor, señor -correspondió Adelia-. El doctor Mansur me ha pedido que le exprese nuestra gratitud.

– ¿Regresaréis por el río? Puedo preparar mi barca…

No era necesario, habían llegado en el bote del viejo Benjamín, pero se lo agradecieron. La orilla, aunque iluminada por una única antorcha colocada en un poste, estaba demasiado oscura para distinguir el bote del viejo Benjamín de los otros que esperaban a lo largo de la ribera, pero como todos ellos -excepto el del alguacil Baldwin- eran igualmente sencillos, se llevaron el primero de la fila.

Adelia se sentó en la proa; Ulf -aún dormido- fue depositado en su regazo. El desdichado Salvaguarda se mantuvo de pie con sus patas apoyadas en el pantoque. Mansur cogió el mástil…

El bote se balanceó peligrosamente cuando sir Rowley saltó dentro de él.

– Al castillo, barquero -ordenó, y se sentó en la bancada-. ¿No es esto agradable?

Desde el agua surgía una ligera bruma. El brillo débil e intermitente de la luna desaparecía cuando los árboles de las orillas formaban un arco que convertía el río en un túnel. Un bulto de un blanco espectral se transformó en una ráfaga de plumas y en una andanada de graznidos cuando un cisne surgió de la oscuridad. Como solía hacer cuando remaba, Mansur cantaba en voz baja, para sí mismo, una reminiscencia atonal de aguas y juncos de otra tierra.

Sir Rowley felicitó a Adelia por el virtuosismo del barquero.

– Es un árabe de las marismas -explicó ella-. En los terrenos húmedos se siente como en casa.

– Qué curioso para un eunuco.

Adelia se puso inmediatamente a la defensiva.

– ¿Y qué esperabais? ¿Hombres gordos apoltronados en un harén?

El recaudador estaba desconcertado.

– Sí. En realidad, los únicos que he visto lo eran.

– Cuando fuisteis a las cruzadas -sugirió Adelia aún con agresividad.

– Cuando fui a las cruzadas -admitió sir Rowley.

– Entonces, vuestro conocimiento de los eunucos es limitado, sir Rowley. Confío ciegamente en que Mansur se case con Gyltha algún día. -Maldición, su lengua todavía estaba suelta a causa de la aguamiel. ¿Habría traicionado a su querido árabe? ¿Y a Gyltha?

No permitiría que ese sujeto, ese posible asesino, denigrara a un hombre que no estaba dispuesto a lamerle las botas.

Rowley se inclinó hacia delante.

– ¿Realmente es lo que esperáis? Pensé que su… eh… condición impedía pensar siquiera en el matrimonio.

Maldición, por mil demonios. Ella misma había originado esa situación y ahora debía aclarar la condición del castrado. Pero ¿qué podía hacer?

– Lo único imposible es que de esa unión nazcan niños. Pero como Gyltha ya no está en edad de concebirlos, eso no será una preocupación para ellos.

– Entiendo. ¿Y respecto a las demás obligaciones del matrimonio?

– Los eunucos pueden tener una erección -declaró bruscamente. Al diablo con los eufemismos. ¿Por qué eludir los fenómenos orgánicos? Si el caballero no deseaba saberlo, que no hubiera preguntado. Advirtió que su respuesta impresionaba al recaudador. Pero todavía no había terminado-. ¿Creéis que Mansur eligió ser lo que es? Fue capturado por traficantes de esclavos cuando era un niño y vendido a unos monjes bizantinos que para preservar su voz lo castraron; de ese modo podría conservar su registro de soprano. Es una práctica común entre ellos. Él, a los ocho años, tenía que cantar para los monjes. Sus torturadores fueron monjes cristianos.

– ¿Puedo preguntaros cómo se convirtió en vuestro sirviente?

– Escapó. Mi padre adoptivo lo encontró en una calle de Alejandría y lo trajo a nuestra casa en Salerno. Mi padre tiene la costumbre de recoger a los seres perdidos y abandonados.

«Basta, basta», se dijo Adelia. ¿Por qué ese deseo de contarle su vida? Aquel hombre no significaba nada para ella, era aún peor que nada. No tenía sentido compartir su historia con él.

Una gallineta hizo crujir los juncos. Algo, una rata de agua tal vez, se deslizó hacia el agua y se alejó nadando, dejando una estela plateada a causa de la luna. El bote se adentró en otro túnel.

– Adelia -interrumpió sir Rowley.

– ¿Sí? -murmuró ella, con los ojos cerrados.

– Ya habéis brindado vuestra colaboración para aclarar este asunto. Cuando lleguemos a la casa del viejo Benjamín os acompañaré y hablaré con maese Simón. Debo hacerle entender que es hora de que regreséis a Salerno.

– No entiendo qué queréis decir. Aún no hemos descubierto al asesino.

– Nos estamos acercando a su guarida. Si le hacemos salir, será muy peligroso hasta que lo atrapemos. No quiero que se lance sobre uno de los nuestros.

– ¿Uno de los nuestros? -La desazón que el recaudador de impuestos siempre le había suscitado se volvió más intensa y aguda-. Soy una persona cualificada, elegida para esta misión por el rey de Sicilia, no por Simón, y, ciertamente, no por vos.

– Señora, sencillamente estoy preocupado por vuestra seguridad.

Demasiado tarde. No debía haber sugerido que una mujer como ella regresara a casa. Había insultado su habilidad profesional.

Adelia comenzó a hablar en árabe, el único idioma en el que podía insultar libremente porque Margaret no lo entendía. Dijo frases que había oído pronunciar a Mansur en sus frecuentes discusiones con el cocinero marroquí de sus padres adoptivos. Sólo en esa lengua podía contrarrestar la furia que sir Rowley le inspiraba. Habló de asnos anormales y de la preferencia antinatural que el recaudador tenía por ellos. De sus atributos caninos, sus pulgas, del funcionamiento de sus intestinos y de sus hábitos alimenticios. Le dijo dónde podía meterse su preocupación, una exhortación que nuevamente involucraba a sus intestinos. Poco importaba que Picot fuera capaz de comprender sus palabras. Podía captar lo esencial.

Mansur los condujo fuera del túnel con una sonrisa burlona.

El resto del viaje transcurrió en silencio.

Cuando llegaron a la casa del viejo Benjamín, Adelia no permitió que Picot la acompañara.

– ¿Le llevo al castillo? -quiso saber Mansur.

– A cualquier lugar, llevadlo a donde sea.

A la mañana siguiente, el administrador de las aguas llegó con la noticia de que Simón había muerto y su cadáver había sido enviado al castillo. Adelia comprendió entonces que mientras ella se deshacía en insultos, el bote había pasado junto al cuerpo, que flotaba, boca abajo, hacia los juncos de Trumpington.


  1. <a l:href="#_ftnref10">[10]</a> Expresión en egipcio que significa «¡Qué belleza!».

  2. <a l:href="#_ftnref11">[11]</a> Tradicional saludo árabe cuyo significado es «Que la paz sea contigo».

  3. <a l:href="#_ftnref12">[12]</a> Virgilio, Eneida, IV, 335-336: «Nunca me pesará acordarme de Elisa mientras conserve memoria de mí mismo, mientras anime mi cuerpo el soplo de la vida». El prior cambia el nombre de Elisa por el de Adelia.