174349.fb2 Maestra En El Arte De La Muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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Capítulo 12

– ¿Estoy muerto? -preguntó sir Rowley al aire.

– No -le respondió Adelia.

La mano débil y pálida del recaudador hurgó debajo de las sábanas. Se oyó un grito de cruda agonía.

– Oh, Jesús, ¿dónde está mi verga?

– Si os referís a vuestro pene, aún está allí. Bajo los apositos.

– Oh. -Volvió a abrir los ojos-. ¿Funcionará?

– Estoy segura de que funcionará satisfactoriamente en todos los sentidos -replicó Adelia con claridad.

– Oh.

Sir Rowley cayó nuevamente en un estado de sopor. La breve conversación lo había reconfortado, aunque no tenía conciencia de que hubiera tenido lugar.

Adelia se inclinó sobre él y acomodó las sábanas.

– Pero estuvo a punto de desaparecer -murmuró suavemente.

No sólo había corrido el riesgo de perder su membrum virilis sino también la vida. El cuchillo había tocado una arteria. Si Adelia no hubiera presionado la herida con el puño mientras trasladaban a Rowley al interior del edificio, se habría desangrado y muerto antes de que ella pudiera utilizar la aguja y el hilo de bordar de lady Baldwin. Aun así -aunque lo ignoraran todos los que la rodeaban, ansiosos-, la sangre había brotado de tal forma que, si las suturas estaban en el lugar correcto era, sencillamente, porque la suerte había estado de su lado.

Con todo, la batalla todavía no estaba ganada. Había logrado extraer los restos de la túnica que el cuchillo había hundido en la herida; pero para saber qué cantidad de detritus de la hoja había quedado dentro, habría que lanzar los dados. Un cuerpo extraño podía corromper los tejidos -habitualmente así sucedía- y, en consecuencia, provocar la muerte. Recordaba la descomposición característica de los cadáveres gangrenosos y, también, que había buscado con una curiosidad distante el lugar donde se había originado la fatalidad.

En esta ocasión, no permanecía distante. Cuando la herida de Rowley se inflamó y comenzó a delirar a causa de la fiebre rezó como nunca lo había hecho, mientras humedecía su frente con agua fría y dejaba caer gotas de una pócima refrescante entre sus labios, flaccidos y cadavéricos.

¿A quién había dirigido sus rezos? A todo, a la nada. Había suplicado, rogado, exigido que la ayudaran a traerlo de vuelta a la vida. Maldición. ¿Qué les había prometido a todos los dioses a los que había apelado? ¿Fe? Entonces ya era seguidora de Jehová, Alá y la Santísima Trinidad, sin olvidar a Hipócrates, y había llorado de agradecimiento cuando el rostro del paciente pareció relajarse y su respiración dejó de ser un estertor para convertirse en un suave ronquido. Cuando Rowley despertó de nuevo, Adelia lo vio explorar instintivamente con su mano. ¡Qué seres tan primitivos eran los hombres!

– Aún está ahí -dijo, y cerró los ojos con alivio.

– Sí -asintió Adelia.

Incluso a un paso de la muerte conservaban la noción de su sexualidad.

Rowley abrió los ojos.

– ¿Me estáis cuidando?

– Sí.

– ¿Desde cuándo?

– Cinco noches y… unas siete horas -indicó Adelia después de mirar hacia la ventana. A través de los maineles, el sol de la tarde proyectaba haces de luz en el suelo.

– ¿Tanto? -Rowley trató de levantar la cabeza-. ¿Dónde estoy?

– En lo alto de la torre.

Poco después de la operación -realizada en la mesa de la cocina del alguacil- Mansur había llevado al paciente hasta allí, en una sorprendente demostración de fortaleza, para que médico y paciente estuvieran en un lugar privado y tranquilo mientras Adelia luchaba por salvar su vida.

La sala no tenía excusado. Pero Adelia había contado con la colaboración de personas que deseaban, es más, lo ansiaban, subir y bajar escaleras llevando bacinillas. En su mayoría, mujeres judías agradecidas a sir Rowley por haber defendido el sepulcro de un hombre de su pueblo. En efecto, todos los judíos habían ofrecido su ayuda. Pero Adelia tuvo que rechazar a la mayoría para no ofender a Mansur y Gyltha, que habían abrazado esa causa como propia.

La brisa entraba por los vanos de la sala manteniéndola libre de los hedores que circulaban en el nivel más bajo del castillo y de las emanaciones de sus pozos ciegos. Su única mácula era el tufillo de Salvaguarda; aun cuando el animal tenía prohibida la entrada, la pestilencia se colaba por debajo de la puerta. De nada había servido que le bañaran, pues el olor del animal continuaba atenazando el olfato más atrofiado. De hecho, era lo único agresivo en él: astutamente se había escabullido de la refriega en el jardín del alguacil, en lugar de defender a su ama.

– ¿Maté a ese bastardo? -preguntó sir Rowley desde la cama.

– ¿Roger de Acton? No, está bien, aunque encarcelado en la torre central. Dejasteis a Quincy, el carnicero, lisiado, a Colin de St Giles con un tajo en el cuello, y uno de los sujetos que pronunciaba sus inflamadas arengas tiene sus perspectivas de paternidad notoriamente mermadas, pero el señor Acton huyó sin heridas.

– Merde.

La breve conversación lo había agotado. Sir Rowley volvió a sumirse en la inconsciencia.

Primera prioridad, la cópula. En segundo lugar, la batalla. Y aunque estaba mucho más delgado, la gula era evidente, tanto como la arrogancia. En suma, reúne la mayoría de los pecados capitales. «¿Por qué, entonces, entre todos los hombres, sois el único para mí?», pensó Adelia.

Gyltha lo había adivinado. En el punto álgido de la fiebre, cuando Adelia se negaba a ser reemplazada del lecho del enfermo, el ama de llaves había dicho:

– Está bien que lo améis, pero de nada le servirá que enferméis por cuidarlo.

– ¿Amar a ese hombre? -Vaya disparate-. Estoy cuidando a un paciente. Él no es… oh, Gyltha, ¿qué haré? Él no es la clase de hombre adecuado para mí.

– ¿Qué demonios tiene qué ver eso con la clase de cabrón que sea? -había dicho Gyltha con un suspiro.

De hecho, Adelia se vio obligada a confesar que no tenía nada que ver.

En verdad, podían decirse muchas cosas a favor de sir Rowley. Como había demostrado con los judíos, era un defensor innato de los desamparados. Era divertido, la hacía reír. Y en medio de la fiebre había regresado una y otra vez a la duna donde yacía el cuerpo mutilado del niño, para volver a padecer la misma culpa y el mismo dolor. Su mente había perseguido al asesino, en un delirio tan ardiente y terrible como las arenas del desierto, hasta que Adelia se vio obligada a administrarle un opiáceo por temor a que su debilitado organismo se extenuara.

Pero, asimismo, había mucho que decir en su contra. La fiebre también lo había incitado a murmurar sus apreciaciones carnales sobre las mujeres que había conocido. A menudo les atribuía cualidades de las comidas que había degustado en Oriente. La pequeña Sahira, tierna como un tallo de espárrago. Samina, tan rolliza que bastaba para una cena completa. Abda, negra y hermosa como el caviar. Más que una lista de cualidades, era un menú. En cuanto a Zabida, sus escasos conocimientos de lo que hombres y mujeres hacían en la cama se habían ampliado hasta el asombro con las proezas de esa mujer acrobática y gregaria.

Más escalofriante aún fue la revelación de la ambición que lo impulsaba. Al principio, mientras escuchaba las fantásticas conversaciones que Rowley mantenía con un ser invisible, Adelia había confundido el frecuente uso de «Señor». Había imaginado que se refería al Señor de los Cielos, pero luego descubrió que se trataba de Enrique II. La imperiosa necesidad de encontrar y castigar a Rakshasa se vinculaba con sus servicios al rey de Inglaterra. Si libraba a Enrique del incordio que privaba al tesoro de los ingresos que le proporcionaban los judíos de Cambridge, Rowley esperaba la gratitud del rey y un considerable ascenso.

– ¿Barón u obispo? -preguntaba en su delirio, aferrándose a la mano de Adelia, como si de ella dependiera esa decisión-. ¿Obispado o baronía? -Cualquiera de esas excelentes perspectivas le provocaba mayor agitación-. No se moverá. No puedo moverlo -decía, como si el carro que había adosado al destino del rey fuera demasiado pesado.

Así era él. Sin duda valiente y piadoso, pero sibarita, lujurioso, astuto, codicioso, ávido de prestigio. Imperfecto, licencioso. No era el hombre que Adelia habría esperado, deseado o amado.

Pero lo hizo.

Cuando aquella cabeza dolorida había girado sobre la almohada, dejando el cuello a la vista y pronunciando su nombre -«¿Adelia? Doctora, ¿estáis ahí?»-, sus pecados se habían derretido, y lo mismo había ocurrido con el corazón de Adelia.

Como Gyltha había dicho, la clase de hombre que él fuera no tenía la menor importancia.

Pero debía tenerla. Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar tenía propios y firmes principios. No ambicionaba riquezas o ascensos. Aspiraba a vivir al servicio del don que le había sido concedido. Porque era un don, y no implicaba la obligación de engendrar vida, como lo hacían las otras mujeres, sino de descubrir más sobre la naturaleza de la vida para poder salvarla.

Siempre había sabido, y aún lo sabía, que el amor romántico no era para ella. Estaba destinada a la castidad, como las monjas, casadas con Dios. Una castidad enclaustrada en la escuela de medicina de Salerno, desde donde había imaginado conservarla hasta llegar a una vejez serena, útil y respetada, despreciando -lo admitía- a las mujeres que se entregaban a una pasión desgarradora.

Sentada en la sala de la torre, reprochaba al ser que había sido, de lisa y llana ignorancia. Qué ingenua había sido. No conocía ese torbellino por el que la razón se dejaba arrasar, a sabiendas de su error.

Debía razonar.

Constituía un privilegio salvar la vida de cualquier ser humano, pero salvar a ese hombre era, más que un privilegio, su dicha. Le molestaba incluso que la apartaran de su lado cuando era necesario que atendiera, junto con Mansur, a los pacientes que las Matildas enviaban al castillo.

Pero era hora de recuperar el sentido común.

El matrimonio era imposible. Aun suponiendo que él se lo propusiera, lo que era poco probable, Adelia tenía en alta estima su propio valor y dudaba de que él pudiera reconocerlo. Por una parte, a juzgar por el color del vello púbico que había descrito durante sus más lujuriosos desvarios, prefería a las morenas. Por otro lado, no podía -y no lo haría- competir con mujeres como Zabida.

No. No era probable que una mujer que practicaba la medicina, reservada y de rostro poco agraciado, lo atrajera. La ansiedad con que reclamara su presencia en medio de la fiebre había sido una súplica de ayuda.

Él la veía como un ser asexuado. De otro modo el relato de su cruzada no habría sido tan franco y tan pródigo en insultos. Un hombre podía hablar en esos términos con un sacerdote amigable, con el prior Geoffrey tal vez, pero no con la dama de sus sueños.

En cualquier caso, si aspiraba a un obispado no podría proponer matrimonio a mujer alguna. ¿Ser la amante de un obispo? Había montones de ellas. Algunas exhibían su condición, desvergonzadamente. De otras se rumoreaba en voz baja, entre risitas, que tras algún oculto matorral, dependían del capricho de su amante diocesano.

«Bienvenida a las puertas del paraíso, Adelia. ¿Qué habéis hecho con vuestra vida?». «Fui la amante de un obispo, Señor».

¿Y si se convertía en barón? Como todos ellos, buscaría una heredera para incrementar sus posesiones. Pobre heredera. Una vida dedicada al hogar, a criar niños, a recibir a su esposo y alabar sus malditas hazañas cuando regresara del campo de batalla al que su rey lo hubiera arrastrado; donde, indudablemente, dicho esposo había tenido otras mujeres -morenas en este caso- y había engendrado hijos bastardos con la concupiscencia de un conejo en celo.

Había alcanzado deliberadamente tal grado de furia ante el hipotético adulterio de sir Rowley Picot y sus amantes ilegítimas que, cuando Gyltha entró en la habitación con un cuenco de habas para el paciente, Adelia, agotada, le dijo:

– Vos y Mansur os ocuparéis del cabrón esta noche. Me voy a casa.

Yehuda la detuvo al pie de la escalera para preguntarle por Rowley y para llevarla a conocer a su hijo. El bebé que se acurrucaba contra el pecho de Dina era minúsculo, pero parecía gozar de buena salud, pese a la preocupación de sus padres porque su peso no aumentaba.

– El rabino Gotsce está de acuerdo. El Brit milá deberá posponerse; no es posible realizarlo dentro de los ocho días de rigor. Lo haremos cuando esté más fuerte. ¿Qué os parece, señora?

Adelia consideró prudente no someter al niño a la circuncisión hasta que creciera un poco.

– ¿Creéis que se debe a mi leche? -preguntó Dina-. No tengo suficiente.

Adelia no era partera. Conocía los rudimentos de esa especialidad, pero Gordinus siempre había enseñado a sus alumnos que era mejor dejar esa práctica en manos de mujeres expertas -o como quisieran llamarlas- salvo que se presentaran complicaciones. Su opinión se fundaba en la observación: si se comparaban los partos atendidos por comadronas y los asistidos por médicos, hombres por añadidura, eran más los niños que sobrevivían si llegaban con la ayuda de esas mujeres. Su criterio no era bien visto por los médicos y tampoco por la Iglesia. Para ambos era beneficioso tildar de brujas a la mayoría de las matronas. Pero la cantidad de muertes en Salerno -tanto de bebés como de sus madres- cuando el parto era atendido por un médico de sexo masculino sugería que Gordinus estaba en lo cierto.

De todos modos, el bebé era muy pequeño y la leche de su madre no parecía alimentarlo.

– ¿Habéis considerado la posibilidad de buscar una nodriza? -sugirió Adelia.

– ¿Y dónde podríamos encontrarla? -preguntó Yehuda con un desdeñoso acento ibérico-. ¿Acaso la turba que nos condujo a este lugar tuvo en cuenta si entre nosotros habría madres que amamantaran? Se les pasó por alto. No sé por qué.

– Puedo preguntar a lady Baldwin si hay alguna en el castillo -insinuó vacilante Adelia, previendo que la sugerencia sería rechazada.

Originalmente Margaret había sido su nodriza y Adelia sabía de hogares judíos que contrataban mujeres con esa finalidad. Pero no sabía si la rigidez de ese pequeño enclave admitiría que su nuevo miembro fuera amamantado por un pecho no judío.

Dina la sorprendió.

– Leche, de eso se trata, esposo. Confío en que lady Baldwin encuentre una mujer honrada.

Yehuda apoyó suavemente su mano en la cabeza de su esposa.

– Siempre que ella no considere que estáis faltando a vuestro deber de madre. Con todo lo que habéis sufrido, somos afortunados tan sólo por tener este hijo.

Oh, la paternidad le había hecho madurar. Y Dina, aunque ansiosa, estaba más feliz que la última vez. Quizás su matrimonio era más prometedor de lo que había creído en un principio. Cuando Adelia se despidió, Yehuda la siguió.

– Doctora…

Adelia se dirigió velozmente hacia él.

– No debéis llamarme doctora. El doctor es el señor Mansur Khayoun de Al Amarah. No soy más que su ayudante.

Obviamente, lo ocurrido en la cocina del alguacil se había divulgado. Pero ya tenía demasiados problemas como para tener que enfrentarse a la oposición de los médicos de Cambridge, por no mencionar a la Iglesia, que inevitablemente surgiría si se difundía la noticia de que era doctora.

Mansur había estado presente durante la operación. Podría decir que era el experto que supervisaba su tarea, que la urgencia tuvo lugar en un día sagrado para los musulmanes y que Alá no habría admitido que estuviera en contacto con la sangre, o algo similar. Yehuda se inclinó ante ella.

– Señora, sólo deseaba deciros que el niño se llamará Simón.

– Gracias -murmuró Adelia, estrechando su mano. Aunque todavía estaba cansada, el día había cambiado, ella misma había cambiado, se sentía vital, incluso nerviosa, porque el niño llevaría el nombre de su amigo. Experimentaba una rara sensación, parecida a la de estar flotando.

Comprendió que estaba enamorada. El amor, aun condenado al fracaso, daba alas a su alma. Las gaviotas nunca habían dibujado círculos tan perfectos en la bóveda celeste, nunca sus graznidos habían sido tan emocionantes.

La prioridad de Adelia era visitar al otro Simón. De camino al jardín del alguacil recorrió el patio en busca de flores que llevar a su tumba. Esa parte del castillo era estrictamente utilitaria; las gallinas y los cerdos habían acabado con la mayor parte de la vegetación, pero algo de hiedra había prendido en lo alto del viejo muro y un ciruelo silvestre florecía en el montículo donde se había erigido la torre de madera original.

Unos chiquillos se deslizaban por una rampa de madera, y mientras Adelia arrancaba con tristeza unas ramas, un niño y una niña se acercaron a conversar.

– ¿Qué es eso?

– Es mi perro -les dijo Adelia.

Por un momento se quedaron pensativos. Luego preguntaron:

– Ese negro que está con vos, señora, ¿es un hechicero?

– Es doctor.

– ¿Está curando a sir Rowley, señora?

– Él nos cae bien -interrumpió la niña-. Dice que tiene un ratón en su mano, pero en realidad es una moneda y nos la regala. Me gusta sir Rowley.

– También a mí -reconoció Adelia, sin querer. Sintió que su confesión era tierna.

– Allí están Sam y Bracey. No debieron dejarlos entrar, ¿verdad? Ni siquiera para matar judíos, dice mi papá.

El niño señaló un lugar junto a los nuevos cadalsos, donde había una doble picota de la que sobresalían dos cabezas. Tal vez fueran las cabezas de los hombres que custodiaban la puerta por la que Roger de Acton y la gente de la ciudad habían entrado en el castillo.

– Sam dice que él no quería dejarlos entrar, pero los cabrones se abalanzaron sobre él -dijo la niña.

– Por Dios -exclamó Adelia-, ¿desde cuándo están allí?

– No debieron dejarlos entrar, ¿verdad? -preguntó el niño.

La niña estaba más dispuesta a perdonarlos.

– Los dejan en libertad por la noche.

La picota era terrible para la espalda. La doctora se dirigió hacia allí. Del cuello de cada uno de los guardias pendía un cartel qué decía: «Incumplimiento del deber».

Adelia eludió cuidadosamente la inmundicia que las víctimas acumulaban alrededor de sus pies, dejó su ramillete en el suelo y levantó uno de los carteles. Acomodó las chaquetas de los guardias para que la cuerda, que les ahogaba, no estuviera en contacto con la piel.

– Creo que así estarán mejor.

– Gracias, señora.

Ambos la miraron de frente, con franqueza militar.

– ¿Cuánto tiempo deben permanecer así?

– Dos días más.

– Oh, Dios. Sé que no es fácil, pero si dejáis que vuestras muñecas carguen el peso de tanto en tanto e inclináis las piernas hacia atrás, disminuirá la presión sobre la columna.

– Lo tendremos en cuenta, señora -respondió cansinamente uno de los hombres.

– Bien.

La esposa del alguacil estaba en uno de los extremos de su jardín, observando los tanacetos mientras mantenía una conversación a gritos con el rabino Gotsce, que en el extremo opuesto se inclinaba sobre la tumba.

– Deberíais usarla en los zapatos, rabino, como yo. El tanaceto cura los temblores. -La voz de lady Baldwin llegaba sin esfuerzo hasta la muralla.

– ¿Mejor que el ajo?

– Infinitamente mejor.

Entretenida e inadvertida, Adelia se detuvo en el arco hasta que lady Baldwin la descubrió.

– Adelia, estabais aquí. ¿Cómo se encuentra hoy sir Rowley?

– Mejor. Gracias, señora.

– Bien, muy bien. Un luchador tan valiente es irreemplazable. ¿Y cómo está vuestra pobre nariz?

Adelia sonrió.

– Compuesta, ya me he olvidado de ella.

La carrera para detener la hemorragia de Rowley había borrado todo lo demás. No advirtió que su nariz estaba fracturada hasta dos días después, cuando Gyltha comentó que se había puesto gibosa y azulada. En cuanto se deshinchó, pudo colocarse el hueso en su lugar sin dificultad.

Lady Baldwin asintió.

– ¡Qué bonito ramillete verde y blanco! El rabino está visitando la tumba. Id a reuniros con él. Ah, y el perro, ¿es un perro, verdad?, también.

Adelia caminó por el sendero hacia el cerezo. Sobre la tumba había una sencilla tabla de madera, donde habían grabado en hebreo una expresión equivalente a «Aquí yace…», seguida por el nombre de Simón. Debajo se veían las iniciales de las palabras hebreas que significaban «Que su alma esté ligada a la corriente de vida eterna».

– Por ahora debemos conformarnos con esto. Lady Baldwin está buscando una lápida de piedra para reemplazarla lo suficientemente pesada para que no sea posible levantarla. De ese modo la tumba no correrá el riesgo de ser profanada. -El rabino se puso de pie y se quitó la tierra que tenía en las manos-. Es una buena mujer.

– Lo es.

Más que del alguacil, aquél era el jardín de su esposa, donde jugaban sus hijos y donde cultivaba las hierbas que daban sabor a su comida y aromatizaban sus aposentos. No era poca cosa que hubiera cedido una parte al cadáver de un hombre despreciado por su religión. Había que reconocer que dado que en última instancia esos terrenos pertenecían al rey, era un asunto de force majeure, pero, descontando lo que pensara en privado, lady Baldwin había accedido con amabilidad.

Más aún, puso en práctica el principio según el cual la caridad genera obligaciones al que da tanto como al que recibe. Lady Baldwin estaba demostrando su preocupación por el bienestar de la extraña comunidad que habitaba su castillo. Le había cedido a Dina los pañales más nuevos de su bebé y había sugerido que los judíos recibieran una parte del pan que se horneaba en el castillo para que no tuvieran necesidad de hacerlo ellos mismos.

– Son seres humanos, como nosotros -le había explicado lady Baldwin a Adelia durante una visita al enfermo en la que le había llevado gelatina de pierna de cordero-. Y su rabino sabe mucho sobre hierbas, verdaderamente. Tal parece que las comen en cantidad en Pascua aunque eligen las amargas, rábano picante y otras similares. ¿Por qué no algo de angélica para endulzar un poco?

– Así deben ser las hierbas que comen en Pascua -repuso Adelia, sonriendo.

– Sí, eso mismo me contestó cuando se lo pregunté.

Adelia le demandó si conocía alguna nodriza para el bebé. Lady Baldwin prometió conseguir una.

– No una de las mujerzuelas del castillo, por cierto -declaró-. Ese bebé necesita leche cristiana honorable.

Al depositar el ramo sobre la tumba, Adelia se sintió culpable de no haber cumplido con Simón. El nombre grabado en la tabla de madera debería gritar que había sido asesinado en lugar de describirlo como víctima de su propia negligencia.

– Rabino, necesito vuestra ayuda -pidió Adelia-. Debo escribir a la familia de Simón. Su esposa y sus hijos deben saber que ha muerto.

– Escribidles, entonces. Nos ocuparemos de enviar la carta. Algunos de nuestros conocidos en Londres pueden hacerla llegar a Nápoles.

– Os lo agradezco. Pero no se trata de eso. ¿Qué debo decirles? ¿Que fue asesinado aunque su muerte haya sido declarada accidental?

– Si fuerais su esposa, ¿qué desearíais saber?

– La verdad -respondió Adelia inmediatamente; pero luego reflexionó-. Oh, no lo sé. -Para Rebecca sería mejor sufrir porque su esposo se había ahogado. De ese modo se evitaría torturas inútiles sobre los últimos minutos de Simón, o que el horror corrompiera su duelo y clamara exigiendo justicia-. Supongo que es mejor callar -concluyó, vencida-. Al menos hasta que su muerte sea vengada. Una vez que se descubra al asesino y sea castigado, tal vez pueda contarles la verdad.

– ¿La verdad, Adelia? ¿Así de simple?

– ¿No lo es?

El rabino Gotsce suspiró.

– Quizá para vos. Pero como nos enseña el Talmud, el nombre del Monte Sinaí proviene de la palabra que en hebreo significa odio, siná, porque la verdad despierta odio hacia aquel que la dice. Jeremías…

Oh, Dios. Jeremías, el profeta lloroso. Ninguna de las voces serenas, sabias e inteligentes de los judíos que hablaban en el soleado atrio de la villa de sus padres adoptivos lo había mencionado jamás sin vaticinar el mal. Era un día tan bello y las flores del cerezo estaban tan hermosas…

– Debemos recordar el antiguo proverbio judío: la verdad es la mentira más segura.

– Nunca lo he entendido -repuso Adelia.

– Tampoco yo -afirmó el rabino-. Pero de alguna manera nos advierte que el resto del mundo nunca cree totalmente en la verdad de un judío. Adelia, ¿creéis que tarde o temprano el verdadero asesino será descubierto y condenado?

– Tarde o temprano. Dios quiera que sea cuanto antes.

– Amén. ¿Y ese día dichoso la buena gente de Cambridge rodeará este castillo, llorando, afligida por haber matado a dos judíos y haber confinado a los demás? ¿Creéis que será así? ¿Que la noticia se difundirá por la cristiandad y todos sabrán que los judíos no crucifican niños por placer? ¿También creéis eso?

– ¿Por qué no? Es la verdad.

El rabino Gotsce se encogió de hombros.

– Es vuestra verdad, la mía, la del hombre que yace en este lugar. Hasta puede que los habitantes de Cambridge crean en ella. Pero la verdad viaja lentamente y se debilita en su camino. Las mentiras convenientes son fuertes y viajan más rápido. Y ésta era una mentira conveniente. Los judíos pusieron al Cordero de Dios en la cruz. Por lo tanto, crucifican niños. Una cosa y la otra concuerdan. Una mentira tan oportuna como ésa se difundirá rauda por toda la cristiandad. Y si llega hasta un pueblo de España, ¿no creerán que sea verdad? ¿No lo harán los campesinos de Francia? ¿Los de Rusia?

– Por favor, rabino, no sigáis.

Aquel hombre parecía haber vivido miles de años, y tal vez así fuera. Se agachó para quitar un capullo de la tumba. Luego se irguió, cogió a Adelia del brazo y fue con ella hasta la puerta.

– Descubrid al asesino, Adelia. Libradnos de nuestro Egipto inglés. Pero no por ello dejarán de ser los judíos quienes crucificaron a ese niño.

Descubrid al asesino, pensaba la doctora mientras bajaba por la colina. Descubrid al asesino, Adelia. No importaba que Simón de Nápoles estuviera muerto y Rowley Picot fuera de combate y que sólo quedaran ella y Mansur. Mansur no hablaba inglés y ella no era un sabueso sino una doctora. Y por encima de todo, eran los únicos que pensaban que había un asesino que debía ser descubierto.

La facilidad con la que Roger de Acton había reclutado hombres para atacar el jardín del castillo demostraba que Cambridge aún culpaba de los asesinatos a los judíos, por muy encerrados que estuvieran cuando se cometieron tres de los crímenes. No había lugar para la lógica. Los judíos eran temidos por ser diferentes y para la gente de la ciudad el temor y lo desconocido implicaban poderes sobrenaturales. Los judíos habían matado al pequeño Peter, ergo, habían asesinado a los otros.

A pesar de ello, a pesar del rabino y de Jeremías, a pesar de su dolor por Simón, de su decisión de renunciar al amor carnal y seguir la senda de la ciencia y la castidad, el día insistía en presentarse igualmente hermoso ante sus ojos.

Se sentía llena, fortalecida. Desde luego, era vulnerable a la muerte y al dolor de los demás, pero también a la vida en su infinita extensión.

La ciudad y su gente nadaban en una pálida efervescencia dorada, como el champán. Un grupo de estudiantes la saludó quitándose el sombrero. Al llegar al puente hurgó en su bolsillo en busca de medio penique y descubrió que no tenía.

– Oh, adelante, entonces. Os deseo un buen día -dijo el hombre encargado del peaje y no se lo cobró.

Ya en el puente, los hombres que conducían los carros levantaban la fusta a modo de saludo, los que iban a pie le sonreían.

Adelia se dirigió por el camino más largo hacia la casa del viejo Benjamín. El que bordeaba el río. Las copas de los sauces la rozaban amigablemente y los peces que se acercaban a la superficie hacían burbujas semejantes a las que sentía en sus venas.

Había un hombre en el techo de la casa del viejo Benjamín. La saludó. Adelia le devolvió el saludo.

– ¿Quién es?

– Coker, el techador -le dijo Matilda B.-. Cree que su pie está mejor y que hay que cambiar una o dos tejas.

– ¿Lo hace a cambio de nada?

– Por supuesto -afirmó Matilda, guiñando un ojo-. ¿Acaso el doctor no le curó el pie?

Adelia había adjudicado a la falta de modales la ingratitud de los pacientes de Cambridge, que raramente o nunca se mostraban complacidos con el tratamiento que recibían del doctor Mansur y su ayudante. Habitualmente abandonaban la sala con el mismo aspecto hosco con que entraban, en agudo contraste con los salernitanos, que dedicaban cinco minutos a elogiarla.

Pero no fue solo la reparación del techo: un suculento pato -ofrecido por la esposa del herrero cuyos ojos ya no supuraban- les esperaba para la cena. Un frasco de miel, una cesta con huevos, una porción de manteca y una vasija conteniendo algo de aspecto repulsivo que resultó ser hinojo marino habían sido depositados anónimamente en la puerta de la cocina, lo que sugería que los habitantes de Cambridge optaban por formas de agradecimiento muy específicas.

Sin embargo, faltaba algo importante: ¿dónde estaba Ulf?

Matilda B. señaló el río, donde se distinguía una gorra marrón entre los juncos, debajo de un aliso.

– Está pescando truchas para la cena, Gyltha no debe preocuparse, le tenemos bien vigilado. Le ordenamos que no se moviera de ese lugar, ni por jujubes ni por ninguna otra cosa.

– Os ha echado de menos -señaló Matilda W.

– Y yo a él.

Era verdad, aun en medio de la lucha feroz para salvar a Rowley Picot había lamentado la ausencia del chico y le había mandado mensajes con Gyltha. El ramo de prímulas atadas con un lazo que Ulf le había enviado con su abuela «para deciros que lamenta la pérdida que habéis sufrido» estuvo a punto de hacerla llorar. Ese nuevo amor que sentía irradiaba su luz hacia los demás. Con la muerte de Simón su brillo se proyectaba en aquellos que, ahora comprendía, se habían convertido en seres necesarios para su bienestar. Ulf no era sólo el chico sentado en un cubo, con el ceño fruncido, entre los juncos del Cam, con una caña casera en sus manos mugrientas.

– Hacedme un hueco -le dijo Adelia-. Dejad que esta dama se siente.

El chico se movió a regañadientes y ella ocupó su sitio. A juzgar por la cantidad de truchas que se retorcían en la cesta, Ulf había acertado con el lugar. Era un arroyo que brotaba entre los juncos y se abría paso a través del limo, formando un canal de tamaño respetable antes de llegar al Cam.

Si se comparaba con la zanja que estaba al otro lado de la ciudad -el King's Ditch, un dique pestilente y estancado que alguna vez había servido para repeler a los invasores daneses-, el Cam era limpio; pero Adelia temía que el pescado, que forzosamente comían los viernes, no podía estar en buen estado si provenía de un río al que se vertían excrementos y ganado de todo el condado.

Agradeció que Ulf hubiera elegido un lugar de agua clara para lanzar su caña. Permaneció en silencio durante un rato, observando el sinuoso movimiento de un pez, que se distinguía tan claramente como si nadara en el aire. Entre los juncos, los destellos de las libélulas parecían piedras preciosas.

– ¿Cómo está Rowley-Powley?

El apelativo era desdeñoso.

– Mejor, y no deberíais ofenderlo. -Ulf gruñó y sacó la caña con su captura-. ¿Qué gusanos estáis usando? -preguntó Adelia con amabilidad-. Dan buen resultado.

– ¿Éstos? -escupió-. Esperad a que los tribunales comiencen a colgar gente, entonces veréis verdaderos gusanos, con ellos se puede conseguir el pescado que se quiera.

– ¿Qué tienen que ver los ahorcados con esto? -preguntó imprudentemente la doctora.

– En la horca, cuando los cadáveres se pudren, se encuentran los mejores gusanos. Todo el mundo lo sabe. Con esos gusanos se puede sacar cualquier pez, ¿no lo sabíais?

No, no lo sabía y habría deseado no saberlo. Ulf la estaba castigando.

– Debemos hablar. Maese Simón está muerto. Sir Rowley en cama. Necesito a alguien que sepa pensar para que me ayude a encontrar al asesino. Sois buen pensador, Ulf, y lo sabéis.

– Sí, maldición, lo soy.

– No quiero oíros maldecir.

Ambos permanecieron en silencio. Ulf estaba usando un curioso artilugio de su invención; un hilo corría a través del canuto de una gran pluma de pájaro para que el cebo y los diminutos anzuelos se mantuvieran en la superficie del agua.

– Os he echado de menos -reconoció Adelia.

– Uh. -Si pensaba que así lo ablandaría… pero después de un rato Ulf añadió-: ¿Creéis que él ahogó a maese Simón? -Sí, sé que lo hizo.

Otra trucha se acercó al gusano, el muchacho la desenganchó y la arrojó a la cesta.

– Es el río -afirmó Ulf.

– ¿Qué queréis decir?

Adelia se puso de pie. Ulf la miró por primera vez. El pequeño rostro arrugado mostraba concentración.

– Es el río. El río se los lleva. He estado preguntando…

– ¡No! -Adelia casi le gritó-. Ulf, por favor, no debéis hacerlo, no debéis. Simón también estaba haciendo preguntas. Prometedme, prometedme…

Ulf la miró con desdén.

– Todo lo que hice fue hablar con los parientes. ¿Cuál es el peligro? ¿Estaba escuchando mientras lo hacía? ¿Se convierte en cuervo y se posa en los árboles?

Un cuervo. Adelia temblaba. «No diría eso delante de él».

– Esta charla me asquea. ¿Queréis saber o no?

– Quiero saber.

El chico sacó el hilo del agua, lo separó de la caña y los flotadores, acomodó los elementos cuidadosamente en el cesto de mimbre que usan los pescadores de Anglia Oriental y luego se sentó con las piernas cruzadas, mirando a Adelia, como un pequeño Buda a punto de ofrecer su sabiduría.

– Peter, Harold, Mary, Ulric. Hablé con sus parientes, parece que nadie más los ha escuchado. Todos ellos, todos, fueron vistos por última vez en el Cam o yendo hacia él. -Ulf levantó un dedo-. ¿Peter? Junto al río. -Levantó otro dedo-. ¿Mary? Era la hija de Jimmer, el criador de aves, sobrina de Hugh, el cazador. ¿Y adonde iba cuándo la vieron por última vez? Iba por el juncal camino de Trumpington para llevar la cena a su padre. -Ulf hizo una pausa-. Jimmer era uno de los que se abalanzó ante las puertas del castillo. Todavía culpa a los judíos de lo de Mary.

De modo que el padre de Mary había formado parte del grupo de hombres que seguía a Roger de Acton. Adelia recordó su aspecto de matón y que maltrataba a su hija y, muy probablemente, atacaba a los judíos para librarse de su propia culpa.

Ulf continuó con su lista. Apuntó con el pulgar río arriba.

– ¿Harold? -Ulf frunció el ceño apenado-. El hijo del vendedor de anguilas. Había ido a buscar agua para cubrir las anguilas. Desapareció. -Se inclinó hacia delante-. Iba hacia el Cam.

– ¿Y Ulric? -preguntó Adelia mirándolo a los ojos.

– Ulric -replicó Ulf- vivía con su padre y sus hermanas en Sheeps Green. Desapareció el día de San Eduardo. ¿En qué día cayó el último San Eduardo? -Adelia meneó la cabeza-. Lunes -repuso y volvió a sentarse.

– ¿Lunes?

Ulf también meneó la cabeza ante su ignorancia.

– ¿Os estáis burlando de mí? El día de lavar la ropa, mujer. El lunes es el día de lavado. Hablé con su hermana. Se les había acabado el agua de lluvia para hervir y enviaron a Ulric con un par de cubos…

– Río abajo -susurró Adelia, terminando la frase.

Adelia y Ulf se miraron. Luego giraron la cabeza y miraron hacia el Cam.

Estaba crecido. Durante la semana había llovido copiosamente. Adelia recordó cómo había tenido que cerrar los postigos de la sala de la torre para impedir que la lluvia entrara. Ahora, con su aspecto inocente y brillante por el reflejo del sol, el agua llegaba hasta el borde más alto de sus riberas como una sinuosa marquetería.

Seguramente no fueran los únicos en advertir que el río era el factor común en las muertes de los niños, aunque el funcionario a cargo de la investigación era completamente estúpido. No obstante, el significado podría habérseles escapado. Para la ciudad, el Cam era despensa, vía de navegación, lugar de lavado. Sus orillas proporcionaban combustible, juncos para hacer techos, madera para fabricar muebles. Todos usaban el río. Que los cuatro niños hubieran desaparecido en sus alrededores no era tan sorprendente; tal vez todo lo contrario.

Pero Adelia y Ulf sabían algo más. Simón había sido arrojado deliberadamente a las mismas aguas. La coincidencia había llegado demasiado lejos.

– Sí -ratificó ella-. Es el río.

Al atardecer, el Cam se volvía bullicioso. Figuras de barcos y personas se confundían contra el cielo rojo del atardecer. Quienes volvían a su casa después de un día de trabajo en la ciudad saludaban a los trabajadores que regresaban del campo hacia el sur, o insultaban si su bote provocaba un atasco. Los patos se dispersaban, los cisnes armaban alboroto al emprender el vuelo. Un bote de remos llevaba un ternero recién nacido para ser alimentado por manos humanas junto al fuego.

– ¿Creéis que se llevó a Harold y a los otros a Wandlebury? -preguntó Ulf.

– No. Allí no hay nada.

Adelia comenzaba a dudar que los crímenes se hubieran cometido en la colina. Era un sitio demasiado abierto. El prolongado sufrimiento al que habían sido sometidos los niños requería mayor privacidad, la que podía ofrecer una habitación, un sótano, un sitio donde esconderlos, a ellos y a sus gritos. Wandlebury era un lugar solitario pero la agonía era ruidosa. Rakshasa habría temido que fueran oídos antes de tiempo.

– No -repitió Adelia-, aunque llevara los cuerpos a la colina fue en otro lugar… -Iba a continuar, pero se detuvo antes de decir «donde los mató». No debía olvidar que Ulf era sólo un niño-. Y estáis en lo cierto, fue en el río o cerca de él.

Los dos siguieron mirando el friso móvil que formaban las personas y los botes.

Pasaron tres criadores de aves con los botes muy cargados. Llevaban pilas de gansos y patos que se servirían en la mesa del alguacil. Vieron al boticario en su barca de mimbre y cuero. Ulf dijo que cortejaba a una muchacha que vivía cerca de Seven Acres. Un oso adiestrado iba sentado en la popa de un bote mientras su amo remaba hacia su casucha, cerca de Hauxton. Las mujeres del mercado volvían con sus cajones vacíos, impulsándose con facilidad. Una barca de ocho remos remolcaba a otra, que transportaba cal y greda, en dirección al castillo.

– ¿Por qué lo seguiste, Hal? -murmuró Ulf-. ¿Quién era?

Adelia pensaba lo mismo. ¿Qué habría atraído a todos los niños por igual? ¿Quién había estado en el río para llevarlos hacia el señuelo? ¿Quién había dicho «ven conmigo»? No los había tentado sólo con jujubes, debía tratarse de un personaje que les inspirara respeto, confianza, familiaridad.

Adelia se puso de pie.

– ¿Quién es ése? -preguntó al ver una figura con capucha en un bote.

Casi había oscurecido por completo. Ulf lo observó atentamente y respondió.

– ¿Él? Es el viejo hermano Gil.

– El hermano Gilbert. ¿Adonde va?

– Lleva provisiones a los anacoretas. Barnwell tiene los suyos, igual que las monjas. Todos viven en los bosques que estan río arriba. -Ulf escupió-. La abuela no se lleva bien con ellos. Cree que son espantapájaros viejos y sucios, que se apartan de todo el mundo. Dice que no son cristianos.

De modo que los monjes de Barnwell usaban el río para abastecer a sus eremitas, tal como hacían las monjas.

– Pero está anocheciendo -repuso Adelia-. ¿Como es que salen tan tarde? El hermano Gilbert no regresará a tiempo para las completas.

Los religiosos vivían en función de los tañidos que anunciaban las horas dedicadas a la oración. Para la poblaclon de Cambridge las campanadas eran el reloj según el cual -durante el día- concertaban citas, daban la vuelta a la clepsidra o proponían y cerraban tratos. Sus tañidos llevaban a los labradores al campo en laudes y los enviaban de vuelta a casa en vísperas. Durante toda la noche el sonido de las campanas no interrumpía el sueño de los seculares, pero los religiosos, hombres y mujeres, debían salir de sus celdas y dormitorios para cantar las vigilias.

Una vergonzosa complicidad cubrió las factores nada bonitas de Ulf.

– Porque les permite pasar una noche fuera del convento, dormir bajo las estrellas, cazar o pescar al día siguiente, visitar a algun amigo. Tal vez por eso lo hacen. Por supuesto, las monjas aprovechan, dice la abuela. Nadie sabe qué hacen en esos bosques, pero… -De pronto, Ulf miró intrigado a Adelia-. ¿El hermano Gilbert?

La doctora lo miró de la misma manera, y asintió.

– Podría ser él.

Qué vulnerables eran los niños. Si Ulf -a pesar a su natural perspicacia y del conocimiento que poseía de las circunstancias- no era proclive a sospechar de una persona de prestigio a la que conocía, los otros niños habrían sido presas fáciles.

– El viejo Gil es malhumorado, lo sé – admitió el chico reticente-, pero no les miente a los chicos y es un cru… -Ulr se tapo la boca. Por primera vez Adelia lo vio turbarse-. Oh, fue un cruzado.

El sol ya había caído. Los pocos botes que quedaban en el Cam llevaban faroles en la proa. El río se convirtió en un desordenado collar de luces.

Ulf y Adelia seguían sentados en el mismo lugar, resistiéndose a moverse. El río les provocaba tanta atracción como rechazo, el alma de los niños que se había llevado estaba muy cerca; el crujido de los juncos parecía traer su murmullo.

– ¿Por qué no los traes de vuelta, cabrón? -gruñó Ulf.

Adelia lo abrazó. Podía llorar por él. También deseaba que el tiempo y la naturaleza retrocedieran y trajeran a los niños de vuelta a casa.

Se oyó el grito de Matilda W. Los llamaba para la cena.

– ¿Qué haremos mañana? -preguntó Ulf mientras iban hacia la casa-. ¿Podemos llevar al negro? Sabe remar bastante bien.

– Jamás se me ocurriría ir sin Mansur -contestó Adelia- y si no lo tratáis con respeto, os quedaréis en casa.

Ambos sabían que era necesario explorar el río. En algún sitio a lo largo de sus orillas habría una construcción, o un sendero que llevara hacia ella, donde habría tenido lugar aquel horror. Algo lo delataría. Adelia no esperaba encontrar una señal clara, pero creía poder reconocerla si la veía.

Esa noche, una silueta de pie en la ribera opuesta del Cam les vigilaba. Adelia la divisó desde la ventana abierta de su aposento, mientras se cepillaba el cabello. El terror la paralizó. Por un momento, ella y la sombra que estaba debajo de los árboles se miraron con la intensidad de dos amantes separados por un abismo.

Le dio la espalda, apagó la vela y buscó la daga que guardaba en la mesita de noche antes de irse a dormir. No se atrevía a apartar la vista de aquella silueta. Temía que cruzara el río y entrara por la ventana.

Cuando tuvo el puñal en la mano se sintió mejor. Era ridículo. Para llegar a la casa del viejo Benjamín aquel ser debería tener alas o un artefacto como los que se usaban para cruzar el foso de un castillo. La casa estaba a oscuras y no podía verla. Pero se sintió observada cuando cerró la celosía. Bajó las escaleras descalza, para ase-gurarse de que todas las puertas estuvieran bajo llave, sintiendo que esos ojos perforaban las paredes. Salvaguarda la seguía receloso. Dos brazos levantaron un arma sobre su cabeza cuando llegó a la sala.

– Cabrón -gruñó Matilda-. Vete a asustar a otro.

– Lo mismo digo -declaró Adelia, jadeando-. Hay alguien al otro lado del río. -La criada bajó el atizador.

– Ha estado allí todas las noches desde que se fueron al castillo. Mirando, siempre mirando. Y el pequeño Ulf era el único hombre en la casa.

– ¿Dónde está Ulf?

Matilda señaló la escalera que llevaba al sótano.

– Duerme tranquilo.

– ¿Estáis segura?

– Segura.

Las dos mujeres miraron al mismo tiempo a través del cristal de la ventana.

– Se ha ido.

Adelia se habría alarmado menos si la misteriosa figura hubiera permanecido en el mismo lugar.

– ¿Por qué no me lo dijisteis?

– Creí que ya teníais bastantes problemas. Pero se lo dije a los guardianes del río. Unos inútiles de mierda. No vieron a nadie. No es raro, con el escándalo que armaron al cruzar el puente para llegar a la otra orilla. Creyeron que era un mirón.

Matilda B. fue hasta el centro de la habitación para dejar el atizador en su lugar. Por un instante, el artefacto vibró contra los barrotes del brasero, como si la mano que lo sostenía se estremeciera demasiado y no se animara a soltarlo.

– No es un mirón, ¿verdad?

– No.

Al día siguiente, Adelia llevó a Ulf a la torre del castillo. Se quedaría con Gyltha y Mansur.