174349.fb2 Maestra En El Arte De La Muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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Capítulo 13

– No iréis sin mí -protestó sir Rowley. Pero al tratar de salir de la cama perdió el equilibrio-. Oh, Dios, haced que Roger de Acton se pudra. Dadme un cuchillo de carnicero y le cortaré sus partes pudendas. Las usaré como carnaza para pescar. Le…

Adelia y Mansur contuvieron la risa. Alzaron al paciente y lo volvieron a dejar en la cama. Ulf recuperó el gorro de dormir de Rowley y se lo puso nuevamente en la cabeza.

– Mansur y Ulf me acompañarán. Además, haremos el recorrido de día. Entretanto, os permito un poco de ejercicio, algo liviano, como caminar lentamente por la sala para fortalecer los músculos. Como vos mismo habéis comprobado, es todo lo que estáis en condiciones de hacer. -El recaudador dejó escapar un gruñido de frustración propinando un puñetazo a las mantas, lo que provocó otro quejido, esta vez de dolor-. Basta de tonterías -le advirtió Adelia-. De todos modos, no fue Acton quien os clavó el cuchillo. En realidad, no puedo aseguraros quién fue.

– No me importa. Quiero verlo ahorcado antes de que los jueces de los tribunales superiores vean su maldita tonsura y lo dejen ir.

– Debe ser castigado -opinó la doctora. Acton era sin duda responsable de instigar al enfurecido grupo que se había abierto paso a la fuerza para profanar la tumba de Simón-. Pero no deseo que lo ahorquen.

– Ha atacado una propiedad del rey, mujer, y casi me deja castrado. Deberían cocinarlo a fuego lento con una espada en el culo. -Sir Rowley cambió de posición y la miró de soslayo-. ¿Habéis considerado el hecho de que vos y yo fuimos los únicos que resultamos heridos en la refriega? Además de los muchachos que pude dejar fuera de combate, por supuesto.

Adelia no lo había pensado.

– En mi caso, una nariz rota difícilmente merece ser calificada como una herida. Pudo haber sido mucho peor.

Había sido un accidente, en algún sentido, causado por ella misma al involucrarse en la pelea.

– Más aún -añadió Rowley, todavía con malicia-. El rabino salió ileso.

Adelia no lograba entender.

– ¿Estáis acusando a los judíos?

– No, en absoluto. Sólo estoy señalando que el buen rabino no fue agredido. Lo que digo es que, después de la muerte de Simón, sólo hay dos personas que siguen preguntándose quién mató a los niños. Vos y yo. Y ambos resultamos heridos.

– Y Mansur -observó distraídamente Adelia, aunque él había salido ileso.

– Ellos no lo vieron hasta que se sumó a la pelea. Además, Mansur no ha hecho preguntas, su inglés no es precisamente lo que se dice fluido.

– No comprendo vuestro razonamiento. ¿Estáis diciendo que Roger de Acton es el asesino? ¿Acton?

– Estoy diciendo, maldición -la debilidad ponía de mal humor a Rowley-, digo que fue instigado a hacerlo. Alguien le sugirió, a él o a un miembro de su banda, que vos y yo éramos aliados de los judíos y que debían matarnos.

– Desde su punto de vista, todos los aliados de los judíos deberían morir.

– Alguien -explicó el recaudador de impuestos entre dientes-, alguien quiere darnos caza. A nosotros. A vos y a mí.

Por Dios, pensó Adelia, no, a los dos no. Sólo él había estado haciendo preguntas junto con Simón. En la fiesta, Simón le había dicho: «Lo tenemos, sir Rowley». La doctora tanteó el borde de la cama y se sentó.

– Ajá -exclamó Rowley-, ahora se está haciendo la luz, Adelia. Os quiero lejos de la casa del viejo Benjamín. Debéis venir a vivir aquí, con los judíos, durante un tiempo.

Adelia recordó la silueta entre los árboles. Le había ocultado a Rowley lo que ella y Matilda habían visto la noche anterior. Nada podía hacerse al respecto y no tenía sentido agregarle una nueva frustración.

Era Ulf quien había estado en peligro. El asesino iba tras otro niño y había elegido a ése en particular. Adelia lo sabía. Por ese motivo el chico pasaría las noches en el castillo y, durante el día, Mansur lo vigilaría de cerca.

Pero, Dios santo, si esa criatura consideraba que Rowley constituía una amenaza, siendo tan ingenioso, y contando con tantos recursos… entonces, dos seres a los que amaba estaban en peligro.

«Maldito sea», pensó luego la doctora. «Rakshasa está logrando lo que desea gracias a nosotros, y encima nos ha arrinconado a todos en este maldito castillo. De este modo jamás lo encontraremos. Al menos, yo he de moverme con libertad».

– Ulf, explicadle a sir Rowley vuestra teoría sobre el río.

– No, dirá que es una estupidez.

Adelia suspiró. Percibía incipientes celos entre los dos hombres de su vida.

– Debéis contárselo.

El chico lo hizo, con resentimiento y sin convicción. Rowley desestimó la hipótesis.

– En esta ciudad todo se relaciona con el río. -Desdeñó por igual la posibilidad de que el hermano Gilbert fuera el sospechoso-. ¿Creéis que es Rakshasa? Un monje enclenque como él no podría cruzar el monte de Cambridge, no me lo imagino cruzando el desierto.

Ninguna opinión era concluyente. Gyltha llegó con la bandeja del desayuno para Rowley y se sumó a la discusión.

Pese a la aparente ligereza con que hablaban del horror y la sospecha, la charla dejó mella en Adelia. Al fin y al cabo aquellas personas eran seres queridos para ella. Bromear con ellos, aunque fuera sobre la vida y la muerte, le resultó tan desconcertante y placentero -ella, que jamás había bromeado- que durante un instante experimentó una punzante felicidad.

Hic habitat felicitas.

Ese enorme, lujurioso y mágico hombre que estaba en cama, llevándose el jamón a la boca, había sido suyo. Su vida había dependido de ella, la había conservado no sólo gracias a su habilidad, sino a la energía que le había transmitido. La doctora había pedido esa gracia y le había sido concedida.

Pero aun cuando para ella fuera maravilloso, su amor no era correspondido y debería convivir con esa tristeza el resto de su vida. Los momentos que pasaba en su compañía no hacían más que confirmar que sería desastroso mostrarse vulnerable ante él. Podría aprovecharlo para rechazarla o incluso para manipularla. Los propósitos de ambos eran mutuamente destructivos.

De todos modos, esos momentos no se prolongarían durante mucho más tiempo. La herida estaba cicatrizando, y Rowley ya no aceptaba que ella lo vistiera. En cambio, dependía de los cuidados de Gyltha o lady Baldwin.

– Es una indecencia que una mujer soltera se inmiscuya en esa parte del cuerpo masculino -había alegado, secamente.

Adelia había preferido no preguntarle cuál habría sido su destino si ella no se hubiera inmiscuido en el momento indicado. Ya no la necesitaba. Debía retirarse.

– De cualquier modo, debemos explorar el río -afirmó Adelia.

– En el nombre de Dios, no podéis ser tan condenadamente estúpida -espetó sir Rowley.

Indignada, se puso de pie. Estaba dispuesta a morir por ese cerdo, pero no a ser insultada. Le ajustó con rabia las mantas, y su aroma -una mezcla de la tintura de trébol que le administraba tres veces al día y la manzanilla con que se lavaba el cabello- envolvió a Rowley hasta que el tufillo de Salvaguarda, que pasó junto a la cama siguiendo a su ama, lo aniquiló.

Cuando Adelia salió de la sala, Rowley miró a quienes le rodeaban en silencio.

– ¿No estoy en lo cierto? -preguntó en árabe a Mansur-. No permitiré que ella explore el río -agregó, irritado a causa del cansancio.

– ¿Dónde le permitiréis estar, efendi?

– En una cama, como corresponde. -Si no hubiera estado débil e irascible, no lo habría dicho, al menos no en voz alta. Nervioso, miró al árabe, que se le acercaba. No estaba en condiciones de pelear con ese bastardo-. No quise decir eso -se disculpó, precipitadamente.

– Está bien, efendi -repuso Mansur-. De lo contrario, me veré obligado a abrir nuevamente vuestra herida y a agrandarla.

Esta vez el aroma que envolvió a Rowley -una combinación de incienso y madera de sándalo- le llevó de regreso a los zocos.

El árabe se inclinó sobre él y ante su cara juntó la punta de los dedos de la mano izquierda y los tocó con el índice de la mano derecha, un delicado movimiento que ponía en duda a los progenitores de sir Rowley señalando que podía haber tenido cinco padres.

Luego se incorporó, hizo una reverencia y salió de la sala, seguido por el niño con aspecto de gnomo, cuyo gesto era más simple, más crudo, pero igualmente explícito.

Gyltha recogió los restos del desayuno, cogió la bandeja y salió tras ellos.

– No sé qué quisisteis decir, chico, pero hay mejores maneras de explicarlo.

«Oh, Dios», pensaba sir Rowley, hundiéndose en el colchón. «Me estoy volviendo pueril. Señor, sálvame, aunque sea cierto. Aquí es donde la querría, en mi cama, debajo de mí».

Y tanto la deseaba que había tenido que detenerla cuando cubría su herida con esa inmundicia verde, esa mixtura de consuelda. Porque su miembro había recuperado su vigor y tendía a ponerse erecto cada vez que ella le tocaba.

Reprochaba a su Dios -y a sí mismo- que lo hubiera puesto en ese aprieto. Adelia no era en absoluto su tipo de mujer. ¿Excepcional? No conocía otra mujer igual. Le debía la vida. Pero, sobre todo, podía hablar con ella como no podía hacerlo con ninguna otra persona, hombre o mujer. En su relato de la persecución de Rakshasa le había contado aspectos de sí mismo más que al propio rey, y temía, además, haber revelado otros detalles inconvenientes en su delirio. En su compañía podía blasfemar -aunque no a ella, como lamentablemente había sucedido hacía breves instantes- y eso la transformaba en una compañía tan agradable como deseable.

¿Podría seducirla? Muy probablemente. Era versada en todas las funciones del cuerpo, pero indudablemente ingenua acerca de lo que hacía latir más rápido los corazones. Y Rowley había aprendido a confiar en el considerable y misterioso atractivo que tenía para las mujeres.

Seduciéndola, no obstante, sólo lograría despojarla de un plumazo, no sólo de su ropa, sino de su honor y, por supuesto, de aquello que la hacía excepcional, convirtiéndola en una mujer más en otra cama.

Y él la quería tal como era: con sus «humm» cuando estaba concentrada, con su vestimenta atroz -aunque en la fiesta de Grantchester le había sorprendido su estampa-, con la importancia que otorgaba a toda la humanidad, incluso -más aún, particularmente- a su escoria, con esa seriedad que podía transformarse en una risa asombrosa, con la manera en que erguía los hombros cuando se sentía intimidada, con el modo en que combinaba sus temibles medicinas, con la amabilidad con que sus manos llevaban la taza a su boca, con su modo de caminar, con su modo de hacer todas las cosas. Adelia tenía virtudes que él nunca había conocido: todo en ella era virtud.

– ¡Oh, demonios! -exclamó sir Rowley a la sala vacía-. Tendré que casarme con esa mujer.

La aventura río arriba, si bien hermosa, no dio fruto. Considerando cuál era su objetivo, Adelia se sentía avergonzada de disfrutar tanto. Se dejaba llevar por los túneles que formaban las copas de los árboles y al salir nuevamente a la luz del sol, veía a las lavanderas que interrumpían su trabajo para saludarlos. Una nutria astuta nadaba junto al bote mientras hombres y perros, desde la orilla, trataban de cazarla; los criadores de aves desplegaban sus redes; los niños pescaban truchas; y durante millas la ribera estuvo desierta excepto por las currucas, que se balanceaban peligrosamente en los juncos mientras cantaban.

Salvaguarda los seguía corriendo pesaroso por la orilla. Se había revolcado en algo que hacía intolerable su presencia en el bote. Mansur y Ulf se alternaban para impulsarlo, compitiendo entre sí. Al ver la naturalidad con que hacían avanzar la embarcación, Adelia quiso intentarlo; supuso que sería sencillo, pero terminó colgada del mástil como un mono. Afortunadamente el bote siguió deslizándose sin su ayuda mientras Mansur la rescataba y Ulf se carcajeaba.

Una multitud de cabañas, chozas y casetas de vendedores de aves se alineaba junto al río. Todas quedarían desiertas por la noche. Cada una lo suficientemente desolada como para que cualquier grito que saliera de ellas no pudieran percibirlo más que los animales salvajes. Por otra parte, eran tan numerosas que les habría llevado un mes investigarlas, y un año recorrer los pequeños senderos y los puentes entre los juncos que conducían a las que estaban más alejadas.

De los afluentes del Cam, algunos eran meros arroyos; otros, canales de considerable tamaño aptos para la navegación. Las grandes llanuras estaban surcadas por vías navegables: los pasos elevados, puentes y caminos terrestres estaban en malas condiciones y a menudo eran intransitables, pero cualquier persona podía ir donde deseara con un bote.

Mientras Salvaguarda cazaba pájaros, los tres exploradores comían pan y queso y bebían la mitad de la sidra que Gyltha les había dado, sentados en la orilla, junto al depósito donde sir Joscelin guardaba sus botes. En las paredes colgaban remos, mástiles y cañas de pescar, cuyo brillo se reflejaba tembloroso en el agua. Nada allí hablaba de muerte. A lo sumo, la vista en lontananza de la gran casa de Grantchester confirmaba que -como todos los señores feudales- sir Joscelin estaba demasiado ocupado y el horror podía pasar inadvertido. Pero salvo que las ordeñadoras, los vaqueros, los mozos de cuadra, los labriegos y los sirvientes de la casa -que allí vivían- fueran cómplices en el secuestro de los niños, era improbable que el cruzado fuera un asesino en su propia casa.

De regreso hacia la ciudad, Ulf escupió en el agua.

– Ha sido una maldita pérdida de tiempo.

– No exactamente -precisó Adelia. La excursión le había servido para advertir algo que habían pasado por alto. Tal vez los niños siguieron voluntariamente a su secuestrador o bien fueron llevados a la fuerza, pero en cualquier caso era imposible que hubieran pasado inadvertidos. Todos los botes que navegaban desde el gran puente río abajo eran de poco calado y tenían los topes bajos, lo que hacía imposible ocultar la presencia de una criatura más grande que un bebé, salvo que estuviera tendido bajo la bancada. En consecuencia, los niños se habían escondido por sí mismos o bien yacían inconscientes bajo una piel, un saco de arpillera o algo similar, y así continuaron hasta el lugar de su muerte.

La doctora lo explicó en árabe y en inglés.

– Entonces, él no va en bote -reflexionó Mansur-. Ese demonio los lleva en su montura. Viaja por tierra.

Era posible. En esa parte de Cambridge las zonas más habitadas estaban junto a las vías navegables. El interior era virtualmente un desierto, salvo por los animales con pezuñas que pacían en las llanuras. Pero Adelia lo dudaba. El protagonismo del río en la desaparición de los niños sugería lo contrario.

– Entonces es el opio -propuso Mansur.

¿Opio? Era una posibilidad. La insólita extensión de las plantaciones de adormidera en esa región de Inglaterra y la facilidad con que podía disponer de sus propiedades medicinales había complacido, aunque también alarmado, a Adelia. James, el boticario que visitaba a su amante por las noches, la destilaba en alcohol, y con el nombre de licor de San Gregorio, lo vendía indiscriminadamente, si bien lo guardaba debajo del mostrador, alejado de la vista de los clérigos, que lo consideraban impío por su capacidad para aliviar el dolor, un atributo que sólo le correspondía al Señor.

– Eso es -declaró Ulf-. Les da unas gotas de licor de San Gregorio. -El chico entrecerró los ojos y mostró los dientes-. «Bebe un sorbo de esto, cariño, y ven conmigo al paraíso».

Su caricatura del malévolo engaño les causó escalofríos pese a que era un cálido día de primavera.

Adelia volvió a sentir escalofríos a la mañana siguiente, cuando tomó asiento en el despacho privado de una contaduría. Los vidrios de las ventanas estaban unidos por soldaduras de plomo; la sala estaba abarrotada de documentos y arcones con cadenas y cerrojos; un recinto poco acogedor, masculino, construido para intimidar a potenciales deudores y para que las mujeres no se sintieran cómodas en absoluto. El señor De Barque, de De Barque Hermanos, la recibió receloso y respondió negativamente a su solicitud.

– Pero la letra de crédito estaba librada a nombre de ambos, a nombre de Simón de Nápoles y al mío -protestó Adelia. Le pareció que las paredes absorbían sus gritos.

De Barque extendió un dedo y desplegó en su escritorio un rollo de vitela con un sello.

– Leedlo por vos misma, señora, si sabéis leer en latín;

Adelia lo leyó. Entre los «hasta el momento», los «por cuanto» y los «en conformidad con» los banqueros Luccan de Salerno -emisores de la letra- prometían pagar las sumas citadas en nombre del firmante, el rey de Sicilia, a los hermanos De Barque de Cambridge cuando Simón de Nápoles, el beneficiario, las solicitara. No se mencionaba a otra persona.

Adelia contempló el rostro obeso, impaciente y desinteresado que tenía delante. Era fácil insultar a una persona que necesitaba dinero.

– Pero estaba implícito, yo tengo la misma responsabilidad que maese Simón en la empresa, fui elegida para eso -explicó Adelia, que suponía que el banquero la consideraba una meretriz.

– Estoy seguro de que así es, señora -repuso el señor De Barque.

– Una nota al banco de Salerno o al rey Guillermo, en Sietelia, verificará quién soy.

– Entonces enviad esa nota, señora. Mientras tanto… -El señor De Barque cogió del escritorio una campana y la hizo sonar para llamar a su secretario. Era un hombre ocupado.

Adelia no se movió de su asiento.

– Eso llevará meses.

No tenía dinero ni siquiera para enviar la carta. Sólo había encontrado unos peniques en la habitación de Simón. Éste tampoco había solicitado a los banqueros más dinero ni había guardado el que tenía: lo llevaba en la cartera que su asesino había robado.

– Puedo pedir un préstamo hasta que…

– No concedemos préstamos a mujeres.

La doctora se zafó del secretario que la tomaba del brazo para llevarla hacia la salida.

– ¿Qué puedo hacer entonces?

Tenía que pagar lo que debía al boticario, al hombre que esculpiría el nombre de Simón en su lápida de piedra, Mansur necesitaba unas botas nuevas, ella necesitaba unas botas nuevas…

– Señora, la nuestra es una organización cristiana. Os sugiero que os dirijáis a los judíos. Son los usureros que elige el rey y, según entiendo, sois persona de su agrado.

La mirada del hombre era tajante: ella era una mujer, y aliada de los judíos.

– Estáis al tanto de la situación de los judíos -alegó Adelia con desesperación-. No tienen acceso a su dinero.

Por un momento, las arrugas le confirieron cierta calidez al rostro obeso del señor De Barque.

– ¿No lo tienen?

Mientras subían la colina, Adelia y Salvaguarda vieron pasar junto a ellos un carro que llevaba mendigos a la prisión. El bedel del castillo estaba haciendo una redada. Serían sentenciados en las próximas sesiones de los tribunales superiores. Una mujer sacudía las rejas con sus manos esqueléticas.

Adelia la miró. Comprendió cuan indefensos estaban los indigentes. A ella jamás le había faltado dinero. Tenía que volver a Salerno, pero no podía, no hasta que hubiera descubierto al asesino. Y aun entonces, ¿renunciaría a…? Quiso apartar el nombre de sus pensamientos. Tendría que dejarlo tarde o temprano. De todos modos, no podía viajar. No tenía dinero.

¿Qué haría? Era una Ruth en un país extranjero. Ruth había resuelto su situación por medio del matrimonio, pero en este caso no existía esa posibilidad. ¿Podría al menos subsistir? Mientras estuviera en el castillo, los pacientes irían a verla allí. Ella y Mansur habían alternado el cuidado de sir Rowley con la atención a esos enfermos. Pero casi todos eran pobres y no estaban en condiciones de pagar con dinero.

Su ansiedad no disminuyó cuando, al entrar en la sala de la torre con Salvaguarda, encontró a sir Rowley levantado y vestido. Estaba sentado en la cama y conversaba con sir Joscelin de Grantchester y sir Gervase de Coton.

Se dirigió hacia él.

– Necesita descansar -le dijo bruscamente a Gyltha, apostada como un centinela en un rincón.

Ignoró a los dos caballeros que se habían puesto de pie al verla llegar -Gervase a regañadientes, y sólo cuando su compañero se lo indicó- para tomar el pulso a su paciente. Era más firme que el suyo.

– No os enfadéis con nosotros, señora -declaró sir Joscelin-. Hemos venido a expresarle nuestra simpatía a sir Rowley. Fue una bendición de Dios que el doctor y vos estuvierais aquí. Ese pobre diablo de Acton… sólo nos queda esperar que los tribunales no le permitan escapar de la horca. Todos estamos de acuerdo en que colgarlo es lo más apropiado.

– ¿Lo creen de veras?

– Esta dama no acepta esa penalidad. Tiene métodos más crueles -precisó Rowley-. Ella administraría una dosis de tintura de hisopo a todos los criminales.

Sir Joscelin sonrió.

– Eso es realmente cruel.

– ¿Acaso vuestros métodos son efectivos? Encerráis a la gente, la ahorcáis, cortáis sus manos. ¿Podemos dormir tranquilos gracias a eso? ¿Desaparecerán los criminales cuando Roger de Acton muera en la horca? -preguntó Adelia.

– Él provocó un tumulto -replicó Rowley-, invadió un castillo del rey, casi me convierte en un castrado. En lo personal, desearía ver a ese bastardo con una espada en el culo asándose a fuego lento.

– Y el asesino de niños, señora, ¿qué haríais con él? -preguntó amablemente sir Joscelin.

Adelia no tenía respuesta.

– Duda -indicó sir Gervase con disgusto-. ¿Qué clase de mujer es ésta?

Era una mujer para quien matar legalmente era una desfachatez por parte de aquellos que imponían esa penalidad -tan fácilmente, y en ocasiones, por tan poco- porque la vida, para ella que luchaba por salvarla, era el único y verdadero milagro. Una mujer que no comulgaba con el juez ni con el verdugo, sino con el que ocupaba el banquillo del acusado. Se preguntaba qué habría hecho en sus circunstancias, qué clase de persona habría sido si le hubiera tocado su mismo destino. Si no la hubieran recogido del Vesubio dos médicos de Salerno, ¿podría estar ella en ese banquillo?

Para ella la civilización se había interpuesto en el camino de la violencia y la ley debía ponerle fin. No matar significaba creer que el hombre podía mejorar. Adelia suponía que el asesino de niños debía morir, como debía morir un animal rabioso. Pero como doctora que era, se preguntaría siempre a qué se debía su rabia y lamentaría no saberlo.

Al apartarse de los caballeros en dirección a la mesa de los medicamentos advirtió que Gyltha estaba rígida.

– ¿Qué ocurre?

El ama de llaves parecía extenuada, súbitamente envejecida. Las manos sostenían con desgana una pequeña cesta de mimbre, con la actitud de los fieles que reciben del sacerdote la hostia consagrada.

– Sir Joscelin me ha traído unos confites, Adelia, pero Gyltha no me permite comerlos -aclaró Rowley desde la cama.

– Soy solamente el portador. Lady Baldwin me pidió que los trajera.

Gyltha miró a Adelia; luego dirigió la vista a la cesta. La sostuvo con una sola mano y con la otra abrió ligeramente la tapa. Dentro, sobre hermosas hojas, había muchos jujubes de distintos colores y aromas, con forma de rombo, como huevos en un nido.

Las mujeres se miraron. Adelia se sintió mal. De espaldas a los hombres, susurró:

– ¿Veneno?

Gyltha se encogió de hombros.

– ¿Dónde está Ulf?

– Mansur -susurró a su vez Gyltha-, a salvo.

– El doctor le ha prohibido a sir Rowley los confites.

– Entonces, podéis convidar a nuestros visitantes -sugirió Rowley.

No podían esconderse de Rakshasa. Eran su objetivo. Dondequiera que estuvieran, estarían en su punto de mira.

Adelia saludó a los hombres con una leve inclinación de cabeza, les deseó buen día y fue hacia la puerta seguida por Gyltha, que llevaba consigo la cesta.

Los medicamentos. Adelia volvió apresuradamente para controlarlos. Todos los frascos tenían tapa, las cajas estaban apiladas en orden, tal y como ella y Gyltha solían dejarlas.

Era absurdo. El asesino estaba fuera, no podía tocarlas. Sin embargo, la noche anterior la había aterrorizado la fantasía de un Rakshasa alado. Debía reemplazar todas las hierbas, incluso el jarabe, antes de administrárselas a los enfermos.

¿Estaba fuera? ¿Había estado allí? ¿Estaba allí en ese momento?

La doctora oyó que a sus espaldas los hombres conversaban sobre caballos, como solían hacer los caballeros. Podía percibir que Gervase estaba apoltronado en su asiento; sentía que estaba pendiente de ella. Sus frases eran forzadas y vagas. Cuando lo miró, el hombre hizo un gesto deliberadamente despectivo.

Adelia no sabía si era el asesino, pero indudablemente era un bruto y su presencia era un insulto. Fue hacia la puerta y la dejó abierta.

– El paciente está cansado, caballeros.

Sir Joscelin se puso de pie.

– Lamentamos no haber visto al doctor Mansur, ¿verdad, Gervase? Por favor, hacedle llegar nuestros saludos.

– ¿Dónde está? -preguntó sir Gervase.

– Enseñando árabe al rabino Gotsce -respondió Rowley.

Al pasar junto a Adelia rumbo a la puerta, Gervase, simulando hablar con su compañero, murmuró:

– Qué curioso, un judío y un sarraceno en un castillo real. ¿Para qué demonios fuimos a las cruzadas?

Adelia cerró la puerta de golpe.

– Maldita sea. Mujer, trataba de sacarles el tema de Ultramar para descubrir quién estuvo allí, dónde y cuándo. Quizá uno de ellos podía decirme algo sobre el otro.

– ¿Lo hicieron?

– Los habéis despedido demasiado rápido, maldición. -La ira de sir Rowley era un signo de su recuperación-. Sin embargo, casualmente el hermano Gilbert admitió haber estado en Chipre en el momento oportuno.

– ¿El hermano Gilbert ha estado aquí?

Y el prior Geoffrey, el alguacil Baldwin, el boticario -con un brebaje que, había jurado, curaría la herida en minutos-, y el rabino Gotsce.

– Soy un hombre popular… ¿Qué ocurre? -preguntó sir Rowley. Adelia había arrojado una caja de bardana sobre la mesa y la tapa se había soltado dejando escapar una nube de polvo verde.

– No sois popular -afirmó Adelia entre dientes-, sois un cadáver. Rakshasa os habría envenenado. -La doctora fue nuevamente hacia la puerta y llamó a Gyltha, que ya subía las escaleras con la cesta. Adelia se la arrebató, la abrió y la puso debajo de las narices de Rowley-. ¿Sabéis qué es esto?

– ¡Jesucristo! -exclamó Rowley-. Jujubes.

– He estado preguntando -intervino Gyltha-. Una niña se los dio a uno de los centinelas. Dijo que eran un regalo de su ama para el caballero que estaba en cama en la torre. Lady Baldwin iba a traerlos, pero sir Joscelin le ofreció ahorrarle el esfuerzo. Siempre tan cortés ese caballero, no como el otro.

Gyltha no se entendía con sir Gervase.

– ¿Y la niña?

– El centinela es uno de los que el rey envió desde Londres para custodiar a los judíos. Se llama Barney. Dice que no la conoce.

Llamaron a Mansur y a Ulf para departir sobre el asunto.

– Podrían ser simples jujubes, como sugiere su aspecto -opinó Rowley.

– Chupad uno y lo sabréis -dijo bruscamente Ulf-. ¿Qué pensáis, señora?

Adelia había cogido uno con sus pinzas y lo estaba oliendo.

– No lo sé.

– Sugiero hacer una prueba -propuso Rowley-. Se los enviaremos a Roger de Acton con nuestros saludos.

Era tentador, pero Mansur se los llevó al patio y los arrojó en la forja del herrero.

– No habrá más visitas en esta sala -ordenó Adelia-. Y ninguno de vosotros, especialmente Ulf, está autorizado a salir del castillo o pasear dentro de él sin compañía.

– Por Dios, mujer, así nunca lo encontraremos.

Aparentemente Rowley había estado investigando desde su lecho de enfermo, valiéndose de su papel de recaudador de impuestos para interrogar a los visitantes.

Los judíos le habían contado que Chaim, respetuoso con sus principios, nunca había hablado sobre sus clientes o mencionado la magnitud de sus deudas. Los únicos registros existentes eran aquellos que se habían quemado y los que le habían sustraído a Simón.

– Salvo que el tesoro de Winchester tenga una lista de las cuentas, lo que es probable. He enviado a un escudero para averiguarlo. Al rey no le agradará. Los judíos generan gran parte de los ingresos de esta nación. Y si Enrique no se siente complacido…

El hermano Gilbert había declarado que preferiría morir en la hoguera antes que pedir dinero a los judíos. Lo mismo habían dicho el cruzado boticario, sir Joscelin y sir Gervase, aunque con menos vehemencia.

– No dirían que lo hicieron, por supuesto, pero los tres parecen haber logrado la prosperidad con su esfuerzo.

Gyltha asintió.

– Les fue bien en Tierra Santa. James abrió su botica cuando volvió. Gervase, aunque era un cerdo asqueroso de chico y ahora no es mucho mejor, recibió tierras. Y el joven Joscelin, que de haber sido por su padre no tendría con qué taparse el culo, hizo de Grantchester un palacio. ¿El hermano Gilbert? Es un hombre común.

Se oyó una respiración fatigosa en la escalera. Lady Baldwin entró en la sala con una mano en la cintura. En la otra traía una carta.

– Enfermedad. En el convento. Que Dios nos ayude. Si fuera la peste…

Matilda W. llegó detrás de ella.

La carta era para Adelia, la habían enviado a la casa del viejo Benjamín, por lo que Matilda la había traído hasta el castillo. Era un trozo de pergamino arrancado de algún manuscrito, lo que revelaba su terrible urgencia. Pero la escritura era firme y clara.

La priora Joan hace llegar sus saludos a la señora Adelia, ayudante del doctor Mansur, de quien ha recibido buenas referencias. La pestilencia ha estallado entre nosotros y ruego, en nombre de Jesús y de su santa Madre, que la mencionada señora visite el convento de la bendita Santa Radegunda para que explique al buen doctor lo que sucede y aconseje cómo aliviar a las hermanas que sufren. Su estado es muy grave, algunas están al borde de la muerte.

Una posdata decía:

No se discutirán los honorarios. Todo debe hacerse con discreción para evitar que cunda la alarma.

Un mozo de cuadra y un caballo esperaban a Adelia en el patio.

– Llevaréis un poco de mi caldo de carne -dijo lady Baldwin-. Joan no suele alarmarse. Debe ser una situación extrema.

Adelia pensó que, en efecto, debía serlo para que una priora cristiana pidiera auxilio a un médico sarraceno.

– La enfermera también ha caído -anunció Matilda B. Se lo había dicho el mozo de cuadra-. La mayoría vomita y caga hasta la consumación. Que Dios nos ayude, podría ser la peste. ¿No ha sufrido bastante esta ciudad? ¿Por qué el pequeño Peter no les evita esto a las hermanas?

– No iréis, Adelia -declaró Rowley tratando de salir de la cama.

– Es mi deber.

– Me temo que debe ir -intercedió lady Baldwin-. Pese a todos los rumores malintencionados, la priora no permitirá que un hombre entre en un santuario habitado por monjas, salvo que se trate de un sacerdote que vaya a escuchar su confesión. Si la enfermera ha quedado hors de combat, la señora Adelia es la mejor opción, una excelente opción. Con un diente de ajo en cada fosa nasal no sucumbirá.

Dicho lo cual, lady Baldwin salió para preparar su caldo de carne.

Adelia estaba dando explicaciones e instrucciones a Mansur.

– Oh, mi fiel amigo, debéis cuidar de este hombre, esta mujer y este niño mientras esté ausente. No debéis permitir que vayan solos a ninguna parte. El demonio está fuera. Prometedme por Alá que los protegeréis.

– ¿Y quién os protegerá a vos, pequeña? Esas santas mujeres no pondrán objeción ante la presencia de un eunuco.

Adelia sonrió.

– No es un harén. Esas mujeres protegen su templo de los hombres. Estaré bien.

Ulf se colgó de su brazo.

– Yo puedo ir. No soy un hombre todavía. Allí me conocen. Nunca he cogido nada.

– Esto tampoco lo cogeréis.

– No iréis -manifestó Rowley crispado, arrastrando a Adelia hacia la ventana, lejos de los demás-. Es un maldito plan para que estéis desprotegida. De alguna manera, Rakshasa es parte de él.

Al verlo nuevamente de pie, Adelia recordó cuan grande era y comprendió lo que significaba un hombre poderoso para los indefensos. Comprendió también que para Rowley el asesinato de Simón había precedido al suyo. Ella temía por él tanto como él temía por ella. Era conmovedor y gratificante, pero había cosas que atender.

Debía indicar a Gyltha qué medicamentos de la mesa tendría que reemplazar, debía recoger otros de la casa del viejo Benjamín… no tenía tiempo para él en ese momento.

– Sois el único que ha estado haciendo preguntas -repuso, suavemente-. Os ruego que cuidéis de vuestra persona y de mi gente. En este momento sólo necesitáis que os cuiden. Gyltha se ocupará de vos. -Adelia trataba de separarse de él-. Debéis comprenderlo, mi deber está junto a ellas.

– Por Dios -gritó sir Rowley-, ¿podéis dejar de representar el papel de doctora por una vez?

«¿Representar el papel de doctora?».

A pesar de que todavía notaba el contacto de su mano, Adelia sintió que el suelo se quebraba entre los dos. Miró a sir Rowley a los ojos a través de ese abismo. Para él ella era una agradable criaturita que se engañaba a sí misma, entreteniéndose, sencillamente, como una solterona que llena su tiempo mientras espera el momento trascendental para una mujer.

Pero, si así fuera, ¿qué significaba la fila de enfermos que la aguardaban todos los días? ¿Qué significaba Coker, que podía subir escaleras para reparar techos? ¿Y qué significaba él -se preguntó asombrada, mirándolo a los ojos-, que se habría desangrado hasta morir?

Tuvo la absoluta certeza de que jamás se casaría con aquel hombre. Ella era Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar. Podría ser una persona solitaria, pero siempre sería doctora.

Se sacudió para librarse de él.

– El paciente puede volver a comer sólido, Gyltha. Estos medicamentos deben ser reemplazados por otros nuevos -dijo, y se marchó.

Además, necesitaba los honorarios que la priora le había prometido.

La iglesia de Santa Radegunda y los edificios anexos daban una impresión engañosa. Construidos al término de la invasión danesa, antes de que la congregación se quedara sin dinero, el edificio principal del convento, la capilla y los claustros eran amplios y solitarios y habían conocido el reinado de Eduardo el Confesor. Estaban apartados del río, ocultos entre los árboles, para que los largos barcos de los vikingos -que serpenteaban por las aguas poco profundas de los afluentes del Cam- no pudieran descubrirlos.

Los monjes que lo habitaron habían muerto y el lugar había sido otorgado a una orden de religiosas.

Edric le contaba todo esto a Adelia mientras, seguidos por Salvaguarda, cabalgaban hacia una entrada lateral del muro. Las puertas principales estaban clausuradas para los visitantes.

Al igual que Matilda W., el mozo de cuadra se sentía agraviado porque el pequeño Peter no hacía su trabajo.

– No da buena impresión ver el convento cerrado, justo cuando empieza la verdadera temporada de peregrinaciones -señaló-. La madre Joan tiene motivos para estar molesta.

Edric ayudó a descender a Adelia delante del edificio donde se encontraban el establo y las casetas de los perros -de todos los edificios pertenecientes al convento que Adelia había visto, era el único que se conservaba en buen estado- y señaló un sedero que bordeaba un prado.

– Que Dios os acompañe, señora.

Obviamente, él no lo haría.

Pero Adelia no estaba preparada para aislarse del mundo exterior. Ordenó al mozo de cuadra que fuera al castillo todas las mañanas: llevaría los mensajes que ella necesitara enviar, preguntaría cómo estaban sus amigos y traería la respuesta.

Luego partió con Salvaguarda. El ruido de la ciudad, en la otra orilla, se desvaneció. Las alondras volaban a su alrededor, su canto surgía burbujeante. Detrás de ella, los perros de la priora ladraron y un corzo bramó en algún lugar del bosque que tenía frente a sí.

Recordó que en ese mismo bosque estaba el feudo de sir Gervase.

– ¿Es posible controlar esto? -preguntó la priora Joan. Estaba mas ojerosa que en su último encuentro con Adelia.

– No es la peste y tampoco es tifus, gracias a Dios. Ninguna de las hermanas tiene una erupción. Creo que es cólera -declaró Adelia. La priora se puso pálida, por lo que agregó-: Se manifiesta con menos virulencia que en Oriente, pero es bastante serio. Estoy preocupada por vuestra enfermera y por la hermana Verónica. -Eran, respectivamente, la más anciana y la más joven del convento. La hermana Verónica era la monja que se había presentado ante Adelia como una imagen de gracia imperecedera mientras rezaba sobre el relicario del pequeño Peter.

– Verónica. -La priora parecía angustiada, y eso le causó buena impresión a Adelia-. La más dulce de todas, que Dios se apiade de ella. ¿Qué debemos hacer?

¿Qué se debía hacer, en efecto? Adelia miró consternada hacia el otro lado del claustro, donde, más allá de las columnas del corredor, se erigía lo que parecía un enorme palomar, con dos filas de diez arcos sin puertas; cada uno de ellos daba a una celda de menos de cuatro pies de ancho donde las monjas estaban postradas. No había enfermería. El título de enfermera parecía ser una denominación honorífica que recaía en la anciana hermana Odilia, sencillamente porque era entendida en hierbas. Tampoco tenían salón. De hecho, no había ningún aposento que las monjas pudieran compartir.

– Los monjes que vivían originalmente en este convento eran ascetas y preferían la privacidad de las celdas individuales -señaló la priora, advirtiendo el gesto de Adelia-. Las hemos conservado porque hasta el momento no hemos tenido dinero para reformar nada. ¿Podréis arreglároslas?

– Necesitaré ayuda.

Ya era suficientemente difícil cuidar por sí sola a veinte mujeres gravemente enfermas, con diarrea y vómitos, en una sala. Pero tener que ir de una celda a otra, subiendo y bajando por los peldaños fatídicamente estrechos y sin pasamanos terminaría por aniquilar a la encargada de dispensar los cuidados.

– Me temo que los sirvientes huyeron ante la mención de la peste.

– De ningún modo queremos que regresen -advirtió Adelia con firmeza.

Un vistazo al edificio del convento sugería que aquellos que debían mantenerlo en orden habían permitido que reinara la negligencia mucho antes de que se desatara la enfermedad, incluso ese abandono bien podría ser su causa.

– ¿Puedo preguntaros si compartís vuestras comidas con las demás religiosas?

– ¿Y qué tiene eso que ver, señora?

La priora estaba ofendida, como si Adelia estuviera acusándola de no cumplir con su deber.

Y de algún modo así era. Recordaba que la madre Ambrosia se ocupaba de la correcta alimentación del cuerpo y del espíritu cuando presidía la mesa en el inmaculado refectorio de San Jorge, en el que todas las comidas estaban acompañadas por la lectura de un pasaje de la Biblia y donde la falta de apetito de una monja podía ser detectada para actuar en consecuencia. Pero Adelia no quería una confrontación tan temprana y aclaró:

– Podría estar relacionado con el envenenamiento.

– ¿Envenenamiento? ¿Estáis sugiriendo que alguien trata de matarnos?

– No de manera deliberada, pero sí accidentalmente. El cólera es una forma de envenenamiento. Y dado que parecéis estar libre de él…

La expresión de la priora sugería que comenzaba a arrepentirse de haber llamado a Adelia.

– Da la casualidad de que tengo mis propios aposentos y habitualmente estoy demasiado ocupada con los asuntos del convento, por lo que no puedo comer con las hermanas. La semana pasada estuve en Ely, consultando al abad sobre… temas religiosos.

Comprando uno de los caballos del abad, eso había dicho Edric, el mozo de cuadra.

La priora Joan continuó.

– Os sugiero limitar vuestra curiosidad al asunto que tenemos entre manos. Decidle a vuestro doctor que no hay envenenadores aquí, y en el nombre de Dios, preguntadle qué debemos hacer.

Lo que debían hacer era pedir ayuda. Lo que enfermaba a las monjas no estaba en el aire del convento, aunque el lugar era frío, húmedo y olía a podrido. Adelia regresó hasta las casetas de los perros y ordenó a Edric que fuera a buscar a las Matildas. Llegaron junto con Gyltha.

– El chico está a salvo en el castillo con sir Rowley y Mansur -anunció cuando Adelia la reprendió-. Creo que me necesitáis más que ellos.

Eso era indudable, aunque peligroso para todos.

– Os agradeceré que estéis aquí durante el día -explicó Adelia a las tres mujeres-. No debéis pasar la noche en este lugar porque mientras dure la pestilencia no podréis comer la comida del convento ni beber su agua. Os exijo que sea así. En el claustro habrá cubos con brandy y después de tocar a las monjas, sus bacinillas o cualquier cosa que les pertenezca, debéis usarlo para lavaros las manos.

– ¿Con brandy?

– Con brandy.

Adelia tenía su propia teoría respecto a enfermedades como la que aquejaba a las monjas. Como tantas de sus teorías, difería de Galeno u otras en boga. Creía que la diarrea, en casos como aquél, era el intento del cuerpo de liberarse de una sustancia que no podía tolerar. De alguna manera el veneno había entrado en el cuerpo, ergo, de alguna manera saldría de él. A menudo el agua estaba contaminada -como ocurría en las zonas más pobres de Salerno, donde la enfermedad estaba siempre presente- y por eso consideró que era la fuente original del veneno hasta que no se probara lo contrario. Dado que cualquier destilado, en este caso el brandy, solía evitar la putrefacción de las heridas, también podría actuar sobre cualquier veneno procedente del cuerpo que estuviera en contacto con las manos de una enfermera, impidiendo el contagio.

Ése era el razonamiento de Adelia, y actuaba en consecuencia.

– ¿Mi brandy? -protestó la priora al ver que el tonel de su sótano se vertía en dos cubos.

– El doctor insiste en que lo hagamos -repuso Adelia, simulando que Edric traía del castillo mensajes con instrucciones de Mansur.

– Deberíais saber que es el mejor brandy español -alegó Joan.

– Aún más a mi favor.

Se hallaban en la cocina. Adelia tenía ventaja sobre la priora, sospechaba que nunca había entrado allí. El lugar era oscuro y estaba lleno de alimañas. Varias ratas habían huido al verla entrar y Salvaguarda había aullado tras ellas con un entusiasmo que su ama no le conocía. Las paredes de piedra estaban impregnadas de grasa. Las hendiduras de la mesa tocinera eran visibles incluso con los recipientes desparramados y llenos de mugre. Había un leve olor a rancio. Las ollas, que colgaban de ganchos, rezumaban suciedad y restos de comida, las latas de harina estaban descubiertas y se intuía movimiento en su interior; lo mismo podía decirse de los tanques abiertos con agua para cocinar. Adelia se preguntaba en cuál de ellos habrían hervido el cadáver del pequeño Peter y si lo habrían lavado después. Hebras de carne colgaban de un cuchillo, hediondas como pus. Después de olerlas miró a la priora.

– ¿Decís que no hay aquí un envenenador? Vuestras cocineras deberían ser arrestadas.

– Tonterías -sentenció la priora-. Un poco de suciedad jamás ha hecho daño a nadie. -Pero sujetó el collar de su mascota para que dejara de lamer un mejunje irreconocible pegado a una fuente que estaba en el suelo-. No pago al doctor Mansur para que su subordinada espíe el lugar, sino para que mis monjas se curen.

– El doctor Mansur sostiene que tratar el lugar es tratar al paciente.

Adelia no estaba dispuesta a ceder. Había administrado una pildora de opio a las monjas que estaban más graves para aliviar sus retortijones, y aparte de lavar a las otras y darles sorbos de agua hervida -algo que ya había encargado a Gyltha y Matilda W.- poco más podía hacerse por las enfermas hasta que la cocina estuviera en condiciones de ser utilizada. Miró a Matilda B. para encargarle su hercúlea tarea.

– ¿Podéis hacerlo, pequeña? ¿Limpiaréis estos establos de Augea?

– ¿También guardaban aquí los caballos? -preguntó Matilda B. mientras se arremangaba.

– Es muy probable.

Adelia salió a inspeccionar; la resentida priora la siguió. En el refectorio, una vitrina contenía frascos etiquetados que demostraban el conocimiento que la hermana Odilia tenía sobre las hierbas. También encontró una enorme provisión de opio, excesiva en opinión de la doctora, que, conociendo el poder de la droga, mantenía oculta una dosis mínima ante la eventualidad de un robo.

La doctora comprobó que el agua del convento era potable. El terreno estaba coloreado por la turba, pero el agua pura que brotaba de las capas inferiores corría por un conducto a través de los distintos edificios del convento. Primero abastecía a la cocina, antes de pasar por el lugar donde se preparaban las conservas de pescado, situado en el exterior; luego iba a la lavandería y a la pila, y seguía su curso a lo largo de un práctico declive pasando bajo un largo banco con múltiples agujeros -el excusado- en el edificio anexo. El banco estaba bastante limpio, aunque nadie había cepillado el albañal desde hacía semanas. Un trabajo que Adelia reservaba a la priora. No había razón alguna para que se lo encargara a Gyltha o a las Matildas.

Pero eso quedaría para más tarde. Habiendo hecho lo posible para que la condición de sus pacientes no empeorara, Adelia orientó su energía a salvar sus vidas.

El prior Geoffrey acudió a salvar sus almas. Un gesto que le honraba, considerando la enemistad existente entre él y la priora. Y que además demostraba su valentía, habida cuenta de que el sacerdote que habitualmente oía en confesión a las religiosas se había negado a asistirlas, enviando una carta con una absolución general para cualquier pecado que pudiera surgir.

Llovía. El agua surgía a chorros de las gárgolas, desde el techo del corredor del claustro hacia el jardín descubierto del centro. La priora Joan recibió al prior y se lo agradeció con rígida cortesía. Adelia llevó su capa mojada a la cocina para que se secara.

Cuando regresó, el prior Geoffrey estaba solo.

– Pobre mujer. Cree que trato de robarle los huesos del pequeño Peter aprovechándome de su situación.

– ¿Estáis bien, prior? -preguntó Adelia, contenta de verlo.

– Muy bien -repuso, guiñándole un ojo-. Por ahora todo funciona correctamente.

Estaba más delgado, su aspecto era más saludable. Eso la tranquilizó y también la misión que había traído al prior al convento.

– Los pecados parecen ser insignificantes, salvo para ellas -explicó la doctora, refiriéndose a las monjas. En los momentos más terribles, cuando se creían al borde de la muerte, había escuchado las razones por las cuales la mayoría de sus pacientes se sentían merecedoras del pavoroso fuego del infierno-. La hermana Walburga se había comido un trozo del embutido que llevaba a las anacoretas, pero a juzgar por su aflicción se diría que la mujer era una combinación de jinete del Apocalipsis y meretriz de Babilonia.

De hecho, Adelia ya había desestimado las acusaciones del hermano Gilbert en relación con la conducta de las monjas. Un médico conocía muchos secretos de un paciente gravemente enfermo y ella había descubierto que esas mujeres podían ser chapuceras, indisciplinadas, en su mayoría iletradas -defectos que ella adjudicaba a la negligencia de su priora-, pero no inmorales.

– Se reconciliará a través de Cristo -dijo solemnemente el prior Geoffrey.

Cuando terminó de confesar a las monjas de la planta baja, ya había oscurecido. Adelia lo esperaba delante de la celda de la hermana Verónica, al final de la fila, para iluminarle el camino hacia las celdas superiores.

– He dado a la hermana Odilia la extremaunción -anunció el religioso.

– Prior, aún tengo esperanzas de salvarla.

El religioso le dio una palmada en el hombro.

– No lo creo, salvo que pudierais realizar milagros, hija. -El prior miró hacia la celda que acababa de abandonar-. Temo por la hermana Verónica.

– Yo también.

La joven monja estaba más enferma de lo esperado.

– La confesión no ha aliviado a esa niña del sentimiento de haber pecado -manifestó el prior Geoffrey-. Ésa es, posiblemente, la cruz que cargan las almas puras como la suya. Temen demasiado a Dios. Para Verónica, la sangre de nuestro Señor todavía está húmeda.

Adelia acompañó al prior mientras subía, quejoso, los peldaños, resbaladizos a causa de la lluvia. Entonces regresó hasta la celda de Odilia. La enfermera llevaba días tendida en la cama. Con sus manos nudosas, teñidas de turba, se esforzaba por apartar las sábanas. Adelia volvió a cubrirla, secó el óleo que le resbalaba por la frente y trató de que comiera un poco de la gelatina de ternera de Gyltha. La anciana apretó los labios.

– Os fortalecerá -rogó Adelia. No era una buena señal. El alma de Odilia quería liberarse de su cuerpo vano y exhausto. Sentía que dejarla era una deserción, pero Gyltha y las Matildas, contra su voluntad, se habían marchado y sólo quedaban ella y la priora para alimentar a las religiosas.

Walburga -a quien Ulf llamaba la hermana Gordi, pero que ya no lo era tanto- dijo:

– Dios me ha perdonado. Alabado sea el Señor.

– Sabía que lo haría. Ahora, abrid la boca.

Pero después de unas cucharadas, la monja volvió a demostrar preocupación.

– ¿Quién alimentará a nuestras anacoretas? Es un pecado comer si ellas pasan hambre.

– Hablaré con el prior Geoffrey. Abrid la boca. Una por el Padre, muy bien, otra por el Espíritu Santo…

La hermana Agatha, que ocupaba la celda contigua, tuvo otra recaída después de comer tres cucharadas.

– No os preocupéis -aseguró, secándose la boca-. Me sentiré mejor mañana. ¿Cómo están las demás? Decidme la verdad.

Adelia sentía simpatía por Agatha, la monja que había tenido el valor suficiente -¿o la suficiente embriaguez?- para provocar al hermano Gilbert en la fiesta de Grantchester.

– La mayoría están mejor-respondió Adelia. Aunque luego, al advertir la mirada socarrona de Agatha, agregó-: Pero la hermana Odilia y la hermana Verónica no están tan bien como desearía.

– Oh, no, Odilia -exclamó Agatha con apremio-. Es un alma noble. María, Madre de Dios, intercede por ella.

¿Y Verónica? ¿No pedía que intercediera por ella? La omisión era extraña. Lo mismo había sucedido con sus otras compañeras. Sólo Walburga, que tenía casi su misma edad, se había interesado por ella.

Tal vez la belleza y la juventud de Verónica les provocaran celos, así como el hecho de que fuera, obviamente, la favorita de la priora.

En efecto, era la favorita. El dolor que Adelia había visto en el rostro de Joan cuando presenciaba el sufrimiento de Verónica hablaba de su gran amor por ella. La doctora se había convertido en una persona sensible a todas las expresiones de amor y sentía sincera compasión por la priora. Se preguntaba si la energía que dedicaba a la caza era una manera de desviar esa pasión, dado que -por ser una monja, y además la superiora- la culpa debía desgarrarla.

¿La hermana Verónica sabía que era objeto de deseo? Probablemente no. Como dijera el prior Geoffrey, la sutileza de esa joven sugería una vida espiritual que no poseía el resto de la congregación.

Sin embargo, las otras monjas debían de saberlo. La joven no se quejaba, pero los moretones visibles en su piel indicaban que había recibido castigos corporales.

El prior había terminado su recorrido por las celdas. Adelia le pidió que se lavara las manos con brandy. El procedimiento le desconcertó.

– Habitualmente el interior de mi cuerpo se beneficia de él. No obstante, acataré cualquier cosa que vos ordenéis.

La doctora le alumbró el camino hacia la puerta, donde un mozo de cuadra lo esperaba junto a los dos caballos.

– Un sitio siniestro -comentó, demorando su partida-. Tal vez se deba a su arquitectura o a los monjes bárbaros que lo construyeron, pero siempre que estoy aquí siento la presencia del maligno en lugar de santidad. Y esta vez no me refiero a la priora Joan. Y la disposición de esas celdas… -El prior hizo una mueca de asco-. Me resisto a dejaros aquí, con tan poca asistencia.

– Tengo a Gyltha y a las Matildas -contestó Adelia-. Y a Salvaguarda, por supuesto.

– ¿Gyltha está con vos? ¿Cómo es que no la he visto? Entonces, no debo preocuparme. Esa mujer puede disipar las fuerzas de la oscuridad con una sola mano.

El prior le dio su bendición. El mozo de cuadra cogió de sus manos la caja con los sagrados óleos, la colocó en la bolsa de su montura, ayudó, no sin esfuerzo, al religioso a subir al caballo y ambos partieron.

Había dejado de llover, pero las nubes ocultaban la luna, en aquel momento llena. Durante unos minutos Adelia se quedó escuchando el sonido de los cascos mientras se disipaban en la oscuridad. No le había contado que Gyltha no se quedaba en el convento por la noche, y que precisamente por las noches tenía miedo.

– Siniestro -repitió en voz alta-. Incluso el prior lo percibe.

Luego regresó al claustro, pero dejó abierto el portón. Nada había fuera que la asustara más que el convento mismo. No había aire, mucho menos luz divina, no había ventanas ni siquiera en la capilla, sólo saeteras abiertas en las toscas paredes de piedra, prueba de que habían sido construidas para resistir la barbarie.

Pero la barbarie había entrado. En la cripta de la capilla, horrorosamente antigua y estrecha, se habían esculpido escenas en las que dragones y lobos se atacaban mutuamente en medio de figuras humanas. Las volutas del altar rodeaban una silueta con los brazos en alto, Lázaro tal vez, aunque a la luz de las velas adquiría una apariencia demoníaca. El decorativo follaje que rodeaba los arcos de las celdas imitaba un tupido bosque; la hiedra se enredaba en los contrafuertes.

Por la noche, sentada junto al catre de una monja, Adelia, que no creía en el demonio, se descubrió tratando de percibir su presencia. Oyó el grito de un buho a modo de respuesta. Para la doctora, y para el prior Geoffrey, los veinte enormes agujeros -diez abajo, diez arriba- donde estaban confinadas las monjas acentuaban la barbarie.

La llamaron desde otra celda. Recorrió valerosamente los peldaños oscuros y siniestros y la estrecha cornisa que conducía hasta allí.

Durante el día, cuando Gyltha y las Matildas regresaban, trayendo con ellas el bullicio y el sentido común, se permitía descansar una o dos horas en los aposentos de la priora, pero incluso entonces el oprobio de esas dos filas de celdas -semejantes a tumbas de trogloditas- se infiltraba en sus sueños. Esa noche, mientras caminaba por el claustro para examinar cómo estaba la hermana Verónica, la luz de su farol iluminó las horribles cabezas que coronaban los capiteles de las columnas. Le parecieron seres animados que le hacían muecas. Se sintió feliz de tener a Salvaguarda a su lado.

Verónica se sacudía en su catre, disculpándose con Dios por no haber muerto.

– Perdonadme, Señor, por no estar con vos. Mis pecados no deben provocar vuestra ira porque iría hacia vos si pudiera…

– Qué tontería -rechazó Adelia-. Dios está absolutamente conforme con vos y desea que estéis viva. Abrid la boca, tengo un poco de deliciosa gelatina de pierna de cordero.

Pero Verónica, como Odilia, no comió. Finalmente Adelia le dio media pastilla de opio y se quedó junto a ella hasta que surtió efecto. Su celda era la más sencilla. El único ornamento era una cruz, como los crucifijos que todas las monjas tenían en la pared, urdida con mimbre.

En algún lugar de los pantanos resonó el canto de un avetoro. Fuera, el agua goteaba sobre la piedra con exasperante regularidad. Oyó que la hermana Agatha vomitaba en su celda, un poco más adelante, y fue hacia allá.

Para vaciar la bacinilla era necesario salir del claustro. Una nube que se desplazaba permitió que el resplandor de la luna alumbrara su regreso. Adelia vio la figura de un hombre junto a uno de los pilares del corredor.

Cerró los ojos.

Luego volvió a abrirlos y siguió adelante.

Era una ilusión, producto de las sombras y el brillo de la lluvia. Allí no había hombre alguno. Puso la mano en la columna y se recostó sobre ella un instante, respirando agitadamente. La silueta que había distinguido tenía cuernos. Salvaguarda no parecía haberlo detectado, pero rara vez distinguía algo.

«Estoy agotada», se dijo.

Desde la celda de Odilia se oyó el grito agudo de la priora Joan.

Después de rezar sus oraciones, Adelia y la priora envolvieron el cuerpo de la enfermera en una sábana y lo llevaron a la capilla. Lo depositaron en un improvisado catafalco, fabricado con dos mesas cubiertas por un lienzo, y encendieron velas que colocaron en la cabecera y a los pies.

La priora comenzó a cantar un réquiem. Adelia regresó a las celdas para quedarse junto a Agatha. Todas las monjas estaban dormidas, lo que agradeció. No se enterarían de la muerte de su compañera hasta que fuera de día y para entonces estarían en mejores condiciones. ¿Llegaría alguna vez la mañana a ese horrible lugar? «Un sitio siniestro», había dicho el prior.

El eco lejano de la firme voz de contralto que llegaba desde la capilla no sonaba como un réquiem cristiano, sino como el lamento por un guerrero caído. ¿Había sido la muerte de Odilia o algún elemento presente en la piedra lo que había invocado a la figura con cuernos en el claustro?

Fatiga, volvió a decirse Adelia. Estaba cansada.

Pero la imagen perduraba y para librarse de ella apeló a su imaginación. La reemplazó por otra, más voluminosa, divertida, infinitamente más amada: Rowley apareció allí para reemplazar el horror. Con la reconfortante presencia de ese custodio, Adelia se durmió.

La hermana Agatha murió la noche siguiente.

«Sencillamente su corazón parece haber dejado de latir», fueron las palabras de Adelia en un mensaje que envió al prior Geoffrey. «Estaba mejorando. No lo esperaba».

Y la doctora había llorado por eso.

Con un poco de descanso y la comida de Gyltha, las demás monjas se recuperaron con rapidez.

Verónica y Walburga, las más jóvenes, estuvieron levantadas y atareadas antes de lo que Adelia habría deseado, aunque era difícil resistirse a su entusiasmo.

No obstante, no era sensato que insistieran en cumplir con su deber de aprovisionar a las olvidadas anacoretas, especialmente porque para llevarles suficiente cantidad de alimentos y turba eran necesarios dos botes, y cada monja debía impulsar el suyo.

Adelia apeló a la priora Joan para que les prohibiera hacer esfuerzos. Aún estaba agotada, y lo hizo sin tacto.

– Todavía son mis pacientes. No puedo permitirlo.

– Todavía son mis monjas. Y las anacoretas, mi responsabilidad. Cada cierto tiempo, la hermana Verónica, especialmente, necesita la libertad y la soledad que encuentra entre ellas. Siempre que lo ha solicitado, se lo he concedido.

– El prior Geoffrey me prometió que abastecería a las anacoretas.

– Prefiero no opinar sobre las promesas del prior Geoffrey.

No era la primera vez, ni la segunda ni la tercera que Joan y Adelia se enfrentaban. La priora, consciente de que sus múltiples ausencias habían llevado al convento y a sus monjas al borde de la ruina, trataba involuntariamente de conservar su autoridad oponiéndose a Adelia.

Habían discutido acerca de Salvaguarda. La priora decía que apestaba, lo cual era cierto, pero no más que los lugares donde vivían las monjas. Habían discutido acerca de la administración del opio; la priora había decidido adoptar el criterio de la Iglesia.

– Dios nos envía el dolor, sólo Dios puede librarnos de él.

– ¿Quién lo dice? ¿Qué pasaje de la Biblia afirma tal cosa? -había preguntado Adelia.

– Me han dicho que esa droga crea dependencia. Se crearán el hábito de tomarla.

– No lo harán. No saben qué están tomando. Es una solución temporal, un soporífero para aliviar el dolor.

Tal vez porque había ganado esa discusión, perdió esta otra. Las dos monjas obtuvieron el permiso de su priora para llevar provisiones a las eremitas. Adelia comprendió que ya no podía hacer más por ellas y abandonó el convento dos días más tarde.

El mismo día en que los tribunales superiores comenzarían la vista en Cambridge.

Para cualquier persona el bullicio hubiera sido molesto, pero para Adelia, que había estado rodeada de silencio, era un azote. La caminata desde el convento fue ardua. Había recorrido el camino cargando la pesada bolsa con los medicamentos. Sólo quería llegar a la casa del viejo Benjamín y descansar, pero la multitud que contemplaba el desfile la detuvo en Bridge Street.

Al principio le costó comprender quiénes eran esos visitantes. Los músicos de librea que montando sus caballos hacían sonar trompetas y batían tamboriles la llevaron de regreso a Salerno, a la semana que precedía al Miércoles de Ceniza, cuando el carnevale llegaba a la ciudad pese a todos los esfuerzos de la Iglesia para evitarlo.

Pasaron más tambores, y pertigueros, con trajes muy ornamentados y grandes mazas doradas sobre los hombros. Y, Santo Cielo, obispos con mitra y abades sobre caballos adornados, algunos de ellos saludando. Y un comediante que hacía el papel de verdugo con capucha y hacha…

Luego supo que el verdugo no era un comediante. No había acróbatas ni osos adiestrados. Los tres leopardos, símbolo de los Plantagenet, estaban bordados por doquier. Los hermosos palanquines llevados por hombres vestidos con tabardos transportaban a los jueces que el rey había enviado para poner a Cambridge en su balanza, y si Rowley estaba en lo cierto, quedaría desequilibrada.

No obstante, la gente los aclamaba. Estaba ávida de entretenimiento, y parecía que los juicios, las multas y las sentencias por venir podían proporcionárselo.

Apabullada por el alboroto, Adelia vio de pronto a Gyltha abriéndose paso entre la muchedumbre desde el otro lado de la calle, con la boca abierta, como si también ella estuviera ovacionando el desfile. Pero nada más lejos.

«Oh, Dios Todopoderoso, no permitas que lo diga, ni siquiera que lo pronuncie», rogó Adelia.

Gyltha corrió hacia la calzada. Un jinete se vio obligado a frenar su caballo. Maldijo y llevó hacia un lado a su tembloroso corcel para no pisotearla. Ella hablaba, miraba, se aferraba a la gente. Ya estaba cerca. Adelia retrocedió para eludirla, pero era imposible no oír sus gritos.

– ¿Alguien ha visto a mi muchacho?

Gyltha podría haber sido ciega. Se colgó de la manga de Adelia sin reconocerla.

– ¿Has visto a mi niño? Se llama Ulf. No lo encuentro.