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El aire de la sala se enrareció volviéndose tórrido y pesado. Los hombres estaban cabizbajos, las bocas inexpresivas, los cuerpos rígidos. Verónica giraba entre la paja del suelo, levantándose el hábito, señalando su vagina y gritando que el diablo había entrado por allí.
Los objetos hechos por la monja, livianos como plumas, resultaron ser una prueba de tanto peso que todas las mentiras quedaron a la vista. Se había abierto una puerta por la que salía toda la pestilencia.
– Le rogué a la madre… sálvame, sálvame María… pero él me clavó su cuerno aquí, aquí. Me hizo mucho daño… Tenía una cornamenta… Yo no podía… Dulce hijo de María, me obligó a ver las cosas que hacía… cosas horribles, horribles… había sangre, mucha sangre. Ansiaba la sangre del Señor, pero era esclava del diablo… él hace daño… me mordió los pechos… aquí, me desnudó… me pegó… puso su cuerno en mi boca… Rogué que Jesús me ayudara… pero él es el príncipe de la oscuridad… oigo su voz, me dijo que hiciera cosas… tenía miedo… detenedlo… no lo dejéis marchar…
Ruegos, humillaciones. Una y otra vez.
«Ésa fue su alianza con la bestia», pensó Adelia. Una y otra vez. Durante meses le había procurado un niño tras otro, había observado la tortura, y no había intentado liberarse. Eso no era esclavitud.
Además de exponer su alma, Verónica también exponía su joven cuerpo. Se había recogido la falda por encima de las pantorrillas. Sus pequeños pechos asomaban entre las rasgaduras de su hábito.
Era una actuación. Culpaba al demonio. Había matado a Simón. Estaba disfrutando. Era sexo, sólo eso.
Los jueces estaban más que embelesados. El obispo de Norwich apoyaba la cabeza en su muleta. El anciano archidiácono resoplaba. Hubert Walter babeaba. Incluso Rowley se pasó la lengua por los labios.
Cuando Verónica hizo una pausa para recuperar el aliento, un obispo dijo casi reverentemente:
– Está poseída por el demonio. Jamás he visto un caso tan claro.
Los demonios lo habían hecho. Una vez más el príncipe de la oscuridad intentaba socavar los cimientos de la Santa Madre Iglesia. Un incidente lamentable pero comprensible, parte de la lucha entre el pecado y la santidad. Sólo el demonio era culpable. Adelia miró el rostro del único hombre de la sala que contemplaba el espectáculo con irónica admiración.
– Ella mató a Simón de Nápoles -afirmó Adelia.
– Lo sé.
– Ella participó en el asesinato de los niños.
– Lo sé.
Verónica se arrastraba por el suelo, en dirección a los jueces. Se aferró a las zapatillas del archidiácono y su cabellera suave y oscura cayó sobre los pies del religioso.
– Salvadme, mi señor, no dejéis que me obligue otra vez. Ansío reunirme con el Señor, llevadme con mi Redentor. Apartad al demonio.
La inocencia había desaparecido de la enajenada y desmelenada Verónica y el atractivo sexual había ocupado su lugar, más viejo y magullado que aquello que reemplazaba, pero aun así atractivo.
El archidiácono se agachó hacia ella.
– Ya está bien, niña.
La mesa se sacudió cuando Enrique saltó de ella.
– ¿Criáis cerdos, señor prior?
El prior Geoffrey miró hacia otro lado.
– ¿Cerdos?
– Cerdos. Que alguien ayude a esta mujer a ponerse de pie.
Se dieron instrucciones. Dos hombres armados levantaron a Verónica, que quedó colgando entre ambos.
– Ahora, señora -le dijo Enrique-, podréis ayudarnos.
Verónica levantó sus párpados para mirarlo. La expresión de sus ojos era calculadora.
– Llevadme con mi Redentor. Dejad que lave mis pecados en la sangre del Señor.
– La redención está en la verdad y, por lo tanto, nos contaréis cómo mató el demonio a los niños. Debéis mostrarnos de qué manera lo hizo.
– ¿Es lo que el Señor quiere? Había sangre, mucha sangre.
– Insisto en ello. -El rey levantó una mano. Era una advertencia para los jueces, que se habían puesto de pie-. Ella lo sabe. Lo vio. Nos lo mostrará.
Hugh entró con un lechón, que mostró al rey. El monarca lo aprobó. Cuando el cazador pasó junto a ella camino de la cocina, Adelia, desconcertada, vio un hocico pequeño y redondeado. Olía a granja.
Uno de los hombres armados pasó arrastrando a Verónica en la misma dirección, seguido por el otro, que llevaba ceremoniosamente, en sus manos abiertas, un puñal con la hoja tallada, un puñal de piedra, el puñal.
¿Eso es lo que quiere que suceda? Dios, sálvanos.
Todos, los jueces, Walburga -parpadeando-, se apretujaron rumbo a la cocina. La priora Joan trató de mantenerse alejada, pero el rey la cogió por el codo y la llevó consigo.
– Ulf no debe ver esto -replicó Adelia cuando Rowley pasó a su lado.
– Lo envié a casa con Gyltha.
Luego, él también salió en dirección a la cocina. Adelia permaneció en el refectorio vacío.
¿Acaso era todo aquello una maniobra del rey? No se trataba sólo de probar la culpabilidad de Verónica: Enrique estaba vengándose de la Iglesia, que lo había condenado por el asesinato de Tomás Becket.
También eso era horrible. Una trampa tendida por un rey artero no sólo para que cayera una criatura que -dado que la trampa era tan artera como él- no tenía más alternativa que caer en ella, sino para que su mayor enemigo comprobara su propia debilidad.
Sin embargo, aunque la criatura que cayera en ella fuera vil, una trampa era siempre una trampa.
A causa de las idas y venidas la puerta del claustro estaba abierta. Amanecía y los monjes cantaban. No habían dejado de cantar en ningún momento. Mientras escuchaba esas voces acompasadas y armoniosas, sintió que el aire nocturno enfriaba las lágrimas que corrían por sus mejillas. No las había notado.
Escuchó la voz del rey desde la cocina.
– Ponedlo en la tabla del carnicero. Muy bien, hermana. Mostradnos lo que él hizo.
Luego pusieron el puñal en la mano de Verónica.
– No es necesario que lo utilicéis. Sólo decidnos cómo lo hizo.
Las palabras de la monja se oían nítidamente a través de la ventanilla.
– ¿Seré redimida?
– La verdad es redención -repitió el rey, inexorable.
Silencio.
– A él no le gustaba que cerraran los ojos. -Se oyó el primer chillido del lechón-. Y luego…
Adelia se tapó las orejas, pero sus manos no lograron aislarla de otro grito, más desgarrador, y luego otro. La voz de la monja se alzaba sobre ellos.
– Así, luego así, y luego…
Estaba loca. Si antes había tratado de engañar con astucia, no era más que la astucia del insano e incluso ese recurso la había abandonado. «Dios, ¿qué hay en esa mente?».
¿Carcajadas? No, era una risita nerviosa, un sonido maníaco que iba en aumento. Mientras succionaba la vida que se estaba cobrando, la voz humana de Verónica se transformaba en algo inhumano que se alzaba sobre los gritos de agonía del lechón, hasta que se convirtió en un sonido estridente que evocaba a un animal con los dientes manchados de hierba y largas orejas. El sonido quebró la serenidad de la noche.
Era un rebuzno.
Los hombres armados llevaron nuevamente a la monja hasta el refectorio y la arrojaron al suelo. La sangre del lechón que empapaba su hábito caía sobre la paja. Los jueces describieron un gran círculo para eludirla. El obispo de Norwich se sacudía distraídamente la sotana salpicada. Mansur y Rowley tenían una expresión pétrea. El rabino Gotsce estaba increíblemente pálido. La priora Joan se dejó caer en un banco y ocultó la cabeza entre las manos. Hugh se apoyó en el marco de la puerta con la mirada extraviada.
Adelia corrió hacia la hermana Walburga, que se tambaleaba y estaba a punto de caer. Le faltaba el aire. La doctora le apretó las comisuras de los labios.
– Tranquila. Respirad lentamente.
Se oyó la voz del rey.
– Bien, señorías, aparentemente la hermana le prestó al demonio toda su colaboración.
En el silencio de la sala sólo se oía la respiración de la aterrorizada Walburga.
Al cabo de un rato habló uno de los obispos.
– Será juzgada por un tribunal eclesiástico, por supuesto.
– Eso significa que le concederéis los beneficios que corresponden al clero -objetó el rey.
– Todavía está entre los nuestros, excelencia.
– ¿Y qué haréis con ella? La Iglesia no puede sentenciarla a muerte, no puede derramar sangre. Todo lo que vuestro tribunal puede hacer es excomulgarla y enviarla al mundo de los laicos. ¿Qué ocurrirá la próxima vez que un asesino la tiente?
– Cuidado, Plantagenet -amenazó el archidiácono-. ¿Acaso continúa vuestra disputa con el bendito Tomás? ¿Deberá morir otra vez a manos de vuestros caballeros? ¿Pondréis en duda sus palabras? «El único rey que el clero reconoce es Jesucristo, y él obedece al Rey de los Cielos. Los miembros de la Iglesia deben regirse por sus propias leyes». La excomunión es la coerción más efectiva. Esta mujer desquiciada perderá su alma.
Ésa era la voz que había resonado en una catedral cuando la sangre de su arzobispo manchó los peldaños. Y resonaba en ese momento en un refectorio provincial donde la sangre de un lechón empapaba las baldosas.
– Ella ya ha perdido su alma. ¿Deberá Inglaterra perder más niños? -se oyó decir a otra voz, la que aplicaba la lógica secular. Era lo razonable.
Pero no en ese momento. Enrique se aferró a los hombros de uno de sus hombres armados y lo sacudió. Luego hizo lo mismo con el rabino, y con Hugh.
– ¿Lo veis? Esa era la disputa entre Becket y yo. Podéis juzgarlos en vuestros propios tribunales, le dije, pero entregadme a los culpables para que los castigue. He perdido, ¿lo veis? Los asesinos y los violadores andan sueltos por mi territorio porque he perdido.
El rey recorría la habitación sacudiendo y arrojando a los hombres como si fueran ratas. Hubert Walter se colgó de uno de sus brazos, suplicando, y fue arrastrado.
– Excelencia, debéis recordar, os lo ruego…
El monarca se libró de él y lo miró.
– No lo toleraré, Hubert -declaró, secándose la saliva-. ¿Me habéis oído, señorías? No lo toleraré. -Más tranquilo, el rey se enfrentó a los temblorosos jueces-. Juzgadla, condenadla, quitadle su alma, pero yo no permitiré que el aliento de esa criatura corrompa mi reino. Enviadla nuevamente a Turingia, a las Indias, a donde sea. No admitiré que mueran más niños y por la salvación de mi alma os juro que si dentro de dos días ese ser sigue respirando el aire del territorio Plantagenet, declararé ante el mundo entero lo que la Iglesia ha consentido. Y vos, señora… -Era el turno de la priora Joan. El rey le tiró del tocado para levantar su cabeza, que estaba apoyada en la mesa, dejando a la vista el cabello hirsuto y gris-. Si impusierais a vuestras religiosas la mitad de la disciplina que aplicáis a vuestros sabuesos… Ella debe marcharse, ¿lo comprendéis? Debe marcharse, o de lo contrario derribaré vuestro convento, piedra por piedra, con su superiora dentro. Ahora, abandonad este lugar y llevaos a ese gusano apestoso con vos.
Fue una partida lamentable. El prior Geoffrey estaba junto a la puerta. Se le veía viejo y descompuesto. Ya no llovía, pero el aire húmedo y helado del amanecer rodeaba de espesa niebla las figuras cubiertas por capas y capuchas que montaban sus caballos, o subían en sus palanquines, volviéndolas indistinguibles. Sólo se oía el ruido de los cascos sobre los adoquines, los resoplidos de los caballos, los primeros trinos de los zorzales y el canto de un gallo desde algún gallinero lejano. Nadie hablaba. Todos parecían sonámbulos, almas en el limbo.
Todo lo contrario a la ruidosa despedida del rey: un alboroto de sabuesos y jinetes cabalgando hacia el portón rumbo a la llanura.
A Adelia le pareció ver dos figuras con velo escoltadas por hombres armados. Tal vez la silueta encorvada, con sombrero, que avanzaba pesadamente hacia el castillo era la del rabino. Sólo Mansur, Dios le bendiga, estaba junto a ella.
La doctora regresó al refectorio para consolar a Walburga. Se habían olvidado de ella. Luego esperó a Rowley Picot. Y siguió esperando. Tal vez se había marchado.
– ¿Estáis mejor? -preguntó Adelia. Le preocupaba el estado de Walburga. Su pulso se había acelerado de manera alarmante después de presenciar la escena en la cocina. La monja asintió.
Ambas se movían serenamente en medio de la niebla. Mansur iba junto a ellas. Dos veces se dio la vuelta para buscar a Salvaguarda. Dos veces lo recordó. Al darse la vuelta por tercera vez…
– Oh, no, por Dios.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Mansur.
Rakshasa caminaba detrás de ellos, oculto en la niebla.
Mansur cogió su daga; luego la volvió a poner en el cinto.
– Es el otro. Quedaos aquí.
Aún con la respiración entrecortada, Adelia vio que Mansur se adelantaba para hablar con sir Gervase, que parecía un espectro. Estaba consumido y extrañamente indeciso. Él y el árabe recorrieron un trecho. Los perdió de vista, pero los oyó murmurar.
Mansur regresó sin compañía. Él y las dos mujeres siguieron caminando.
– Debemos enviarle un frasco de ungüento -indicó Mansur.
– ¿Por qué? -Dado que nada de esa noche resultaba normal, Adelia sonrió-. ¿Tiene sífilis?
– Los otros médicos no han podido ayudarlo. El pobre hombre ha intentado consultarme durante estos últimos días. Dice que estuvo vigilando la casa del judío esperando mi regreso.
– Lo vi. Me teme. Le daré su maldito ungüento y le pondré pimienta. Le enseñaré a no acechar en la orilla de los ríos. A él y a su sífilis.
– Haréis lo que debe hacer una doctora -la reprendió Mansur-. Es un hombre afligido, teme por lo que pueda decir su esposa. Que Alá se apiade de él.
– Debería haberle sido fiel -opinó Adelia-. Oh, puede ser gonorrea. -La doctora seguía sonriendo-. Pero no se lo diremos.
Ya había amanecido cuando traspasaron las puertas de la ciudad. Podían ver el gran puente. Una manada de ovejas lo cruzaba causando desorden. Algunos estudiantes volvían tambaleándose a sus casas después de haber pasado la noche fuera.
Resoplando, Walburga dijo de pronto, incrédula:
– Pero ella era la mejor de nosotras, la más pura. La admiraba por ser tan buena.
– Estaba loca -repuso Adelia-. No es responsable de ser una enferma.
– ¿Qué es lo que causa esa enfermedad?
– No lo sé.
Tal vez la tuviera latente desde hacía tiempo. Una persona reprimida, condenada a la castidad y a la obediencia desde que tenía tres años, encuentra por casualidad a un hombre que la domina. Rowley le había dicho que Rakshasa atraía a las mujeres.
«Sólo Dios sabe por qué. No las trata bien». ¿El coito salvaje había dado rienda suelta a la locura? Era posible.
– No lo sé -volvió a decir Adelia-. Debéis respirar sin esforzaros. Lentamente.
Un jinete se acercó cuando llegaron al pie del puente. Sir Rowley Picot miró a Adelia.
– ¿No merezco una explicación, señora?
– Se la he dado al prior Geoffrey. Vuestra proposición me honra y me complace. -Oh, era terrible-. Rowley, sólo me casaría con vos, con ningún otro hombre jamás, jamás. Pero…
– ¿Acaso no me porté bien esta mañana cuando hicimos el amor?
Deliberadamente Rowley hablaba en inglés y la monja que estaba junto a Adelia se sorprendió al descubrir que conocía el antiguo idioma anglosajón.
– Sí, os portasteis muy bien.
– Os rescaté. Os salvé de ese monstruo.
– También es cierto.
Pero había sido la combinación de aptitudes que ella y Simón de Nápoles poseían lo que les había conducido hacia Wandlebury Ring, a pesar de que había cometido un enorme error al aventurarse sola.
Esas mismas aptitudes le habían permitido salvar a Ulf, habían liberado a los judíos. Aunque nadie, excepto el rey, lo había mencionado, su investigación había demostrado aguda lógica y frío razonamiento y… en fin, instinto, pero instinto basado en el conocimiento. Raras aptitudes en una época dogmática, demasiado extrañas, tanto que le causaron a Simón la muerte; demasiado valiosas para ser sepultadas y eso sucedería si ella se casaba.
Angustiada, Adelia había meditado sobre todo aquello. El resultado era inexorable. Aunque se hubiera enamorado, todo en el mundo permanecía igual. Los cadáveres seguirían gritando. Tenía el deber de oírlos.
– No soy libre, no puedo casarme -repuso-. Soy una doctora de los muertos.
– Podéis iros con ellos.
Rowley azuzó a su caballo y partió hacia el puente, dejándola desconsolada y extrañamente resentida. Ni siquiera se había ofrecido a llevarla a su casa.
– Eh -le gritó-, supongo que enviaréis la cabeza de Rakshasa a Oriente, para que la reciba Hakim.
– Sí, con gran satisfacción.
Siempre podía hacerla reír, aun cuando estuviera llorando/
– Bien -contestó.
Muchas cosas sucedieron ese día en Cambridge.
Los jueces de los altos tribunales escucharon los testimonios y dictaminaron sobre casos de robo, monedas con los bordes recortados, riñas callejeras, un bebé asfixiado, bigamia, disputas territoriales, cerveza aguada, panes que pesaban menos de lo debido, testamentos polémicos, incautación de bienes con muerte de la víctima, mendicidad, pleitos entre capitanes de barcos mercantes, peleas a puñetazos entre vecinos, incendios intencionados, herederas fugitivas, aprendices traviesos.
A mediodía se hizo un alto. Los tambores redoblaron y las trompetas sonaron para pedir que la muchedumbre que poblaba el patio del castillo prestara atención. Un heraldo, de pie en el estrado junto a los jueces, desplegó un rollo para leerlo en voz tan alta que se oyó en toda la ciudad.
– Se hace saber que, ante Dios y para satisfacción de los jueces aquí presentes, se ha probado que el caballero llamado Joscelin de Grantchester fue el vil asesino de Peter de Trumpington, de Harold, de la parroquia de Santa María, de Mary, hija de Bonning, el criador de aves, y de Ulric, de la parroquia de San Juan, y que el mencionado Joscelin de Grantchester murió durante su persecución de manera acorde con sus crímenes, devorado por perros. Se hace saber también que los judíos de Cambridge han sido absueltos de su culpabilidad por esos crímenes y de toda sospecha relacionada con ellos, por lo que retornarán a sus legítimos hogares y ocupaciones sin impedimento alguno. En el nombre de Enrique, rey de Inglaterra, servidor de Dios.
No se mencionaba a la monja. La Iglesia no hablaba del asunto.
Pero Cambridge era un mar de murmullos y a lo largo de la tarde Agnes -la esposa del vendedor de anguilas y madre de Harold- desarmó la pequeña colmena frente a la que se sentaba a las puertas del castillo desde la muerte de su hijo. Arrastró los materiales por la colina y volvió a construirla en el portal del convento de Santa Radegunda.
Todos fueron testigos.
Otras cosas sucedieron en secreto, y en la oscuridad, aunque nunca se supo quiénes fueron los responsables. Seguramente, las altas dignidades de la Santa Iglesia se reunieron a puerta cerrada y uno de ellos clamó: «¿Quién nos librará de esa mujer que nos avergüenza?», así como Enrique II había gritado una vez pidiendo que lo libraran del turbulento Becket.
Lo que sucedió después fue más confuso, porque no se dieron instrucciones, aunque tal vez hubiera insinuaciones livianas como mosquitos, tanto que no podía decirse que habían existido, deseos expresados en un código tan bizantino que no admitía traducción, y que sólo comprendían quienes lo conocían. Todo eso, tal vez, para que no se dijera que algunos hombres -no eran clérigos- amparados por la oscuridad de la noche habían ido al convento de Santa Radegunda y hecho su tarea cumpliendo órdenes de alguna otra persona.
Posiblemente Agnes sabía algo pero guardó silencio.
Ambas cosas, lo transparente y lo sombrío, sucedieron sin que Adelia se enterara. Por orden de Gyltha, durmió durante todo el día. Cuando se despertó, se encontró con una fila de pacientes que serpenteaba por Jesus Lane. Esperaban que el doctor Mansur los atendiera. Se ocupó de los casos más graves. Luego hizo un alto y consultó a Gyltha.
– Debería ir al convento para ver cómo está Walburga. He sido negligente.
– Teníais que reponeros.
– Gyltha, no quiero ir a ese lugar.
– Entonces no vayáis.
– Debo ir. Otro ataque similar puede paralizar su corazón.
– Las puertas del convento están cerradas y nadie atiende a los que llegan hasta allí. Eso es lo que dicen. Y ésa, ésa… -Gyltha todavía no lograba pronunciar su nombre-. Se ha ido, eso dicen.
– ¿Ya no está? -Nadie pierde el tiempo cuando el rey da una orden, pensó Adelia. Le roy le veult-. ¿Adonde la han enviado?
Gyltha se encogió de hombros.
– Se ha ido. Es todo lo que sé.
El alivio que sintió Adelia prácticamente le sanó las costillas. Enrique Plantagenet había purificado el aire de su reino para que ella pudiera respirarlo.
Sin embargo, al hacerlo había enrarecido el de otra nación. ¿Qué harían con ella en ese otro lugar?
Adelia trató de evitar la imagen de la monja contorsionándose, tal como la había visto en el suelo del refectorio, aunque en su fantasía aparecía encadenada, en un lugar oscuro y mugriento. No lograba apartar esa visión y la preocupación que le causaba. Era una doctora y los verdaderos médicos no juzgaban, sólo diagnosticaban. Había curado heridas y enfermedades de hombres y mujeres que en lo personal le disgustaban sin que eso repercutiera en su trabajo. Sus temperamentos podían causarle rechazo, no sus cuerpos sufrientes y desvalidos.
La monja estaba loca. En bien de la sociedad debería estar bajo vigilancia durante toda su vida. Pero…
– Que Dios se apiade de ella y la trate bien -murmuró Adelia.
Gyltha miró a la doctora como si también fuera una lunática.
– Ha sido tratada como merecía -repuso impasible-. Eso dicen.
Ulf, como por ensalmo, estaba estudiando. Se le veía más tranquilo y serio que antes. Gyltha dijo que el chico quería ser abogado. Y si bien era algo agradable y admirable, Adelia extrañaba al antiguo Ulf.
– Aparentemente las puertas del convento están cerradas -le contó Adelia-. Pero debo entrar para ver a Walburga. Está enferma.
– ¿Qué? ¿La hermana Gordi? -Ulf estaba nuevamente en forma-. Venid conmigo, no podrán dejarme fuera.
Gyltha y Mansur podrían hacerse cargo de los demás pacientes. Adelia fue a buscar sus medicamentos. La sandalia de la Virgen era una hierba excelente para la histeria y el pánico. Y el aceite de rosa era sedante.
Partió junto a Ulf.
Desde los muros del castillo, un recaudador de impuestos que disfrutaba de un merecido descanso después del ajetreo de los tribunales reconoció dos delgadas figuras entre las muchas que cruzaban el gran puente. Habría distinguido a la silueta algo más alta entre millones, por su espantoso sombrero.
Era el momento indicado, aprovechando su ausencia. Pidió su caballo.
¿Por qué sir Rowley Picot -para sanar su corazón herido- sintió el impulso de pedir consejo a Gyltha, un ama de llaves y vendedora de anguilas? No lo sabía con certeza. Tal vez porque en Cambridge ella era la mujer más cercana al amor de su vida. Quizás porque ella también lo había cuidado para devolverlo a la vida, porque era un ejemplo de sentido común, porque las indiscreciones sobre su pasado… Sencillamente porque sentía ese impulso, al demonio con todo lo demás.
Apenado, Rowley masticaba una de las empanadas de Gyltha.
– No quiere casarse conmigo, Gyltha.
– Por supuesto. Sería un desperdicio. Ella es… -Gyltha trataba de establecer una analogía con algún personaje de leyenda, pero sólo le venía a la mente la palabra «unicornio»-, es especial -prefirió decir.
– Yo soy especial.
Gyltha se levantó para darle a sir Rowley una palmada en la cabeza.
– Vos sois un buen chico y llegaréis lejos, pero ella es… -Nuevamente, no lograba hacer la comparación-. El buen Dios rompió el molde después de hacerla. Todos la necesitamos, no sólo vos.
– ¿Y no la tendré de ninguna manera?
– Tal vez no le interese casarse, pero hay otras maneras de obtener lo que deseas.
Gyltha sabía desde hacía tiempo que tratándose de un deseo tan particular -y precisamente por serlo- lo mejor era satisfacerlo de manera abundante, saludable y frecuente.
Una mujer podía conservar su independencia, tal y como ella había hecho, y aun así tener recuerdos que hicieran más cálidas las noches de invierno.
– Santo Dios, mujer, ¿estáis sugiriendo…? Mis intenciones para con la señora Adelia son… eran… honorables.
Gyltha, que nunca había considerado el honor como un requisito para que un hombre y una mujer florecieran, suspiró.
– Eso es enternecedor, pero no os servirá de nada.
Rowley se inclinó hacia delante.
– Muy bien. ¿Cómo?
La ansiedad de su rostro era capaz de derretir un corazón más duro que el de Gyltha.
– Por Dios, creía que erais un hombre inteligente y sois un verdadero zoquete. Ella es doctora, ¿no?
– Sí, Gyltha -asintió Rowley, tratando de ser paciente-. Ése es el motivo por el que no me ha aceptado.
– ¿Y qué hacen los doctores?
– Atienden a sus pacientes.
– Eso hacen y creo que aquí hay una doctora que podría ser más tierna que ninguna otra con un paciente, siempre que él esté muy mal y suponiendo que ella le tuviera cariño.
– Gyltha -declaró gravemente sir Rowley-. De no encontrarme indispuesto repentinamente, os pediría a vos que os casarais conmigo.
Vieron la multitud en la puerta del convento después de cruzar el puente y dejar atrás los sauces de la ribera.
– Oh, Dios, se ha corrido la voz -exclamó Adelia.
Agnes y su pequeña choza estaban allí, como una incitación al crimen.
Era previsible. La furia de los habitantes de Cambridge había cambiado de destinatario y la multitud se unía en contra de las monjas, así como antes se había unido en contra de los judíos.
Sin embargo, no era una turba. Había bastante gente, principalmente artesanos y comerciantes, pero su furia iba desapareciendo para mezclarse con… ¿emoción tal vez? Adelia no podía precisarlo.
¿Por qué no tenían una actitud más violenta, semejante a la que mostraron frente a los judíos? Posiblemente estuvieran avergonzados. Habían descubierto que los asesinos no estaban entre un grupo de seres despreciados. Eran de su propio bando, personas respetadas, una de ellas una amiga de confianza a la que saludaban casi todos los días. Si bien era cierto que la monja ya estaba lejos y no podían lincharla, podían responsabilizar a la priora Joan por permitir que una demente hubiera gozado de ese enorme grado de libertad durante tanto tiempo.
Ulf conversaba con Coker, el techador, aquel a quien Adelia le había curado el pie. Hablaban en el dialecto de la gente de Cambridge, incomprensible para la doctora. El paciente de Adelia, que habitualmente la saludaba con afecto, evitó mirarla. Al regresar, tampoco Ulf la miró.
– No entréis -le dijo.
– Debo hacerlo, Walburga es mi paciente.
– Bueno, no iré con vos. -La cara del chico se había endurecido, como sucedía cuando estaba disgustado.
– Entiendo. -No debía haberlo llevado. Para él ese convento se había convertido en el hogar de una bruja.
En la sólida hoja de madera se abrió una portezuela y por ella salieron dos trabajadores cubiertos de polvo.
Adelia vio su oportunidad. Con un «permitidme», se escabulló y oyó que cerraban la puerta detrás de ella.
Inmediatamente percibió algo extraño y un silencio absoluto. Alguien, presumiblemente los trabajadores, habían clavado tablas de madera ante la puerta de la iglesia, la misma que solía estar abierta a los peregrinos que se reunían allí para rezar ante el relicario del pequeño Peter de Trumpington.
Qué curioso, el niño perdía su falsa denominación de santo cuando se descubría que había sido sacrificado por cristianos. También era curioso que el menoscabo general que la indolente priora había ignorado se hubiera convertido tan rápidamente en deterioro.
Mientras caminaba por el sendero en dirección al edificio del convento, Adelia evitó pensar que los pájaros habían dejado de cantar. En realidad aún cantaban, pero el tono era diferente. La doctora temblaba, sería obra de su imaginación.
Los establos y las casetas de los perros de la priora Joan estaban desiertos. Las cuadras tenían los portillos abiertos.
El edificio de las monjas estaba silencioso. Al llegar a la entrada del claustro Adelia sintió que no podía continuar. El día estaba gris -algo inesperado para esa estación- y las columnas que surgían entre la hierba le recordaron vagamente la noche en que había visto la sombra malvada de un ser con cuernos, como si el obsceno deseo de esa religiosa lo hubiera convocado.
«Por Dios, él está muerto y ella se ha ido. No queda nadie aquí». Sin embargo, había alguien. Una figura con un tocado rezaba en el corredor que conducía al sur, tan inmóvil como las piedras sobre las que estaba arrodillada.
– ¿Priora?
La figura no se movió.
Adelia se acercó y le tocó el brazo.
– Priora. -La ayudó a ponerse de pie.
Tan sólo había pasado una noche y la mujer se había convertido en una anciana. Su cara grande y poco agraciada se había hundido y deformado; parecía una gárgola. Lentamente giró la cabeza.
– ¿Qué?
– He venido a… -Adelia alzó la voz. Era como hablar con un sordo-. He traído medicamentos para la hermana Walburga. -Tuvo que repetirlo. Todo indicaba que Joan no la reconocía.
– ¿Walburga?
– Está enferma.
– ¿Enferma? -La priora apartó la vista-. Se ha ido. Todas se han ido.
De modo que finalmente la Iglesia había entrado allí.
– Lo siento -susurró Adelia. Y era cierto. Era terrible ver a un ser humano tan deteriorado. No sólo eso. También era terrible ver el convento ruinoso, había algo extraño, el edificio parecía combado y el claustro daba la impresión de haberse inclinado. El olor, la forma, eran diferentes.
Y había un sonido casi imperceptible, como el zumbido de un insecto atrapado en un frasco, apenas audible.
– ¿Adonde ha ido Walburga?
– ¿Qué?
– La hermana Walburga. ¿Dónde está?
– Oh. -La priora intentó concentrarse-. Con su tía, supongo.
Entonces, no tenía nada que hacer allí. Podía irse. Pero Adelia se demoraba.
– ¿Hay algo que pueda hacer por vos, priora?
– ¿Qué? Idos. Dejadme en paz.
– Estáis enferma, puedo ayudaros. ¿Hay alguien más aquí? Por Dios, ¿qué es ese sonido? -Aunque tenue, el silbido era exasperante-. ¿No lo oís? Es una especie de vibración.
– Es un fantasma -repuso la gárgola viviente-. Mi castigo es oírlo hasta que se detenga. Ahora, idos. Dejadme escuchar los gritos de los muertos. Ni siquiera vos podéis ayudar a un fantasma. Adelia retrocedió.
– Enviaré a alguien -alegó, y por primera vez en su vida huyó de un enfermo.
El prior Geoffrey. Él podría hacer algo, sacarla de allí, aunque los espectros que rondaban a Joan la perseguirían a donde fuera.
También siguieron a Adelia mientras corría. Casi se arrojó a través de la portezuela en su urgencia por salir.
La doctora recobró la compostura y se puso frente a la madre de Harold. La mujer la miró como si ambas compartieran un poderoso secreto.
– Se ha ido, Agnes. La han enviado a otro lugar. Todas se han ido. Queda sólo la priora -repuso débilmente Adelia.
No era suficiente. Su hijo había muerto. Los aterradores ojos de Agnes decían que había más, lo sabía, las dos lo sabían.
Entonces Adelia comprendió. Todo adquirió sentido. Aquel olor tan fuera de contexto que no había reconocido era el agrio hedor de la muerte reciente. Dios, por favor. Percibió por el rabillo del ojo la extraña asimetría en el palomar que habitaban las monjas, debía haber dos filas de diez celdas, pero en una había nueve: una blanca pared ocupaba el lugar de la décima.
El silencio, esa vibración… como el zumbido de un insecto atrapado en un frasco, «el grito de los muertos».
Adelia se tambaleó entre la multitud y vomitó.
Alguien, aferrado a la manga de su vestido, le hablaba.
– El rey…
El prior. Él podía detener todo aquello. Debía encontrar al prior Geoffrey.
La voz era insistente.
– El rey os ordena presentaros ante él, señora.
En el nombre de Cristo. ¿Cómo se atrevían a hacer semejantes atrocidades en el nombre de Cristo?
– El rey, señora… -insistía un sujeto de librea.
– El rey puede irse al infierno. Debo encontrar al prior.
El siervo de librea la cogió de la cintura y la subió a un caballo. El animal trotaba mientras el mensajero real cabalgaba a su lado y manejaba las riendas.
– No es necesario mandar a los reyes al infierno, señora. Suelen estar allí.
Cruzaron el puente, subieron la colina y atravesaron las puertas del castillo para llegar al patio.
El mensajero la ayudó a bajar del caballo.
En el jardín de la familia del alguacil, donde habían sepultado a Simón, Enrique II -de regreso del infierno- estaba sentado con las piernas cruzadas en el mismo banco de hierba donde Rowley Picot le había relatado su viaje a Tierra Santa. Estaba zurciendo un guante de caza con hilo y aguja mientras dictaba a Hubert Walter, quien, arrodillado a su lado, llevaba la escribanía colgada del cuello.
– Ah, señora…
Adelia se arrojó a sus pies. Después de todo, un rey podía hacerlo.
– La han emparedado, excelencia. Os lo ruego, detenedlos.
– ¿A quién han emparedado? ¿Qué debo detener?
– La monja. Verónica. Por favor, excelencia. La han emparedado viva. -Enrique se miró las botas, mojadas por el llanto de Adelia.
– Me dijeron que la habían enviado a Noruega. Pensé que era extraño. ¿Sabíais esto, Hubert?
– No, excelencia.
– Debéis sacarla de allí. Es obsceno, una abominación. Oh, por Dios, no puedo tolerarlo. Está loca. Su maldad es producto de la locura.
En su dolor, Adelia daba puñetazos en el suelo.
Hubert Walter se quitó la pequeña escribanía que tenía colgada y sentó a Adelia en el banco. Le habló suavemente, como a un caballo.
– Tranquila, señora. Quieta. Así, así, debéis tranquilizaros.
Hubert le dio un pañuelo con manchas de tinta. Adelia se sonó la nariz. Trató de controlarse.
– Excelencia, tapiaron su celda en el convento con ella dentro. La oí gritar. Por muy condenables que sean sus actos, esto no puede permitirse. Es un crimen que clama al Cielo.
– Debo decir que me parece un poco cruel -opinó el rey-. Así es la Iglesia, ya veis. Yo sencillamente la habría colgado.
– Debéis detener esto -le gritó Adelia-. Aun sin agua… una persona puede resistir tres o cuatro días esa tortura.
– No lo sabía. ¿Lo sabíais, Hubert? -demandó Enrique con vivo interés. El rey cogió el pañuelo de la mano de Adelia y le secó el rostro, muy serio-. Comprendéis que no estoy en condiciones de hacer nada, ¿verdad?
– No, no lo comprendo. El rey es el rey.
– Y la Iglesia es la Iglesia. ¿Los escuchasteis anoche? Pues hoy me escucharéis a mí, señora. -Adelia miró hacia otro lado. El rey le dio una palmada en la mano y luego la puso entre las suyas-. Escuchadme. -El monarca alzó las dos manos y señaló la ciudad-. Allí hay un andrajoso al que llaman Roger de Acton. Hace unos días, el desgraciado incitó a una multitud a atacar este castillo, este castillo real, mi castillo. Durante ese ataque vuestro amigo y mi amigo, Rowley Picot, fue herido. Y yo nada pude hacer. ¿Por qué? Porque ese desquiciado tiene una tonsura en la cabeza y puede escupir un padrenuestro, con lo que se convierte en un clérigo de la Iglesia y tiene derecho a sus beneficios. ¿Puedo castigarlo, Hubert?
– Le habéis dado una patada en el culo en nombre de Picot, excelencia.
– Le he dado una patada en el culo y hasta eso me ha reconvenido la Iglesia. -El rey cogió el brazo de Adelia y lo movió de arriba abajo para hacer el correspondiente ademán-. Cuando esos malditos caballeros interpretaron mi ira como una orden y montaron sus caballos para matar a Becket, tuve que someterme a ser flagelado por todos los miembros del cabildo de la catedral de Canterbury. La humillación de desnudar mi espalda ante su látigo fue la única manera de evitar que el Papa impusiera una interdicción a toda Inglaterra. Esos malditos monjes. Creedme, esos bastardos pueden dar fe de ello. -El rey suspiró y soltó la mano de Adelia-. Algún día este país se habrá librado del dominio del Papa, si Dios quiere. Pero aún no. Y no gracias a mí.
Adelia había dejado de escuchar. Había captado lo esencial, pero no las palabras. Se puso de pie y caminó por el sendero hacia la tumba de Simón de Nápoles.
Hubert Walter, impactado por semejante lèse majesté, intentó ir tras ella, pero se lo impidieron.
– Os tomáis mucho trabajo con esa mujer ruda y recalcitrante, excelencia.
– Le doy utilidad a lo útil, Hubert. Fenómenos como ella no llegan a mí todos los días.
Por fin el sol asomó, como correspondía a un día de mayo, llenando de vida el jardín que la lluvia había refrescado. Los tanacetos de lady Baldwin habían crecido, las abejas iban de un lado a otro entre los perifollos.
Un petirrojo que estaba en la tumba voló cuando percibió la proximidad de Adelia, aunque no fue muy lejos. La doctora usó el pañuelo de Hubert Walter para limpiar sus excrementos.
«Estamos entre bárbaros, Simón».
La tabla de madera había sido reemplazada por una elegante lápida de mármol, grabada con su nombre y una frase: «Que su alma se una a la corriente de vida eterna».
Eran bárbaros amables, eso era lo que Simón le decía. Luchaban contra su propia barbarie: Gyltha, el prior Geoffrey, Rowley, el extraño rey…
«No obstante», le respondía Adelia, «no puedo tolerarlo».
Se dio la vuelta, y ya serena, regresó por el sendero. Enrique había continuado con su costura y miraba a Adelia mientras se aproximaba.
– ¿Y bien?
Con una reverencia, Adelia declaró:
– Os agradezco vuestra consideración, excelencia, pero no puedo permanecer más tiempo aquí. Debo regresar a Salerno.
El rey cortó el hilo con sus dientes pequeños pero fuertes.
– No.
– ¿Perdón?
– He dicho no. -El rey se puso el guante y movió los dedos, admirando su trabajo-. Vive Dios, que soy ingenioso. Seguramente lo he heredado de la hija del curtidor. ¿Sabíais que entre mis antepasados hay un curtidor, señora? -El monarca le sonrió-. He dicho que no, no podéis partir. Necesito de vuestro particular talento, doctora. En mi reino hay gran cantidad de muertos que desearían ser escuchados, Dios sabe que los hay. Y quiero saber qué dicen.
Adelia lo observó.
– No podéis retenerme aquí.
– ¿Hubert?
– Creo que descubriréis que puede, señora -informó Hubert Walter, con tono de disculpa-. Le roy le veult. Ahora mismo, siguiendo instrucciones del rey, estoy escribiendo una carta al rey de Sicilia solicitándole que nos permita contar con vuestra presencia durante un tiempo más.
– No soy un objeto -gritó Adelia-. Soy un ser humano, no podéis pedirme en préstamo.
– Y yo soy un rey -sostuvo el monarca-. Tal vez no pueda controlar a la Iglesia, pero, por la salvación de mi alma, os juro que controlo cada maldito puerto de este país. Y si digo que os quedáis, os quedáis.
Enrique la miraba con amable desinterés, simulando estar enfadado. Adelia sabía que su amabilidad, su encantadora franqueza, eran meras herramientas que utilizaba para gobernar un imperio y que, para él, ella no era más que un artefacto que algún día podría ser útil.
– Entonces también me emparedáis a mí.
El rey levantó las cejas.
– En cierto modo así es, aunque espero que vuestro confinamiento os resulte más cómodo y placentero que… bueno, no hablaremos de eso.
«Nadie hablará de eso», pensó Adelia. El insecto zumbaría en el frasco hasta que llegara el silencio. Y ella tendría que vivir con ese sonido el resto de su vida.
– La habría dejado marchar, si hubiera podido. Lo sabéis -precisó el monarca.
– Sí. Lo sé.
– En cualquier caso, señora, me debéis vuestros servicios.
¿Durante cuánto tiempo tendría que zumbar antes de que la dejara marchar?, se preguntó la doctora. El hecho de que ese frasco se hubiera convertido en un lugar amado para ella no venía al caso.
Pero así era.
Adelia estaba recuperando el equilibrio y podía pensar. Se tomaría tiempo para hacerlo. El rey era paciente con ella, lo que indicaba que la valoraba. Muy bien, lo aprovecharía.
– Me niego a permanecer en un país tan retrógrado que sus judíos sólo cuentan con un cementerio en Londres.
El rey estaba desconcertado.
– ¿No hay otros?
– Debéis saber que no.
– En realidad, no lo sabía. Los reyes tenemos que ocuparnos de gran cantidad de cosas. -Enrique chasqueó los dedos-. Escribid, Hubert: cementerios para los judíos. -Luego se dirigió a Adelia-. Ya está. Le roy le veult.
– Gracias. -La doctora regresó al asunto que tenían entre manos-. ¿Puedo preguntaros por qué estoy en deuda con vos?
– Me debéis un obispado, señora. Tenía la esperanza de que sir Rowley llevara adelante mi lucha contra la Iglesia, pero ha rechazado mi oferta porque quiere ser libre para casarse. Según entiendo, vos sois el objeto de sus aspiraciones matrimoniales.
– No soy un objeto en absoluto -replicó Adelia con desgana-, puesto que, a mi vez, he rechazado a sir Rowley. Soy una doctora, no una esposa.
– ¿Es eso cierto? -El rostro del rey se iluminó; luego adoptó una expresión doliente-. Sin embargo, me temo que ahora los dos lo hemos perdido. El pobre hombre se está muriendo.
– ¿Qué?
– ¿Hubert?
– Eso creemos, señora -anunció Hubert Walter-. La herida que sufrió en el ataque al castillo ha vuelto a abrirse y un médico de la ciudad dice que…
Hubert se encontró hablando con el aire, lèse majesté, otra vez. Adelia había desaparecido. El rey la vio cerrar la puerta de un golpe.
– Sin embargo, es una mujer de palabra. Y, felizmente para mí, no se casará con él. -El rey se puso de pie-. Creo, Hubert, que aún podremos nombrar a Rowley Picot obispo de St Albans.
– Él os lo agradecerá, excelencia.
– Creo que sí, muy pronto, afortunado demonio.
Tres días después, el insecto dejó de zumbar. Agnes, la madre de Harold, deshizo su choza en forma de colmena por última vez y regresó a casa, junto a su esposo.
Adelia no oyó el silencio hasta más tarde. En ese momento estaba en la cama con el obispo electo de St Albans.