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Inglaterra, 1170
Un año estridente: Un rey clamó para librarse de su arzobispo. Chillaron los monjes de Canterbury al descubrir desparramados los sesos de aquel arzobispo sobre las piedras de su catedral. El Papa increpó exigiendo al monarca penitencia. La Iglesia de Inglaterra vociferó triunfante: habían logrado poner al rey en su lugar.
Y muy lejos, en Cambridgeshire, un niño gritó. Fue un sonido diminuto, metálico, que, sin embargo, se hizo un hueco entre los demás.
Ese grito atronó esperanzado como una señal, como una súplica: «Venid, llevadme de aquí, tengo miedo». Hasta entonces, los adultos habían protegido al niño del peligro, alejándolo de colmenas y marmitas bullentes, y del fuego del herrero. Debían estar cerca de él. Siempre lo estaban.
Al oírlo, los ciervos que pastaban bajo la luz de la luna alzaron la cabeza y miraron a su alrededor, ninguna de sus crías estaba en peligro. Siguieron pastando. Un zorro detuvo su trote y con una pata levantada se dispuso a tantear por sí mismo la gravedad de la amenaza.
La garganta que emitió el grito era demasiado pequeña y el lugar demasiado apartado para que algún ser humano pudiera acudir en su auxilio. El grito cambió, se tornó en algo asombroso, increíblemente agudo, hasta tal punto que se asemejaba al sonido del silbato con que el cazador llama a los perros.
Los ciervos corrieron, dispersándose entre los árboles. Sus colas blancas abatiéndose como piezas de dominó en la oscuridad.
El grito se volvió ruego, tal vez al torturador, tal vez a Dios -«por favor, no…»- antes de desaparecer en un monocorde gemido de agonía y desesperanza.
Un sentimiento de gratitud invadió el aire cuando el sonido cesó y fue sustituido por los habituales ruidos nocturnos. El susurro de la brisa entre las ramas, el gruñido de un tejón, cientos de chillidos de pequeños mamíferos y pájaros que morían devorados por sus predadores naturales.
Entretanto, en Dover, un anciano era urgido a atravesar el castillo a una velocidad desacorde con su reumatismo. Era un castillo enorme y frío, con ecos estremecedores. Sin embargo, y a pesar de la premura con que debía moverse, el anciano seguía helado, debido en gran parte al miedo que sentía. El criado le estaba conduciendo hacia el hombre a quienes todos temían.
Avanzaron a lo largo de corredores de piedra. Unas veces pasaban junto a puertas abiertas por las que salía luz y calor, de las que escapaban conversaciones o las notas de una viola. Otras, las puertas estaban cerradas. El anciano imaginaba que detrás de ellas se desarrollaban escenas impías.
A su paso, los sirvientes del castillo se encogían o eran apartados del camino, de modo que dejaban tras ellos un reguero de bandejas caídas, orinales derramados y exclamaciones de dolor mal contenidas.
Al final de una escalera circular se encontraron con una larga galería en la que se hallaban una sucesión de escritorios alineados junto a las paredes y una gran mesa cubierta por un fieltro verde, dividido en cuadros, donde se veían diversas pilas de fichas. Alrededor de treinta contables atiborraban la sala, rasgando los pergaminos con sus plumas, mientras se oían los chasquidos de las cuentas de colores desplazándose por los alambres de sus ábacos. Daba la sensación de hallarse en un campo lleno de grillos voluntariosos.
La única persona inmóvil de la estancia era un hombre sentado en el alféizar de una de las ventanas.
– Aarón de Lincoln, mi señor -anunció el criado.
Aarón de Lincoln se hincó sobre una de sus doloridas rodillas y se tocó la frente con los dedos de la mano derecha. Luego extendió su palma en señal de obediencia hacia el hombre de la ventana.
– ¿Sabéis qué es eso? -Aarón, incómodo, miró la gran mesa que tenía detrás y no respondió. Sabía lo que era, pero la pregunta de Enrique II era retórica-. No es una mesa para jugar al billar, os lo aseguro -continuó el rey-. Son mis dominios. Esos cuadrados representan mis condados en Inglaterra y las fichas sobre ellos muestran qué parte de los ingresos que aporta cada uno le corresponde al Tesoro Real. Poneos de pie. -El monarca tomó al anciano del brazo y lo llevó junto a la mesa, señalando uno de los cuadrados-. Este cuadrado es Cambridgeshire -indicó, y soltó a Aarón-. Apelando a vuestra considerable agudeza para las finanzas, Aarón, ¿cuantas fichas calculáis que hay en él?
– ¿No las suficientes, mi señor?
– En efecto -afirmó Enrique-. Cambridge es habitualmente un condado rentable. No demasiado activo, aunque genera una cantidad considerable de grano, ganado y pescado, proporcionando sustantivos dividendos al Tesoro. Al igual que hace su numerosa población judía. ¿Creéis que la cantidad de fichas aquí colocadas representa cabalmente su riqueza? -Nuevamente, el anciano no respondió-. ¿Y a qué lo achacáis? -preguntó el rey.
– Supongo que se debe a los niños, mi señor. La muerte de un niño es siempre algo lamentable -repuso Aarón, débilmente.
– Verdaderamente, lo es. -Enrique bajó de la ventana, se sentó en el borde de la mesa y dejó que sus piernas se balancearan-. Y cuando se transforma en un asunto económico, es desastroso. Los campesinos de Cambridge se han sublevado y los judíos están… ¿dónde están?
– Refugiados en este castillo, mi señor.
– Lo cual les ha sido permitido -confirmó el soberano-. En efecto, gracias a mi caridad, están en mi castillo, alimentándose con mi comida y defecándola acto seguido, porque están demasiado asustados como para irse. De todo lo cual se deduce que no estoy obteniendo de ellos ganancia alguna, Aarón.
– No, mi señor.
– Además, los campesinos sublevados han incendiado la torre del ala este, donde se guardaban los registros de lo que adeudan a los judíos y, en consecuencia, a mí, por no mencionar las cuentas de los impuestos que deben, porque creen que los judíos están torturando y asesinando a sus hijos.
Por primera vez, el anciano oyó en su interior el silbido de la esperanza entre los tambores que anunciaban la ejecución.
– ¿Y vos no, mi señor?
– ¿Yo no, qué?
– ¿No creéis que los judíos están matando a esos niños?
– No lo sé, Aarón -contestó el rey, benévolamente. Sin apartar la vista del anciano, levantó la mano. Un oficial se acercó corriendo para entregarle un pergamino-. Ésta es una declaración de un tal Roger de Acton, en la que sostiene que es una práctica habitual entre vosotros. De acuerdo con el buen Roger, durante la Pascua los judíos suelen torturar hasta la muerte al menos a un niño cristiano introduciéndole en un tonel con bisagras que tiene clavos por dentro. Lo han hecho desde siempre, y así seguirán haciéndolo. -El rey leyó el pergamino-: «Ponen al niño dentro del tonel y lo remachan para que los clavos penetren en su carne. Luego, esos demonios recogen la sangre que se filtra en unos recipientes, para mezclarla con sus alimentos rituales». -Enrique II miró al anciano-. Nada agradable, Aarón -y continuó leyendo-. «Oh, y ríen a carcajadas mientras lo hacen».
– Sabéis que eso no es verdad, mi señor.
Por toda respuesta, sólo se escuchó un nuevo chasquido en el ábaco.
– Pero en estas Pascuas, Aarón, en éstas, habéis comenzado a crucificarlos. A decir verdad, nuestro buen Roger de Acton declara que el niño que encontraron había sido crucificado. ¿Cuál era el nombre de ese niño?
– Peter de Trumpington, mi señor -informó el oficial.
– El tal Peter de Trumpington fue crucificado, y puede que los otros dos niños desaparecidos hayan tenido el mismo destino. La crucifixión, Aarón. -Aunque el rey la pronunció suavemente, la poderosa y terrible palabra atravesó la fría galería, acrecentando su poder a medida que avanzaba-. Ya hay agitadores que pretenden hacer del pequeño Peter un santo, cómo si aún no tuviéramos suficientes. Hasta ahora han desaparecido dos niños, y otro, atormentado y desangrado, fue hallado en mis tierras, Aarón. Es demasiada carnaza. -Enrique bajó de la mesa y caminó por la galería, dejando atrás el campo de grillos. El anciano lo seguía. El rey arrastró un taburete que había debajo de una ventana y dio un puntapié a otro cercano a Aarón-. Sentaos.
Aquel extremo de la sala era más silencioso. El glacial y húmedo aire que entraba por las ventanas sin cristales hizo temblar al anciano. De los dos, Aarón era quien llevaba las ropas más lujosas. Enrique II vestía como un cazador, incluso de modo descuidado. Mientras las cortesanas de su esposa se untaban los cabellos con ungüentos y se perfumaban con esencias aromáticas, el rey olía a caballo y a sudor. Sus manos parecían de cuero de lo curtidas que las tenía, y el cabello rojo, muy corto, le nacía de una cabeza tan redonda como una bala de cañón. No obstante, pensaba Aarón, nadie lo habría confundido jamás con otra persona. Todos sabían que aquel hombre gobernaba un imperio que se extendía desde las fronteras de Escocia hasta los Pirineos.
No habría sido difícil guardarle aprecio -tentación que le había rondado a Aarón- si el hombre no fuera tan horrorosamente imprevisible. Cuando se encolerizaba, lanzaba invectivas y las personas morían.
– Dios odia a los judíos, Aarón -declaró el monarca-. Vosotros matasteis a Su Hijo. -Aarón cerró los ojos y esperó-. Y Dios me odia. -Abrió los ojos. La voz del rey se alzó en un lamento que retumbó en la galería como un bramido desesperado-: Señor misericordioso, perdona a este rey arrepentido e infeliz. Tú sabes mejor que nadie que Tomás Becket se oponía a mí en todo y que por ello, enfurecido, clamé por su muerte. Peccaví, peccavi, algunos caballeros no comprendieron mi enfado y lo asesinaron, pensando que eso podría complacerme. Por tal abominación Tú, en tu infinita justicia, me has dado la espalda. Soy un gusano, mea culpa, mea culpa, mea culpa. Me arrastro bajo tu ira mientras el único merecedor de tu gloria, el arzobispo Tomás, se sienta a la diestra de Jesucristo, vuestro piadoso hijo. -Los rostros se giraron hacia el rey. Las plumas quedaron suspendidas en el aire, los ábacos se detuvieron. El monarca dejó de golpearse el pecho-. Y, o mucho me equivoco, o el Señor será tan intolerante como yo -prosiguió en tono de conversación. El rey se inclinó, puso un dedo debajo de la mandíbula de Aarón de Lincoln y la levantó suavemente-. En el momento en que esos bastardos cercenaron a Becket, me convertí en un ser vulnerable. La Iglesia quiere venganza, quiere mi hígado, caliente y humeante, quiere su recompensa y debe obtenerla, y una de las cosas que quiere, y que ha querido desde siempre, es que vosotros, los judíos, seáis expulsados de la cristiandad. -Los contables habían vuelto a sus tareas. El rey agitaba el documento que tenía en su mano ante las narices del judío-. Esto es una demanda, Aarón, una reclamación para que todos los judíos sean expulsados de mi territorio. En este instante, una copia de este documento, también escrita por el señor Roger de Acton, que los sabuesos del demonio le trituren los testículos, ha sido enviada al Papa. El niño asesinado en Cambridge y los demás desaparecidos servirán de pretexto para exigir la expulsión de vuestro pueblo. Y, tras la muerte de Becket, no estoy en condiciones de negarme, porque, si lo hiciera, Su Santidad se persuadiría de que debe excomulgarme y mi reino quedaría en entredicho. ¿Comprendéis lo que eso supondría? Seríamos arrojados a las tinieblas; a los recién nacidos se les negaría el bautismo; no se celebrarían matrimonios; los muertos no tendrían sepultura con la bendición de la Iglesia. Y cualquier advenedizo con mierda en los calzones podría desafiar mi derecho a gobernar. -Enrique se puso de pie y comenzó a caminar; hizo una pausa para enderezar un tapiz que el viento había movido-. ¿No soy un buen rey, Aarón?
– Lo sois, mi señor. -Una respuesta justa. Y también verdadera.
– ¿No soy bondadoso con mis judíos, Aarón?
– En efecto, lo sois, mi señor. -Nuevamente, la verdad. El soberano cobraba impuestos a los judíos con la constancia de un granjero que ordeña sus vacas. Pero en todo el mundo, ningún otro monarca había sido más ecuánime con ellos ni mantenía en su reino un orden tan firme como para que los judíos estuvieran más seguros que en cualquier otro país conocido del orbe. Acudían desde Francia, España, territorios destino de los cruzados, e incluso Rusia, para disfrutar de los privilegios y la seguridad de encontrarse en la Inglaterra de los Plantagenet.
«¿Adonde podremos ir?», pensaba Aarón. «Señor, Señor, no nos envíes de vuelta al desierto. Si ya no podemos tener nuestra Tierra Prometida, por lo menos permite que vivamos bajo la protección de este soberano».
Enrique asintió con la cabeza.
– La usura es pecado, Aarón. La Iglesia no la aprueba, ni permite que los cristianos corrompan su alma practicándola. Esa tarea os corresponde a vosotros, los judíos, que no tenéis alma. Por supuesto, eso no impide que la Iglesia os pida dinero prestado. ¿Cuántas catedrales se han construido con vuestros empréstitos?
– Lincoln -comenzó a contar Aarón con sus dedos temblorosos y artríticos-, Peterborough, St Albans, no menos de nueve abadías cistercienses, mi señor, también están…
– Sí, sí. No obstante, lo que aquí nos concierne es que la séptima parte de mis ingresos anuales proviene de los impuestos que pagáis vosotros, los judíos. Y la Iglesia desea que me deshaga de vosotros. -El rey estaba de pie, y una vez más su sangre angevina se hizo notar en las imprecaciones que resonaron en la galería-. ¿Acaso no he asentado la paz en este reino como nunca antes había sucedido?
Los secretarios, inquietos, desatendieron sus ábacos para mover afirmativamente la cabeza. «Sí, mi señor». «Lo habéis hecho, mi señor».
– Lo habéis hecho, mi señor -confirmó Aarón.
– Y no ha sido gracias a los rezos ni al ayuno, os lo aseguro. -Enrique había vuelto a serenarse-. Para equipar mi ejército, pagar a mis jueces, sofocar rebeliones en otros territorios y solventar los infernales y costosos hábitos de mi esposa, necesito dinero. Paz es dinero, Aarón, y dinero es paz. -El rey se aferró a la capa del anciano y lo arrastró hacia sí-. ¿Quién está matando a esos niños?
– No somos nosotros, mi señor, lo desconocemos.
En ese instante de proximidad, los crueles ojos azules de Enrique, con sus pestañas casi invisibles, escudriñaron el alma de Aarón.
– ¿Lo desconocemos? -coreó el rey. Soltó al anciano, que se tranquilizó y se alisó la capa, pero mantuvo su rostro junto al de Aarón-. Creo que será mejor que lo descubramos, ¿verdad? Y con urgencia -susurró suavemente.
Mientras el oficial acompañaba a Aarón de Lincoln a la escalera, se oyó la voz de Enrique II.
– Echaría de menos a los judíos, Aarón. -El anciano se volvió hacia el rey, que sonreía. O eso dedujo al contemplar sus dientes pequeños y sanos en un gesto parecido a una sonrisa-. Pero ni remotamente tanto como vosotros, los judíos, me echaríais de menos a mí -precisó.
En el sur de Italia, algunas semanas después, Gordinus el africano pestañeó amablemente ante su visitante y agitó un dedo. Sabía cómo se llamaba, pues había sido anunciado con gran pompa: «De Palermo, en representación de nuestra más graciosa majestad, su excelencia Mordejai ben Beraja». Incluso conocía su cara, aunque Gordinus sólo recordaba a las personas por sus enfermedades.
– Almorranas -evocó triunfal-, padecéis de almorranas. ¿Cómo siguen?
Mordejai ben Beraja no solía desconcertarse con facilidad. No podía permitírselo, dado que era el secretario personal del rey de Sicilia y el depositario de los secretos de la casa real. Aunque, ciertamente, se sintió ofendido -que un hombre padeciera de almorranas no era algo que debiera ser proclamado en público-, no dejó que su cara lo reflejara y habló con voz fría.
– He venido para saber si Simón de Nápoles ha partido sin dificultad.
– ¿Partido, qué? -preguntó Gordinus con interés.
Aquel genio, pensó Mordejai, siempre había sido difícil de tratar y en ese momento, cuando comenzaba a declinar, era casi imposible. Decidió utilizar el efectivo plural mayestático.
– Si ha partido hacia Inglaterra, Gordinus. Simón Menahem de Nápoles. Lo enviamos a ese país para solucionar un problema que se les ha presentado a los judíos de allí.
El secretario de Gordinus acudió en su ayuda. Fue hacia una pared llena de pequeños compartimentos de los que sobresalían rollos de pergamino que a primera vista parecían tubos. Hablándole como a un niño, le susurró animosamente:
– Como recordáis, mi señor, teníamos una carta del rey… ¡Oh, Dios! La ha cambiado de lugar.
El asunto llevaría su tiempo. Lord Mordejai caminó torpemente por el suelo de mosaicos, donde se veían cupidos disparando sus flechas. Debía de ser romano, a juzgar por su antigüedad. El lugar había sido una de las villas de Adriano.
«Estos doctores se rodean de lo mejor», pensó Mordejai olvidando que los suelos de su propio palazzo en Palermo eran de mármol y oro.
Se sentó en un banco de piedra, al aire libre, junto a una balaustrada, desde donde se divisaba la ciudad a sus pies y, a lo lejos, las aguas turquesas del mar Tirreno.
– Su excelencia necesita un almohadón, Gaius -advirtió Gordinus, siempre alerta por su profesión.
Gaius fue a buscar un almohadón y dátiles y vino.
– ¿Su excelencia bebe vino? -preguntó tenso.
El séquito del rey, como el propio Reino de Sicilia y todo el sur de Italia, se componía de muchas razas y religiones: árabes, lombardos, griegos, normandos y -como en el caso de Mordejai- judíos. Ofrecer una bebida podía constituir una ofensa dependiendo de las normas que la religión imponía a los hábitos alimentarios de unos u otros.
Su excelencia asintió con la cabeza. Se sentía mejor. El almohadón era una comodidad para su trasero, la brisa del mar le refrescaba, el vino era bueno. No tenía por qué ofenderse con la franqueza de un anciano. De hecho, cuando concluyera con su misión se ocuparía del tema de las almorranas. La última vez Gordinus se las curó. Después de todo, esa ciudad era un lugar dedicado a curar a los enfermos, y si alguien podía ser considerado el decano de su gran escuela de medicina, ése era Gordinus el africano.
Olvidando a su invitado, el anciano continuó con la lectura de un manuscrito. La piel oscura y mustia de su brazo se estiró cuando su mano introdujo una pluma en la tinta para hacer una modificación. ¿Era tunecino? ¿Moro, tal vez?
Al llegar a la villa, Mordejai había preguntado al mayordomo si debía quitarse los zapatos antes de entrar.
– He olvidado cuál es la religión de vuestro amo.
– También él, excelencia.
Sólo en Salerno, pensaba Mordejai en ese momento, los hombres se olvidaban de sus costumbres y de su Dios para venerar a los enfermos.
Él no estaba seguro de aprobarlo. Sin duda era maravilloso, pero aquello contravenía las leyes eternas: se diseccionaban cadáveres, las mujeres se libraban de fetos indeseados y se les permitía practicar la medicina, la carne era mancillada por la cirugía.
Eran cientos las personas que, atraídas por su fama, llegaban a Salerno, arrastrándose a través de desiertos, estepas y montañas para ser curados. Ya fuera solos o acarreando a sus enfermos.
Mientras contemplaba el conjunto de tejados, torres y cúpulas que estaban más abajo y degustaba el vino, Mordejai se maravillaba de que, entre todas las ciudades, fuera Salerno y no Roma, París, Constantinopla o Jerusalén la que había desarrollado la escuela de medicina más importante del mundo.
En ese preciso momento el tañido de las campanas del monasterio llamando a novenas se cruzó con el grito del muecín, que desde la mezquita convocaba a la oración, pugnando, a su vez, con el coro de los cantores de la sinagoga. Todos esos sonidos remontaron la colina para alcanzar los oídos de los hombres que estaban en el balcón, en un revoltijo de desafinados tonos graves y agudos.
Ésa era la clave, por supuesto. La mezcla. Los rudos y codiciosos aventureros normandos que fundaron su reino en Sicilia y el sur de Italia habían sido pragmáticos y habían mostrado al mismo tiempo visión de futuro. Siempre que un hombre se adecuara a sus propósitos, no importaba a qué dios adoraba. Si ansiaban la paz, y en consecuencia, la prosperidad, debían integrar a los distintos pueblos conquistados. No habría sicilianos de segunda clase. El árabe, el griego, el latín y el francés serían lenguas oficiales.
Cualquier hombre, independientemente de su fe, podía llegar hasta donde su capacidad se lo permitiera.
«No debería quejarme», pensaba Mordejai. Él mismo, un judío, trabajaba para un rey normando junto a cristianos de la Iglesia ortodoxa griega y católicos fieles al Papa. La galera de la que había desembarcado formaba parte de la Armada Real de Sicilia, a cargo de un almirante árabe.
Abajo, en las calles, la chilaba se rozaba con la cota de malla del caballero; el caftán, con el hábito del monje. Sus dueños no sólo no se insultaban, sino que intercambiaban saludos, noticias y, sobre todo, ideas.
– Aquí está, mi señor -anunció Gaius.
Gordinus cogió la carta.
– Ah, sí, por supuesto. Ahora recuerdo… «Simón Menahem de Nápoles partirá en un barco para cumplir una misión especial…», mmm… mmm, «los judíos de Inglaterra se encuentran en un aprieto de cierto peligro. Los niños del lugar son torturados y asesinados…», oh, por Dios… «y se culpa de ello a los judíos», ¡oh, por Dios, por Dios! «Se le ha encomendado descubrir qué ocurre y enviar con el mencionado Simón a una persona versada en causas de muerte, que hable tanto inglés como yidis, y no cometa indiscreciones en ninguna de las dos lenguas». -Gordinus sonrió a su secretario-: Y así lo hice, ¿no?
Gaius adoptó una actitud diferente.
– En ese momento surgió un asunto, mi señor…
– Por supuesto, lo hice, lo recuerdo perfectamente. Y no sólo envié a un experto en procesos mórbidos, sino a una persona que habla latín, francés y griego además de las lenguas requeridas. Un buen estudiante. Así se lo dije a Simón, que parecía preocupado. «No encontraréis una persona mejor», le aseguré.
– Excelente -exclamó Mordejai-. Excelente.
– Sí, creo que cumplimos con lo especificado por el rey -afirmó Gordinus, todavía con tono triunfal-. ¿No es así, Gaius?
– Hasta cierto punto, mi señor.
Había algo extraño en la actitud del sirviente. Mordejai estaba acostumbrado a percibir ese tipo de cosas. Comenzaba a preguntarse por qué Simón de Nápoles se habría preocupado por la elección del hombre que iba a acompañarlo.
– A propósito, ¿cómo está el rey? -preguntó Gordinus-. ¿Solucionó ese pequeño problema?
Mordejai, que ignoraba cuál era el pequeño problema del rey, se dirigió a Gaius.
– ¿A quién envió?
Gaius echó un vistazo a su amo, que había reanudado la lectura.
– La elección fue inusual y me pregunté… -susurró Gaius con voz apenas audible.
– Escuchad, esta misión es extremadamente delicada. No habrá elegido a un oriental, ¿verdad? ¿A un amarillo, que se distinguiría como un limón en Inglaterra?
– No, no lo hice. -Gordinus había vuelto a integrarse en la conversación.
– Bien, entonces, ¿a quién envió? -Gordinus se lo dijo. La incredulidad hizo mella en Mordejai-. ¿Cómo? ¿A quién?
Gordinus se lo repitió.
El de Mordejai fue otro de los gritos que rasgaron el aire en aquel año de chillidos.
– ¡Sois un estúpido, un anciano imbécil!