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El amanecer iluminó a los peregrinos que aguardaban junto al camino, desanimados e irascibles. La priora reconvino a su caballero cuando éste se interesó por cómo había pasado la noche.
– ¿Dónde habéis estado, sir Joscelin?
– Custodiando al prior, señora. Estaba en manos de forasteros y tal vez necesitara ayuda.
A la priora eso no pareció importarle.
– De modo que eso hicisteis. Y si hubiera querido continuar anoche, ¿quién habría podido protegerme? Apenas distan cuatro millas para llegar a Cambridge. El pequeño Peter aguarda al relicario donde se depositarán sus huesos, y ya ha esperado demasiado.
– Deberíais haber traído los huesos con vos, señora.
El viaje de la priora a Canterbury no había sido tan sólo un devoto peregrinaje. También había tenido por objeto recoger el relicario encargado a los orfebres del mártir Tomás Becket, que, tras doce meses de trabajo, estaba terminado. Allí descansarían los restos del nuevo patrón del convento, que hasta ahora yacían en una urna de ínfima calidad en Cambridge. La priora tenía grandes expectativas acerca de lo que ocurriría después.
– He traído su santo nudillo -repuso bruscamente- y si el prior Geoffrey tuviera tanta fe como presume, habría sido suficiente para curarlo.
– Aun así, madre, ¿cómo podíamos dejar al pobre prior en una situación tan delicada y en manos de desconocidos? -preguntó suavemente la joven monja.
En verdad, la priora era capaz de ello, pues la escasa simpatía que el prior Geoffrey le profesaba era correspondida.
– Él tiene su propio caballero, ¿no? -preguntó a sir Joscelin.
– Para montar guardia durante toda la noche se necesitan dos hombres, señora -explicó sir Gervase-. Uno de ellos vigila mientras el otro duerme.
El caballero estaba algo irascible. De hecho, ambos vigías tenían los ojos enrojecidos, un indicio de que ninguno había dormido.
– ¿Acaso yo he dormido? Tanta gente yendo y viniendo a mi alrededor sin dejar de alborotar. ¿Por qué necesita él doble custodia?
En buena medida, la animosidad que existía entre el convento de Santa Radegunda y la congregación de San Agustín, en Barnwell, se debía a que la priora Joan suponía que el prior sentía envidia de los milagros que ya había realizado el pequeño Peter en su convento. Sin contar que, una vez que instalaran al pequeño santo en la sepultura adecuada, su fama se expandiría, los devotos se acercarían a hacer rogativas que duplicarían los ingresos del convento, y los milagros, por ende, aumentarían. Ante tan poderosos motivos no era de extrañar la envidia del prior Geoffrey.
– Pongámonos en marcha. No podemos esperar a que se recupere -ordenó la priora-. ¿Dónde está ese Hugh con mis sabuesos? -preguntó después mirando a su alrededor-. ¡Demonios! Es capaz de haberlos llevado a la colina.
En un instante sir Joscelin partió en busca del indisciplinado cazador. Sir Gervase, temiendo por sus propios perros, que se habían sumado a la jauría de Hugh, lo siguió.
El descanso de toda una noche le había sentado bien al prior. Acomodado en un tronco, devoraba con apetito los huevos que los italianos freían en una sartén, mientras trataba de decidir cómo formular las numerosas preguntas que rondaban en su cabeza.
– Estoy asombrado, maese Simón -empezó el prior.
El hombrecillo que tenía enfrente asintió con la cabeza.
– Es comprensible, excelencia. «Certum est, quia impossibile».
El prior se asombró aún más al oír que un vulgar mercachifle citaba a Tertuliano. No obstante, la definición había sido precisa: «Cierto es porque es imposible». ¿Qué clase de gente era aquélla? En cualquier caso, el religioso comprendió que para averiguarlo lo mejor era empezar por lo elemental.
– ¿Dónde está la mujer?
– Le agrada recorrer las colinas, excelencia, para recoger hierbas y estudiar la Naturaleza.
– Pues en esta colina debería hacerlo con cautela. Los lugareños la evitan pues creen que la habitan fantasmas y brujas, y sólo sus ovejas vienen a pastar aquí. Dicen que Wandlebury Ring es el lugar donde aparece la cacería salvaje.
– Mansur va siempre con ella.
– ¿El sarraceno? -Aun cuando el prior Geoffrey se consideraba un hombre de criterio amplio y le estuviera agradecido a aquella mujer, se sintió decepcionado-. Entonces, ¿es una bruja?
– Excelencia, os rogaría que… – trató de explicar Simón con un gesto de desaprobación- si pudierais evitar la mención de esa palabra en su presencia… Podría decirse que es una doctora diplomada -agregó. Una vez más, las palabras de Simón eran absolutamente fieles a la verdad-. La escuela de Salerno permite que las mujeres practiquen la medicina.
– He oído algo de eso -reconoció el prior-. Salerno, ¿verdad? Pero me parecía tan imposible de creer como que las vacas vuelan. Parece que de ahora en adelante tendré que mirar al cielo esperando verlas.
– Será lo mejor, excelencia.
El prior continuó comiendo y disfrutando del verdor de la primavera y de los gorjeos de los pájaros como no lo había hecho desde hacía tiempo. Entretanto, trataba de evaluar la situación. Si bien aquellas personas eran, sin duda, poco respetables, también eran educadas. Ergo, no eran en absoluto lo que parecían ser.
– Ella me salvó, maese Simón. ¿Aprendió a practicar esa operación en Salerno?
– Según creo, lo aprendió de los mejores médicos egipcios.
– Extraordinario. Decidme cuáles son sus honorarios.
– No aceptará que le pague.
– ¿Cómo es posible? -El asombro del prior Geoffrey experimentaba un incesante aumento. El hombre que tenía delante y la mujer que lo había salvado no parecían tener un centavo-. Me insultó, maese Simón.
– Excelencia, os pido disculpas en su nombre. Me temo que entre sus habilidades no figuran los buenos modales para con los pacientes.
– No, en efecto -convino el prior. Y por lo que había visto, tampoco recurría a las artimañas propias de la seducción femenina-. Perdonad la impertinencia de un anciano, pero os lo pregunto para poder dirigirme correctamente a ella. ¿A quién de ustedes dos… le dedica su cariño?
– A ninguno de los dos, excelencia. -En lugar de sentirse ofendido, al mercachifle le había causado gracia la pregunta-. Mansur es su sirviente, un eunuco. Le ocurrió una desgracia. Por mi parte, tengo esposa e hijos en Nápoles. No nos une esa clase de relación, somos sólo aliados circunstanciales.
El prior, a pesar de no ser un hombre ingenuo, le creyó, y su curiosidad se avivó aún más. ¿Qué demonios harían en ese condado?
– No obstante, debo deciros que, cualquiera que sea vuestro propósito en Cambridge, se verá entorpecido por el hecho de que el grupo esté constituido de manera tan peculiar. La señora doctora debería contar con compañía femenina.
Ahora le llegó el turno a Simón de sorprenderse. El prior Geoffrey comprobó que verdaderamente aquel hombre no veía a su cora-pañera más que como a una colega.
– Supongo que estáis en lo cierto -admitió Simón-. Tenía una acompañante cuando partimos para cumplir con esta misión, la niñera de su infancia, pero la anciana murió durante el viaje.
– Os aconsejo que busquéis a otra. -El prior hizo una pausa y luego continuó-: Habéis mencionado una misión. ¿Puedo preguntaros de qué se trata? -Simón parecía dudar-. Maese Simón, presumo que no habéis hecho la travesía desde Salerno tan sólo para vender panaceas. Si la vuestra es una misión delicada, podéis hablar impunemente de ella conmigo -propuso el prior, y como Simón seguía indeciso, chasqueó la lengua, indicando la obviedad de sus palabras-. Metafóricamente, maese Simón, me tenéis cogido de los testículos. ¿Cómo podría traicionar vuestra confianza sabiendo que estáis en posición de defenderos simplemente informando al pregonero de que yo, un canónigo de San Agustín, persona de cierta importancia en Cambridge y, me enorgullece decirlo, en todo el reino, no sólo dejé la parte más íntima de mi cuerpo en manos de una mujer, sino que también permití que introdujera en ella el tallo de una planta? Parafraseando al inmortal Horacio: «¿Qué ocurriría en Corinto?».
– ¡Ah…! -exclamó Simón.
– Así es. Hablad con libertad, maese Simón, y saciad la curiosidad de un anciano.
En consecuencia, Simón le contó que habían viajado a Inglaterra para descubrir al individuo que estaba asesinando y secuestrando a los niños de Cambridge. El objetivo de la misión no era usurpar las potestades de los funcionarios locales.
– Es sólo que en algunas ocasiones las investigaciones realizadas por quienes detentan la autoridad tienden a cerrar bocas en lugar de abrirlas, por lo que nosotros, anónimos e ignorados… -Simón hizo hincapié en que no se trataba de una intromisión. Sin embargo, dado que el descubrimiento del asesinato se había demorado… obviamente, se trataba de un asesino particularmente artero… deberían tomar precauciones especiales…-. Nuestros señores, aquellos que nos han enviado, parecen convencidos de que la señora doctora y yo poseemos las aptitudes adecuadas para resolver este asunto.
Al escuchar el relato, el prior Geoffrey comprendió que Simón de Nápoles era judío. Inmediatamente le invadió el pánico. En calidad de autoridad suprema de una gran orden monástica, sería responsable por el estado del mundo cuando tuviera que comparecer ante Dios, el día del Juicio, que no tardaría en llegar. ¿Qué respondería al Todopoderoso, que había ordenado que en él imperara la única y verdadera fe? ¿Cómo justificaría ante el trono de Dios la existencia de no conversos que infectaban lo que debía ser un cuerpo íntegro y perfecto? ¿Por qué motivo no había hecho nada?
Era una antigua lucha. Mientras se educaba en el seminario, el humanismo había sido tema de fervorosa discusión y sus argumentos se habían impuesto. ¿Qué podía hacer?
No estaba entre los que fomentaban el exterminio. No quería ver almas -si los judíos tenían alma- desamparadas, arrojadas al infierno. Además de dar su apoyo a los judíos de Cambridge, los protegía, aun cuando reprendía duramente a otros hombres de la Iglesia que al pedirles dinero en préstamo alentaban en ellos el pecado de la usura.
Ahora estaba en deuda con uno de ellos: le debía la vida. Y, en efecto, si ese hombre -judío o no- podía resolver el misterio que estaba causando tanto dolor en Cambridge, el prior Geoffrey estaría a su disposición. No obstante, ¿por qué había traído consigo a un médico, mejor dicho, a una mujer que ejercía la medicina?
Cuando el prior Geoffrey terminó de escuchar el relato de Simón, el desconcierto ocupó el lugar del asombro, en buena medida debido a la franqueza del hombre, una característica que hasta el momento no había encontrado en su raza. En lugar de palabras cautelosas o incluso arteras, había oído la verdad.
«¡Pobre tonto!», pensaba el prior. Unas pocas palabras persuasivas habían sido suficientes para que revelara sus secretos. Qué mente tan cándida. Carecía de astucia. ¿Quién habría enviado a ese pobre tonto?
Simón ya había contado su historia. Sólo se oía el canto de un mirlo, que llegaba desde un cerezo silvestre.
– ¿Os han enviado los judíos para rescatar a los judíos?
– De ningún modo, excelencia. En verdad os digo que el principal interesado parece ser el rey de Sicilia, un normando, como bien sabéis. Incluso a mí me sorprende que así sea. Pero no puedo dejar de suponer que otras personalidades influyentes han intervenido también en este asunto. Nuestras credenciales no fueron cuestionadas en Dover, lo que me hace pensar que los funcionarios ingleses no ignoran nuestra misión. Puedo garantizaros que si se demostrara que los judíos de Cambridge son culpables de este horroroso crimen, me ofrecería voluntariamente para preparar la cuerda que los ahorque.
Bien. El prior le creía.
– Pero ¿puedo preguntar por qué, para, llevar a cabo la empresa, era necesario incluir a esa doctora? Seguramente, dado que se trata de una rara avis, despertaría una curiosidad indeseada si fuera descubierta.
– También yo tenía mis dudas al principio -declaró Simón.
No habían sido dudas, sino consternación. Nadie le había dicho nada acerca del sexo del médico que lo acompañaría hasta que la doctora y sus sirvientes abordaron el barco que los llevaría a Inglaterra. Para entonces, ya era tarde para protestar. De todos modos, lo había hecho. Gordinus el africano -el más grande de los médicos y el más ingenuo de los hombres- creyó que sus aspavientos eran ademanes de despedida, y los devolvió efusivamente mientras el navío se alejaba.
– Tenía mis dudas -prosiguió-. Sin embargo, ha demostrado ser modesta y capaz, y habla fluidamente inglés. Más aún… -sonrió Simón con deleite, acentuando las arrugas de su rostro, mientras distraía la atención del prior de un tema confidencial; ya tendría ocasión de revelar cuál era la peculiar habilidad de Adelia, pero aún no era el momento-, como diría mi esposa, el Señor tiene sus propios motivos. De otro modo, ¿cómo se explica su presencia en una situación tan crucial? -El prior Geoffrey asintió suavemente con la cabeza; no había duda de ello. Él mismo ya se había arrodillado agradeciendo a Dios Todopoderoso haber puesto a esa mujer en su camino-. Sin embargo -continuó Simón-, nos sería de utilidad conocer cuantos detalles posea sobre la forma en que fue asesinado ese niño y las condiciones en que desaparecieron los otros dos antes de llegar al pueblo.
La frase quedó flotando en el aire.
– Los niños… -enunció por fin, pesadamente, el prior Geoffrey-. Debo deciros, maese Simón, que cuando partimos hacia Canterbury los desaparecidos ya no eran dos, como decís, sino tres. De hecho, de no haberlo prometido, no habría formado parte de esta peregrinación, pues me aterrorizaba que el número siguiera aumentando. Que Dios se apiade de ellos, todos tememos que los pequeños hayan tenido el mismo destino que el primer niño, Peter. Crucificado.
– No por los judíos, excelencia. Nosotros no crucificamos niños.
«Vosotros crucificasteis al hijo de Dios», pensó el prior. Pobre tonto, si revelaba que era un judío en el lugar al que se dirigía, lo descuartizarían. Y a su doctora con él.
«Maldición, tendré que intervenir en este asunto», se dijo.
– Debo advertiros, maese Simón, que nuestra gente está muy mal predispuesta hacia los judíos. Temen que otros niños sean secuestrados.
– Excelencia, ¿se ha hecho ya alguna investigación? ¿Qué pruebas permiten culpar a los judíos?
– La acusación se produjo casi inmediatamente -explicó el prior Geoffrey- y tengo motivos para temer que…
Los poderosos acudían a Simón Menahem de Nápoles porque conocían bien sus capacidades. Su talento como agente, investigador, mediador, interrogador y espía hacía que la gente lo tomara por quien parecía ser. Ninguna persona podría creer que aquel hombrecillo insignificante, nervioso, entusiasta, incluso ingenuo, que divulgaba información fidedigna, fuera capaz de superarla en inteligencia. Sólo cuando el trato estaba hecho, la alianza sellada o el fondo del asunto descubierto, comprendían que Simón había logrado exactamente lo que sus amos querían. «Pero es un tonto», se dirían.
Y era a ese tonto -que había analizado la personalidad del religioso y había descubierto que se sentía profundamente en deuda- a quien el sutil prior le estaba refiriendo cuanto deseaba saber.
Todo había acontecido aproximadamente un año antes. El último viernes de Cuaresma, Peter, un niño de ocho años que vivía en Trumpington, una aldea al suroeste de Cambridge, había ido a recoger, por encargo de su madre, ramas de sauce, que en Inglaterra reemplazan a las de olivo para la celebración del Domingo de Ramos.
Peter no había hecho caso de los sauces que crecían cerca de su casa y había corrido hacia el norte, a lo largo del Cam, recolectando ramas del árbol que estaba a orillas del río, en la zona vecina al convento de Santa Radegunda. Se decía que era un árbol sagrado porque lo había plantado la propia santa.
– Como si una santa germana de los tiempos oscuros hubiera venido hasta Cambridgeshire para plantar un árbol -ironizó con amargura el prior, interrumpiendo su relato-. Pero esa arpía… -añadió refiriéndose a la priora de Santa Radegunda-, eso se lo calla.
Ese mismo día, el último viernes de Cuaresma, algunos de los judíos más importantes y ricos de Inglaterra se habían reunido en Cambridge, en la casa de Chaim Leonis, con motivo del casamiento de su hija. Peter vislumbró el festejo desde el otro lado del río mientras recogía las ramas. Y en lugar de regresar por el mismo camino, tomó la ruta más corta, por la judería. Cruzó el puente y pasó por la ciudad para contemplar de cerca los carruajes y las ornamentadas monturas de los caballos de los invitados, guarecidos en el establo de Chaim.
– El tío de Peter era el mozo de cuadra de Chaim.
– ¿Aquí se permite que los cristianos trabajen para los judíos? -preguntó Simón como si no conociera la respuesta-. ¡Santo Cielo!
– Oh, sí. Los judíos son patrones muy serios. Y Peter visitaba regularmente el establo, e incluso la cocina, donde la cocinera de Chaim, también judía, solía darle dulces, un hecho que perjudicaría a la familia, porque más tarde se consideraría que los habían utilizado como señuelo.
– Adelante, excelencia, os escucho.
– El tío de Peter, Godwin, estaba tan ocupado con esa cantidad inusual de caballos que no podía prestar atención al niño y le pidió que regresara a su casa. Y allí creyó que estaría hasta que, esa noche, ya tarde, la madre de Peter llegó hasta eí pueblo preguntando por él. Hasta ese momento nadie se había dado cuenta de que el niño había desaparecido. Se dio alerta a la guardia y también a las autoridades que vigilaban el río. Era probable que el cuerpo hubiera caído en las aguas del Cam. Al amanecer rastrearon la ribera. Nada.
Nada al cabo de una semana. La gente de la ciudad y los aldeanos que el Viernes Santo llegaban de rodillas hasta la cruz dirigían sus oraciones a Dios Todopoderoso rogando por el regreso de Peter de Trumpington.
El lunes siguiente, sus preces tuvieron la más espantosa respuesta. El cuerpo de Peter fue hallado en el río, cerca de la casa de Chaim, atrapado debajo de un embarcadero.
– No obstante, la culpa no recayó en los judíos -prosiguió el prior encogiéndose de hombros-. Los niños suelen dar volteretas y pueden caer al río, dentro de un pozo o en una zanja. Pensábamos que había sido un accidente hasta que se presentó Martha, la lavandera. Martha vive en Bridge Street, y Chaim Leonis es uno de sus clientes. Dijo que la noche en que el pequeño Peter desapareció ella había dejado una canasta con ropa limpia en la puerta trasera de la casa de Chaim. Como la puerta estaba abierta, entró en la casa…
– ¿Entregó la ropa limpia tan tarde? -preguntó sorprendido Simón.El prior Geoffrey ladeó la cabeza.
– Creo que debemos aceptar que Martha sentía curiosidad. Nunca había visto una boda judía. Al igual que ninguno de nosotros, por supuesto. En cualquier caso, entró en la casa. La parte de atrás estaba desierta, los invitados se habían trasladado al jardín delantero. En el corredor, una puerta que daba a una de las habitaciones estaba medio abierta…
– Otra puerta abierta -recalcó Simón, que aparentemente volvía a sorprenderse.
– ¿Os estoy contando algo que ya sabéis? -preguntó el prior mirándolo a la cara.
– Mis disculpas, excelencia. Continuad con vuestro relato, os lo ruego.
– Muy bien. Martha miró hacia el interior de la habitación y vio, dice que vio, un niño colgado de las manos en una cruz. No pudo más que sentirse aterrorizada porque, en ese preciso instante, la esposa de Chaim apareció en el corredor y la insultó. Ella huyó.
– ¿Sin dar alerta a la guardia? -preguntó Simón.
El prior movió la cabeza, asintiendo.
– En efecto, ahí reside la debilidad de su relato. Suponiendo que Martha viese el cuerpo en el momento en que dice haberlo visto, no dio alerta a la guardia. No avisó a nadie. Sólo lo hizo después, cuando el cadáver del pequeño Peter fue descubierto. Entonces refirió lo que había visto a un vecino, que a su vez se lo contó a otro vecino, que fue al castillo y se lo dijo al alguacil. En el sendero que conduce a la casa de Chaim se encontró una rama de sauce. Un hombre que suele llevar turba al castillo declaró que el último viernes de Cuaresma, desde la orilla opuesta del río, avistó a dos hombres, uno de ellos con un sombrero como el que usan los judíos, que desde el gran puente arrojaban un bulto al Cam. Luego otros dijeron que habían oído gritos que provenían de la casa de Chaim. Yo vi el cadáver cuando lo sacaron del río y pude observar los estigmas de la crucifixión. -El prior frunció el ceño-. El pequeño cuerpo estaba horriblemente hinchado, tenía marcas en las muñecas y el vientre parecía haber sido abierto con algo semejante a una lanza, y… tenía otras heridas. En el pueblo inmediatamente hubo un gran tumulto. Para evitar que todos los hombres, mujeres y niños judíos, que estaban bajo la protección del rey, fueran víctimas de una carnicería, el alguacil y sus hombres, actuando en nombre del monarca, los llevaron rápidamente al castillo de Cambridge. En el trayecto, de todos modos, aquellos que buscaban venganza se apoderaron de Chaim y lo colgaron del sauce de Santa Radegunda. Cuando su esposa rogó por él, la capturaron y la descuartizaron. -El prior Geoffrey se santiguó-. El alguacil y yo hicimos lo que pudimos pero fuimos superados por la furia de los aldeanos. -Dolorosos recuerdos le hacían fruncir el ceño-. Vi hombres decentes transformados en seres demoníacos y matronas convertidas en mujeres abandonadas a sus instintos. -El religioso se quitó el solideo y se pasó la mano por la calva-. Incluso en esas circunstancias, probablemente habríamos podido poner freno al problema. El alguacil trató de restaurar el orden y se esperaba que, dado que Chaim estaba muerto, los demás judíos pudieran regresar a sus hogares. Pero no. En ese momento apareció Roger de Acton, un clérigo nuevo en nuestro pueblo, y uno de los peregrinos a Canterbury. Sin duda lo habréis visto, un sujeto pertinaz, de piernas magras, rasgos miserables, rostro pálido, un ser de dudosa honradez. El señor Roger… -en la mirada que el prior le lanzó a Simón se percibía desaprobación- casualmente es primo de la priora de Santa Radegunda, y pretende ganar fama garabateando opúsculos religiosos que no revelan más que su ignorancia. -Los dos hombres menearon la cabeza. El mirlo seguía cantando. El prior Geoffrey suspiró-. El señor Roger oyó la tétrica palabra, «crucifixión», y se aferró a ella como un hurón. Era algo nuevo, algo más que una mera acusación de tortura como las que los judíos siempre han inspirado. Os pido perdón, maese Simón, pero siempre ha sido así.
– Me temo que es cierto, excelencia.
– Se trataba de una nueva representación de la Pascua, un niño digno de sufrir el martirio del Hijo de Dios y, por lo tanto, indudablemente, un santo y un hacedor de milagros. Lo habría sepultado con decoro, pero me lo impidió esa bruja con aspecto humano que se hace pasar por monja de la orden de Santa Radegunda. -El prior agitó su puño en dirección al camino-. Ella secuestró el cuerpo del niño, reivindicando que era suyo, tan sólo porque los padres de Peter viven en un terreno propiedad del convento. Mea culpa. Me temo que ambos nos disputamos el cadáver. Pero esa mujer, maese Simón, ese monstruo, no veía el cuerpo de un niño que merecía cristiana sepultura, sino una adquisición para la guarida del demonio que ella denomina convento, una fuente de ingresos generados por peregrinos e inválidos que buscan curación. Una atracción, maese Simón. -El prior se recostó-. Y en eso se ha convertido. Roger de Acton ha divulgado la noticia. Han visto a nuestra priora pidiendo consejo a los cambistas de Canterbury acerca de la manera de vender las reliquias y símbolos del pequeño Peter en la puerta del convento. Quid non mortalia pectora cogis, auri sacra fames! [2]
– Estoy impresionado, excelencia -afirmó Simón.
– No puede ser de otro modo, señor. Ella tiene un nudillo de la mano del niño, que, al igual que su primo, apretó contra mi cuerpo en medio de mi dolor, diciendo que me curaría instantáneamente. Como veis, Roger de Acton desea agregarme a su lista de milagros, para que mi nombre sea incluido entre los de aquellos que solicitan al Vaticano la canonización del pequeño Peter.
– Entiendo.
– Ese nudillo que, siendo tan agudo mi dolor, no tuve escrúpulos para tocar, no surtió ningún efecto. Mi alivio provino de un origen más imprevisible -indicó el prior, poniéndose de pie-. Lo cual me recuerda que me urge hacer mis necesidades.
Simón alzó una mano para detenerlo.
– Pero, excelencia, ¿qué se sabe de los otros niños, los que aún no han aparecido?
El prior Geoffrey se quedó inmóvil, como si estuviera escuchando el canto del mirlo.
– Por el momento, nada. El pueblo se ha saciado con Chaim y Miriam. Los judíos alojados en el castillo se estaban preparando para partir cuando otro niño desapareció y entonces no nos atrevimos a trasladarlos.
El prior miró hacia otro lado para que Simón no pudiera ver su rostro.
– Fue el Día de Difuntos. Un niño de mi propia escuela. -Simón notó que la voz del prior se quebraba-. Luego una niña, la hija de un criador de aves. El Día de los Santos Inocentes. Que Dios nos ayude. Más recientemente, el día de San Eduardo, rey y mártir, otro muchacho.
– Pero, excelencia, ¿quién puede acusar a los judíos de estas desapariciones? ¿Acaso no están aún encerrados en el castillo?
– Al parecer, maese Simón, a los judíos se les atribuye ahora la capacidad de volar sobre las almenas del castillo, arrebatar a los niños y desgarrarlos a dentelladas antes de arrojar sus cadáveres en el pantano más cercano. Os aconsejaría que no revelarais vuestra condición, puesto que… -el prior hizo una pausa- han aparecido signos.
– ¿Signos?
– Los encontraron en las zonas donde fueron vistos cada uno de los niños. Símbolos cabalísticos. Los aldeanos dicen que se parecen a la Estrella de David. Y ahora -el prior Geoffrey cruzó las piernas- tengo que hacer mis necesidades. Es un asunto de cierta importancia.
– Buena suerte, excelencia. -Simón lo vio caminar vacilante hacia los árboles. Pensó que había acertado al revelarle tanta información. Había ganado un valioso aliado. A cambio de los datos que el prior le había aportado, él le había brindado otros, aunque no todos.
La tierra aplastada del sendero que iba hacia la cima de la colina de Wandlebury provenía de algunas de las grandes zanjas que los primeros pobladores habían cavado para defender el lugar. Las ovejas, a su paso, la habían nivelado. Adelia, con una canasta en el brazo, ascendió fácilmente y se encontró a solas en la cima de la colina, un inmenso círculo cubierto de hierba, moteado con excrementos de ovejas semejantes a grosellas.
Vista desde lejos, la colina parecía un terreno pelado. Los únicos árboles crecían un poco más abajo y se agrupaban en la ladera que miraba hacia el este. El resto estaba cubierto por matas de espino y enebro. La superficie tenía hoyos por todas partes y curiosas depresiones, algunas de ellas de dos o tres pies de profundidad y al menos seis de diámetro. Un buen lugar para torcerse el tobillo.
Hacia el este, por donde salía el sol, el declive era suave; hacia el oeste la ladera caía abruptamente hacia la llanura.
Adelia se abrió la capa, cruzó las manos por detrás del cuello y dejó que la brisa traspasara a través de la odiosa túnica de burda lana adquirida en Dover que Simón de Nápoles le había rogado que usara.
– Para llevar a cabo nuestra misión debemos engañar a la gente común de Inglaterra, doctora. Si vamos a mezclarnos con ellos para descubrir qué saben, debemos tener una apariencia similar.
– ¿Y sin duda creeréis que cada uno de los rasgos de Mansur son los de un siervo sajón? Además, ¿qué podéis alegar respecto a nuestros acentos?
Pero Simón había argumentado que tres extranjeros que iban de un lugar a otro ofreciendo medicinas milagrosas -y por ello ganándose la simpatía del vulgo- podían oír más secretos que un millar de inquisidores.
– Debemos evitar que nuestra jerarquía nos aleje de aquellos a los que interrogaremos. No es su respeto, sino la verdad lo que vamos a buscar.
– Con esto -replicó Adelia refiriéndose a la túnica- no será respeto lo que obtendremos. -No obstante, el cabecilla de la misión era Simón, más experimentado que ella en el arte de engañar. Adelia se había vestido con aquella prenda, que era básicamente una tela cerrada en los hombros por dos prendedores, conservando debajo su ropa interior de seda. Aun cuando nunca se había contado entre quienes seguían los dictados de la moda, ni siquiera por acatar las órdenes del rey de Sicilia habría tolerado la arpillera sobre la piel.
La luz le cegaba. Estaba cansada. Había pasado la noche en vela, cerciorándose de que su paciente no tuviera fiebre. Al amanecer, la piel del prior estaba fresca y su pulso normal. Aparentemente la operación había sido un éxito. Sólo quedaba por ver si podía orinar sin ayuda y sin dolor. Por el momento, todo en orden, como solía decir Margaret.
Adelia comenzó a caminar, buscando especies vegetales que pudieran ser de utilidad. Mientras pisaba el terreno con sus bastas botas -otro detalle del disfraz- percibió un aroma dulzón y desconocido. Entre la hierba había plantas medicinales: brotes de verbena, hiedra terrestre, hierba gatera, lechuguilla, clinopodio, una especie que los ingleses denominaban albahaca silvestre, aunque por su aspecto y su aroma no podía decirse que verdaderamente lo fuera. En cierta ocasión había comprado un antiguo herbario inglés a los monjes de Santa Lucía, pero no había podido leerlo. Se lo había regalado a Margaret, a modo de recuerdo de su tierra natal y sólo lo volvió a recuperar cuando continuó con sus estudios sobre el reino vegetal.
Era emocionante -tanto como lo habría sido encontrarse por casualidad con una personalidad ilustre- ver crecer allí, a sus pies, las mismas especies que había observado en las ilustraciones de aquel herbario. El autor, que como la mayoría de los herboristas se apoyaba en los conocimientos de Galeno, prescribía las recomendaciones habituales: laurel para protegerse de los rayos; consuelda para ahuyentar la peste; mejorana para asentar el útero -como si el útero pudiera flotar hasta la cabeza y volver a bajar dentro del cuerpo femenino cual cereza dentro de una botella-. ¿Por qué los estudiosos nunca observaban?
La doctora comenzó a arrancar algunas plantas.
De pronto se sintió inquieta. No había razón para estarlo, el gran círculo seguía tan desierto como antes. La sombra de las nubes pasó rauda sobre la hierba; la luz del día cambió. Un espino raquítico tomó la forma de una anciana encorvada; el súbito chillido de una urraca hizo que los pájaros más pequeños salieran volando.
En cualquier caso, habría deseado no ser la única silueta que sobresalía en medio de tanta llanura. Qué tonta había sido. Las plantas y la aparente desolación del lugar la habían tentado y, cansada de la cháchara que la acompañaba desde Canterbury, había cometido el error de aventurarse sola por esos parajes, después de pedirle a Mansur que cuidara del prior. Un gran error. Había anulado su inmunidad ante los predadores. De hecho -como bien sabían los hombres de la región- estar allí sin la compañía de Margaret y Mansur era como llevar un letrero que dijera: «Venid a violarme». Si la invitación fuera aceptada, no sería responsabilidad del violador, sino suya.
Maldecía la prisión en la que los hombres encarcelaban a las mujeres. Adelia ya había padecido sus barrotes invisibles cuando -para ir de una clase a otra- Mansur insistía en acompañarla por los largos y oscuros corredores de la escuela de Salerno. Sentía que de ese modo se destacaba entre los demás estudiantes y adquiría la apariencia de una persona ridícula, rodeada de privilegios especiales.
Pero, ciertamente, había aprendido la lección el día que prescindió de su acompañante. Recordaba el ultraje y la desesperación con las que había tenido que defenderse, con uñas y dientes, de un estudiante; la sensación indigna de pedir auxilio a gritos -que, gracias a Dios, habían sido oídos- y el consiguiente sermón de sus profesores y, por supuesto, de Mansur y Margaret, acerca de los pecados de la arrogancia y la negligencia, que atentaban contra la buena reputación. Nadie había culpado a aquel joven, aunque más tarde Mansur -para enseñarle a tener buenos modales- le había roto la nariz.
Pese a todo, Adelia seguía siendo la misma, su arrogancia no había desaparecido, y se obligó a caminar un poco más, aunque en dirección a los árboles, recogiendo un par de plantas antes de mirar a su alrededor.
Nada. La brisa agitó las flores del espino; la luz volvió a atenuarse cuando una nube pasó delante del sol.
Apareció un faisán, aleteando y chillando. Adelia se volvió para mirar.
Como si hubiera brotado de la tierra, un hombre se dirigía hacia ella, proyectando una larga sombra.
Esta vez no se trataba de un estudiante con la cara llena de granos. Era uno de los rudos y leales cruzados que custodiaban la peregrinación. Los eslabones metálicos de su cota de malla siseaban bajo el tabardo. En su boca se dibujaba una sonrisa, pero sus ojos tenían una expresión tan dura como el metal que le cubría la cabeza y la nariz.
– Bien, muy bien… -decía por anticipado-, muy bien, señorita.
Adelia se sintió profundamente consternada a causa de su propia estupidez y de lo que se avecinaba. Contaba con algunos recursos; uno de ellos, una pequeña y siniestra daga que llevaba dentro de la bota. Se la había dado su madre adoptiva, una siciliana resuelta, con el consejo de dirigirla al ojo del atacante. Su padrastro judío le había sugerido una defensa más sutil: «Decid a vuestros agresores que sois una doctora y miradlos con preocupación, como si hubieran estado en contacto con la peste. Eso hará flaquear a cualquier hombre».
No obstante, dudaba acerca del ardid más aconsejable para enfrentarse a la masa metálica que avanzaba hacia ella. Y, teniendo en cuenta la misión que debía cumplir, tampoco podía divulgar cuál era su profesión.
El hombre estaba aún a cierta distancia. Se mantuvo erguida y trató de conservar la altivez.
– ¿Sí? -respondió bruscamente. Tal vez habría podido impresionarlo si hubiera podido decir que era Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar y estuvieran en Salerno, pero en esa solitaria colina aquello poco podía ayudar a una extranjera pobremente ataviada, de quien se sabía que viajaba en un carro de buhoneros, acompañada por dos hombres.
– Así me gusta -replicó el hombre-, una mujer que dice «sí».
Siguió avanzando. Ya no cabían dudas sobre sus intenciones. Adelia se agachó, buscando a tientas dentro de su bota.
Entonces dos cosas sucedieron a un tiempo, procedentes de distintas direcciones.
Se oyó el zumbido del aire que, desde detrás de los árboles, era desplazado por algo que giraba a través de él. Una pequeña hacha clavó su hoja en la tierra, entre Adelia y el caballero. Por otra parte, un grito resonó en la colina.
– En nombre de Dios, Gervase, reunid a vuestros malditos perros y llevadlos de regreso al camino. La señora está impaciente.
Adelia advirtió un cambio en la mirada del caballero. Se inclinó hacia delante, arrancó enérgicamente el hacha de la tierra y se puso de pie, sonriendo.
– Debe de ser mágica -comentó en inglés.
El otro cruzado seguía gritándole que buscara a sus perros y regresara al camino. La turbación del hombre frente a Adelia se transformó en algo semejante al odio, y luego, en forzado desinterés. Entonces se dio la vuelta para reunirse con su compañero.
Adelia pensó que no había hecho buenos amigos en ese lugar.
«Dios, cómo detesto tener miedo, -se dijo-. Maldito sea. Y maldito sea este maldito país, al que no quería venir».
Disgustada consigo misma porque estaba temblando, caminó hacia un lugar sombreado debajo de los árboles.
– Os pedí que os quedarais junto al carro -indicó la doctora en árabe.
– Es verdad -acordó Mansur.
Adelia le devolvió el hacha, a la que él llamaba parvaneh, es decir, mariposa. Mansur se la metió en un extremo del cinto, de modo que quedara oculta debajo de la túnica, mientras dejaba a la vista su daga tradicional enfundada en su hermosa vaina. El hacha era un arma inusual entre los árabes, pero no para las tribus, y los antepasados de Mansur pertenecían a una de aquellas que se habían enfrentado a los vikingos y se habían dirigido a Arabia, donde a cambio de sus mercancías exóticas no sólo habían obtenido armas, sino el secreto para fabricar el acero de calidad superior con el que estaban hechas.
La señora y su sirviente bajaron juntos la colina, caminando entre los árboles. Adelia a trompicones; Mansur, a grandes zancadas, con tanta facilidad como si anduviera por un sendero.
– ¿Qué clase de mierda de cabra era ésa? -quiso saber el árabe.
– Uno de ellos se llama Gervase; el otro, Joscelin. Eso creo.
– Cruzados -espetó Mansur, y lanzó un escupitajo.
Tampoco Adelia tenía en alta estima a los cruzados. Salerno estaba de paso hacia Tierra Santa y había tenido oportunidad de verlos cuando iban o volvían. La mayoría de los soldados del ejército cruzado eran intolerables. Tan ignorantes como entusiastas de la obra que realizaban para mayor gloria de Dios, alteraban la armonía en la que vivían diferentes credos y razas con sus protestas por la presencia de judíos, moros y cristianos, a los que a menudo atacaban por practicar religiones diferentes de la suya. A su regreso, habitualmente se les veía amargados, enfermos y empobrecidos. Sólo algunos habían sido recompensados con las riquezas o la gracia divina que esperaban y, en consecuencia, eran igualmente molestos.
Conocía a algunos que jamás habían ido a Ultramar -como denominaban al Reino de Jerusalén- y simplemente se quedaban en Salerno hasta que agotaban la suma de dinero que recibían por sumarse a las cruzadas. Luego retornaban a su lugar de origen, donde se ganaban la admiración de la gente de la ciudad o la aldea con algunos cuentos producto de su imaginación y una túnica de cruzado que habían comprado a bajo precio en el mercado de Salerno.
– Habéis asustado a uno de ellos -afirmó Adelia-. Fue un buen tiro.
– No -respondió el árabe-, fallé.
– Mansur, escuchadme -pidió la doctora-. No estamos aquí para matar a la población…
Adelia se detuvo. Habían llegado a un sendero y un poco más abajo estaba el otro cruzado, al que llamaban Joscelin, el protector de la priora. Había encontrado a uno de los sabuesos y estaba agachado, enganchando una correa a su collar, mientras amonestaba al cazador que estaba junto a él.
Viéndolos llegar, el caballero se incorporó, sonriendo. Saludó a Mansur con la cabeza y le deseó un buen día a Adelia.
– Me complace veros acompañada, señora. Éste no es lugar apropiado para que las bellas damas paseen solas, ni para que otros lo hagan.
No hizo referencia al incidente en la cima de la colina, pero fue hábil: pareció disculparse en nombre de su amigo y reprobó la actitud de la dama. No obstante, ¿por qué la había calificado de bella si no lo era, y menos disfrazada para el papel que representaba? ¿Se sentían los hombres obligados a cortejar? Si así fuera, pensó Adelia de mala gana, probablemente ese hombre tuviera más éxito que la mayoría.
El caballero se había quitado el yelmo y la toca, dejando a la vista su espeso cabello negro, ondulado y bañado en sudor. Los ojos eran sorprendentemente azules. Y teniendo en cuenta su posición, estaba dedicando su cortesía a una mujer que aparentemente no tenía ningún merecimiento.
El cazador se mantuvo alejado, en silencio, observándolos con resentimiento.
Sir Joscelin preguntó por el prior. Adelia fue muy cuidadosa al decir, señalando a Mansur, que el doctor creía que su paciente estaba respondiendo favorablemente al tratamiento.
Sir Joscelin hizo una reverencia al árabe. Adelia pensó que al menos había aprendido buenos modales en su cruzada.
– Oh, sí, la medicina árabe -añadió-. Los que hemos estado en Tierra Santa le tenemos gran respeto.
– ¿Vos y vuestro amigo habéis estado juntos allí? -preguntó Adelia, intrigada por la disparidad entre los dos hombres.
– En distintos momentos -explicó sir Joscelin-. Es bastante extraño, pero a pesar de que ambos somos hombres de Cambridge, no nos encontramos hasta que estuvimos de regreso en nuestro país. Ultramar es un vasto territorio.
A juzgar por la calidad de sus botas y el pesado anillo de oro que lucía en uno de sus dedos, el cruzado había sido generosamente recompensado.
Adelia saludó con la cabeza y siguió su camino; sólo después de haberlo dejado atrás recordó que correspondía hacer una reverencia ante el caballero. Sin embargo, pronto se olvidó de él y del bruto que tenía por amigo. Era doctora, y su mente estaba ocupada con su paciente.
Cuando el prior regresó triunfal, descubrió que la mujer estaba de vuelta, sentada junto a los restos de la fogata, mientras el sarraceno cargaba el carro y ensillaba las mulas.
Había temido que llegara ese momento. Una persona tan distinguida como él se había tendido, medio desnudo y aullando de miedo, frente a una mujer, una mujer, perdiendo la compostura y la dignidad. Sólo por sentirse en deuda con ella, por saber que sin su atención habría muerto, no se había atrevido a ignorarla o a escabullirse antes de que pudieran volver a encontrarse.
La doctora lo miraba mientras se acercaba.
– ¿Habéis orinado?
– Sí.
– ¿Sin dolor?
– Sí.
– Bien.
Una escena le vino a la mente. Una vagabunda estaba en medio de un parto difícil en el portal del priorato. El hermano Theo, el enfermero, no tuvo más alternativa que atenderla. A la mañana siguiente él y Theo visitaron a la madre y al bebé. El prior se preguntaba quién se sentiría más avergonzado por aquel encuentro: la mujer, que durante el parto había exhibido sus partes más íntimas a un hombre, o el monje, que se había visto obligado a ayudarles a ella y a su hijo.
Ninguno de los dos. No hubo vergüenza. Se miraron con orgullo.
Lo mismo había sucedido en ese momento. Los brillantes ojos castaños que lo miraban eran briosos y asexuados, como los de un camarada de armas. Él era un soldado, inexperto quizás. Juntos habían luchado contra el enemigo y habían vencido. Le estaba tan agradecido por esa actitud como por haberlo aliviado. El prior se dirigió hacia la doctora y acercó los labios a su mano.
– Puella mirabile.
Si Adelia hubiera sido expresiva -cosa que no era-, habría abrazado a aquel hombre. El método había funcionado. Desde hacía mucho tiempo no practicaba la medicina general, por lo que había olvidado el inmenso placer de ver a una criatura liberada de su sufrimiento. No obstante, el prior tenía que estar al tanto del pronóstico.
– No tan mirabile. Puede volver a suceder -le advirtió.
– ¡Maldición! ¡Maldita, maldita sea! -exclamó el prior-. Os ruego que podáis disculparme, señora -añadió a continuación, recuperando la compostura.
Adelia le dio una palmada en la mano, le invitó a sentarse en el tronco y se arrodilló sobre la hierba.
– Los hombres tienen una glándula asociada a sus órganos reproductores. Rodea el cuello de la vejiga y el primer tramo de la uretra. En vuestro caso, creo que su tamaño ha aumentado. Ayer ejercía tanta presión que la vejiga no podía vaciarse -explicó la doctora.
– ¿Qué debo hacer?
– Debéis aprender a aliviar la vejiga, si fuera necesario, tal como yo lo hice: usando un tallo como catheter.
– ¿Catheter? -El prior se sorprendió al oír que la mujer decía la palabra «tubo» en griego.
– Sería conveniente que practicarais. Puedo enseñaros.
Santo Dios, pensó el prior, era capaz de hacerlo. Para ella no era más que un procedimiento médico. ¡Tener que discutir estos temas con una mujer, y que una mujer hablara con él de eso!
Durante el viaje desde Canterbury el prior apenas había advertido la presencia de la joven como una integrante más de la muchedumbre. Aunque -ahora se daba cuenta- llegada la ocasión de pasar la noche en una posada, ella, al igual que las monjas, había ocupado los aposentos para mujeres en lugar de permanecer en el carro junto a sus compañeros. La noche anterior, mientras miraba con preocupación sus partes pudendas, podía haberla confundido con uno de sus escribas, concentrado en un complejo manuscrito. Y esa mañana, la actitud profesional con que ella estaba abordando la situación los sostenía a ambos por encima de las turbias aguas del género.
Aun así, ella era una mujer y, por desgracia, tan poco atractiva como su conversación. Una mujer apta para mezclarse entre la multitud y pasar desapercibida. Una mujer que no llamaba la atención. Un ratón entre ratones. Dado que ahora él centraba toda su atención, se sintió irritado de que así fuera. No había motivo para semejante falta de atractivo. Sus rasgos eran pequeños y proporcionados, al igual que su cuerpo, a juzgar por lo poco que permitía apreciar la capa que la cubría. Su piel tenía la belleza morena y aterciopelada que suele encontrarse en el norte de Italia y en Grecia. Los dientes eran blancos. Debajo de la cofia que llevaba calada hasta las orejas presumiblemente estaba su cabello. ¿Qué edad tenía? Todavía era joven.
El sol brilló sobre un rostro que privilegiaba la inteligencia a la belleza. La agudeza le privaba de femineidad. No había huella de artificio. Era honesta, el prior le reconocía esa virtud. Pulcra como una tabla de lavar, pero -si bien él era el primero en condenar a las mujeres que se pintaban- sentía que la absoluta ausencia de artificio en una de ellas era casi una afrenta. Aún era virgen, podría haberlo jurado.
Adelia vio ante sí a un hombre que comía en exceso, como solía ocurrir con los superiores de los monasterios, aunque en este caso la glotonería no intentaba compensar la falta de actividad sexual. Se sentía segura en su compañía. Desde el primer momento había percibido que para él las mujeres sólo eran criaturas de la naturaleza, porque, extrañamente, no recurría al acoso o a la tentación. Los deseos de la carne estaban allí, pero no eran satisfechos ni controlados por medio de azotes. Los ojos bondadosos hablaban de una persona que se sentía bien consigo misma. Un hombre que toleraba los pecados menores, incluidos los propios. El hombre sentía curiosidad por ella; por supuesto, todos sentían lo mismo una vez que se les prestaba atención.
A pesar de que se esforzaba por ser amable, la doctora se estaba impacientando. Había pasado la mayor parte de la noche atendiéndolo. Lo menos que él podía hacer era seguir su consejo.
– ¿Estáis escuchándome, excelencia?
– Os ruego que me perdonéis, señora -repuso el prior enderezándose.
– Os dije que puedo enseñaros a usar el catheter. Si aprendéis cómo hacerlo, os resultará sencillo poner en práctica el procedimiento.
– Señora, creo que podemos esperar a que surja la necesidad.
Muy bien, pensó Adelia, si así lo prefería.
– Mientras tanto, deberíais hacer más ejercicio y comer menos. Cargáis demasiado peso.
– Salgo a cazar todas las semanas. A caballo, o a pie, siguiendo a los perros -explicó el prior Geoffrey, herido en su amor propio.
Dominante, pensó el prior Geoffrey. ¿Y es de Sicilia? Su experiencia con las mujeres sicilianas -breve pero inolvidable- le recordó el atractivo de las árabes. Los ojos negros que le sonreían por encima de un velo; el roce de los dedos teñidos de henna; las palabras tan suaves como la piel, el aroma de…
Por Dios, pensó Adelia. ¿Por qué le dan tanta importancia a las fruslerías?
– No me importa -repuso bruscamente.
– ¿Cómo?
La doctora suspiró, impaciente.
– Según veo, lamentáis que tanto la mujer como la doctora carezcan de ornamentos. Es lo que siempre sucede -afirmó-. De ambas estáis percibiendo lo que en realidad son, señor prior. Si deseáis ornatos, tendréis que buscarlos en otra parte. No tenéis más que pasar esa piedra -le indicó, señalando una roca cercana- y encontraréis un charlatán que podrá deslumbraros con la conjunción favorable de Mercurio y Venus, que os prometerá un venturoso futuro y os venderá agua coloreada a cambio de una pieza de oro. A mí me da lo mismo. Yo sólo os mostraré la realidad.
El prior estaba desconcertado. Tenía ante sí la confianza, incluso la arrogancia, de un experto artesano. La mujer podría haber sido un fontanero al que había recurrido para reparar una cañería rota. Salvo porque, según recordó, había evitado que estallara su cañería personal. Sin embargo, hasta lo práctico podía embellecerse.
– ¿Sois tan directa con todos vuestros pacientes?
– No suelo atender pacientes.
– No me sorprende.
Adelia se rió.
Fascinante, pensó el prior, extasiado. Recordó a Horacio: «Dulce ridentem Lalagen amabo». «Seguiré amando a mi Lalage de dulce risa». Pero la risa le había conferido instantáneamente a la joven mujer vulnerabilidad e inocencia, algo totalmente opuesto a la actitud admonitoria que había adoptado antes, por lo que el súbito cariño que brotaba de él no tenía por destinataria a Lalage, sino a una hija. El prior decidió que debía protegerla.
Adelia tenía la mano extendida y le estaba ofreciendo algo.
– Os he prescrito una dieta.
– ¡Papel, por el Señor! -exclamó el prior-. ¿De dónde obtenéis papel?
– Los árabes lo fabrican.
El paciente echó un vistazo a la lista. La caligrafía de la doctora era abominable, pero logró descifrarla.
– ¿Agua? ¿Agua hervida? ¿Ocho tazas al día? Señora, ¿queréis matarme? El poeta Horacio dice que nada valioso puede esperarse de las personas que beben agua.
– Podríais probar con Marcial -respondió la doctora-, él vivió más años. Non est vivere, sed valere vita est. La vida no es vivir, sino estar sano.
El prior meneaba la cabeza, asombrado.
– Os ruego que me digáis vuestro nombre -pidió humildemente.
– Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar -enunció Adelia-. O doctora Trótula, si preferís. Es el título que la escuela de Salerno otorga a las mujeres profesoras [3].
El prior no sabía cuál elegir.
– ¿Vesubia? Un bonito nombre, muy original.
– Adelia -sugirió ella-. Sencillamente, fui encontrada en el Vesubio. -La mujer extendió la mano como si fuera a estrechar la del prior, éste contuvo el aliento, pero, en cambio, le cogió la muñeca. Apoyó el pulgar en el dorso y con los otros dedos presionó la parte más blanda. Sus uñas estaban cortas y limpias, como todo su cuerpo-. Me abandonaron en la montaña cuando era un bebé. En una vasija de barro. -La doctora hablaba distraídamente. El prior comprendió que, en realidad, su intención no era contarle su vida, sino mantenerlo callado mientras oía su pulso-. Los médicos que me encontraron y me criaron pensaron que posiblemente yo era griega, porque en Grecia existía la costumbre de abandonar a las hijas no deseadas. -Soltó la muñeca del prior y meneó la cabeza-. Demasiado rápido. En verdad, deberíais adelgazar.
«Debe cuidarse», pensó Adelia. Era la única solución.
Al prior le rondaban en la cabeza aquellas peculiaridades. Si bien el Señor podía exaltar a los menos encumbrados, no era necesario que ella exhibiera su innoble origen a todo el mundo. ¡Oh, Dios! Lejos de su medio estaría tan expuesta como un caracol sin su concha.
– ¿Habéis sido educada por dos hombres?
Adelia se sintió ofendida, como si el prior hubiera sugerido que su crianza no había sido normal.
– Era un matrimonio -aclaró, frunciendo el ceño-. Mi madre adoptiva también es una Trótula. Una cristiana nacida en Salerno.
– ¿Y vuestro padre adoptivo?
– Un judío.
De nuevo lo mismo. ¿Le contaría Adelia también aquello a las aves del cielo?
– Entonces, ¿fuisteis educada en su fe?
Para el prior era importante saberlo. Podía ser su estigma, debía salvarla de la quema.
– No tengo fe, excepto en aquello que puede ser demostrado.
– ¿Sabéis qué es la creación? ¿El propósito de Dios? -preguntó el prior horrorizado.
– Ciertamente, la creación existió. Que hubiera un propósito, lo ignoro.
«Dios mío, -pensaba el prior-, no la castigues todavía. La necesito. No sabe lo que dice».
Adelia estaba de pie. Su eunuco había girado el carro, de modo que estaba listo para bajar al camino. Simón caminaba hacia ellos.
– Señora Adelia, estoy en deuda con vos y quiero recompensaros tanto como sea posible. Podéis pedirme un favor y, con la gracia de Dios, os lo concederé.
Adelia se volvió para mirarlo; estaba considerando la oferta. Vio sus ojos amables, su inteligencia, su bondad. Le agradaba. Pero para su profesión lo importante era su cuerpo. Todavía no, pero sí algún día. Observar la glándula que había dificultado el funcionamiento de la vejiga, pesarla, compararla…
Simón comenzó a correr en dirección a ellos. Ya la había visto mirar de esa manera en otras ocasiones. Adelia sólo era capaz de juzgar las cosas con criterio médico: le pediría al prior que le permitiera disponer de su cadáver.
– Excelencia -intervino Simón, jadeando-, excelencia, si desearais tener una gentileza, podríais persuadir a la priora para que permita a la doctora Trótula ver las reliquias del pequeño Peter. Tal vez puedan arrojar luz acerca de la manera en que murió.
– ¿De verdad? -El prior Geoffrey miró a Vesubia Adelia Rachel Ortese-. ¿Y cómo podríais hacerlo?
– Me dedico a los muertos.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Virgilio, Eneida, III, 57. «¡A qué no arrastrarás a los mortales corazones, impía sed de oro!»
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Se llamaban así por Trótula de Salerno (P-1085), doctora especializada en enfermedades ginecológicas. Muy célebre en su época, destacó entre el círculo de doctoras llamadas Mulieres Salernitae, las Damas de Salerno.