174349.fb2 Maestra En El Arte De La Muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Capítulo 6

Las camas mullidas eran una de las cosas a las que Gyltha no se avenía. Adelia había pedido un colchón de pluma de ganso, como el que usaba para dormir en Salerno, y así se lo dijo. No parecía un encargo difícil de cumplir, puesto que los gansos moteaban los cielos de Cambridge.

– Las plumas de ganso son un suplicio, no se pueden lavar. El colchón de paja es más limpio, el relleno se cambia todos los días.

La tensión interfería entre ambas mujeres sin que ninguna supiera por qué. Desde el momento en que Adelia había pedido más ensalada en la comida, Gyltha se había sentido ofendida en su dignidad.

Ante semejante encrucijada, la respuesta sobre el colchón decidiría quién detentaría la autoridad en el futuro.

Por una parte, la organización de un hogar -aun tan modesto como aquél- superaba con mucho las habilidades de Adelia, que no sabía comprar provisiones, ni negociar con otros mercaderes que no fueran los boticarios. Tampoco sabía hilar ni tejer. Sus conocimientos sobre hierbas y especias tenían más relación con la medicina que con la cocina. En materia de costura, su experiencia se limitaba a zurcir piel o músculos desgarrados o volver a unir rápidamente los cadáveres que había destrozado.

En Salerno, aquello no había tenido importancia. Su venerable padre adoptivo, tras detectar tempranamente en ella un cerebro que rivalizaba con el suyo propio, y porque su ciudad era Salerno, la había alentado a convertirse en doctora, siguiendo sus pasos y los de su esposa. La organización de su espaciosa villa descansaba en manos de su cuñada, una mujer que sin necesidad de alzar la voz la hacía funcionar como un engranaje bien ungido.

Por otra parte, la estancia de Adelia en Inglaterra sería temporal y difícilmente tendría oportunidad de ocuparse de asuntos domésticos, además de que no estaba preparada para ser intimidada por un sirviente.

– Quiero que os aseguréis de que efectivamente la paja se cambie todos los días -concluyó secamente.

Una entente que por el momento favorecía a Gyltha. El resultado final estaba por concretarse. Quizá más adelante, ahora le dolía la cabeza.

La noche anterior Salvaguarda había compartido el solar con ella. Otra batalla perdida. A sus protestas de que el perro olía demasiado y debía pernoctar a la intemperie, Gyltha había respondido:

– Órdenes del prior. Os seguirá a todas partes.

Los ronquidos del animal se habían mezclado con voces y chillidos desconocidos que llegaban desde el río. La posibilidad, sugerida por Simón, de que el asesino tuviera un rostro familiar, había perturbado su sueño.

Antes de retirarse a dormir, Simón había redundado en el tema.

– ¿Quiénes durmieron en el campamento junto al camino y quiénes partieron? ¿Un monje? ¿Un caballero? ¿Un cazador? ¿Un recaudador de impuestos? ¿Alguno de ellos se escabulló para recoger esos pobres huesos? Debemos tener presente que eran livianos y tal vez se llevara uno de los caballos de la caravana. ¿El mercader? ¿Uno de los escuderos? ¿El juglar? ¿Los sirvientes? No podemos descartar a ninguno de ellos.

Quienquiera que fuera la había acechado durante la noche a través de la ventana, y después se coló en la habitación adoptando la forma de una urraca que arrastraba a un niño vivo en sus garras. Había despedazado el cuerpo sobre el pecho de Adelia, mirándola descaradamente con su ojo sin párpado mientras picoteaba el hígado del niño.

Era una imagen tan vivida que se despertó jadeando, convencida de que un pájaro había matado al niño.

– ¿Dónde está maese Simón? -preguntó a Gyltha. Era temprano. Se asomó a las ventanas de poniente de la sala, donde la sombra que proyectaba la casa cubría el prado hasta cerca del río. La luz del sol se reflejaba en el Cam, brillante, profundo y sereno, filtrándose entre los sauces. Adelia tuvo que contener el súbito impulso de chapotear en él como un pato.

– Salió. Quería averiguar dónde había mercaderes de lana.

– Teníamos previsto ir a Wandlebury Ring -comentó Adelia, irritada-. Así lo acordamos anoche. La prioridad es descubrir la guarida del asesino.

– Eso dijo él, pero como el señor Negro no podía, irán mañana.

– ¡Mansur! -exclamó bruscamente Adelia-. Se llama Mansur. ¿Por qué no puede ir?

Gyltha le hizo señas para que la siguiera hasta el final de la sala y entraron en la tienda de empeños del viejo Benjamín.

– Por ellos.

De puntillas, Adelia observó a través de una de las saeteras.

Junto al portal se veía una multitud. Algunas personas estaban sentadas, como si hubieran esperado allí durante mucho tiempo.

– Quieren ver al doctor Mansur -aclaró Gyltha, con énfasis-. Por eso no pueden ir a las colinas.

Una complicación imprevista. Al presentar a Mansur como médico -un médico desconocido, extranjero, en una ciudad populosa- no se les había ocurrido que podía ser requerido por pacientes. La noticia del encuentro con el prior se había difundido: en Jesus Lane obtendrían la cura para sus enfermedades.

Adelia estaba abrumada.

– Pero ¿cómo los voy a atender?

Gyltha se encogió de hombros.

– Por su aspecto, diría que la mayoría morirá de todos modos. Podemos contarlos entre los fracasos del pequeño Peter.

El pequeño Peter, los huesos del milagroso esqueleto que la priora había pregonado a los cuatro vientos, como un feriante, a lo largo de todo el camino desde Canterbury.

Adelia suspiró por el pequeño santo, por la desesperación de aquellos que llegaban hasta él y la desilusión que ahora les llevaba hasta su puerta. Lamentablemente, salvo en unos pocos casos, la doctora no podría hacer más que el pequeño Peter. Hierbas, sanguijuelas, pociones, incluso la fe, no podían detener el embate de las enfermedades que aquejaban a la mayor parte de la humanidad. Ella deseaba que no fuera así. ¡Vive Dios si lo deseaba!

Pero hacía mucho tiempo que no se dedicaba a pacientes vivos, salvo aquellos casos in extremis -y sólo si no había otro médico disponible- como el del prior.

No obstante, el dolor se había congregado frente a su puerta. No podía ignorarlo.

Tenía que hacer algo. Pero si la veían practicando la medicina, todos los doctores de Cambridge correrían a contárselo al obispo. La Iglesia no aprobaba la intervención humana en la enfermedad. Durante siglos habían sostenido que la oración y las reliquias de los santos eran los métodos que Dios proporcionaba para curar. Cualquier otra forma era considerada satánica. Más tarde se permitió realizar tratamientos fuera de los monasterios, siempre y cuando los llevaran a cabo médicos laicos -en tanto respetaran los límites impuestos-, pero a las mujeres, intrínsecamente pecadoras, les estaba forzosamente prohibido, salvo en el caso de las comadronas reconocidas como tales, e incluso ellas tenían que ser cuidadosas para que no las acusaran de brujería.

Hasta en Salerno, el más prestigioso reducto de la medicina, la Iglesia había tratado de aplicar su ley a los médicos exigiéndoles celibato. No lo había logrado, y tampoco había conseguido prohibir que las mujeres de la ciudad fueran médicos. Pero Salerno era la excepción que confirmaba la regla.

– ¿Qué haremos? -se preguntó Adelia. Margaret, la más práctica de las mujeres, lo habría sabido. «Todas las cosas tienen solución. Deja que la vieja Margaret se ocupe».

Gyltha chasqueó la lengua impaciente.

– ¿Por qué lloriqueáis? Es tan fácil como besar mi mano. Tenéis que actuar como si fuerais la ayudante del doctor, la que prepara sus pociones. Ellos dirán en inglés qué les pasa. Vos se lo diréis al doctor en esa jerigonza con que os entendéis, él os responderá en ese mismo idioma y les aconsejaréis qué hacer.

Una explicación rudimentaria, tan sencilla como eficaz. Cuando fuera necesario indicar un tratamiento sería el doctor Mansur quien, en apariencia, daría instrucciones a su ayudante.

– Muy ingenioso -admitió Adelia.

Gyltha se encogió de hombros.

– Evitará que nos molesten.

Cuando Adelia le puso al tanto de la situación, Mansur se lo tomó con calma, como era su costumbre. Sin embargo, Gyltha no estaba satisfecha con su aspecto.

– El doctor Braose, que atiende en el mercado, usa una capa con estrellas, tiene una calavera sobre la mesa y una cosa para leer en las estrellas.

Adelia se irguió, como lo hacía cuando alguien aludía a la magia.

– Este doctor practica la medicina, no la hechicería.

Cambridge debería conformarse con un rostro de águila negra envuelto en una kufiya y una voz de niño cantor. Suficiente magia para cualquiera.

Ulf fue enviado al boticario con una lista de encargos. Se dispuso una sala de espera en la antigua tienda de empeño.

Los muy ricos tenían médicos a su servicio. Los muy pobres se curaban a sí mismos. Quienes llegaban hasta Jesus Lane no pertenecían a ninguna de esas dos categorías. Eran artesanos y jornaleros a quienes -en el peor de los casos- les sobraban un par de monedas o incluso un pollo para pagar por el tratamiento.

La enfermedad había hecho estragos en ellos. Los remedios caseros no habían funcionado, tampoco las donaciones de dinero y aves de corral al convento de Santa Radegunda. Como Gyltha había dicho, allí estaban los fracasos del pequeño Peter.

– ¿Cómo le ha ocurrido esto? -preguntó Adelia a la mujer de un herrero, limpiando suavemente una costra amarilla de sus ojos completamente pegados. Y recordó que debía agregar-: El doctor quiere saberlo.

Aparentemente, alentada por la priora de Santa Radegunda, la mujer había humedecido un paño en las pústulas de la carne descompuesta del pequeño Peter cuando lo sacaron del río y luego se había frotado los ojos con él para curar su creciente ceguera.

– Alguien debería matar a esa priora -comentó Adelia a Mansur en árabe.

La esposa del herrero no podía entender las palabras, pero captó el sentido y se defendió.

– No fue culpa del pequeño Peter. La priora dijo que no recé lo suficiente.

– Si no la mato yo antes -concluyó Adelia. Nada podía hacerse para curar la ceguera de esa mujer, pero la mandó a casa con una solución diluida y filtrada de agrimonia, que con el uso regular le aliviaría la inflamación.

Ninguno de los casos que siguieron contribuyó a disminuir la ira de Adelia.

Huesos que por estar rotos desde hacía demasiado tiempo se habían torcido. Un bebé, muerto en brazos de su madre, que hubiera podido salvarse con un brebaje de corteza de sauce. Tres dedos del pie fracturados que se habían gangrenado y cuya amputación no habría sido necesaria si el paciente no hubiera perdido tiempo rogando al pequeño Peter.

Después de la sutura y el vendaje, el amputado había pasado un rato recostado y se había ido a su casa. La sala de espera se había vaciado. Adelia estaba fuera de sí.

– Dios maldiga a Santa Radegunda y a todos sus huesos. ¿Habéis visto al bebé? ¿Lo habéis visto? -preguntó a Mansur con ira-. ¿Y por qué le recomendasteis azúcar al chico con tos?

Mansur había degustado el poder y había comenzado a hacer movimientos cabalísticos con los brazos, sobre la cabeza de los pacientes, cuando se inclinaban ante él.

– Azúcar para la tos.

– ¿Ahora sois doctor? El azúcar puede ser el remedio árabe, pero en este país es escaso y muy caro. De todos modos, en este caso no causará ningún daño.

Salió en estampida hacia la cocina para beber un trago de licor. Cuando terminó, lanzó la taza de hojalata al agua.

– Malditos sean. Maldita sea su ignorancia.

Gyltha dejó de amasar el pan y levantó la cabeza para mirarla. La mujer le había ayudado a interpretar algunos de los misteriosos síntomas de los habitantes de Anglia Oriental: por ejemplo, «tembloroso» significaba inestabilidad en las piernas.

– Chica, habéis salvado el pie del joven Coker.

– Su trabajo es hacer techos de junco -indicó Adelia-. ¿Cómo hará para subir escaleras con sólo dos dedos en un pie?

– Es mejor que no tener pie.

La actitud de Gyltha había cambiado, pero Adelia estaba demasiado deprimida para notarlo. Esa mañana, veintiuna personas desesperadas habían acudido a ella, o en realidad, al doctor Mansur, y si los hubiera atendido a tiempo, podría haber curado a ocho de ellos. En las condiciones en que habían llegado, no había logrado curar más que a tres. En verdad, a cuatro; el chico con tos podría haber mejorado inhalando esencia de pino si sus pulmones no hubieran estado tan dañados.

No haber estado antes en Cambridge para curarlos la agobiaba; ellos la habían necesitado.

Mordisqueó distraída una galleta que Gyltha había deslizado en su mano. Es más, pensó, si los pacientes seguían llegando en esas cantidades, tendría que instalar su propia cocina. Se necesitaría tiempo y espacio para preparar tinturas, brebajes, ungüentos, polvos. No confiaba en los boticarios desde que se había descubierto que el signore D'Amelia adulteraba sus polvos más caros con cal.

Cal. Allí es donde ella, Simón y Mansur deberían estar, buscando la cal de Wandlebury Ring, aunque reconocía que Simón había sido prudente por no ir solo a ese misterioso lugar. Tal vez hiciera falta más de una persona para mirar detenidamente esas extrañas canteras, por no mencionar la posibilidad de que el asesino a su vez los estuviera observando, en cuyo caso Mansur sería muy útil.

– ¿Dijisteis que maese Simón fue a ver a los mercaderes de lana?

Gyltha asintió con la cabeza.

– Se llevó las tiras que ese demonio usó para atar a los niños. Quería averiguar si alguno de ellos las había vendido, y a quién.

En efecto, Adelia había lavado y secado dos de las tiras para él. Puesto que Wandlebury Ring debía esperar, Simón había empleado su tiempo buscando en otra dirección. Pero le sorprendía que hubiera puesto al tanto a Gyltha de sus propósitos. En fin, dado que el ama de llaves era una persona honesta…

– Venid conmigo -le pidió y la guió escaleras arriba. Luego se detuvo-. Esta galleta…

– Mis pastas de avena y miel.

– Muy nutritiva.

Adelia llevó a Gyltha hasta la mesa del solar donde estaba el contenido de su morral de cuero de cabra. Señaló uno de los objetos.

– ¿Habéis visto antes algo como esto?

– ¿Qué es?

– Creo que es alguna clase de dulce. -Tenía forma de rombo, estaba gris y seco como una roca. Adelia tuvo que usar su cuchillo más afilado para cortar una porción, que dejó a la vista el interior, rosado con un tenue aroma-. Estaba enredado en el cabello de Mary. -Gyltha cerró con fuerza los ojos y se santiguó. Luego los abrió para observar detenidamente-. Diría que es gelatina -la animó Adelia-. Con perfume a flores o a frutas. Endulzada con miel.

– Confitura de gente rica -comentó inmediatamente Gyltha-. Nunca he visto algo así. Ulf. -En un segundo el nieto entró en la habitación, por lo que Adelia supuso que había estado detrás de la puerta-. ¿Has visto alguna vez algo así? -le preguntó su abuela.

– Dulces -gruñó el chico, confirmando que había estado detrás de la puerta-. Compro dulces todo el tiempo, sí, gasto todo el dinero…

Mientras hablaba, sus ojos pequeños y astutos hacían un inventario de los objetos obtenidos en la celda de Santa Berta que podían servir como prueba: el rombo, las tiras de lana restantes que se secaban en la ventana. Adelia los cubrió con un lienzo.

– ¿Y bien?

Ulf meneó la cabeza con indudable autoridad.

– Por la forma, no son de aquí. En este país son enroscados o redondos.

– Entonces, vete -le ordenó Gyltha-. Si él no los ha visto, no son de aquí -aseguró cuando el chico salió.

Era decepcionante. La noche anterior la sospecha que pendía sobre todos los hombres de Cambridge se había limitado a los peregrinos. Aun así, sin contar a las esposas, las monjas y las sirvientas, las personas que había que investigar ascendían a cuarenta y siete.

– Seguramente podemos descontar al mercader de Cherry Hinton. Parece inofensivo -habían decidido.

Pero al consultar a Gyltha descubrieron que Cherry Hinton estaba al oeste de Cambridge y, en consecuencia, en la linde con Wandlebury Ring.

– No debemos descartar a nadie -había dicho Simón.

Para acotar las sospechas por medio de las pruebas que ya tenían -antes de comenzar los interrogatorios sobre las cuarenta y siete personas- Simón se había encargado de determinar el origen de las tiras de lana, y Adelia, del rombo. Pero éste no pudo ser identificado.

– Aunque debemos suponer que esta rareza reforzará su conexión con el asesino una vez que lo encontremos -dijo la doctora a Gyltha.

– ¿Crees que tentó a Mary con eso?

– Sí.

– Pobre pequeña Mary, tenía miedo de su padre, siempre pegándoles a ella y a su madre, un torturador, tenía miedo de todo. Nunca se iba lejos -recordó Gyltha-. ¿La tentaste con esto, miserable? -preguntó, mirando el rombo petrificado.

Las dos mujeres compartieron un momento de reflexión: una mano hacía una seña, la otra sostenía el exótico dulce, la niña atraída por él, cada vez más cerca, un ave rapaz se lanzaba sobre un armiño.

Gyltha corrió escaleras abajo para advertir a Ulf del peligro que representaban los hombres que ofrecían cosas a los niños.

Seis años. Asustada de todo, seis años junto a un padre brutal, y una muerte horrorosa, pensaba Adelia. «¿Qué puedo hacer? ¿Qué haré?».

También ella bajó las escaleras.

– ¿Puedo llevarme a Ulf? Quizá me sea de utilidad ver los lugares donde desapareció cada niño. Y quisiera examinar los huesos del pequeño Peter.

– No os dirán mucho, chica. Las monjas los hirvieron.

– Lo sé. -Era el procedimiento habitual con un posible santo-. Pero los huesos saben hablar.

Peter era el primus inter pares de los niños asesinados, el primero en desaparecer y el primero en morir. De lo que podía inferirse, su muerte no era similar a las otras dos, pues presumiblemente había ocurrido en Cambridge. Además era la única muerte relacionada con la crucifixión, y salvo que se probara lo contrario, ella y Simón habrían fracasado en la misión de exonerar a los judíos, sin importar cuántos asesinos hubiera en las colinas de cal. Así se lo explicaba a Gyltha.

– Tal vez sea posible persuadir a los padres de Peter para que hablen conmigo. Seguramente vieron el cuerpo antes de que lo recibieran las monjas.

– ¿Walter y su esposa? Ellos vieron las uñas de sus pequeñas manos y la corona de espinas en su cabecita. No dirán nada nuevo, perderían un montón de dinero.

– ¿Ganan dinero con su hijo muerto?

Gyltha señaló con la mano río arriba.

– Si llegas hasta su casa en Trumpington podrás ver a la gente clamando por entrar allí para respirar el mismo aire que respiraba el pequeño Peter y tocar su camisa, aunque no podrán, porque cuando murió usaba la única que tenía, y a Walter y Ethy sentados en la puerta, cobrándoles un penique a cada uno.

– Qué vergonzoso.

Gyltha colgó un caldero sobre el fuego y volvió a mirar a Adelia.

– Aparentemente, nunca habéis pasado necesidades, señora.

Aquel súbito tratamiento de «señora» no era un buen augurio; la complicidad que habían logrado esa mañana disminuía. Adelia reconoció que no.

– Imaginad que tenéis seis niños a los que alimentar, además del que murió, y que a cambio de la casa donde vivís, aparte de labrar vuestras tierras, tenéis que arar y cosechar los campos del convento cuatro días a la semana. Por no mencionar que Agnes está obligada a hacer la maldita limpieza. Tal vez no aprobéis su conducta, pero no es vergonzoso tratar de sobrevivir.

Al cabo de un rato, Adelia rompió el silencio.

– Entonces iré a Santa Radegunda y pediré que me permitan ver los huesos que tienen en su relicario.

– Bah.

– Al menos, echaré un vistazo al lugar -repuso Adelia-. ¿Me guiará Ulf hasta allí?

Lo haría, aunque no de buen grado. También el perro, que parecía fruncir el ceño tan horriblemente como el chico.

Tal vez con esos acompañantes -o a pesar de ellos-, Adelia podría mezclarse entre la gente de Cambridge.

– Mezclarme entre la gente -le explicó enfáticamente a Mansur cuando él se aprestó a acompañarla-. No podéis venir. Sería más fácil pasar desapercibida junto a un grupo de acróbatas.

Mansur protestó, pero Adelia le explicó que era pleno día, que habría gente por todas partes, que llevaba su daga y un perro apestoso cuyo hedor mantendría alejado a cualquier asaltante. De todos modos, la doctora pensó que a él no le resultaría desagradable quedarse junto a Gyltha en la cocina. Y partió.

Detrás de un huerto, una superficie elevada bordeaba un campo comunal que llegaba hasta el río, dividido en franjas cultivadas. Hombres y mujeres roturaban la tierra para la siembra de verano. Uno o dos se tocaron la frente como saludo. Más lejos, la brisa combaba la ropa tendida.

El Cam hacía de límite. Al otro lado del río había un territorio con suaves ondulaciones, zonas con árboles, otras cubiertas de hierba, una mansión que en la distancia parecía de juguete. Detrás de Adelia, la ciudad, con sus bulliciosos muelles en la ribera derecha, parecía disfrutar de un espectáculo incesante.

– ¿Dónde está Trumpington? -preguntó a Ulf.

– Trumpington -gruñó el chico al perro.

Doblaron a la izquierda. La posición del sol de la tarde indicaba que iban hacia el sur. Vieron pasar botes; mujeres y hombres se impulsaban con pértigas rumbo a sus tareas; el río era su calle. Algunos saludaban a Ulf; el chico les respondía inclinando la cabeza y le hacía comentarios al perro sobre ellos: «Swaney va a cobrar sus rentas, viejo mugriento; Gammer White con la ropa lavada para los Cheny; la hermana Gordi va a llevar provisiones a las eremitas, mira cómo se esfuerza; la vieja Moggy terminó temprano en el mercado».

Avanzaban por un paso elevado para evitar que las botas de Adelia, los pies desnudos del chico y las patas de Salvaguarda se hundieran en los prados donde las vacas pastaban entre la hierba crecida, flores amarillas, sauces y alisos. Sus pezuñas sonaban como ventosas.

Adelia jamás había visto tanto verde y tanta variedad de tonalidades. Ni tantos pájaros. Ni vacas tan gordas. Los pastos de Salerno eran secos, sólo aptos para las cabras.

El chico se detuvo y señaló, a lo lejos, un grupo de tejados de junco y la torre de una iglesia.

– Trumpington -le dijo al perro.

Adelia asintió.

– ¿Dónde está el árbol de Santa Radegunda?

El chico puso los ojos en blanco. Recitó: «Santa Rada», y volvió al sendero por el que habían llegado.

Cruzaron el río por un puente para caminantes que bordeaba la ribera izquierda del Cam hacia el norte, con Salvaguarda siguiéndoles lenta y pesadamente los pasos. A cada rato, el chico le presentaba sus quejas al perro. Adelia comprendió que estaba molesto con Gyltha por haber cambiado de ocupación. Como recadero en el negocio de las anguilas, solía recibir propinas de los clientes, una fuente de dinero de la que ahora carecía.

Decidió ignorarlo.

El pitido de un cuerno de caza les llegó desde las colinas del oeste. Salvaguarda y Ulf alzaron sus poco agraciadas cabezas y se detuvieron.

– Lobo -le informó Ulf al perro.

El eco se extinguió y continuaron su camino.

Desde esa orilla se vislumbraba a la perfección la ciudad de Cambridge. Recortados contra un cielo inigualablemente puro, sus techos desiguales -entre los que sobresalían las torres de las iglesias- se veían más imponentes, e incluso más bellos.

A lo lejos se divisaba el gran puente, un arco enorme y sólido, abarrotado de gente. Más allá, donde el río formaba un profundo lago, a los pies de la colina del castillo -casi una montaña en esa planicie-, los barcos se amontonaban en los diques, y desde esa perspectiva parecían definitivamente enredados. Grúas de madera descendían y se elevaban como garzas. Se oían gritos e instrucciones en distintos idiomas. Las embarcaciones eran tan variadas como las lenguas: largos botes de carga, barcas tiradas por caballos, barcas impulsadas con pértiga, canoas, buques como arcas, e incluso, para sorpresa de Adelia, un dhow, una típica embarcación árabe. Podían verse hombres con trenzas rubias, cubiertos con pieles de animales que les daban aspecto de osos, que bailaban saltando entre las barcas para entretener a los trabajadores de los muelles.

El bullicio y el ajetreo acentuaban la quietud de la ribera por la que la doctora caminaba junto al chico y el perro. Oyó que Ulf le anunciaba al animal que estaban cerca del árbol de Santa Radegunda.

Así lo dedujo Adelia, pues había sido rodeado por una cerca y fuera había un puesto con una pila de ramas. Dos monjas las cortaban en ramas más pequeñas, haciendo un hatillo con cada una y vendiéndolas a los buscadores de reliquias.

De modo que ése era el lugar donde el pequeño Peter había recogido sus ramas para la Pascua y, en consecuencia, era también el lugar donde Chaim, el judío, había sido ahorcado.

El árbol estaba fuera del terreno del convento, delimitado por un muro que, siguiendo el curso del río, llegaba hasta las puertas de un cobertizo donde se guardaban los botes y hasta a un pequeño embarcadero, mientras que por el oeste se internaba en el bosque y no era posible ver dónde terminaba.

Más allá de las puertas abiertas, otras monjas trajinaban en medio de una multitud de peregrinos, como abejas vestidas de negro y blanco que guiaban a los recolectores de miel hacia su colmena. Adelia atravesó el arco de la entrada. Una monja sentada frente a una mesa en el patio soleado advertía a un hombre y a una mujer que estaban delante de ella:

– La visita a la tumba del pequeño Peter cuesta un penique. O una docena de huevos. Estamos escasos de ellos. Las gallinas no están poniendo.

– ¿Un frasco de miel? -propuso la mujer.

La monja hizo un gesto reprobatorio, pero les permitió pasar. Adelia contribuyó con dos peniques, porque la monja estaba preparada para impedir la entrada de Salvaguarda y Ulf se negaba a pasar sin el perro. Las monedas tintinearon en un cuenco prácticamente lleno. La anterior discusión había detenido la fila de gente que se alineaba detrás de ella, y una de las monjas encargadas de la vigilancia se disgustó por la demora y estuvo a punto de empujarla para que atravesara el pórtico.

Era el primer convento que Adelia visitaba en Inglaterra y no pudo evitar compararlo con San Jorge, el mayor de los tres conventos de religiosas de Salerno y el más familiar para ella. Sabía que la comparación era injusta. San Jorge era un edificio fastuoso de mármol, mosaicos y puertas de bronce abiertas a unos jardines donde las fuentes refrescaban el ambiente; un lugar -la madre Ambrosia siempre lo decía- para alimentar de belleza a las almas que llegan hasta allí ávidas de ella.

Si las almas de Cambridge esperaban que Santa Radegunda les proporcionara esa clase de sustento, se irían hambrientas. La dote de aquel hogar femenino había sido escasa, lo que sugería que los generosos de Inglaterra no apreciaban a las mujeres que consagraban su vida a Dios. En realidad, había una agradable sencillez en las líneas del conjunto de edificios rectangulares de piedra anexos al convento, aunque ninguno de ellos era más grande ni estaba más ornamentado que el granero de San Jorge. La belleza brillaba por su ausencia. También la caridad. Las monjas de Santa Radegunda estaban más ocupadas en vender que en dar.

Innumerables puestos se sucedían a lo largo del sendero que conducía a la iglesia exhibiendo talismanes, insignias, estandartes, placas, símbolos del pequeño Peter, ampollas que contenían la sangre del llamado a ser santo, que, si en verdad era sangre humana, estaba tan aguada que apenas tenía un tinte rosado.

En el ambiente se percibía la ansiedad por comprar. «¿Cuál es bueno para la gota? ¿Para la diarrea? ¿Para la fertilidad? ¿Puede éste curar los temblores de una vaca?».

Santa Radegunda no esperaría los años que al Vaticano le llevaría confirmar la santidad de su mártir. Tampoco lo había hecho Canterbury, donde la industria en torno al mártir Tomás Becket era mucho mayor y más organizada.

Aleccionada por los juicios de Gyltha acerca de la necesidad, Adelia no se atrevió a culpar abiertamente al convento por ese comercio, pese a despreciar la vulgaridad con que se realizaba. Roger de Acton estaba allí, yendo y viniendo a lo largo de la fila de peregrinos, blandiendo una ampolla mientras alentaba a la multitud a comprarla. «Quien se lave con la sangre contenida en esta pequeña ampolla no necesitará lavarse nunca más». Por la agria vaharada que dejaba a su paso se hubiera colegido que predicaba con el ejemplo.

Ese hombre había animado el viaje desde Canterbury, como un mono enajenado, con sus continuos gritos. Su sombrero de orejeras era demasiado grande para él, y su sayo verde y negro estaba cubierto de salpicaduras de barro y comida.

En una peregrinación integrada en su mayoría por personas educadas, el hombre parecía un idiota. Pero allí, en medio de seres desesperados, su voz cascada sonaba perentoria. Roger de Acton decía «comprad» y sus oyentes compraban.

Suponiendo que Dios dotara a sus elegidos de una sagrada demencia, Acton inspiraba el respeto de uno de esos hombres esqueléticos que dicen incongruencias en las cuevas de Oriente o un estilita balanceándose en su columna. ¿Acaso no seguían los santos una vida de privaciones? ¿No llevaba el cadáver del mártir Tomás Becket un cilicio lleno de piojos? La suciedad, la exaltación y la habilidad para citar la Biblia eran a menudo sus señas de santidad.

Roger de Acton pertenecía al tipo de personas que Adelia tenía por peligrosas. Las que denunciaban a excéntricas ancianas como brujas, las que llevaban a las adúlteras a comparecer ante un tribunal o las que alzaban sus voces incitando a la violencia contra otras razas u otras creencias. La pregunta era: ¿cuan peligroso podía ser?

«¿Habéis sido vos?», se preguntó Adelia. «¿Habéis merodeado por Wandlebury Ring? ¿Verdaderamente os bañáis en la sangre de los niños?».

Sin embargo, no podía preguntárselo directamente a él, no hasta que tuviera una buena razón. Entretanto, sus cualidades lo convertían en un buen candidato.

Pasó junto a ella sin reconocerla; y tampoco lo hizo la priora Joan, con la que se cruzó cuando se dirigía a la entrada. Vestía ropa de montar y llevaba un halcón en la muñeca. En su camino, alentaba a los clientes con un tally ho, como el cazador que ha avistado a un zorro.

Adelia había creído por la actitud segura e intimidatoria de la priora que el convento que dirigía sería un probado modelo de organización. En cambio, la negligencia era evidente. Alrededor de la iglesia crecía la maleza, en su techo faltaban tejas. Los hábitos de las monjas estaban remendados, el lino blanco de debajo de los tocados negros se veía especialmente sucio y sus modales eran bastos.

Arrastrando los pies en la fila para entrar en la iglesia, se preguntó cuál sería el destino del dinero que la orden ganaba gracias al pequeño Peter. Saltaba a la vista que no se utilizaba para glorificar a Dios. Tampoco para proporcionar comodidades a los peregrinos: nadie asistía a los enfermos, no había bancos para los inválidos que esperaban, ni lugares a resguardo del calor. Si alguien solicitaba alojamiento para pasar la noche le remitían a una lista con las posadas de la ciudad que se exhibía en la puerta de la iglesia.

Pero a los suplicantes que arrastraban los pies junto a ella no parecía importarles. Una mujer con muletas se jactaba de haber visitado las glorias de Canterbury, Winchester, Walsingham, Bury St Edmunds y St Albans mientras mostraba sus insignias a quienes la rodeaban, pero toleraba el descuido del lugar. «Tengo mis esperanzas puestas en éste -decía-. No es un santo todavía, pero fue crucificado por los judíos: Jesús lo escuchará, estoy segura».

Un santo inglés que había tenido el mismo destino a manos de los mismos verdugos que el Hijo de Dios. Que había respirado el mismo aire que ellos respiraban en ese momento. Sin darse cuenta, Adelia se encontró rogando para que su santidad fuera verdadera.

Una vez dentro del templo vio a un clérigo sentado ante una mesa junto a la pared, anotando la declaración de una pálida mujer que le decía que se sentía mejor después de haber tocado el relicario. Algo demasiado insípido para Roger de Acton, que llegó como ferviente devoto.

– ¿Os sentís fortalecida? ¿Habéis sentido la presencia del Espíritu Santo? ¿Vuestros pecados han sido perdonados? ¿Vuestra enfermedad se ha curado?

– Sí-afirmó la mujer-. ¡Sí! -repitió con mayor fervor.

– ¡Otro milagro!

La mujer fue llevada al exterior para que los que formaban la fila la vieran.

– ¡Se ha curado! Alabado sea el Señor y su pequeño santo.

La iglesia olía a madera y a paja. Un laberinto dibujado con tiza en la nave sugería que alguien había intentado reproducir el laberinto de Jerusalén sobre la piedra, pero eran pocos los peregrinos que obedecían a la monja que les impulsaba a recorrerlo. Los demás se dirigían atropelladamente hacia la capilla lateral, donde estaba el relicario. Adelia todavía no alcanzaba a verlo.

Mientras aguardaba, se entretuvo en observar el lugar. Una fina placa de piedra rezaba: «En el año de Nuestro Señor de 1138, el rey Esteban sancionó la donación que William Le Moyne, orfebre, hizo a las hermanas del claustro recientemente fundado en la ciudad de Cambridge para honrar al difunto rey Enrique».

Probablemente eso explicaba la pobreza del convento. La guerra que Esteban había librado contra su prima Matilda había terminado con el triunfo de ella, o en realidad, de Enrique II, su hijo. Al rey seguramente no le agradaría hacer donaciones a un convento protegido por el enemigo de su madre durante trece años.

La lista de prioras que lo habían dirigido mostraba que la madre Joan detentaba esa jerarquía desde hacía dos años. El abandono que se percibía en la iglesia hablaba del poco entusiasmo con que desempeñaba su tarea. Sus intereses, más seculares, estaban insinuados en la pintura de un caballo, cuyo epígrafe señalaba: «Corazón Valiente. 1151 d.C. – 1169 d.C. Mi buen y fiel servidor». Una brida y un freno colgaban de los dedos de madera de una estatua de Santa María.

La pareja que precedía a Adelia ya había llegado al relicario. Cuando se arrodillaron, la doctora pudo verlo por primera vez. Contuvo la respiración. Allí, en medio del blanco resplandor de las velas, había trascendencia suficiente para perdonar todas las vulgaridades que había observado antes. No se trataba sólo del relicario, sino de la joven monja que, arrodillada e inmóvil como una piedra, con gesto trágico y manos unidas en oración, representaba una escena de los Evangelios. Una madre, su hijo muerto. La escena transmitía tierna gracia.

A Adelia se le erizó la piel de la nuca. Se sintió súbitamente embelesada por el deseo de creer. Seguramente la deslumbrante verdad que irradiaba ese lugar llevaría las dudas hasta el Cielo para que Dios se riera de ellas. La pareja rezaba. Su hijo estaba en Siria, Adelia les había oído hablar de él. Al unísono, como si lo hubieran ensayado, susurraban:

– Oh, niño santo, si mencionas el nombre de nuestro hijo ante el Señor y lo envías de vuelta a casa, sano y salvo, os estaremos eternamente agradecidos.

«Permitidme creer, Dios», pensaba Adelia. Un ruego tan puro y simple como ése tenía que ser escuchado. «Tan sólo permitidme creer. Tengo ansia de fe».

El hombre y la mujer salieron abrazados. Adelia se arrodilló. La monja le sonrió. Reconoció a la pequeña y retraída acompañante de la priora durante la peregrinación a Canterbury, pero su timidez se había transformado en compasión. Sus ojos reflejaban una expresión amorosa.

– El pequeño Peter os escuchará, hermana.

El relicario tenía la forma de un ataúd y había sido colocado sobre una tumba tallada en la piedra para que estuviera a la altura de los ojos de quienes se arrodillaban ante él. Allí, pues, era donde había ido a parar el dinero del convento: a una gran urna con incrustaciones de gemas en la que un orfebre había labrado escenas hogareñas y campestres que describían la vida del niño, su martirio a manos de los demonios y su ascensión al Paraíso guiado por Santa María. En uno de los lados tenía una incrustación de madreperla tan fina que hacía las veces de ventana. En el interior, Adelia sólo pudo distinguir los huesos de una mano sobre una pequeña almohadilla de terciopelo, dispuestos como si fueran a otorgar una bendición.

– Podéis besar su nudillo si así lo deseáis -sugirió señalando un ostensorio apoyado sobre un almohadón, encima del relicario. Se asemejaba a un broche sajón y tenía un hueso nudoso y diminuto engastado en oro y piedras preciosas.

Era el hueso trapecio de la mano derecha. La gloria se desvaneció. Adelia volvió a la realidad.

– Otro penique para ver el esqueleto entero -ofreció.

En la blanca y hermosa frente de la monja se dibujaron surcos. Luego se inclinó hacia delante, quitó el ostensorio y levantó la tapa del relicario. Al hacerlo, su manga se arrugó y dejó a la vista un brazo amoratado.

Adelia, impresionada, la miró. «Golpean a esta joven dulce y amable». La monja sonrió y se cubrió con la manga.

– Dios es bondadoso -declaró.

Adelia esperaba que lo fuera. Sin pedir permiso, cogió una de las velas y orientó la llama hacia los huesos.

Eran muy pequeños, pobre niño. La imaginación de la priora Joan había magnificado la idea de Adelia sobre el santo. El relicario era demasiado largo, el esqueleto se perdía dentro de él, como un niño pequeño vestido con prendas muy grandes para su tamaño.

Adelia sintió en los ojos el escozor que precede a las lágrimas. No obstante, pudo ver que la única distorsión en las manos y en los pies era la falta del trapecio que se exhibía. Las uñas no estaban dañadas. Las costillas y la espina dorsal no habían sido perforadas. La herida provocada por una lanza que el prior Geoffrey había descrito a Simón probablemente se debiera a que la mortificación del cuerpo fue más allá de lo que la piel podía soportar. El estómago se había desgarrado.

Pero allí, en la zona de los huesos pélvicos, se veían los mismos cortes, marcados e irregulares, que había visto en los cadáveres de los otros niños. Tuvo que contenerse para no sacarlos del relicario y examinarlos más detenidamente, pero estaba casi segura. El niño había sido apuñalado repetidamente con ese cuchillo tan especial, de un tipo que jamás había visto.

– Eh, señora. -La fila que tenía detrás se estaba impacientando.

Adelia se santiguó y salió. Cuando dejó su penique sobre la mesa del clérigo que estaba junto a la puerta, éste le preguntó:

– ¿Habéis sido curada, señora? Debo anotar todos los milagros.

– Puede escribir que me siento mejor.

«Justificada» habría sido la palabra más apropiada. Ahora lo sabía. El pequeño Peter no había sido crucificado. Había muerto de modo más obsceno. Como los otros niños.

«¿Cómo declarar eso en la investigación del magistrado?», pensó amargamente Adelia. «Yo, doctora Trótula, tengo la prueba material de que este niño no murió en una cruz, sino en manos de un carnicero que todavía camina entre vosotros».

«¿Cómo exponerlo ante un jurado que nada sabe de anatomía y nunca daría credibilidad a las aseveraciones de una mujer extranjera?».

Sólo cuando estuvo fuera de la iglesia advirtió que Ulf no había entrado con ella. Lo encontró sentado en el suelo, junto al portón, con los brazos rodeando las rodillas.

– ¿Erais amigos vos y el pequeño Peter? -le preguntó súbitamente Adelia, dándose cuenta de la posibilidad.

Salvaguarda fue destinatario de un elaborado sarcasmo.

– Jamás fui a la maldita escuela con él durante todo el invierno. Por supuesto que no.

– Entiendo. Lo siento. -Adelia había sido desconsiderada. El esqueleto que acababa de ver era el de un compañero de escuela y amigo del chico que, presumiblemente, lloraba por él.

– No son muchos los que pueden decir que han ido a la escuela con un santo.

El chico se encogió de hombros.

Adelia no estaba acostumbrada a tratar con niños. La mayoría de los que había conocido eran niños muertos. No sabía dirigirse a ellos salvo para preguntar y cuando no le respondían, como en este caso, no sabía qué hacer.

– Regresaremos al árbol de Santa Radegunda -propuso. Quería conversar con las monjas que estaban allí.

Volvieron sobre sus pasos. Un pensamiento hostigó a Adelia.

– Por casualidad, ¿visteis a vuestro compañero de escuela el día que desapareció?

Exasperado, el chico miró al perro.

– Era Pascua. Mi abuela y yo todavía estábamos en los pantanos.

– Ah. -Adelia siguió caminando. El intento había valido la pena.

Detrás de ella, el chico murmuró al animal.

– Pero Will estuvo con él, ¿verdad?

Adelia se puso frente a él.

– ¿Will?

Ulf se molestó. El perro continuó obtuso.

– Él y Will fueron juntos a buscar ramas de sauce.

En el relato acerca del último día del pequeño Peter, que el prior Geoffrey había narrado a Simón y éste, a su vez, a Adelia, no se mencionaba a Will.

– ¿Quién es Will?

Cuando el chico se disponía a responder al perro, Adelia le cogió del mentón, de modo que Ulf no tuvo más alternativa que mirarla a la cara.

– Preferiría que hablarais directamente conmigo.

Ulf volvió a girar el cuello y miró nuevamente en dirección a Salvaguarda.

– Ella no nos gusta, ¿verdad?

– A mí tampoco me agradáis vosotros -afirmó Adelia-. Pero lo que importa es saber quién mató a vuestro compañero de escuela, cómo y por qué. Estoy capacitada para investigar este tipo de cosas y ahora preciso de los conocimientos que tenéis sobre este lugar. Dado que vos y vuestra abuela estáis a mi servicio, debo pediros vuestra colaboración. El que nos agrademos el uno al otro, o no, carece de importancia.

– Los malditos judíos lo hicieron.

– ¿Estáis seguro?

Ulf la miró a los ojos por primera vez. Si el recaudador de impuestos hubiera estado con ellos en ese momento, habría visto que -como había ocurrido con Adelia mientras hacía su trabajo- los ojos del niño envejecían. Adelia vio en ellos una sagacidad casi perturbadora.

– Venid conmigo -indicó Ulf.

Adelia se restregó la mano en la falda -el cabello que sobresalía de la gorra de Ulf estaba grasiento, y posiblemente, habitado- y lo siguió. El chico se detuvo.

Al otro lado del río vieron una enorme e imponente mansión con un terreno cubierto de hierba que conducía a un pequeño embarcadero. Los postigos cerrados y la maleza que crecía alrededor demostraban que estaba abandonada.

– La casa del jefe de los judíos -señaló Ulf.

– ¿La casa de Chaim? ¿Donde se supone que Peter fue crucificado?

El chico asintió.

– Sólo que no lo estaba. No allí.

– Me han dicho que una mujer vio el cuerpo colgado en una de las habitaciones.

– Martha -contestó Ulf con un desdén semejante al de un enfermo de reumatismo crónico, condenado a padecerlo de por vida-. Ésa diría cualquier cosa para hacerse notar. -Como si hubiera ido demasiado lejos en su crítica, agregó-: No quiero faltarla. Sólo digo que no lo vio, ni tampoco el viejo que vende turba. Venid a mirar.

Regresaron al camino. Pasaron por el sauce de Santa Radegunda y el puesto de ramas en dirección al puente.

Llegaron al lugar donde el hombre que surtía de turba al castillo había avistado a dos judíos arrojando un bulto -supuestamente el cuerpo del pequeño Peter- al Cam.

– ¿El vendedor de turba también está equivocado? -preguntó Adelia.

El chico asintió.

– El viejo está medio ciego y es un mentiroso rastrero. No vio nada. Porqué…

Habían dado la vuelta y ahora miraban hacia el lugar desde donde se veía la casa de Chaim.

– Porque… -Ulf señaló el embarcadero vacío sobre el agua-, porque allí es donde ellos encontraron el cuerpo. Atrapado entre los malditos pilotes. Nadie tiró nada desde el puente porque…

Ulf miró a Adelia, expectante. La estaba poniendo a prueba.

– Porque los cuerpos no flotan contra la corriente -concluyó Adelia.

Los ojillos astutos y vivarachos de Ulf se animaron súbitamente, como los de un maestro ante un alumno que inesperadamente responde de manera correcta. Adelia había aprobado.

Pero si el testimonio del vendedor de turba era a todas luces falso, eso significaba que las palabras de aquella mujer, asegurando que poco antes había visto el cuerpo crucificado de Peter en la casa de Chaim, eran cuestionables. ¿Por qué el dedo acusador apuntaba directamente hacia los judíos?

– Porque esos malditos lo hicieron -insistía el chico-. Pero no en ese momento.

Ulf le hizo a Adelia una seña con la mano para que se sentara en el suelo y luego se colocó a su lado. Comenzó a hablar rápido, permitiéndole entrar en su mente infantil, que sacaba sus conclusiones -contrariamente a las de los adultos- basándose en su propia perspectiva.

A Adelia le costaba seguirle, no sólo por la pronunciación, sino por el dialecto. Saltaba entre las frases reconocibles como quien salta las matas de una ciénaga.

Por lo que pudo deducir, Will era un niño de aproximadamente la misma edad de Ulf, que realizaba la misma tarea que Peter, juntar ramas de sauce para la celebración del Domingo de Ramos. Will vivía en Cambridge, pero se había encontrado con el niño de Trumpington en el árbol de Santa Radegunda, donde a ambos les habían llamado la atención los festejos de boda que tenían lugar en el jardín de la casa de Chaim, al otro lado del río. Peter había cruzado el puente en compañía de Will y atravesaron la ciudad para ver qué pasaba en los establos que estaban detrás de la casa.

Después, Will había dejado a su compañero, llevándose consigo las ramas de sauce que debía entregar a su madre de vuelta a casa.

Hizo una pausa, pero Adelia sabía que había más. Ulf era un narrador nato. El sol calentaba y era agradable estar sentado a la sombra de los sauces, aun cuando el pelo de Salvaguarda, pegajoso y duro, crujiera de manera sospechosa. Ulf, con sus pequeños pies prensiles sumergidos en el río, se quejaba; tenía hambre.

– Dadme un penique y traeré unos pasteles de la tienda.

– Más tarde. -Adelia lo alentó a continuar-. Dejadme recapitular. Will partió a su casa, Peter desapareció en la de Chaim y nunca volvieron a verlo.

El chico resopló burlón.

– Nunca volvió a verlo ningún hijo de perra salvo Will.

– ¿Will lo vio de nuevo?

Había sucedido más tarde, ese mismo día, al anochecer. Will había regresado al Cam para llevar un balde con la cena a su padre, que estaba calafateando una de las barcas durante la noche, dejándola preparada para la mañana siguiente. Desde la orilla de Cambridge Will había visto a Peter al otro lado del río en la ribera izquierda.

– Estaba aquí, justo en este maldito lugar donde estamos sentados.

Will gritó a Peter que tenía que regresar a su casa.

– Debía hacerlo -agregó Ulf, juicioso-, si quedas atrapado en los pantanos de Trumpington de noche, los fuegos fatuos te llevan al infierno.

Adelia ignoró el comentario sobre los fuegos fatuos; no sabía qué eran, ni le importaba.

– Os escucho.

– Entonces Peter le contestó que iba a encontrarse con alguien por los ju-judíos.

– ¿Ju qué?

– Ju-judíos. -Ulf estaba impaciente. Por segunda vez apuntó con el dedo hacia la casa de Chaim-. Ju-judíos, eso fue lo que dijo. Iba a encontrarse con alguien por los ju-judíos e invitó a Will a acompañarlo. Pero Will dijo que no, y está muy contento de no haber ido, porque desde entonces nadie ha vuelto a ver a Peter.

Ju-judíos. ¿Encontrarse con alguien por los ju-judíos? ¿Cumplir un encargo de alguno de ellos? ¿Y por qué esa denominación infantil? Había cientos de denominaciones despectivas para los judíos; había oído infinidad de ellas desde su llegada a Inglaterra, pero jamás ésa.

Adelia siguió cavilando; trató de recrear la escena de aquella noche junto al río. Incluso a plena luz del sol, con la muchedumbre reunida en torno al árbol de Santa Radegunda, un poco más arriba, esa parte de la ribera era serena, el bosque y la pradera se unían detrás de ella. Sin embargo, en aquel momento tuvo que haber sido muy tenebrosa.

De la narración se deducía que Peter era un niño fantasioso, romántico. Ulf había descrito a un chico que se distraía más fácilmente que el formal Will.

No era difícil imaginarlo: una pequeña figura, saludando a su amigo, pálido entre la penumbra de los árboles, desapareciendo entre ellos para siempre.

– ¿Se lo ha contado Will a alguien?

No lo había hecho. Al menos, a ningún adulto. Estaba demasiado asustado por la posibilidad de que los malditos judíos fueran tras él. Y tenía razones para temer aquello, en opinión de Ulf. Sólo entre sus pares, en aquel mundo secreto e ignorado de la camaradería infantil, había confesado lo que sabía.

De cualquier modo, el resultado había sido el deseado: los judíos habían sido acusados, y el asesino y su esposa, castigados.

«Dejando el terreno libre para que el asesino volviera a matar», pensó Adelia.

Ulf la estaba observando.

– ¿Queréis saber más? Hay más, pero tendréis que mojaros las botas.

Ulf le mostró la prueba concluyente de que Peter había regresado más tarde a casa de Chaim, la prueba de la culpabilidad del judío. Tuvieron que abrirse paso hacia la orilla del río y caminar agachados. Y, en efecto, se mojó los pies; y el bajo de la falda. Y una considerable cantidad del lodo de Cambridge cubrió el resto de su cuerpo. Salvaguarda les siguió.

Cuando los tres resurgieron en la ribera, oscuras sombras que no provenían de los árboles cayeron sobre ellos.

– Por Dios, mira, si es esa perra extranjera -exclamó sir Gervase.

– Surgiendo del río como Afrodita -agregó sir Joscelin.

Iban vestidos de cazadores, con prendas de cuero, montados en sus ruanos como si fueran dioses. Delante de sir Joscelin se veía el cadáver de un lobo, envuelto en una manta de donde pendía un hocico que aún conservaba el rictus de un gruñido.

El cazador que los había acompañado en la peregrinación estaba detrás. Sujetaba con una correa tres sabuesos; cada uno con un tamaño suficiente como para llevar a Adelia en el lomo; la observaban tranquilamente desde sus morros peludos.

Hubiera querido huir, pero sir Gervase, con un rodillazo, adelantó su caballo de modo que Adelia, Ulf y Salvaguarda quedaran dentro de un triángulo, del que los caballos eran los lados y el río a sus espaldas, la base.

– Deberíamos preguntarnos qué hace nuestra visitante chapoteando en el barro, Gervase -manifestó sir Joscelin.

– En verdad, deberíamos. También deberíamos contar al alguacil lo de las hachas mágicas que aparecen cuando un caballero se digna prestarle atención. -Más jovial, pero aún amenazante, Gervase estaba decidido a recuperar la supremacía que había perdido en el encuentro con Adelia-. ¿Qué tenéis que decir ahora, bruja? ¿Dónde está vuestro amante sarraceno? -A medida que preguntaba, su tono de voz aumentaba-. ¿Qué haríais si os arrojáramos al río? ¿Eh? ¿Será ése su hermano? Se le ve bastante sucio.

Esta vez ella no se dejó amedrentar. «Imbécil ignorante», pensaba. «Os atrevéis a hablarme». Al mismo tiempo, estaba fascinada, no les quitaba los ojos de encima. Eran tan abominables que eclipsaban incluso a Roger de Acton. Sir Gervase la había intimidado en la colina sólo para demostrar que podía hacerlo, y lo haría otra vez si su amigo no estuviera allí. Sólo era poderoso ante los indefensos.

¿Sería él?

El chico estaba más quieto que un muerto. El perro se había arrastrado sigilosamente hasta ocultarse detrás de las piernas de Adelia, donde los sabuesos no pudieran verlo.

– Gervase -increpó bruscamente sir Joscelin. Y luego se dirigió a Adelia-: No prestéis atención a mi amigo, señora. Está molesto porque su lanza falló con el viejo lobo -explicó, dando una palmada en la cabeza del animal- y la mía dio en el blanco. -El caballero sonrió a su compañero antes de volver a mirar hacia abajo, en dirección a Adelia-. Oí que el buen prior os ha encontrado un alojamiento más adecuado que el carro.

– Gracias -contestó Adelia-. Así es.

– Y vuestro amigo, el doctor, ¿se ha establecido aquí?

– Sí.

– Un curandero sarraceno y una prostituta causarán buena impresión.

Sir Gervase era cada vez más grosero y ofensivo.

«Esto es estar entre los débiles», pensaba Adelia. «El fuerte puede insultarlos con impunidad. Bueno, eso está por ver».

Sir Joscelin ignoró a su compañero.

– Supongo que vuestro doctor no podrá hacer nada por el pobre Gelhert. El lobo le desgarró la pata -repuso, señalando con la cabeza a uno de los sabuesos, que tenía la pata levantada.

«También eso es un insulto», pensaba Adelia, «aunque no tenga la intención de serlo».

– Se le dan mejor los seres humanos. Deberíais aconsejar a vuestro amigo que consultara a alguien cuanto antes.

– ¿Eh? ¿Qué dice esa perra?

– ¿Pensáis que está enfermo? -preguntó Joscelin.

– Hay algunos signos.

– ¿Qué signos? -La ansiedad invadió súbitamente a Gervase-. ¿Qué signos, mujer?

– No estoy en condiciones de decirlo -le respondió Adelia a Joscelin. Era cierto, no había ningún signo-. Pero debería consultar a un médico, y rápido.

– ¡Oh, Dios! -La ansiedad se estaba convirtiendo en alarma-. Ya he estornudado siete veces esta mañana.

– Estornudos -repitió Adelia, reflexiva-. Eso es, entonces.

– Oh, Dios mío.

Sir Gervase tiró de las riendas y azuzó a su caballo, clavando las espuelas en los flancos. Adelia, aunque salpicada por el barro, estaba satisfecha.

Joscelin se quitó el sombrero sonriendo.

– Buenos días, señora.

El cazador le hizo una reverencia, reunió a sus perros y los siguió.

«Podría ser cualquiera de ellos», se dijo Adelia al verlos alejarse. «Gervase es un bruto, el otro no».

Sir Joscelin, a pesar de sus modales corteses, era un candidato tan digno de considerar como su censurable compañero, por quien obviamente sentía afecto. Había estado en la colina esa mañana.

Pero ¿quién no? Hugh, el cazador, tras esa cara tan insípida, podía ocultar la brutalidad que en Roger de Acton estaba a la vista. El mercader de mejillas gordinflonas de Cherry Hinton. También el juglar. Los monjes. Aquel al que llamaban hermano Gilbert, un chiflado como jamás había conocido. Todos ellos habían tenido acceso a Wandlebury Ring esa noche. En cuanto al inquisitivo recaudador de impuestos, todo le hacía sospechoso.

¿Y por qué sólo estoy considerando a los hombres? ¿Qué sucede con la priora, la monja, la esposa del mercader o las sirvientas?

Pero no. Adelia absolvía a todas las mujeres. No era un crimen propio de ellas. No porque las mujeres no pudieran ser crueles con un niño -había examinado muchos cuerpos víctimas de tortura y abandono-, pero en lo tocante a ataques sexuales siempre habían estado involucrados hombres. Siempre.

– Os hablaron. -La seriedad de Ulf, a diferencia de la actitud de Adelia, había sido producto del terror-. Cruzados. Han estado en Tierra Santa.

– En efecto, así es -afirmó rotundamente Adelia.

Habían estado allí, se habían enriquecido y habían demostrado su valentía. El prior Geoffrey le había otorgado a sir Gervase el señorío de Coton, y a sir Joscelin el convento de Santa Radegunda le había entregado el de Grantchester. Ambos eran grandes cazadores y el prior les cedía a Hugh y a sus sabuesos cuando tenían que abatir un demonio como el que cargaba el caballo de sir Joscelin -había matado ovejas cerca de Trumpington-, porque Hugh era el mejor cazador de lobos de Cambridgeshire.

«Hombres», pensó Adelia al percibir la admiración de Ulf. «Aunque sean niños».

Pero ese niño volvía a mirarla con su sabiduría práctica.

– ¿Estuvisteis con ellos?

Ella también había superado la prueba.

Amigablemente, caminaron de regreso hacia la casa del viejo Benjamín. El repugnante Salvaguarda los seguía.

Ya estaba oscuro cuando Simón volvió, hambriento. Un guiso de anguila y un pastel de pescado lo esperaban. Era viernes y Gyltha había respetado estrictamente las prescripciones para la cena. Simón se quejó de la gran cantidad de mercaderes de lana que había en Cambridge y los alrededores.

– Fueron amigables, me explicaron que mis retazos provenían de un antiguo lote de lana… reconocible por algo que distinguen en el pelo… Se ofrecieron a ayudarme a seguir el rastro hasta encontrar el fardo del que había formado parte…

A pesar de la sencillez de su aspecto y su vestido, Simón de Nápoles procedía de una familia rica y nunca se había parado a pensar el trayecto que la lana recorría desde la oveja hasta que se convertía en una pieza de tela. Estaba asombrado.

Mientras comía, compartió sus indagaciones con Adelia y Mansur.

– Usan orina para lavar los vellones, ¿lo sabíais? Los lavan en cubas que llenan con la contribución de todos los miembros de la familia. Cardado, vapor, calor y presión, tejido, teñido, mordientes. ¿Podéis concebir lo difícil que es lograr el color negro? Experto credite. Se debe partir de una tintura azul intenso, o una combinación de tanino y hierro. El amarillo es más simple. Hoy he conocido teñidores que desearían que todos nos vistiéramos de amarillo, como damas de noche… -Los dedos de Adelia comenzaron a repiquetear en la mesa. El brillo de los ojos de Simón indicaba que su búsqueda había sido exitosa, pero ella también tenía novedades. Simón lo advirtió-. Oh, bien, las hebras se clasifican en función de su resistencia, pero, aun así, no podríamos haber rastreado el origen de este jirón de tejido… -Simón lo sostenía amorosamente en la mano y Adelia notaba que, más allá del interés que tenía por esos temas, no había olvidado el propósito con que había sido utilizado- si no hubiera formado parte del orillo de un tejido, una urdimbre para reforzar los bordes característica del tejedor… -Simón vio la ansiedad en los ojos de Adelia y fue al grano-. Es parte de un lote enviado al abad de Ely hace tres años. El abad tiene la concesión para abastecer a todos los conventos de Cambridgeshire de la tela con que hacen la ropa de sus monjes.

Mansur fue el primero en responder.

– ¿Un hábito? ¿Es la tela del hábito de un monje?

– Sí.

A la afirmación siguió uno de aquellos silencios reflexivos que caracterizaban sus cenas.

– El único religioso al que podemos absolver es al prior, que estuvo con nosotros toda la noche -indicó Adelia.

Simón asintió.

– Sus monjes visten de negro debajo de la casulla.

– También las monjas -recordó Mansur.

– Es cierto. -Simón le sonrió-. Pero en este caso es irrelevante, porque en el curso de mis investigaciones me crucé otra vez con el mercader de Cherry Hinton que, casualmente, comercia con lana. Me aseguró que las monjas, su esposa y las sirvientas pasaron la noche en tiendas de campaña, rodeadas y custodiadas por los hombres de la comitiva. Si una de esas damas es nuestro asesino, no podría haber pasado desapercibida mientras recorría las colinas transportando cuerpos. -Eso dejaba sólo a los tres monjes que acompañaban al prior Geoffrey. Simón los consideró uno por uno-: ¿El joven hermano Ninian? Lo dudo, aunque, ¿por qué no? ¿El hermano Gilbert? Un hombre desagradable, un posible sujeto de investigación. ¿El otro? Nadie podía recordar el rostro o la personalidad del tercer monje. Hasta que no hagamos más averiguaciones, la especulación es inútil -admitió Simón-. Un hábito desgastado, arrojado en una pila de cosas en desuso tal vez; el asesino pudo haberlo comprado en cualquier lugar. Continuaremos cuando estemos más descansados. -Simón se apoyó contra el respaldo y tomó su copa de vino-. Y ahora, doctora, perdonadme. Los judíos raramente nos dedicamos a cazar, como sabéis, y me he convertido en algo tedioso, como cualquier cazador que relata cómo abatió a su presa. ¿Qué novedades tenéis?

Adelia relató los hechos en orden cronológico y con aspereza. Su día de caza había sido más fructífero que el de Simón, pero dudaba que a él le gustara el resultado.

A Simón le parecieron alentadoras sus conclusiones acerca de los huesos del pequeño Peter.

– Lo sabía. Podemos asestarles un golpe. El niño nunca fue crucificado.

– No lo fue -confirmó Adelia, que había transportado a sus oyentes al otro lado del río al referirles su conversación con Ulf.

– Lo tenemos -farfulló Simón tomando vino-. Doctora, habéis salvado a Israel. ¿El niño fue visto después de salir de la casa de Chaim? Entonces, todo lo que tenemos que hacer es buscar a ese chico, Will, y llevarlo a declarar ante el alguacil. «Señor alguacil, aquí hay una prueba viviente de que los judíos no tuvieron nada que ver con la muerte del pequeño Peter…» -Su voz se fue apagando cuando vio la expresión de Adelia.

– Me temo que lo hicieron ellos -intervino la doctora.