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Aunque, después de cenar, Brunetti y Paola se contaron los sucesos del día, ninguno descubrió relación alguna entre los incidentes de sus respectivas jornadas ni, desde luego, asoció las historias que habían oído con el concepto del honor y sus imperativos. Paola, que se sentía en sintonía con Marco, comentó que siempre le había sido simpático, a lo que Brunetti dijo, sorprendido:
– Creí que no te caía bien.
– ¿Por qué?
– Seguramente, porque es muy distinto de la clase de personas que a ti te gustan por regla general.
– ¿Concretamente?
– Creí que lo considerabas un oportunista.
– Es un oportunista. Y precisamente por eso me gusta. -Al ver su gesto de extrañeza, explicó-: Recuerda que paso la mayor parte de mi vida profesional en compañía de estudiantes o de académicos. Los unos suelen ser unos vagos; y los otros, unos autosuficientes. Los unos quieren hablarte de su delicada sensibilidad y su alma herida, del súbito desengaño que les ha impedido terminar el trabajo que tenían que entregar; y los otros se explayan sobre su última monografía acerca del uso que Calvino hace del punto y coma, la cual va a marcar un hito en la crítica literaria contemporánea. Por eso, una persona como Marco, que habla de cosas tangibles, de hacer dinero y llevar un negocio, y que, durante todos estos años, ni una sola vez ha tratado de impresionarme con lo que sabe ni dónde ha estado, ni me ha aburrido hablándome de sus penas, una persona como Marco es como una copa de prosecco después de una larga tarde pasada tomando manzanilla fría.
– ¿Manzanilla fría? -preguntó él.
Ella sonrió.
– Lo he dicho por el efecto del contraste con el prosecco. Es una técnica de exageración ingeniosa, similar a la reductio ad absurdum, que he aprendido de mis colegas.
– Los cuales, supongo, no tienen nada de prosecco.
Ella cerró los ojos y echó hacia atrás la cabeza en la actitud de sublime resignación ante el martirio que puede verse en algunas imágenes de santa Ágata.
– Hay días en los que siento la tentación de llevarme tu pistola.
– ¿Contra quién la usarías, estudiantes o profesores?
– ¿Lo preguntas en serio? -dijo ella fingiendo asombro.
– No. ¿Contra quién?
– Contra mis colegas. Los estudiantes, pobres criaturas, son sólo jóvenes e inmaduros, y la mayoría, cuando crezcan, se convertirán en seres humanos relativamente agradables. A los que me gustaría destruir es a mis colegas, aunque sólo fuera para poner fin al interminable fárrago de autocomplacencia que tengo que aguantar.
– ¿A todos? -preguntó él, acostumbrado a sus denuncias personalizadas y sorprendido ahora por lo indiscriminado del ataque.
Ella reflexionó, como quien prepara una lista, sabiendo que hay seis balas en la pistola. Al cabo de un rato, dijo, un poco decepcionada:
– A todos, no. Quizá a cinco o seis.
– Aun así, es la mitad de tu departamento, ¿no?
– En los libros figuran doce pero sólo nueve dan clase.
– ¿Y qué hacen los otros tres?
– Nada. Pero se le llama documentación.
– ¿Cómo?
– Uno es agresivo y, probablemente, chochea; la professoressa Bettin sufrió lo que se ha dado en llamar una crisis nerviosa y tiene baja indefinida por enfermedad, probablemente, hasta que se jubile, y el vicepresidente, el professor Della Grazia… bueno, ése es un caso especial.
– ¿Qué quieres decir?
– Tiene sesenta y ocho años, hace tres que debería haberse jubilado, pero se niega a marcharse.
– ¿Y tampoco da clase?
– No es de fiar con las alumnas.
– ¿Qué?
– Lo que oyes. No es de fiar con las alumnas. Ni con las profesoras -agregó, después de una pausa.
– ¿Qué hace?
– Con las alumnas, una especie de acotaciones guarras a todo lo que dice durante las tutorías, o decía, cuando las hacía. O en clase, leía gráficas descripciones del acto sexual. Eso sí, siempre, de los clásicos, para que nadie pudiera quejarse y, si se quejaban, él adoptaba una actitud de asombro y desdén, como si él fuera el único defensor de la tradición clásica. -Paola hizo una pausa, para darle ocasión de comentar, pero, como él no decía nada, prosiguió-: Dicen que a las profesoras jóvenes les veta la promoción si no media una relación sexual. Es vicepresidente del departamento, el que da el visto bueno a los ascensos, o no lo da.
– Y dices que tiene sesenta y ocho años -dijo Brunetti, no sin repugnancia.
– Lo cual, si lo piensas, te da una idea del tiempo que lleva haciendo eso impunemente.
– ¿Pero ya no?
– No tanto, por lo menos, desde que lo obligaron a dejar las clases.
– ¿Y ahora qué hace?
– Lo que te he dicho, documentación.
– ¿En qué consiste?
– En ir a cobrar el sueldo y, cuando decida retirarse, recibir una generosa prima y una pensión más generosa todavía.
– ¿Y eso es de dominio público?
– Para los miembros de la Facultad, desde luego; probablemente, para los estudiantes también.
– ¿Y nadie hace nada?
Apenas lo hubo dicho, ya intuía lo que ella iba a responder, y fue:
– Esto viene a ser lo mismo que lo que te ha contado Marco. Todo el mundo sabe que estas cosas ocurren, pero nadie se arriesga a denunciarlas abiertamente, por miedo a las consecuencias. Ser el primero en hacerlas públicas sería un suicidio profesional. Te enviarían a Caltanissetta, por ejemplo, a enseñar… -Él la vio buscar un tema que fuera lo bastante erudito-: «Los elementos del verso trovadoresco en la poesía cortesana catalana antigua.»
– Es curioso -dijo Brunetti-, me da la impresión de que, quien más quien menos, todos nos hemos hecho a la idea de que esta clase de cosas pueden ocurrir en una dependencia del Gobierno. Pero pensamos, o quizá confiamos, por lo menos, yo, en que en una universidad no puedan darse esas situaciones.
Paola repitió su imitación de santa Ágata y poco después ambos se iban a la cama.
Por la mañana, durante el desayuno, Paola preguntó:
– ¿Y bien?
Brunetti sabía a qué se refería: a la respuesta que él no había dado la noche antes, cuando ella le habló de la petición de su alumna, y dijo:
– Depende de cuál fuera el delito, y de la sentencia que se dictara.
– No me dijo cuál fue el delito, sólo que lo declararon culpable y lo enviaron a San Servolo.
Mientras removía el café distraídamente, Brunetti preguntó:
– ¿Y la mujer es austriaca? ¿Te dijo quién era él?
Paola repasaba la breve conversación mantenida con la muchacha, tratando de recordar los detalles.
– No; pero mencionó que la mujer era amiga de su abuelo, por lo que debe de tratarse de él.
– ¿Cómo se llama la chica? -preguntó Brunetti.
– ¿Por qué quieres saberlo?
– Podría pedir a la signorina Elettra que mire si hay algo en los archivos.
– Pero la vieja no es pariente suya -protestó Paola, reacia a exponer a la joven a una investigación policial, por más discreta y bienintencionada que fuera. ¿Quién sabía las consecuencias que podía tener el hecho de introducir su nombre en el ordenador de la policía?
– De todos modos, el abuelo sí lo sería -dijo Brunetti, más mordaz de lo que se proponía; le irritaba que, en cierta manera, su mujer le hubiera traído trabajo a casa…
– Guido -empezó a decir Paola con una voz que incluso a ella le pareció insólitamente dura-, lo único que esa chica quiere saber es si, teóricamente, es posible que se conceda un perdón. No pide una investigación policial, sino sólo información. -Paola, maestra de la vieja escuela, tenía la convicción de que, en cierto modo, ejercía con sus alumnos in loco parentis, idea que le impedía revelar el nombre de la muchacha.
Él dejó la taza.
– Me parece que nada puedo hacer mientras no sepa de qué fue declarado culpable ese hombre que quizá fuera su abuelo o quizá no. -Si en la Facultad, cuando él estudiaba Derecho, se había planteado algún caso de esa índole, lo había olvidado-. Si se trata de un delito menor, como hurto o agresión, no habría lugar a un perdón, pero si fue algo grave, como asesinato, entonces quizá, quizá… -Lo meditó un momento-. ¿Dijo cuándo había sido?
– No; pero, si lo enviaron a San Servolo, tuvo que ser antes de la legge Basaglia, que data de los años setenta, ¿no?
Brunetti reflexionaba.
– Humm -hizo y, tras un largo momento, dijo-: Sería difícil, aunque supiéramos el nombre.
– No necesitamos saber el nombre, Guido -insistió Paola-. Lo único que ella pide es una respuesta teórica.
– Pues la respuesta teórica es que, si no sabemos cuál fue el delito, no podemos dar una respuesta.
– ¿O sea, que no hay respuesta? -preguntó Paola ácidamente.
– Paola -dijo Brunetti con tono parecido-, esto no me lo estoy inventando. Es como si me pidieras que tasara un cuadro o un grabado sin dejarme verlo. -Los dos se acordarían después de ese símil.
– Entonces, ¿qué puedo decirle?
– Lo que te he dicho yo. Lo que le diría cualquier abogado con buena conciencia profesional -prosiguió, haciendo como si no viera a Paola alzar las cejas ante la posibilidad de encontrar tan raro ejemplar-. ¿Qué dice el maestro de ese libro que siempre estás citando? «Hechos, hechos, hechos.» Pues bien, mientras yo, u otro, no conozcamos los hechos, ésa es la única respuesta que obtendrá la muchacha.
Paola, después de sopesar el coste y consecuencias de prolongar la discusión, comprendió que era preferible darla por terminada. Guido actuaba de buena fe, y el hecho de que a ella no le gustara su respuesta no la hacía menos válida.
– Gracias. -Con una sonrisa, agregó-: Ganas me dan de decirle, como aquel otro personaje de Dickens que, puesto que se ha ahorrado los cinco millones de liras de la minuta del abogado, salga a gastárselos en otras cosas.
– Tú en los libros siempre encuentras respuesta para todo, ¿no? -preguntó él con una sonrisa.
En lugar de contestar directamente, algo que rara vez hacía, Paola dijo:
– Me parece que fue Shelley quien afirmó que los poetas son los verdaderos legisladores del mundo. No sé si eso es cierto o no, pero me consta que los novelistas son los primeros chismosos del mundo. No importa de lo que se trate, ellos ya lo han dicho antes.
Él echó hacia atrás la silla y se levantó.
– Hasta luego, sigue con tu contemplación de las excelencias de la literatura.
Se inclinó, le dio un beso en la cabeza y se quedó esperando otra referencia literaria de su mujer, pero ella alargó el brazo y le dio unas palmadas en la pantorrilla.
– Gracias, Guido. Eso le diré.