174384.fb2
Sentarse a esperar. Con cuidado, con dificultad, con el hombro vendado bajo la camisa extrañamente impecable de viernes a la noche, con el traje planchado y el impermeable por esta vez necesario, húmedo, ablandado de revolcones heroicos y de los otros, sin memoria de ropero ni percha permanente.
Sentarse a esperar. En el lugar clásico, casi la cueva de tanto tiempo. Etchenaik siente que la última mesa del lado de Montevideo lo esperaba a él para que espere allí, ahora. Ha vuelto al Bar Ramos casi por reflejo, después de mucho tiempo, desde la noche de noviembre en que consiguió sacar al gallego fuera de ese laberinto de baldosas blancas y negras para arrastrarlo a otro más grande, más peligroso, más difícil de explicar y sin servicios sociales.
– ¿Cómo anda Antonio? Hace mucho que no lo veo.
– Bien, Albarracín. Mejor que yo.
– ¿Qué te pasó?
La marca violácea en el párpado, el labio partido, el cuidado artesanal que pone el veterano para maniobrar con el brazo izquierdo empujaron al mozo, lo hicieron preguntar sin pudor, como quien se acerca a ver los resultados de un tumulto callejero.
– ¿Esto? -y se señaló vagamente todo-. Una puerta. Me golpeé con una puerta.
– Je. Te pegó una puerta. Je.
– Eso. Una puerta enloquecida, giratoria, me atacó. Se trabó el mecanismo, me cagó a sopapos y me empujó a la calle. Ahí se me tiró encima, me dio con el picaporte en el ojo y…
– ¿Qué te traigo?
– Café.
Albarracín era el mozo del otro lado pero con la partida del gallego había heredado su lugar, un territorio que marcaba como un perro, a golpes de rejilla en las mesas de los extremos del salón. Etchenaik no lo conocía demasiado: las miradas por encima del mostrador, el saludo cuando daba toda la vuelta para ir a mear; poca cosa para tantos años de frecuentar las mesas, el café y la ginebra. Pensó que tener amigos mozos o ser amigo de la gente que te sirve en los bares debía ser síntoma de algo, un defecto, una virtud, un agujero.
Miró el reloj. Faltaban cinco minutos. Ella entraría por esa puerta. Sería puntual, saludaría con voz suya, sólo suya.
– Tenemos que hablar -había dicho-. Un lugar tranquilo, ahora que pasó todo. Se merece explicaciones.
– Hoy no puedo -se había disculpado Etchenaik, lastimado, sin soportar ese cambio de voz, la sorpresa.
– ¿El viernes a la noche? -era casi una cita-. Donde usted diga.
– En el Bar Ramos a las diez.
Y tuvo la certeza de que ella estaría a gusto, en su hábitat.
– De acuerdo. Hasta el viernes.
Cuando colgó, como pudo, el auricular, el gallego lo retuvo.
– ¿Etchenaik, qué vas a hacer?
– ¿Ahora? Me voy a desmayar.
Y se había desmayado, y había vuelto a despertar y ahí estaba. Mirando por una ventana que daba a la lluvia.
– ¿Esperás a alguien? Parecés un novio.
Con el café, también había regresado Albarracín.
– Soy un novio -y lo miró-. Conseguí una mina por agencia matrimonial y es la primera cita. Avísame cuando llegue una morocha, más de cincuenta, pelo tirante y negro, pinta de guerrera. Yo me voy a hacer el boludo por si…
– ¿Ésa?
La puerta era un marco, un escenario breve y suficiente. Ella estaba allí.
– Sí -dijo el veterano-. Es ella.
El mismo vestido negro que había entrevisto en la casa de la calle Olleros, el encaje, la rosa innecesaria, el manchón en la boca, el personaje de Onetti reaparecía sobre el final y era como si todos los caminos, como si viniera la muerte y tuviera esos ojos.
– Buenas noches.
– Buenas noches, señora Laura. ¿Se sienta?
– ¿Por qué no vamos a otro lugar? Yo lo invito.
Salieron. Ella se movía dos, tres pasos adelante. Un lujo.
– Qué loba -dijo Albarracín bajito.
– Exactamente -dijo Etchenaik deslumbrado.
El afiche rojo, amarillo y azul anunciaba a la orquesta típica de Carmelo D'Amico y al cantor Carlos Coral. Tropical, Los Cocoteros, precios populares, damas gratis.
Hacía veinte años que Etchenaik no entraba al Salón La Argentina.
– ¿Siempre viene, Laura?
– No. No podía. Hubo un tiempo en que sí. Era una hermosa milonga. Ahora está llena de jovatos. Fíjese.
El veterano no necesita fijarse. Era temprano y Di Sarli desde el disco y «Bahía Blanca» marcaban el compás de tres parejas de minas altas y tipos engominados. Las mesas estaban casi vacías. El contrabajo y el piano esperaban otra hora y recordaban tiempos mejores en un escenario acartonado.
Se sentaron cerca de la pista. Pidieron una sidra.
Brindaron sin decir nada, seguros de compartir sus deseos.
– ¿Por qué me llamó? -dijo Etchenaik dejando la copa.
Ella estiró la mano sobre el mantelito rojo, agarró el alambre que retenía el corcho gordo, un armazón, una casita en sus manos.
– Tenía que explicarle. Hizo mucho por mí aunque no lo crea, Etchenaik -lo miró, transparente-. ¿Sabe quién soy yo?
– Ahora, sí.
El veterano tuvo conciencia de que ese momento sería siempre inolvidable, que recordaría el color de sus uñas, el escote del vestido de la pelirroja que pasaba bailando, los compases de «El abrojito» que ponían el fondo justo.
– Usted es La Loba, la madre de Ariel Brizuela. Usted es la mujer de Marcial Díaz.
Ella sonrió tristemente sin levantar la vista del mantel.
– ¿Marcial le habló de mí?
– Sí -mintió Etchenaik casi sin saberlo-. Y no sólo él. Usted es una mujer que dejó huella, Laura. Y no sólo en el recuerdo. En el barro también.
No fue necesario que ella dijera nada.
– Fue un disparo muy preciso -se admitió el veterano.
– Son años.
– De práctica.
– No. Años de espera, de odio.
Ella empezó a llorar, el rimmel se corría.
– Yo lo vi a usted en el entierro de Marcial. Aunque estábamos separados, la idea de vengar la muerte de Ariel nos unía y cuando lo mataron a él estábamos a punto de drogarlo. Hasta el hijo de puta del abogado está adentro. Cuando pasó por Barrancas a buscar unos papeles estaba tan asustado que me dijo adonde iba. Nunca supo ni sabrá que fui yo quien lo denunció.
Etchenaik la miraba con temerosa admiración.
– ¿Cómo hizo para arrimarse a Berardi?
– Cuando supimos que Huergo y el Gran Bolita estaban vinculados a Berardi, hace siete u ocho años, me fui a ofrecer por horas, les lavé la ropa, terminé ganándome la confianza, trabajando adentro. Cuando se separaron me convertí naturalmente en la amante de Berardi. Bah, la que siempre estaba a mano y dispuesta. No pedía nada.
Contaba todo con una voz neutra, casi lejana.
– No pedía porque sabía que un día iba a cobrarme todo: me dejó propiedades a mi nombre, Etchenaik. Quedo rica, inclusive.
– ¿Pero no fue muy riesgoso ir a Francisco Alvarez? Tuvo suerte.
– Yo estaba al tanto de todo lo que pasaba. Cuando Berardi decidió vigilar a Vicente fui yo quien le recomendé a usted. Supuse que en algún momento me podía confiar en usted.
Se miraron y casi naturalmente Etchenaik le agarró la mano.
– El domingo fui a Moreno porque sabía que los iba a encontrar juntos y en un lugar descampado. Aposté a que se balearan entre ellos. Ahí sí tuve suerte. Hasta Berardi cayó.
El salón estaba más animado ya. Una pareja desmesurada y quilombera que pasó vertiginosa rozó la mesa y les hizo tambalear la botella semivacía al ritmo de «A mover el esqueleto» por la Charanga del Caribe. Etchenaik la sostuvo con un manotazo y simultáneamente hizo un gesto de dolor.
– Me saqué el hombro.
– ¿Recién?
– No. En una rifa.
Y se rieron del hombro, de cualquier cosa.
Mientras Laura iba al baño a redibujar con rimmel, Etchenaik pidió otra sidra, decidió que la noche estaba en pañales y que no la arruinaría de ninguna manera. No contaría la muerte de Berardi, no implicaría a Vicente, no daría detalles miserables de la oscura familia Brotto ni revolvería la sucia muerte de Marcial en el fondo del Riachuelo. Esa mujer, esa oscura milonguera había entregado años de su vida a la persecución segura y prolija de los asesinos de su hijo. El balazo que había agujereado el pecho de Fredy Sanjurjo había sido disparado mucho antes, cuando una loba herida y apasionada decidió que la muerte de su lobito era un sentido para su vida. El pasado siempre volvía, vivía en los recuerdos, en las pasiones mal tapadas por capas y capas de olvido.
Ahora estaba la vetusta orquesta de Carmelo D'Amico en el escenario y Carlitos Coral cantaba «Gitana rusa» con violines zíngaros que se empinaban sobre el micrófono. Una respetable nube de humo flotaba sobre las parejas que se apretaban entre sudores y murmullos, buscaban en el abrazo el ritmo compartido, sensaciones perdidas que no querían perder.
El pasado también volvía con la gitana, el Don y el «serás tan triste» que Carlitos Coral no decía con la propiedad del cantor de Juan Sánchez Gorio pero decía al fin.
– ¿Pidió otra?
– Claro. Ya viene.
Ella había recompuesto sus ojos, repintado sus labios. De la misma cartera de la que una vez salía una pistola, emergían ahora cosméticos, pañuelos. Las carteras de mujer, pensó Etchenaik. La bolsa de Chola Benítez en manos del puto oficial Bertoldi; el prestigioso cocodrilo de doña Justina Huergo de Berardi lleno de cartas, de infamias; una carterita casi de nena metida entre la mierda multitudinaria del Luna Park.
– ¿En qué piensa?
– Ese tango… -improvisó Etchenaik mientras la gitana era más triste aún-. ¿Se acuerda del cantor de Juan Sánchez Gorio? ¿Cómo se llamaba?
– A mí no me hable de orquestas y cantores, Marcial sabía de eso. Yo lo oía a él, pero en realidad el tango para mí es algo para bailar, no para escuchar.
Llegó la sidra y bebieron en silencio.
– ¿Qué va a hacer, Laura? -dijo Etchenaik pero estaba lejos.
– No sé. Supongo que venderé todo y me iré. No quiero seguir viéndole la cara a esa gente. El chico no es malo pero es débil: yo le expliqué que Berardi no era su padre y se fue. Ahora volvió; que se joda. Ella es una bruja.
– Una bruja madre, también.
– No sé. Uno nunca sabe con esa gente. Ayer, medio día después del entierro de Berardi, se fueron a Europa. Si yo fuera la cana no los dejaría salir, pero…
Estaban sentados sobre pilas de odio, de errores, de muertos, y sin embargo cada uno arrastraba sus pedacitos, armaba lo que podía de sentido para el sobreviviente personal.
En ese momento la larga introducción que prodigaba la orquesta se despeñó en acordes sucesivos que iban bajando a los graves del piano y desde el fondo apareció el cantor:
A bailar, a bailar / que la orquesta se va
El último tango / perfuma la noche…
Etchenaik se acordó de Fiorentino.
– ¿Vamos a bailar? Después viene la tropical y nos vamos, si quiere -dijo ella como si acaso no hubieran venido a eso.
El veterano se señaló el hombro rígido.
– Apenas puedo moverlo.
– No importa -rió Laura ya de pie-. No pensará apretar…
Etchenaik sonrió apenas y la acompañó casi hasta el centro de la pista. Había mucha gente bailando. Se tomaron con cuidado.
La frase callada / que sube a los labios
y dice el tango / la despedida…
La llevó despacio. Sentía el roce del vestido en la yema de los dedos, la mano cálida, el pecho junto al suyo, la sien húmeda y el pelo grueso pegado a su mejilla. Ella bailaba muy bien, mucho mejor que él, que apenas usaba torpemente lo que tenía entre manos.
– Usted esperaba otra voz -dijo Laura sobre su hombro, sin mirarlo.
– ¿Cuándo?
– Cuando le hablé. Se le notó la decepción.
– Sí. No llamó y ya no va a llamar, creo.
– ¿Una mujer?
Vamos a bailar / tal vez no vuelvas a verla nunca
Carlitos Coral apuraba la rutina de todas las noches, se iba ya.
Etchenaik adelantó la pierna y sintió el vientre de ella, combado, vivido, la casita de Ariel Brizuela alguna vez. Giraron, se quebraron rítmicamente. Pensó en el otro chico, en el otro vientre que lo arrastraba a Europa, recordó con horror las uñas comidas de Cora.
– ¿Era una mujer? -repitió ella.
– Casi -alcanzó a decir al borde del chan chan y el final.