174387.fb2 Marcas de Fuego - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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Capítulo 11

La abuela está frita

Subí al Chevy y me derrumbé sobre el volante. Eran sólo las doce, pero estaba tan cansada como si me hubiese pasado una semana escalando el Everest. Un leve olor a vómito seguía flotando en el coche, a pesar de los veinte minutos que me había pasado frotando el asiento trasero. Al cabo de un rato me di cuenta de que lo que estaba oliendo era mi propia ropa. Me había ensuciado los vaqueros al arrodillarme en el asiento del coche, sólo que Elena me tenía tan crispada que no me había dado cuenta antes. Con un violento estremecimiento, encendí el motor y me dirigí al sur a toda velocidad, sin molestarme en mantenerme alerta a los guindas. Lo único que quería era volver a casa, quitarme la ropa y frotarme y lavarme con todas mis fuerzas.

Dejé el Chevy en un peligroso ángulo a un metro o así de la curva, y subí las escaleras de dos en dos. Casi sin poder esperar a estar dentro para desnudarme, tiré el vaquero, la camiseta y las bragas, amontonándolos en la entrada, y me fui derecha al baño. Estuve bajo el agua caliente casi media hora, me lavé dos veces la cabeza y me froté concienzudamente. Finalmente me sentí limpia, depurada mi vida de adictas y de alcohólicas.

Me vestí lentamente, tomándome el tiempo de pintarme y de arreglarme el pelo con algo de gel. Un vestido de algodón dorado con grandes botones negros me hizo sentir elegante y segura. Hasta busqué en el armario del vestíbulo un bolso negro que hiciera juego con mis zapatos.

Al salir recogí el montón de ropa y la bajé al sótano. Las sábanas estaban listas para la secadora, pero mi fervor doméstico tiene límites: embutí mis vaqueros junto con las sábanas y puse el ciclo de lavado desde el principio.

Para entonces ya era algo más de la una. No me daba tiempo a comer si quería ver a Zerlina antes de reunirme con Dominic Assuevo. Y supongo que sí quería verla, a pesar de que mi entusiasmo por la familia Ramsay estaba a la baja. Me dirigí hacia la calzada de la orilla del Lago y me uní a la corriente en dirección al sur.

El hospital Michael Reese domina la orilla del Lago a lo largo de unos dos kilómetros o más desde la calle Treinta y Siete. Di varias vueltas al edificio antes de que alguien saliera de un parquímetro: conmigo que no contaran para pagar el estacionamiento por esta visita. Había una vigilante en una jaula de cristal en la entrada. No le preocupó que pudiera ser una trabajadora social o la asesina del hacha, así que no tuve que utilizar el ardid de Carol para poder subir al cuarto piso.

El olor característico a hospital -una mezcla de medicamentos, antisépticos y sudor de la gente que sufre- me hizo retroceder involuntariamente al salir del ascensor. Había pasado demasiado tiempo en hospitales con mis padres cuando era más joven, y ese olor siempre me recuerda la angustia de aquellos días. Mi madre murió de cáncer cuando yo tenía quince años, y mi padre de enfisema unos diez años después. Era un fumador empedernido y hay días que aún me rebelo contra eso. Especialmente hoy, que me sentía asediada.

Zerlina Ramsay estaba en una habitación de cuatro camas. Los televisores fijados a gran altura en las paredes opuestas emitían conflictivos culebrones. Dos mujeres me miraron con indiferencia cuando entré pero volvieron inmediatamente su atención hacia la pantalla; las otras dos ni siquiera levantaron la vista. Me quedé dubitativamente en el umbral durante unos instantes, tratando de determinar cuál de las tres mujeres negras podía ser Zerlina. Ninguna de las tres tenía un parecido aplastante con Cerise. Finalmente vi un aviso colgado en una de las camas advirtiéndome que no fumase si estaban utilizando el oxígeno. La mujer que estaba en ella tenía el brazo izquierdo cubierto con una gasa. Pequeña y de constitución maciza, como podía verse bajo la exigua bata del hospital, era la última que hubiese elegido, pero Zerlina estaba allí por intoxicación por humo, así que supuse que había necesitado oxígeno. Estaba conectada a algo que parecía un marcapasos.

Me acerqué a la cama. Volvió la mirada hacia mí a desgana, con los ojos suspicazmente entornados en su ancha cara.

– ¿Señora Ramsay? -no contestó, pero tampoco lo negó-. Me llamo V. I. Warshawski. Creo que usted conoce a mi tía Elena.

Sus ojos oscuros parpadearon de sorpresa; me examinó cautelosamente.

– ¿Está segura? -tenía la voz ronca por llevar tiempo sin hablar y carraspeó discretamente.

– Me contó que las dos solían juntarse en el Indiana Arms a tomarse unas cervezas.

_ ¿Y…?

– Apreté los dientes y ataqué directamente.

– Y la noche pasada estaba esperándome en la puerta con Cerise.

– ¡Cerise! ¿De qué planeta bajaba esa chiquilla?

Eché un vistazo circular a la habitación. Tal y como me temía, sus compañeras estaban más interesadas en la actuación en vivo que en la tele. No hacían el menor esfuerzo por disimular su curiosidad.

– ¿Puede salir al pasillo con eso? -mostré el marcapasos-. Es algo privado.

– Esas dos le han sacado dinero, y yo no quiero saber nada. No puedo siquiera pagarme otro sitio para dormir, y menos aún pagar las deudas de esas chicas.

– No tiene nada que ver con dinero.

Me miró agresivamente, pero se incorporó en la cama. Su fuerte constitución daba la impresión, no de gordura, sino de un monumento natural, tal vez un secoya que hubiese crecido a lo ancho y no a lo alto. Apartó mi mano cuando traté de cogerla por el codo. Gruñendo en voz baja, se levantó y embutió los pies en las zapatillas de papel del hospital, cuidadosamente alineadas bajo el borde de la cama. El marcapasos tenía ruedas. Empujando el aparato, se abrió paso hasta la puerta, y luego hasta el vestíbulo, como un maremoto: enfermeras y auxiliares se apartaban a cada lado al verla llegar.

Jadeaba un poco cuando llegamos a una salita enclavada al final del corredor. Se tomó el tiempo de recuperar el aliento antes de dejarse caer en una de las sillas acolchadas. Estaban cubiertas de un hule verdoso y agrietado que había sido lavado por última vez en tiempos del propio Michael Reese. Me posé cautelosamente en el borde de la silla que hacía ángulo recto con la de Zerlina.

– ¿Así que Elena es su tía, eh? No se puede decir que se le parezca mucho.

– Me alegro de oírlo. Me lleva treinta años y tres mil botellas -pasé por alto su estallido de risa para añadir-: He de decir que usted tampoco se parece mucho a Cerise.

– Eso son los treinta años de los que hablas -dijo Zerlina-; yo a su edad no estaba tan mal. Y seguro que tengo mejor aspecto que el que ten drá ella a mi edad, si sigue a este paso. ¿Qué clase de cuento te ha contado? Ella, y esa tía tuya.

– Su niña -dije escuetamente-. Katterina.

Zerlina arrugó la cara con asombro. Por un momento creí que me iba a decir que Cerise no tenía ninguna hija.

– A buena hora se preocupa por esa criatura, hasta la fecha no se puede decir que le haya hecho mucho caso.

– ¿No estaba Katterina con usted el miércoles por la noche, cuando se incendió el Indiana Arms? -no se me ocurrió otra forma más suave de hacerle la pregunta.

– No, oh -sacudió enfáticamente su gruesa cabeza-. Sí que me dejó a la niña el miércoles, pero no me la podía quedar, ya sabe, habitación individual. Pueden ser tremendamente estrictos respecto a quién está contigo, y eso Cerise lo sabía. ¡Pero esta chica!

Estaba sentada con las manos apoyadas en las rodillas, y se quedó mirando melancólicamente a la nada durante unos instantes. El marcapasos emitía un insistente bip-bip, como si siguiese el ritmo de sus pensamientos. Me miró directamente a la cara.

– Más vale que te cuente toda la historia. No sé por qué lo hago. No sé si puedo precisamente confiar en ti. Pero no pareces como Elena. No pareces una borracha dispuesta a todo con tal de sacar dinero de la mala noticia que te está dando para comprarse otra botella.

Sus palabras hicieron que me sintiese fatal. Una cosa es pensar que tu propia tía les hace travesuras a los demás ancianos pensionistas. Y otra muy distinta es imaginársela haciendo chantaje a la gente por el precio de una copa.

– No es que yo no haya bebido algo en mis tiempos también, y a Elena le concederé una cosa: que te hace reír. Puedes olvidarte de tus problemas con ella de vez en cuando -volvió a apartar la vista un momento, como si sus problemas le hubiesen venido a la mente con demasiada fuerza.

– Bueno, Cerise tuvo esa niña. Fue el año pasado. Y esa niña tuvo todo tipo de problemas debido a que Cerise es una adicta. Siguió metiéndose heroína todo el tiempo que estuvo preñada. Yo le decía lo que iba a pasar. Incluso pretendió estar desintoxicándose la vez que la arrestaron. Había estado por ahí mangando, con el tipo con el que estaba entonces, y la detuvieron. Y como era la primera vez y estaba embarazada, la dejaron ir si prometía desintoxicarse.

Volvió a mirarme ferozmente, como desafiándome a condenarla por tener una hija así. Emití lo que creí ser un sonido de simpatía, y traté de parecer comprensiva.

– Luego nació el bebé, y ¡señor! ¡Lo que pudimos pasar! La pobre criatura estuvo en el hospital, y luego Maisie, la otra abuela, se la llevó a su casa. Yo no podía, ya sabes. Vivo con unos poquillos ahorros que tengo. No tengo seguridad social, no te la dan por fregar casas, que es lo que he hecho toda mi vida, al menos hasta que el corazón me empezó a fallar. Pero ayudé a Maisie lo más que pude, y poco a poco conseguimos que esa niña durmiera por la noche y hasta que riera.

– ¿Entonces Cense nunca se ocupó de ella?

– No, no, sí que se ocupó. Lo hizo finalmente cuando empezó a ir con Otis. Eso fue en junio. Luego, de repente, el miércoles, Cerise viene diciendo que ya no aguanta más estar en casa con el bebé mañana, tarde y noche, y yo le dije que eso lo tenía que haber pensado antes de abrirse de piernas, sabes, no dos años más tarde, pero ella deja a la niña y se marcha, diciendo que ella y Otis se van a Dells. Así que fui al teléfono público pero no pude encontrar el número de la hermana de Otis, conque llamé a Maisie y ella mandó a su chico a recoger a Katterina. Y si crees que Cerise se preocupa por ella, piensa que aún no se ha acercado a verme aquí al hospital.

Tal vez era mi imaginación, pero me pareció que el marcapasos sonaba más deprisa al final de su relato. No quise preguntarle nada que pudiese alterarla más. Tampoco me creí obligada a contarle a Zerlina que su hija estaba otra vez embarazada.

Quiso saber por qué Cerise había venido a verme. Cuando le expliqué que me había pedido que interviniera ante los bomberos, Zerlina soltó un bufido.

– Tal vez cree de verdad que el bebé ha muerto. Tal vez es por eso por lo que no ha venido a verme, está demasiado avergonzada. Pero si ella y Elena van a verte juntas, chica, te advierto que escondas la cartera en el fondo del bolso y que cuentes todo tu dinero antes de despedirte.

Sentí una punzada de disgusto: no había mirado mi billetero antes de meterlo en el bolso negro. Bueno, Cerise se había puesto mala, tal vez demasiado mala como para ponerse a buscar dinero o tarjetas de crédito. Antes de levantarme para irme le pregunté a Zerlina cuánto tiempo iban a tenerla allí.

Dibujó una leve sonrisa, mitad astucia y mitad embarazo.

– Cuando me trajeron estaba inconsciente a causa del humo. Y vieron que mi corazón estaba algo acelerado. Presión sanguínea demasiado alta, demasiadas grasas en la sangre, como ves, tengo demasiado de todo. Excepto dinero. Así que estoy alargando un poco las cosas, sabes, hasta que pueda conseguir casa.

– Ya veo -delitos mayores me había encontrado yo en mi vida. Me levanté-. Bueno, de todas formas me alegro de que el bebé esté bien. Cerise ha desaparecido al mediodía y no pienso gastar un montón de energía buscándola. Pero si vuelvo a verla, le diré que su niña está con Maisie.

Gruñó y se puso lentamente en pie.

– Sí, vale, pero tengo que llamar a Maisie y decirle que Katterina no se vuelve a ir con Cerise.

Tú tranquila, chica. ¿Cómo dices que te llamas? Vic. Y deja que Elena te siga llevando esas tres mil botellas, ¿me oyes?

– Entendido.

La acompañé lentamente por el corredor hasta la puerta de su habitación antes de despedirme. Cuando bajé al vestíbulo comprobé mi billetero. El dinero había desaparecido, así como mi tarjeta de American Express. Lo único que me quedaba era mi licencia de detective privado, y eso porque se había quedado atascada en un pliegue. Me habían mangado hasta el carnet de conducir. Apreté los dientes. Cerise pudo haberme limpiado mientras yo estaba encerrada en mi cuarto por la mañana. Pero a mí me parecía que Elena me había robado mientras yo forcejeaba con Cerise en la cocina. Sentí mis hombros agarrotados por la rabia impotente.

Encontré un teléfono público en el vestíbulo y llamé a las compañías de mis tarjetas de crédito para informar del robo de las mismas. Al menos podía recordar el número de mi tarjeta telefónica, por lo que no tuve necesidad de abstenerme de llamadas telefónicas. Suelo dejar veinte dólares de emergencia en el compartimento de cremallera del bolso; miré en mi bolso negro y comprobé que estaban allí. Cuando salí, los gasté en unas flores para Zerlina. No era suficiente, pero era todo lo que me podía permitir.