174387.fb2 Marcas de Fuego - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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Capítulo 17

Para una tía no hay más castillo que su casa

El señor Contreras goza por carambola de mis sensaciones fuertes. Había oído el jaleo anoche, cuando Bobby nos había abordado a Robin y a mí, pero aún estaba dolido -"sé que te gusta guardarte tus cosas para ti sola, niña", fueron sus palabras-, así que había sujetado a la esclavizante Peppy. Y yo no creía tener buenas noticias que contar. Cuando le hube relatado lo del depósito y mi ronda nocturna por las Torres Rapelee, estaba palpablemente celoso.

– Tenías que haberme llevado contigo, chiquilla. Te amenazan con vaciarte encima una carga de acero; yo hubiera sabido cómo replicar.

– Por supuesto que sí -convine, palideciendo levemente. El par de veces que había salido en mi defensa con una llave inglesa aún ronda mis pesadillas-. Gracias por el café. Ahora tengo que irme, tengo algo urgente que nadie puede hacer por mí y todo ese rollo.

O tal vez alguien sí podía hacer algo por mí, pensé seriamente mientras subía corriendo las escaleras hacia mi casa. Era hora de obligar a Elena a que soltase algo que se aproximara a la verdad. Me di una ducha rápida, me sequé someramente mientras me enfundaba los vaqueros, remetí mi blusa de seda rosa en el cinturón, y me dirigí a la puerta.

Cuando estaba cerrándola con llave, sonó el teléfono. Volví corriendo adentro. Era Robin. Robin. Me había olvidado de llamarle, pero no parecía enfadado por ello.

– ¿Todo fue bien anoche?

– Depende de a qué te refieras. Querían que identificara a una chiquilla cuyo cadáver encontraron en una obra.

Emitió algunos sonidos de comprensión.

– ¿Y la identificaste?

– Sí. Era negra, pobre y drogadicta, así que todo se conjugaba para un triste final, pero aun así fue espantoso.

– Los maderos podían haberse comportado un poco más humanamente contigo dadas las circunstancias.

– Supongo que, dadas las circunstancias, querían impresionarme para que dijera la verdad.

Vaciló un instante.

– No quiero ponerme pesado, sobre todo después de la noche que has pasado, pero ¿te has pensado algo más lo de llevar la investigación del Indiana Arms? Necesitamos avanzar.

Sentí un ligero calorcito bajo mis costillas. Alguien pensaba que yo era un ser humano competente, no un grano en el culo que debería ocuparse de sus asuntos. Aunque la noche anterior ya había decidido hacer el trabajo, era bueno sentir que alguien -un hombre- me llamaba y pensaba de entrada que yo debería estar trabajando, y no metida en casa jugando a las muñecas.

– El único problema es que yo no entiendo de incendios. Y no creo que pueda aprender tan rápido como para hacer una investigación técnica.

– No necesitamos que hagas ningún trabajo técnico, contratamos a un laboratorio para que haga esas cosas. Lo que puedes hacer es una investigación financiera sobre el propietario, ver si tenía algún motivo para provocar él mismo el incendio. Por lo que he oído, parece ser que eres la mejor para ese tipo de trabajo.

El calorcito se extendió de mis costillas a mis mejillas.

– Estupendo -apunté el nombre y la dirección del propietario: Saúl Seligman, en Estes norte. Tenía unos setenta y estaba semi jubilado, pero iba a su oficina de Irving Park Road muchas tardes. Concienzudamente apunté también el número de teléfono.

– ¿Podríamos intentar quedar otra vez para cenar? -preguntó Robin-. ¿En algún sitio cerca de mi casa para que los polis no te arresten en plena velada?

Me eché a reír.

– ¿Qué tal el viernes? Estoy bastante hecha polvo y tengo un montón de trabajo para estos próximos días.

– Estupendo. Te llamaré el viernes por la mañana para elegir el sitio. Muchas gracias por hacerte cargo del caso.

– Sí, lo haré -colgué.

Eran ya más de las doce. Si mi tía seguía siendo la misma mujer, estaría apenas levantándose. Conduje con un temerario nerviosismo, haciéndome los seis kilómetros en menos de diez minutos, y me detuve con un chirrido de frenos enfrente del Windsor Arms. Había una pareja sentada en la acera, la espalda apoyada contra la pared, enfrascada en una profunda discusión sobre quién tenía la culpa de que Biffy hubiese desaparecido. Me detuve lo suficiente como para imaginar que Biffy era un gato. Ninguno de los dos me dirigió una mirada.

Tampoco en el vestíbulo conseguí llamar mucho más la atención. El ama del castillo estaba mirando la tele en la salita, de espaldas a mí. Las cinco o seis personas que había con ella estaban absortas en la intensidad de los sentimientos que latían en la altísima pantalla. Uno de ellos levantó la vista pero volvió al programa cuando empecé a subir los escalones.

Los subí de dos en dos y corrí a buen paso hasta el cuarto de Elena. La puerta estaba cerrada. Intenté girar el pomo, y luego aporreé la puerta. Nada. Volví a tocar pero no la llamé: si me reconocía, se haría la muerta durante las próximas veinticuatro horas.

Finalmente chilló con una voz pastosa por el sueño:

– Lárgate. Tengo derecho a mi sueño reparador lo mismo que tú, puta barata.

Volví a aporrear la puerta, fuerte y sin parar, hasta que se abrió hacia dentro bajo mi mano. Intentó darme con ella en las narices pero entré tras ella en la habitación.

– Siento interrumpir tu sueño reparador, tiíta -dije con una amable sonrisa-. ¿No es un poco arriesgado llamar a tu casera puta barata?

– Victoria, cariño, ¿qué haces aquí?

– He venido a verte, Elena. Traigo una mala noticia respecto a Cerise.

El camisón violeta aún no había visto el agua y el jabón. La mezcla de olor a cerveza agria y a sudor que exudaba era sofocante. Fui hacia la ventana e intenté abrirla, pero una mano pródiga la había sellado al pintarla. Me senté en la cama. El colchón debía de tener unos tres centímetros de espesor; los muelles crujieron y una pequeña espiral de alambre se me clavó en el culo.

– ¿Cerise, querida? -parpadeó en la escasa luz-, ¿qué le ha pasado?

La miré solemnemente.

– Me temo que está muerta. La policía vino anoche de madrugada y me llevaron a que identificara su cadáver.

– ¿Muerta? -repitió. Su cara cambió rápidamente de expresión mientras decidía cómo iba a reaccionar, desde la incomprensión hasta la indignación. Me pareció que una de las fases intermedias era algo ladina. Finalmente unas cuantas lágrimas le corrieron por las veteadas mejillas.

– No deberías soltarle esas noticias así a la gente, eres terrible. Espero que no hayas ido al cuarto de hospital de Zerlina aporreando la puerta para despertarla y contarle cosas espantosas de su hija. Gabriella estaría avergonzada si supiera lo que has hecho. Tremendamente avergonzada. Además, creí que estabas cuidando de esa pobre chica. ¿Por qué la has dejado escapar para que la mataran? -era evidente que se estaba esforzando mucho por ponerse furiosa.

– Más bien lo hizo sin que nadie la dejara. Cuando volví a la consulta de la doctora Herschel el lunes por la tarde, ya se había largado. Llamé a la policía y les dije que estuvieran atentos, pero la ciudad es muy grande y no hay bastantes monos para patrullarla. Así que ha muerto de sobredosis en el fondo de un hueco de ascensor en una obra.

Elena sacudió la cabeza, frunciendo y apretando los labios.

– Eso es horrible, cariño, horrible. No puedo soportar que me den noticias así tan bruscamente. ¿Por qué no te vas y me dejas sola para digerirlo? Tendré que ver a Zerlina, ¿y qué le voy a decir? Ahora vete, Vicki. Eres una buena chica por venir a decírmelo, pero ahora necesito estar sola.

Sostuve la amable sonrisa en los labios y la miré seriamente.

– Sí, Elena. Enseguida me voy. Pero primero necesito que me digas qué chanchullo os traíais entre manos Cerise y tú.

Se enderezó y me lanzó una mirada de dignidad ofendida.

– ¿Chanchullo, Victoria? Esa palabra es muy insultante.

– Pero describe el proceso a la perfección. ¿Qué martingala os habíais montado las dos para sacar dinero?

– La pobre niña aún no está fría y ya vienes aquí a ensuciar su memoria. No sé qué diría Gabriella -se estiró nerviosamente la bata.

El recuerdo de mi madre me provocó una sonrisa simplemente divertida.

– Diría: "Elena, di la verdad, dolerá un poco al salir, pero después te sentirás mucho mejor" -Gabriella creía firmemente en el valor de las purgas.

– Bueno, sea como sea, yo no sé de qué me hablas.

Sacudí la cabeza.

– Eso no cuela, tía. Tú y Cerise aparecisteis en mi puerta asustadísimas por lo que pudo pasarle a la pobre Katterina. Pero en una sola noche ese temor se evaporó: Cerise montó la escena de la desaparición y tú misma estabas coqueteando por ahí. Si alguna de las dos hubiese estado preocupada de verdad, se habría ingeniado alguna forma de ponerse en contacto conmigo.

– Cerise probablemente no tenía tu número de teléfono. Puede que ni siquiera recordara tu apellido.

Asentí con la cabeza.

– No me extrañaría nada. Pero lo único que tenía que hacer es esperar en la clínica de la doctora Herschel y allí estaba yo: leal, concienzuda y activa, o como diga la divisa esa de los scouts. No. Vosotras dos teníais planeado algo. De lo contrario no os hubiera costado tanto decirme el apellido de Zerlina.

– Lo único que pensaba era que no debías ir a molestarla…

Chasqueé la lengua.

– Le dijiste a Zerlina el miércoles pasado que no se podía quedar con la niña en el Indiana Arms. ¿Qué pensabas, chantajearla por el precio de una botella? Mal rollo, Elena, pero le salvó la vida a la niña. Sabíais, cuando me visteis el domingo, que Zerlina había mandado a la niña a otro sitio. Quiero saber qué coño estabais haciendo, y por qué me metisteis a mí -la intensidad de mi sentimiento me puso en pie; miré a mi tía de arriba abajo.

Las lágrimas ya preparadas anegaron sus ojos.

– Fuera de aquí, Victoria Ifigenia. Sal de aquí. Siento haber acudido a ti después del incendio. No eres más que una jodida mocosa, una cotilla incapaz de respetar a sus mayores. Te crees la dueña de Chicago, pero ésta es mi habitación y llamaré a la policía si no te vas.

Miré a mi alrededor y mi cólera se desvaneció, sustituida por la lástima y una oleada de desesperación. Elena no podía cumplir su amenaza: ni siquiera tenía teléfono. Lo único que tenía era su bolsa de mano y su inmundo camisón sudado. Reprimí mis propias lágrimas y me fui. Mientras me alejaba bajo los apliques de la luz vacíos, la oí girar la llave en la cerradura.

Afuera, la pareja había dejado de discutir y se estaba reconciliando con la ayuda de una botella de Ripple. Caminé lentamente hasta mi coche y me senté, apoyándome en el volante. A veces la vida es tan penosa que duele hasta mover los brazos.