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Capítulo 19

La visita del caballero

Había una misión que no podía soslayar antes de ir a casa. Cuadré los hombros y me dirigí hacia el sur, entre los atascos de hora punta, con destino al Michael Reese. Zerlina seguía en su habitación de cuatro camas, pero una de ellas estaba vacía y las otras dos contenían a nuevas compañeras que me miraron inexpresivamente antes de volver a la Ruleta de la Fortuna.

Zerlina volvió la cabeza a otro lado cuando me vio. Vacilé al pie de su cama, sería más fácil tomarme su rechazo por lo que valía y volverme a casa, que hablarle de su hija. "El que renuncia, no gana, y el que gana, no renuncia", me dije para darme valor, y fui a colocarme junto a su cabecera.

– Se ha enterado de lo de Cerise, señora Ramsay.

Los ojos negros me miraron sin pestañear, pero al cabo de un tiempo emitió un gruñido afirmativo.

– Lo siento muchísimo. Tuve que identificarla esta madrugada. Parecía tremendamente joven.

Hizo una mueca horrible al esforzarse por contener las lágrimas.

– ¿Qué le hicisteis, tú y esa tía tuya, para empujarla a quitarse la vida?

– Lo siento, señora Ramsay -repetí-. Tal vez debí intentar encontrarla el lunes. Pero se fue de la clínica donde la había dejado y no tenía ni idea de adonde había podido ir. Intenté hablar con Elena esta mañana; si algo sabía, se lo ha callado.

Me quedé otros cinco minutos o así, pero no quiso decir nada más, ni tampoco se ablandó su cara. Cuando volví al coche, me quedé un buen rato frotándome los agarrotados músculos de los hombros e intentando imaginar algún lugar donde pudiera encontrar algo de paz. Mi apartamento no, no quería confrontaciones con el señor Contreras ni con Vinnie esa noche. Pero estaba demasiado cansada para salir al campo con el coche, demasiado cansada para soportar el ruido y la agitación de un restaurante. Lo que necesitaba era un club como aquel al que solía retirarse Peter Wimsey: discretos y solícitos sirvientes que me dejarían absolutamente en paz, pero dispuestos a entrar inmediatamente en acción al menor de mis gestos. Puse en marcha el Chevy y salí hacia el norte, por calles secundarias, demorándome en los semáforos, alcanzando finalmente Racine desde Belmont y aparcando para hacer un alto en mi casa. Pasé por el sótano para recoger mi ropa. Algún alma piadosa la había sacado de la secadora y la había dejado en el suelo. Con los miembros torpes y embotados, recogí prenda por prenda y las volví a meter en la lavadora. Me quedé en el sótano mal iluminado mientras funcionaba la máquina, sentada en el suelo con las piernas cruzadas encima de un periódico, mirando al vacío, sin pensar en nada. Cuando la lavadora se paró con un chasquido, me levanté para embutir una vez más mis cosas en la secadora. Casi el equivalente de una velada en el Club Marlborough.

Sólo al llegar arriba me acordé de que le había dado el día libre a la servidumbre, así que no tenía la cena lista. Encargué una pizza y me puse a mirar una reposición de Magnum. Antes de meterme en la cama, volví al sótano por mi ropa. Por milagro llegué a tiempo antes de que mis vecinos pudiesen volver a ensuciarla.

El jueves por la mañana les llevé un contrato a los de Ajax, recogí la carta de autorización que me dieron, y proseguí mi investigación. Me pasé el jueves y el viernes tratando de localizar a las hijas de Seligman -ambas cuarentonas- y hablando con los distintos vigilantes nocturnos, porteros y administradores que componían el equipo de Seligman. La señora Donnelly -Rita para el señor Seligman-, aunque a regañadientes, me dejó hojear los libros. A última hora del viernes estaba razonablemente convencida de que el viejo no había tenido parte en el incendio.

Sus hijas no tenían parte activa en el negocio. Una de las hijas estaba casada con un vendedor de electrodomésticos y no trabajaba. La otra, jefa de ventas de un mayorista llamado Schaumburg, estaba en Brasil en viaje de negocios cuando estalló el incendio. Eso no significaba que no pudiera planearlo, pero era difícil encontrarle un motivo. A las dos les tocaba heredar el negocio, y era posible que quisieran quemar el edificio para que el seguro sobrevalorara la finca, pero era un método lento para un resultado dudoso. No las descarté del todo, pero tampoco me entusiasmaban como candidatas.

Mis conversaciones con la señora Donnelly me habían dejado perpleja. Parecía leal al viejo, pero no pude evitar pensar que sabía algo que no quería decir. No fue tanto lo que dijo, sino la mirada de soslayo que me dirigió cuando la conversación derivó hacia sus hijas, y cuáles podían ser sus expectativas respecto al señor Seligman. Si no hubiese sido por esa sonrisita casual, le hubiera dado a Seligman el visto bueno para Ajax.

El sábado encontré por fin al vigilante nocturno del Indiana Arms. Se había escondido en casa de un hermano, en el barrio sur, para escabullirse de cualquier indagación respecto a sus actividades en la noche del incendio. Tuvimos una larga y difícil conversación. Primero me aseguró que no había dejado el edificio ni un minuto. Luego se le ocurrió la idea de que había oído un ruido fuera y había salido a ver.

Finalmente, una combinación de amenazas y cohecho consiguió extraerle la información de que había conseguido una lista de las carreras en Sportsman Park, junto con cincuenta dólares para apostar. La había recibido en el correo del miércoles, no sabía quién se la enviaba, y por supuesto no se había quedado con el sobre. Pensó que no importaría si salía una hora o dos; cuando volvió, ya tarde -después de una riña con sus colegas-, el hotel ardía de lo lindo. Vio los camiones de los bomberos y tomó el camino de la casa de su hermano en Sangamon.

Estaba claro que alguien tenía el suficiente interés en quemar el hotel como para estudiar al vigilante, descubrir que apostaba en las carreras, y saber que no resistiría la tentación de una noche libre frente a las pistas. Pero ese alguien no era Saúl Seligman. Reuní todos los datos en un informe para Ajax, extendí una factura, y les pregunté si querían que siguiera adelante con el asunto.

Si Su principal objeto es encontrar al incendiario, intentaré averiguar quién envió el dinero. Ya que no hay sobre y que el señor Tancredi declara que no ha visto a ningún extraño rondando regularmente por el lugar, encontrar quién mandó el dinero puede ser un trabajo largo y costoso. Si lo único que quieren es tener la fuerte probabilidad de que su asegurado no incendió su propia finca, podemos quedarnos en este punto. Creo que el señor Seligman y sus subordinados son inocentes respecto a este incendio.

Después de echarla al correo, caminé las diez manzanas hasta el Estadio Wrigley y contemplé a los Cubs morir de dolorosa muerte a manos de los Expos. Aunque mis desafortunados héroes estaban a veinte juegos por debajo de quinientos, el estadio estaba a reventar; tuve suerte de encontrar un hueco en lo alto del todo. Quizá hubiese podido conseguir sitio en las gradas, pero ya no me siento allí: la NBC creó tal culto a los Bleacher Bums [5] cuando los Cubs jugaban las finales del 84, que los yuppies borrachos que no saben de qué va el juego creen ahora que es el lugar de moda para sentarse.

Eran más de las cinco cuando llegué a casa. Un Chevrolet negro último modelo con una reluciente antena estaba ilícitamente aparcado frente a la boca de incendios, enfrente de mi casa. Lo miré con la lógica curiosidad con que se mira un coche de policía sin marcas cuando está aparcado junto a la propia casa. Las ventanillas estaban cerradas y no se veía nada tras los cristales ahumados, pero cuando se abrió la puerta vi que Bob Mallory lo conducía.

Me sorprendió verle; era la primera vez que venía a mi apartamento sin escolta formal. Me apresuré a llegar a la curva para saludarlo.

– ¡Bobby! Me alegro de verte. No habrá ocurrido nada, ¿no?

Me pasó una mano por los cabellos, un gesto de afecto muy raro desde que me había graduado.

– Se me ocurrió pasar a verte, Vicki, sólo para asegurarme de que no estás jugando con algún fuego que te puede quemar.

– Ya veo -procuré mantener un tono ligero mientras un muro de defensa obstruía parte de mi mente.

– ¿Se trata de algo que se puede despachar con una frase aquí fuera, en la acera, o quieres subir a tomar un café?

– Oh, vamos a entrar y a ponernos cómodos. Es decir, si tienes descafeinado, ya no puedo tomar café a última hora del día. Tengo casi los sesenta, sabes.

– Sí, ya sé -me pregunté si estaba intentando sonsacarme indirectamente lo que Eileen había planeado para el gran día, pero pensé que para algo así no me prepararía con tan elaborada actuación. Le sujeté educadamente la puerta y dejé que me precediera al subir los tres pisos.

Siguiendo con su buena conducta, Bobby ignoró el desorden de un montón de periódicos que había en la sala de estar. Procuré no sentirme en falta por ser sorprendida entre aquel caos por un viejo amigo de mis padres y me fui a la cocina a ver qué podía agenciar.

– Me temo que no me queda descafeinado -me disculpé al poco-. Puedo darte zumo, coca o vino, pero no tengo cerveza.

Tomó una coca. Otro de los tabúes de Bobby, aparte de evitar los tacos delante de mí, es beber conmigo: no puede superar la idea de que sería animarme a algo inmoral. Bebió un poco, se comió un puñado de galletitas saladas, señaló el piano, y me preguntó si seguía trabajando el canto. Mi madre había sido una música consumada, aspirante a soprano lírica, cuya carrera se vio truncada cuando su familia la embarcó rumbo a América para escapar del fascismo. Uno de los rasgos sorprendentes de Bobby era que compartía su amor por la ópera; ella solía cantar a Puccini para él. Sería un poli feliz si yo hubiese realizado su sueño de convertirme en cantante de ópera en lugar de imitar a mi padre y hacerme detective.

Tuve que admitir que mi voz estaba algo oxidada.

– ¿Has visto algún pájaro raro últimamente?

Otro pasatiempo inesperado de Bobby era el fotografiar pájaros. Mientras contaba que se había llevado a sus dos nietos mayores al parque natural el anterior fin de semana, me pregunté hasta cuándo iba a seguir fingiendo que se trataba de una visita de cortesía.

– Mickey viene mañana con nosotros -dijo-. Es un buen chico. Hombre, debería decir, pero lo conozco desde que nació.

– Sí, me dijo que tú eras su padrino -sorbí un poco de coca y lo observé por encima del borde del vaso.

– Tanto Eileen como yo esperábamos que vosotros dos haríais buenas migas, pero ella no para de decirme que esas cosas no se pueden forzar.

– Él es de los Sox. Nunca podría funcionar.

– Aunque a ti te gusta el deporte y andar por ahí jugando a policías y ladrones, prefieres algún tipo que sea más artístico.

No sabía si tirarme a su garganta por llamar a mi trabajo "jugar a policías y ladrones", o si extrañarme de que dedicase tantos pensamientos a mi forma de ser.

– Puede que simplemente no quiera casarme. Michael anda con una basca en la que la esposa es una mujercita de su casa con sus hijitos. Puede que sea lo que sueñas para mí, pero no es mi estilo, ni lo ha sido nunca, ni lo será.

– "Nunca" es un tiempo muy largo, Vicki -levantó la mano cuando la sangre se me subió a las mejillas-. Cálmate, no estoy diciendo que estés equivocada. Sólo que no te subas a una rama que eres capaz de aserrar tú misma con tal de no admitir que has cambiado de opinión. Pero no es eso lo que he venido a decirte.

Me ponía francamente furiosa imaginármelos a él y a Eileen sentados a la mesa, planificando mi boda con su ahijado: "Tal vez el amor verdadero le saque de la cabeza eso de querer ser como un chico y jugar a juegos de chico con pistolas y bates de béisbol", como si lo que yo vivía y elegía no contara para nada. Me tragué mi diatriba. Enfadarme con Bobby no haría más que ponerme en situación de franca desventaja.

– No le he preguntado a Mickey nada sobre ti -prosiguió-. Supongo que son sus asuntos. Pero ha estado como un gato sobre ascuas desde que te vio la otra noche abrazada con ese chico.

– No puedo llamarle y disculparme por haber sido sorprendida haciendo mimos con alguien delante de mi propia puerta.

– Haz el favor de tratarlo con tiento, ¿quieres, Vicki? Yo quiero al muchacho. No quiero explosiones entre mi personal porque tú los enciendes y los apagas como si fuesen lamparillas. Sé que ha habido algo entre John y tú, aunque ninguno de los dos queréis admitirlo; no quiero que las cosas estallen entre él y Mickey. O entre Mickey y tú. Aunque no te lo creas, os quiero a los dos.

Mis mejillas volvieron a arder, esta vez de bochorno.

– Nunca ha habido nada entre McGonnigal y yo. Me acompañó en coche a casa el invierno pasado en plena noche. Yo estaba hecha polvo, a él le parecí mona porque estaba vulnerable, nos besamos sabiendo los dos que nunca más traspasaríamos esa raya. Desde entonces parece que yo fuese el áspid de Cleopatra. Y que me follen si voy a pedirle disculpas por eso.

– No digas tacos, Viki, no es tan atractivo como pensáis las mujeres modernas -posó el vaso sobre las revistas que cubrían la mesita y se levantó-. Ayer tarde estuve hablando con Monty, con Roland Montgomery, de la brigada antibombas y atentados. Sabe que te conozco. Dice que has estado metiendo las narices en ese incendio del Indiana Arms al que te pedimos que no te acercaras.

Dibujé una forzada sonrisa.

– Sólo es jugar a policías, Bobby, yo no me preocuparía por ello ya que es sólo un juego, no es un rollo serio.

Me puso una mano enorme sobre el hombro.

– Sé que crees que eres una chica mayor; ¿cuántos tienes, treinta y cinco? ¿Treinta y seis? Pero tus padres están muertos los dos y eran muy amigos míos. Nadie es tan mayor como para no necesitar a nadie que le cuide. Si Monty te ha dicho que te mantengas al margen de este incendio, mantente al margen. El incendio criminal viene a ser la cosa más fea de este planeta. No quiero verte mezclada en eso.

Apreté fuertemente los labios para contener mis palabrotas. En cinco minutos, me había puesto el dedo en diez llagas distintas, y estaba demasiado furiosa como para dar ninguna respuesta coherente. Le acompañé hasta la puerta sin decirle adiós.

Cuando oí arrancar su coche, me senté al piano y desahogué mis sentimientos con una serie de atronadores y disonantes acordes. Sí, debería practicar, debería mantener mi voz modulada antes de que me hiciera demasiado vieja y mis cuerdas vocales perdieran su elasticidad. Debería ser la niña buena de todo el mundo. Pero por respeto a mí misma necesitaba resolver el asunto del incendio.

Me levanté del piano y garabateé una segunda nota para Robin:

Te he enviado un informe esta mañana, pero he seguido pensando en el caso durante el día y creo que es fundamental localizar a la persona que envió a Jim Tancredi el dinero para las apuestas.

Sólo después de enviarla me sentí lo suficientemente calmada como para preguntarme por qué había venido Bobby a verme: ¿para hablarme de Michael Furey? ¿O para advertirme que dejara la investigación del Indiana Arms?


  1. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a>Bum es un deportista de escaso talento, y Bleacher significa "grada". (N. de la T.)