174387.fb2 Marcas de Fuego - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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Capítulo 21

La tía vuelve a las andadas

Cuando llegué a casa, el sol se acababa de poner y el aire aún estaba suavemente iluminado. Subí despacio hasta mi sala de estar y me quedé mirando por la ventana. Vinnie, el banquero, salió del edificio y subió a su coche, un Mazda último modelo. Un grupo de quinceañeros pasó en dirección al sur, chillando estridentes eslóganes y tirando sus bolsas de patatas en la acera.

Dejé caer la cortina y fui a sentarme en mi sillón. Yo no quería enterarme de algo feo relacionado con Roz. De verdad. Yo quería a mujeres fuertes en los cargos públicos y ella era mejor que la mayoría. Entonces, ¿por qué no dejaba de restregármelo por la cara?

No había encendido ninguna luz. En el crepúsculo, la habitación parecía fantasmal, un lugar donde no se movía ninguna criatura viva. La imagen del rostro muerto de Cerise me vino a la mente y sentí una insoportable tristeza pensando en esa vida tan desperdiciada. Y de nuevo, sin quererlo, surgió la persistente pregunta de qué estaba haciendo Bobby en la obra a las pocas horas de ser descubierto su cadáver. ¿Y para qué vendría a verme ayer? Era algo que no había dejado de incordiarme durante todo el día, como una muela picada, pero no podía apartarlo de mi mente.

Tenía un cliente, Ajax, esperando un resultado: ¿había incendiado Saúl Seligman su propio edificio? Como no paraban de recordarme un montón de gente, desde Bobby Mallory hasta Velma Riter y Ralph MacDonald, ni Cerise ni Roz eran de mi incumbencia. Claro que la bofia pensaba que el Indiana Arms tampoco era de mi incumbencia.

Al poco, me puse en pie con los miembros entumecidos y bajé al apartamento del señor Contreras para pedirle prestada a la perra. A veces tiene la suficiente sensibilidad como para ahorrarme el cerco de su cotilleo. Esta noche, gracias a Dios, era una de esas veces. Me sacó a Peppy bajo el estricto juramento de no darle queso ni cualquier otra cosa peligrosa para su delicado tracto intestinal y volvió a su tele.

Paseé a Peppy alrededor de la manzana antes de volver a mi propio apartamento. Le pareció una justificación de entrenamiento totalmente miserable, pero cuando le preparé un plato de espagueti con tomates y champiñones igual que el mío, se animó. Se lo zampó y vino a tumbarse a mis pies mientras yo estaba al teléfono.

Murray Ryerson era el mejor reportero del crimen en Chicago. Había estado en el Herald-Star durante casi once años, pasando desde cubrir los robos en la ciudad, luego refriegas insignificantes, hasta llegar a ser en la actualidad la primera autoridad sobre las frecuentes interrelaciones entre el crimen y la política en la ciudad.

No se mostró particularmente entusiasmado al oírme. En otros tiempos habíamos tenido la suficiente amistad como para ser amantes, pero al cubrir ambos el mismo sector y teniendo los dos fuertes personalidades, era difícil evitar los conflictos. Tras el último encontronazo en nuestros trabajos, Murray se había puesto furioso. Aún no se había ablandado. Creía que yo me callaba trozos significativos de las historias hasta que era demasiado tarde para utilizarlas. De hecho me había callado trozos significativos de los que nunca se había llegado a enterar, así que probablemente tenía derecho a sentirse agraviado.

Esa noche me dijo secamente que estaba muy ocupado y que si se trataba de un asunto de trabajo podía esperar al día siguiente a que estuviera en su oficina.

– ¿Cómo se llama ella? -pregunté esperanzada.

– Abrevia, Warshawski, no estoy de humor.

Era fácil ser breve, ya que no tenía mucho que decir.

– Roz Fuentes. Está en la lista para las elecciones al condado y cree que yo creo que está ocultando algo. ¿Está ocultando algo?

– Dios santo, Vic, yo qué sé. Y tienes que molestarme en mi casa para preguntarme eso.

– No hubiese querido hacerlo -le interrumpí-. ¿Sabes quién es Ralph MacDonald?

– Me estás haciendo perder el tiempo, Warshawski. Todo el mundo conoce a MacDonald. Es el principal contendiente para llevarse la concesión del nuevo complejo de estadio, comercios y viviendas.

Eso no lo había oído yo. Murray me dijo arrogantemente que yo no lo sabía todo, que no era más que información confidencial del condado, por eso de que Boots estaba tan amigado con MacDonald.

– Y no necesito que me llames a casa catequizándome para recordar lo llano que tiene el camino Ralph MacDonald para los proyectos urbanísticos del condado. Él y Boots crecieron juntos. Prosperaron juntos. Todo el mundo sabe eso. Así que ve al grano o cuelga.

Le hice una mueca al teléfono, pero me lancé al agua con mi mejor estilo de exploradora.

– Ralph sale con una chica que conozco, Marissa Duncan. Es una mujer bastante metida en política, colectas de fondos y todo eso. Anoche le hizo ir a su casa de Lincoln Park para que me dijese que deje en paz a Roz.

– Sí, conozco a Marissa. Está en todos los acontecimientos donde hay que estar. Si ella y Ralph te han dicho que los dejes tranquilos, no es ninguna noticia, deben saber lo pesada que eres. Sigo pensando que eso podía esperar hasta mañana.

Como no dije nada, admitió a regañadientes que no sabía nada respecto a Roz que el periódico se estuviese callando. Lo hacen más veces de lo que el confiado público se imagina: no sacan a relucir una historia jugosa porque daría al traste con algún importante anunciante o figura religiosa. O incluso peor, prefieren esperar y soltarlo como una bomba apestosa cuando puede dañar a más gente.

– ¿Pero lo comprobarás mañana por mí? -insistí.

– Sólo si me das la exclusiva de tus funerales, Warshawski.

Le hice otra mueca al teléfono.

– Con la cantidad de patatas fritas que comes, soy capaz de sobrevivirte, Murray. ¿Has visto algo sobre una yonqui muerta que ha aparecido en la obra del Rapelec?

Sentí que estaba intentando descubrir, allí, ante el teléfono, cuál era el verdadero motivo de mi llamada, Roz o la yonqui.

– Me lo he perdido -dijo cautelosamente-. ¿Amiga tuya?

– En cierta manera -Peppy se levantó y empezó a olfatear por los rincones-. La he identificado. Lo único que me pareció extraño es que algunos de los peces gordos de la bofia estaban allí, pensé que sabrías algo de ello. Bueno, siento haberte molestado en tu casa, te llamaré mañana al periódico.

– Warshawski, mira, vete al cuerno. Búscate a otro que te haga los recados -colgó de golpe.

Peppy había encontrado bolas de pelusa detrás del piano y estaba agachada comiéndoselas. Se las saqué de la boca y busqué una pelota de tenis para jugar a tirársela allí mismo, en la casa. Le gusta sentarse sobre sus patas y atrapar la pelota sin dejarla botar. El problema es que yo tengo que correr a buscarla si a ella se le escapa. Estaba tumbada cuan larga era, sacándola de debajo del piano, cuando sonó el teléfono. Me enderecé para contestar y le lancé la pelota a Peppy. La vio pasar delante de ella con una mirada de asco y se desplomó, abatida, sobre sus patas delanteras. Era Michael Furey. Instantáneamente me puse tensa, pensando que Bobby debió de darle algún paternal consejo sobre la forma de manejar a las mujeres testarudas.

Furey estaba incomodísimo. No hice nada para ayudarle a relajarse.

– Siento molestarte tan tarde. ¿Tienes un minuto? Tengo que hablarte de algo. ¿Puedo acercarme a tu casa?

– ¿Es una idea de Bobby? -pregunté.

– Bueno, sí, quiero decir, no el que vaya a verte, pero…

– Puedes decirle de mi parte que no se meta en mis asuntos. O se lo diré yo misma.

– No me lo pongas más difícil de lo que ya es, Vic. No se trata únicamente de tus asuntos privados, aunque eso es lo que tú quisieras.

Aparté el aparato de mi cara y lo contemplé durante un minuto.

– ¿No me llamarás… por lo del martes por la noche? -pregunté estúpidamente.

– No, no, nada de eso. Aunque admito que te debo una disculpa. Es… se trata de tu tía, y no es fácil hablar de eso por teléfono.

El corazón se me encogió.

– ¿Ha muerto?

– No, no, sólo… mira, odio ser el que tenga que hacer esto, pero el tío Bobby -el teniente- creía que tú y yo estábamos, bueno, como hemos sido amigos, creyó que preferirías saberlo por mí que por cualquier otro.

Insensatas ideas de que Elena fuese de alguna forma responsable del incendio del Indiana Arms se mezclaron con el temor a que un coma etílico hubiese tomado proporciones desastrosas. Me senté en la banqueta del piano y quise saber a qué se refería Michael.

– No hay una forma fácil de decir esto. La han visto un par de veces buscando plan en los barrios altos, sobre todo con tíos mayores, pero también un par de veces con tíos jóvenes que se sulfuraron bastante.

Me eché a reír, aliviada de que fuese algo tan trivial, imaginándome a Elena echando los tejos a alguien como Vinnie el banquero o el propio Furey. Me carcajeaba tan fuerte que Peppy se acercó a ver qué pasaba.

– No es tan gracioso como te parece, Vic. La única razón por la que no ha sido arrestada es por su relación con tu familia y la policía. Esperaba que pudieras ir a hablar con ella, que le pidieras que parara.

– Haré lo que pueda -prometí, recuperando el aliento-, pero nunca le ha hecho mucho caso a nada de lo que le dicen los demás -no pude evitarlo y me eché a reír otra vez.

– ¿Y si voy yo también? -sugirió tentativamente-. El tío Bobby piensa que puede tener más impacto si alguien del cuerpo está allí respaldándote.

– Dime la verdad, él es demasiado gallina para enfrentarse a ella, ¿a que sí?

Eso hizo erizarse a Michael: no estaba dispuesto a desdorar a su jefe, aunque fuese su padrino. Más bien me preguntó, aún más vacilante, si estaba libre para hacerlo esa noche. Consulté mi reloj. Eran sólo las ocho y media; bueno, cuanto antes termináramos con ello, mejor.

– Si está en casa, lo más probable es que esté borracha -le advertí.

– No será la primera que veo. Te recojo dentro de veinte minutos.

Aún tenía puesta la falda de rayón de seda roja que llevaba en la fiesta de Marissa. La cambié por unos vaqueros, no quería que Furey pensara que me había arreglado para él. Cuando tocó el telefonillo, a la hora justa, devolví a Peppy al señor Contreras. Estaba totalmente disgustada: ni carrera, ni juegos, y ahora tenía que quedarse encerrada mientras yo me iba a correr aventuras que sin lugar a dudas implicaban cazar un montón de ardillas y de patos.

Michael había recuperado cierta dosis de su jovialidad. Me saludó alegremente, me preguntó si había superado el choque de tener que identificar a Cerise, y me abrió solícitamente la puerta del Corvette para que subiera. Recogí mis piernas y las puse de lado, que es la única forma posible de subir a ese tipo de coches: siempre me he preguntado cómo Magnum subía y bajaba de su Ferrari.

– ¿Dónde vive? -preguntó, arrancando con un gran rugido del motor.

Le di la dirección del Windsor Arms, pero le dejé encontrar su propio camino. Nunca hace falta dirigir por las calles a un policía de Chicago. Tal vez deberíamos exigirles un año de servicio en las patrullas de policía a todos los aspirantes a taxista.

Michael hizo uso de su privilegio bloqueando la boca de incendios frente al hotel. Un par de borrachos se acercaron a inspeccionar el Corvette, pero se esfumaron en la noche cuando Furey les dejó casualmente ver su fusta. Cuando entró no había nadie en el mostrador.

Yo me había dirigido a las escaleras, y Michael me seguía, cuando una voz gritó desde la salita:

– ¡Eh! ¡Sólo pueden subir los residentes!

Nos giramos y vimos a un hombre en ropa de trabajo verde levantándose de una silla y dirigiéndose hacia nosotros. Detrás de él, algún estúpido serial vociferaba desde el altísimo televisor. En su juventud el hombre había sido musculoso, tal vez llegó a jugar al fútbol en la escuela superior, pero ahora ya sólo era grandote y desgalichado, y su barriga presionaba los botones de su camisa verde de trabajo.

Michael enseñó su blanca dentadura.

– Policía, colega. Tenemos que hablar con una de las inquilinas.

– ¿Tiene una identificación? Cualquiera puede entrar aquí diciendo que es de la poli.

Podía estar más que medio trompa y algo carroza, pero tenía ciertas agallas. Michael pareció pensar en hacer el numerito del poli duro, pero cuando vio que yo lo estaba observando, se sacó la placa del bolsillo del pantalón y la enseñó fugazmente.

– ¿A quién buscan? -preguntó el vigilante.

– A Elena Warshawski -dije antes de que a Michael le diera por la línea policiaca del no-es-asunto-tuyo-. ¿Sabe si está?

– No está aquí.

– ¿Y si subimos y lo comprobamos nosotros mismos? -dijo Michael.

El hombre sacudió la cabeza.

– No serviría de nada. Se fue hace tres días. Recogió todos sus bártulos y se largó en plena noche.

– ¿El jueves? -pregunté.

Reflexionó un instante para hacer cuenta atrás.

– Sí, eso creo. ¿Tiene algún problema?

– Es mi tía -dije-. Se siente sola y trata de encontrar gente para hacerle compañía. Quiero cerciorarme de que está bien. ¿Sabe adonde ha ido?

Negó con la cabeza.

– Yo estaba aquí sentado, viendo la peli de las dos de la madrugada, y la vi colarse por la escalera. "Eh, seño, no hay ley que diga que no pué bajar la escalera a media noche. Pué andar recta", que le grito. Y ella boquea y me dice que vaya fuera para ver si no hay moros en la costa. Yo no me meto en qué negocios anda la gente, así que salgo y la miro encaminarse a Broadway. Nadie la molestó, así que me volví a meter. Y es la última vez que la he visto.

Era una trama inquietante. Algo la había puesto tan nerviosa que la había empujado a abandonar la seguridad de su cama, tanto que le había impedido venir a llamar a mi puerta.

– ¿Puedo subir a ver su habitación? -pregunté bruscamente-. Tal vez haya dejado algo, alguna señal de por qué se ha fugado.

El vigilante nocturno me escudriñó con sus ojos empañados por la bebida. Después de pedirme el carnet de conducir para echarle un vistazo, decretó que pasaba la prueba que él había pergeñado para sus adentros. Volvimos a las escaleras y seguimos sus pesados pasos hasta el tercer piso. Michael me preguntó con un apremiante susurro si tenía alguna idea de adonde podía haber ido.

– Nnnnn -sacudí la cabeza con impaciencia-. Probablemente, la única amiga que tenía del Indiana Arms está aún en el hospital y no tiene dónde quedarse tampoco.

El vigilante manipuló laboriosamente las llaves de su cinturón hasta que encontró la que abría la habitación de Elena. Pulsó un interruptor que encendió la bombilla desnuda del techo. La habitación estaba vacía. Elena había dejado revuelta la colcha de nailon. Tiré de un extremo que arrastraba por el suelo y descubrí la delgada colchoneta, más que colchón, como una vergonzosa acusación a la habitación entera.

Sacudí la ropa de la cama. El único objeto oculto allí era un sostén que se había vuelto gris e informe con el tiempo. Elena había vaciado la cómoda de plástico. No quedaba nada en la caja bajo la cama. Puesto que el vigilante tenía una llave maestra, siempre existía la posibilidad de que ya la hubiese limpiado, pero por lo que yo sabía Elena no tenía nada de valor para dejarse. El sostén parecía una reliquia tan triste que lo doblé y me lo metí en el bolso.

Sacudí la cabeza con impotencia.

– Tal vez podría hablar con algún otro residente y ver si alguno de ellos sabe por qué puede haberse ido.

El vigilante se frotó sus manos enormes en el costado del pantalón.

– Puede, claro, pero cuando vean que su amigo éste es de la pasma, lo más probable es que no quieran hablar con usted. Además, no creo que su tía conozca tanto a nadie de aquí.

Estando borracha pudo haberle dicho algo a alguien, incluso a alguien que no conociera de nada. Alguien con quien hubiese compartido una botella tres o cuatro veces sería ya como un amigo de toda la vida. Le pregunté al vigilante cuándo terminaba su turno: sería más fácil actuar con él que con la cancerbera diurna.

– A las seis. Libro mañana y el lunes.

Así que si quería interrogar a los residentes, tenía que hacerlo esa noche. Mis hombros se encorvaron de desánimo.

Michael me observaba con simpatía.

– Mira, Vic. ¿Por qué no preparas una buena descripción? Se la daré a los uniformes. Si la buscamos en serio, tenemos bastantes posibilidades de dar con ella, y eso te evitará muchos sudores.

– Gracias -le sonreí, agradecida. Era ese tipo de gestos de preocupación por los demás lo que había constituido siempre su rasgo más atractivo.

Seguimos al hombre otra vez hasta abajo. Antes de irnos decidí asegurarle la habitación a Elena para octubre. El vigilante -por fin me enteré de su nombre, Fred Cameron- se cobró y me extendió un recibo escrito con letra torpe y grande.

De vuelta en el Corvette de Michael, le di una descripción detallada de Elena, incluyendo lo que recordaba de sus ropas. La emitió por radio, haciendo hincapié en la urgencia de encontrarla, y pidiendo que cualquier avistamiento se le informara directamente a él.

Cuando girábamos rumbo al sur le pregunté cuándo habían visto a Elena de buscona.

– Si la han visto después del jueves, el lugar donde se la haya visto estará probablemente cerca de donde se esté quedando.

– Bien dicho. Comprobaré los informes cuando llegue a la comisaría -se metió a todo trapo delante de otro coche en una intersección y siguió a todo meter entre el tráfico de Broadway hacia el sur. Ese es el tipo de maniobra que siempre me ha gustado menos en él.

– No tienes la menor idea de por qué ha podido largarse así, ¿verdad?

– No. Algo ha debido de asustarla, pero no sé qué. Tenía cierta amistad con la chica que murió en la obra del Rapelec. Sé que se quedó perturbada, cuando se lo conté, pero no se fue hasta tarde en la noche después de que se lo dijera. No tengo ninguna pista. Supongo que tendré que hablar con algunos de los residentes.

Paró frente a mi edificio y aceleró un poco el motor.

– A pesar de lo que dijo ese tipo, Carneron, creo que la gente sí hablaría conmigo, Vic. Por qué no me dejas que me ocupe de esto, tú estás demasiado implicada en la situación y eso siempre es malo para un interrogatorio.

Acepté enseguida, incluso de buena gana. Tras una pausa le pregunté si habían dado con algo respecto a Cerise que explicase por qué había elegido el Rapelec para chutarse.

– No. Sólo fuimos porque Boots tiene invertido dinero en el proyecto y quería cerciorarse de que no había nada raro relacionado con la presencia allí de ese cadáver. Es muy sensible a los escándalos en período electoral. El tío Bobby estaba cabreadísimo de que le obligaran a ir, te lo puedo asegurar. Y a Ernie le cabreó que fueras después a rondar por allí.

– Ya sé, me llamó para decírmelo.

Michael manoseó la llave del contacto.

– Escucha, Vic: siento haberme portado tan estúpidamente esa noche. Eran sólo los celos de verte con otro tío cuando me habías dicho la semana pasada que estabas demasiado ocupada para salir.

– Era un cliente potencial. Una cosa nos llevó a la otra.

El Mazda de Vinnie se paró enfrente de nosotros. Salió con otro hombre, alto y desmadejado, que parecía estar en muy buenos términos con él. Bueno, bueno. Quién lo iba a pensar.

– Me preguntaba si podría subir contigo, para intentar componer las cosas.

– No -dije lo más amablemente que pude-. Hemos estado torciendo demasiado las cosas esta última semana, Michael. No puedo recomponerlo todo tan rápido.

– Así que prefieres joder con ese otro tío, ese cliente -dijo con amargura.

– Eso no es asunto tuyo, Michael, ya lo sabes.

Dio una palmada en el volante pero no dijo nada.

– Carajos, Vic. Si ahora te monto otra escena, no me vuelves a dirigir la palabra. Ya te avisaré cuando demos con tu tía.

Bajé del coche. Apenas había cerrado la puerta, cuando ya enfilaba por Racine con un gran rugido del motor.