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Dormí mal, atormentados de nuevo mis sueños por Elena. La estaba buscando por los desiertos corredores de la noche de Chicago. La oía gimotear, "Vicky, querida, ¿dónde estás cuando te necesito?", pero en realidad no llegaba a verla. Michael Furey estaba cerca y sacudía la cabeza: "No puedo ayudarte, Vic, porque no quieres dejarme entrar".
Me levanté a eso de las siete, con el cuello rígido tras ese sueño sin descanso. Emprendí perezosamente mi rutina matinal, preguntándome si debía haber invitado a Michael a subir la noche pasada. ¿Pondría el mismo interés en interrogar a los compañeros de hotel de Elena después de mandarle con cajas destempladas? ¿Debería intentar hacerlo yo misma? ¿Me interesaba de verdad saber adonde se había ido mi tía, y sobre todo por qué? Pero al pasarme este último pensamiento amargo por la cabeza, me sentí avergonzada. ¿Quién más iba a cuidar de ella, si no era yo?
Tal vez Zerlina Ramsay. Había que tenerla en cuenta. Por supuesto las relaciones entre ellas dos eran un poco especiales, pero podía ser alguien que Elena consideraría una amiga. Me tomé una segunda taza de café, y luego saqué a Peppy para una mini carrera rápida junto al lago. Cuando terminé de ducharme y ponerme un par de pantalones decentes, un suéter beige y una buena chaqueta, sólo eran las nueve apenas.
La penalización por levantarse y arreglarse temprano es eternizarse en los atascos. Si me hubiera tomado un desayuno decente en lugar de una tostada mientras me vestía, hubiera llegado al hospital igual de rápido. De todas formas, con lo único que me encontré fue con una decepción: a Zerlina le habían dado la baja el viernes. No, en el hospital no sabían adonde había ido, y aunque lo supiesen, realmente no podían decírmelo.
Volví pesadamente al Chevy, fastidiada. ¿Cómo coño iba a poder encontrarla? Lo único que sabía de ella era que la otra abuela de su nieta se llamaba Maisie. El amigo de Cerise se llamaba Otis. Con eso tenía un gran punto de partida: peinar todos los pisos de Chicago preguntando por Otis o por Maisie, y cuando alguien respondiera a esos nombres, averiguar si conocían a una tal Zerlina.
De todas formas, que Zerlina supiera algo era mucha conjetura. Sólo me había ido zumbando al hospital por hacer algo. Por lo demás, más valía que dejase la búsqueda en manos de la policía. Ellos tenían recursos; Michael había emitido por radio su descripción. Alguien la encontraría.
Me dirigí hacia el norte rumbo al Loop y aparqué el coche en el estacionamiento subterráneo. Hasta que Ajax no me pidiera que prosiguiera no podía justificar seguir adelante con el trabajo del Indiana Arms. Era hora de dedicarme al trabajo financiero corriente que era mi pan de cada día y de enviar cartas ofreciendo mis servicios a empresas pequeñas y medianas que podían hacer uso de mi experto asesoramiento. Después de pasar por mi oficina y recoger las cartas de los clientes con los nombres de sus aspirantes a ejecutivos, me dirigí al Centro Daley.
Sin embargo, por alguna razón, en lugar de buscar a Fulano y Fulanita de Tal, me encontré pensando en Rosalyn Fuentes y su primo Luis Schmidt. Nadie había demandado a Roz, pero Luis había incoado varias acciones un par de años atrás. Había demandado al municipio por rechazar su oferta para repavimentar los aparcamientos del Centro de Servicios Sociales de Humboldt Park. Alegaba que le habían discriminado por ser hispano, en beneficio de un contratista negro que era compinche del alcalde. La demanda remontaba a 1985. Más recientemente, en 1987, había demandado al condado por razones similares, esta vez por no conseguir la contrata para construir el nuevo edificio de los juzgados en Deerfield. Su socio, Cari Martínez, se había constituido parte en ambas causas. Había retirado las demandas unos seis meses más tarde sin obtener ninguna satisfacción. Eso me olía como a que alguien le había pasado unos billetes para aplacar sus sentimientos heridos.
Me encogí de hombros. Si había sucedido así, no es que fuera muy legal, pero era algo demasiado común como para ser el tipo de dinamita que le costaría a Roz su elección. Si Chicago tiene una ley que todo el mundo cumple, es "cuida de lo tuyo". Aun así, volviendo a la fiesta de Boots, me parecía que había sido Luis el que había prevenido a Roz respecto a mí, fue únicamente después de que él hablase con ella y me señalase con el dedo, cuando ella volvió sobre sus pasos y se puso a tantearme.
Subí al piso de arriba para mirar los expedientes de las sociedades y corporaciones. Roz poseía intereses minoritarios en Alma Mexicana, el negocio de contrataciones de su primo, pero no era concebible considerar eso un pecado, ni siquiera venial. Si Ralph MacDonald me había dicho la verdad y Roz ocultaba alguna indiscreción juvenil, podía haber sucedido algo durante su infancia mexicana. Si así era, me importaba un rábano y no veía por qué ella estaba pendiente de mí.
– No es asunto tuyo, Vic -me dije en voz alta-. Recuerda: algunos piensan que eres como un grano en el culo.
Un hombre que consultaba el lector de microfichas junto a mí levantó la vista, escandalizado. Observé atentamente la pantalla frente a mí, fruncí los labios, garabateé una nota, e hice como si no hubiese oído -ni dicho- nada.
Era verdaderamente hora de ocuparme de mis clientes. Aún escribí una nota auténtica, con el nombre de Schmidt, Alma Mexicana y su dirección en Ashland sur. Tal vez hubiese alguna forma de echar un vistazo a sus cifras de ventas. O podía mirar por el lado del condado si se le había adjudicado alguna contrata últimamente a Schmidt.
Resultó ser una idea infructuosa. Por supuesto que conservaban una lista de las contratas, pero tenía que saber el nombre del proyecto para averiguar quién había conseguido la licitación. No iban a dejarme mirar en todos sus millares de expedientes para buscar a un contratista. Me mordí la lengua. Ahora si que ya era hora de ponerme a trabajar.
Cuando daba media vuelta para marcharme, la puerta del extremo del pasillo se abrió y entró Boots, con un puñado de hombres que le escuchaban explicar enérgicamente alguna cuestión. Me vio y reaccionó con su legendaria sonrisa y un saludo con la mano conforme entraba en su despacho. No es que me recordara personalmente, pero sabía que me conocía. Era una sensación extraña: contra mi voluntad, sentí que me alegraba de su reconocimiento y que le contestaba con una anhelante sonrisa.
Tal vez para disipar el efecto de su magia sobre mí me metí un poco más en los asuntos de Roz. Llamé a Alma Mexicana, dije que era de la OSHA – la Delegación de Sanidad y Segundad Laboral-, y que quería saber dónde trabajaban ese día. El hombre que contestó al teléfono hablaba un inglés mínimo con un fuerte acento, y no entendió mi pregunta. Tras un corto intercambio infructuoso, dejó el auricular y fue a buscar a otra persona.
Sólo había visto a Luis Schmidt una vez, pero me pareció que esa voz cargada de sospecha le pertenecía. Por si acaso poseía una aguda memoria auditiva, agudicé mi tono de voz hasta darle la nasalidad del barrio sur y repetí mi discurso. Me cortó antes de que pudiera soltar todo mi rollo.
– No tenemos ningún problema; no necesitamos que nadie venga a controlarnos, y menos aún los espías de la OSHA.
– No estoy insinuando que tengan problemas -era difícil conseguir un tono elocuente y nasal al mismo tiempo-. Hemos sido informados de que los contratistas pertenecientes a minorías de Chicago están sometidos a normas de seguridad menos estrictas que las empresas pertenecientes a blancos. Estamos haciendo una encuesta para cerciorarnos de que ése no es el caso.
– Eso es racismo -dijo acaloradamente-. No permito que ningún racista se inmiscuya en mi trabajo. Punto. Ahora, desaparezca antes de que la demande por difamación.
– Estoy intentando ayudarle… empecé a decir con una gangosa dignidad, pero me colgó antes de que pudiera terminar la frase.
Muy bien. Alma Mexicana no quería que la OSHA husmeara por sus obras. Eso no era de extrañar. En cantidad de negocios no quieren a la gente de la OSHA. Así que déjalo estar, Vic. Dedícate a los proyectos de la gente que te paga.
Fue ese sabio consejo el que me llevó hasta la biblioteca de la Universidad de Illinois para comprobar a Alma Mexicana en el índice computarizado del Herald Star. Y para mi regocijo, tenía parte en el proyecto de reconstrucción del Dan Ryan. En un artículo del 2 de febrero, el periódico publicaba la lista de todas las empresas dirigidas por minorías raciales y por mujeres que participaban en el proyecto. Las demandas que Luis había presentado debieron de surtir efecto en los funcionarios federales cuando adjudicaron las contratas para el Ryan. Recordaba las protestas de los grupos negros por el pequeño número de contratistas de las minorías que estaba incluido. Dado el aislacionismo racial y étnico de Chicago, pensé que no les aplacaría saber que Alma Mexicana se estaba llevando parte del pastel.
Con cierta dosis de autoengaño podía hacerme creer a mí misma que pasaba de todas formas por delante de la obra del Ryan de camino hacia el Loop. No contaría realmente como un desvío adicional de mi trabajo legítimo investigar a Luis.
Proseguí por Halsted hasta Cermak, luego pasé bajo los pilares de la autovía buscando una forma de entrar en la zona de la obra. Había coches y camiones aparcados junto a la rampa de acceso a la calzada del Lago. Eché a un lado el Chevy, metiéndome en el terreno lleno de baches bajo las vías principales del tráfico y lo aparqué junto a un Buick último modelo.
Una vez más llevaba ropa poco apropiada para una obra, aunque mis pantalones de lino no eran tan incongruentes como aquellos pantalones de vestir de seda. Avancé como pude entre los profundos agujeros, rodeé trozos de retorcidas vigas caídas, dejando a un lado y a otro los restos de diez mil bolsas de almuerzos, y subí por la rampa cerrada al tráfico del acceso sur.
Conforme iba llegando arriba, el ruido de la maquinaria se volvió apabullante. Unos monstruos con enormes brazos puntiagudos se lanzaban al asalto del hormigón, dejando grietas de tres metros a su paso. Tras ellos venía un batallón de martillos neumáticos automáticos que reducían la calzada a pedacitos. Y en su estela avanzaban los camiones para recoger los despojos. Cientos de hombres e incluso unas cuantas mujeres hacían otras cosas a mano.
Observé dudosa la masacre desde el borde de la rampa, preguntándome cómo podría llamar la atención de alguien, y lo más difícil, encontrar a algún pequeño contratista en la mélée. Ahora que ya estaba allí, me repateaba tener que abandonar sin intentar algo, pero debería haber llevado botas de trabajo y orejeras además de un casco. Tal y como iba vestida, no era posible que sorteara la maquinaria y los agujeros abiertos en la calzada de la autovía.
Cuando hice el intento de acercarme al borde de la rampa, un hombrecillo que varias capas de ropas de trabajo hacían parecer orondo se destacó del grupo más próximo y se acercó a mí.
– Esta es zona de casco, señorita -su tono era rudo e inapelable.
– ¿Es usted el maestro de obras?
Sacudió la cabeza.
– Aquí hay docenas de maestros de obras. ¿A quién busca?
– A alguien que me diga quiénes son los empleados de Alma Mexicana -tenía que hacer bocina con mis manos y aullarle directamente en el oído. Y encima tuve que repetirle la pregunta dos veces.
Me echó esa mirada de dolorosa resignación común a los hombres cuando las ignorantes mujeres les interrumpen su trabajo especializado.
– Aquí hay cientos de contratistas. Yo no los conozco a todos.
– Por eso busco al maestro de obras -vociferé.
– Hable con el director del proyecto -señaló un semirremolque rodeado de cables eléctricos aparcado al otro lado de la orilla de la carretera-. Y la próxima vez no se presente aquí sin casco.
Girando sobre sus talones, regresó a su equipo antes de que pudiera darle las gracias. Avancé vacilante entre los hierros expuestos hasta el borde. Al igual que la zona bajo la autovía, ésta se había convertido en un cenagal lleno de basura y trozos de cemento. Mi progresión hacia el remolque era necesariamente lenta e iba acompañada de una serie de silbidos. Me hice una mueca a mí misma y los ignoré.
Dentro del remolque encontré otro caos de menor escala. Hilos eléctricos y telefónicos se enroscaban en cada pulgada disponible del suelo. Sobre el resto descansaban mesas cubiertas de proyectos, teléfonos, pantallas de ordenador: toda la parafernalia de una gran firma de ingeniería concentrada en un pequeño espacio.
Al menos había doce personas amontonadas junto con el equipamiento, hablando unas con otras o -según retazos de gritos que capté- con los equipos de la obra. Nadie me hizo caso. Esperé hasta que el hombre que tenía más cerca colgase el teléfono y me acerqué a él antes de que pudiera volver a marcar.
– Necesito ver al equipo de Alma Mexicana. ¿Quién puede decirme dónde están trabajando?
Era un corpulento blanco de unos sesenta años, rubicundo, de ojillos grises.
– No puede estar en la obra sin casco.
– Ya me doy cuenta -dije-; si usted pudiera decirme dónde están trabajando, conseguiré un casco para ir a hablar con ellos.
– ¿Tiene alguna razón especial para buscarlos? -sus ojillos no revelaban nada de nada.
– ¿Es usted el director del proyecto?
Vaciló, como pensándose si iba a auto adjudicarse el título, y finalmente dijo que era subdirector.
– ¿Quién es usted?
Ahora me tocaba a mí vacilar. Si le soltaba el rollo de la OSHA o algo parecido tendría que enseñar credenciales. No quería que Luis se enterara de que había estado husmeando en sus negocios, pero era inevitable.
– V. I. Warshawski -anuncié-. Soy detective. Han surgido algunas cuestiones respecto a los métodos de trabajo de Alma Mexicana.
Eso no lo iba a encajar él sólito. Se levantó de su mesa y se alejó con dificultad hacia el otro extremo del remolque, donde habían aislado un diminuto cubículo. Su descomunal cuerpo ocupaba toda la entrada. Pude ver moverse sus hombros al agitar los brazos fuera de mi campo de visión.
Finalmente regresó con un negro delgado.
– Soy Jeff Collins, uno de los directores del proyecto. ¿Qué es lo que quiere?
– V. I. Warshawski -estreché la mano que me ofrecía y repetí mi solicitud.
– Los métodos de trabajo son responsabilidad mía. No he sabido de nada que me haga cuestionar lo que están haciendo. ¿Tiene usted alguna alegación concreta a la que yo pueda responder? -no era hostil, estaba simplemente afirmando su autoridad.
Como yo no sabía nada de las prácticas de la construcción, poco podía decir del equipamiento. Mi cerebro giró a mil en busca de una idea.
– Yo me dedico a investigaciones financieras -dije, inventándomelo conforme iba hablando-. Mi cliente piensa que Alma está hinchando su capacidad, que ha aceptado proyectos que no puede atender, simplemente para hacer creer que come a la mesa de los grandes. Se preocupa por su inversión. Quería ver su equipamiento para saber si es alquilado o propio.
Me pareció lamentablemente flojo, pero al menos Collins no pareció encontrarlo raro.
– No puede entrar en la obra buscando esa clase de cosas. Tengo a varios miles de hombres ahí fuera. Todo lo que están haciendo está cuidadosamente coordinado. No puedo dejar entrar a personal civil no autorizado.
Iba a defender mi causa, pero él frunció el ceño, pensando.
– Chuck -le dijo abruptamente al blanco rubicundo-, llama allí y pregunta sobre sus camiones. Dale la información a la señora -y añadió dirigiéndose a mí-: Es todo lo que puedo hacer por usted, y más de lo que debería.
– Se lo agradezco -dije con tanta sinceridad como pude reunir. En realidad no me satisfacía en absoluto: quería ver a Alma trabajando, ver si algo extraño se me aparecía de pronto sólo con mirarlos. Pero no tenía otra elección. La obra del Dan Ryan no era sitio donde yo pudiese infiltrarme.
Collins regresó a su oficina y Chuck volvió al teléfono. Tras diez o quince minutos de conversación a gritos con una gran variedad de personas, me hizo señas de que me acercara a su mesa.
– Creía que estaban en el sector cincuenta y nueve, pero se han trasladado al ciento treinta y uno. No creo que tenga que preocuparse de si pagan o no sus camiones: todo el material que tienen en la obra pertenece a Wunsch & Grasso.
Como le miré sin expresión, me repitió la información en voz más alta. Me recompuse, le ofrecí mi más dulce sonrisa, y le di las gracias lo mejor que pude.