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Cuando quise llegar al Loop ya era demasiado tarde para buscar alguna referencia en las salas del Centro Daley. Aparqué ilegalmente frente al Pulteney para comprobar mis mensajes. Cuando entré en el ascensor, me llevó unos cuantos minutos darme cuenta de que no se movía, tan concentrada estaba en mis pensamientos. Mientras subía los cuatro pisos, seguía dándole vueltas en mi cabeza.
En realidad, ¿qué tenía de extraño el que Luis utilizase la maquinaria de Wunsch & Grasso? Me había sacudido como un rayo en el remolque, pero puede que no significara nada especial. Luis y su socio conocían a Ernie y a Ron, eso quedaba claro con su estrecha confabulación en la fiesta de Boots. Si Alma Mexicana se estaba esforzando por escalar en el negocio de la construcción de Chicago, era muy plausible que alquilaran equipamiento a otra empresa más fuerte.
– Ocúpate de tus asuntos, Vic -salmodié en voz alta al abrir mi oficina-. Si Roz oculta algo sucio de su juventud, no es asunto tuyo.
Encendí las luces y llamé a mi servicio de contestación de llamadas. Robin había llamado, y también Darrough Graham, que quería saber dónde coño estaba su informe. Llamé primero a Graham, ya que era un cliente que pagaba fijo, le conté que había estado unos días fuera, y que tendría el trabajo hecho al día siguiente. No estaba contento, pero llevábamos muchos años trabajando juntos: no iba a romper conmigo por una cosa así. De todas formas, no podía seguir ignorando a mis buenos clientes.
Mientras esperaba que la recepcionista buscara a Robin -le había dejado dicho que le interrumpiera si llamaba yo-, saqué un taco de papel periódico de detrás de mi archivador. Utilizando un marcador grueso, elaboré la lista, con horarios y todo, de mis tareas corrientes. Sujetando el auricular bajo la oreja, pegué la hoja con celo a la pared frente a mi escritorio.
– Ese es tu trabajo -me amonesté severamente-. No hagas ninguna otra cosa hasta que todas estas tareas no estén cumplidas.
– ¿Vic? -la voz de Robin interrumpió mis amonestaciones-, ¿estás ahí?
– Ah, hola, Robin. Sólo estaba pensando en voz alta. Cuando una trabaja sola no atina muy bien a diferenciar la palabra del pensamiento.
– Oh, me pregunto si el aislamiento es un precio demasiado alto por trabajar solo.
Charlamos durante unos minutos, sobre eso y sobre si me gustaría cenar en compañía. Cuando hube aceptado, llevó la conversación al tema del trabajo.
– Tu informe nos ha llegado hoy, tus dos informes. Los he leído con mi jefe, y hemos decidido que queríamos que siguieras comprobando algunas cosas. No pongo en duda tu afirmación sobre el carácter del viejo, pero esa noche alguien quitó de en medio al vigilante. Y era obviamente alguien que conocía sus costumbres, así que tuvo que ser o un residente, o alguien de la administración de Seligman.
– O alguien de fuera que lo estaba vigilando -añadí.
– Sí, supongo. El problema es que la única persona que se beneficia de verdad con el incendio es el viejo, o sus hijas cuando muera. Antes de pagar la indemnización quiero asegurarme de que Seligman no le envió a ese tipo el dinero para las apuestas. ¿Puedes dedicarnos una semana más?
Consulté mi plan de acción. Si me dedicaba al proyecto de Graham mañana por la mañana, podía estirar el resto de mi tiempo para el encargo de Ajax y tenerlo todo hecho para el viernes a última hora -con tal de que no gastara más tiempo en preguntarme sobre Roz, en preguntarme por qué mi llamada a Velma la había impulsado a echarme encima a Ralph MacDonald, y todo eso.
– ¿Sigues ahí, Vic?
– Aja. Sí, creo que puedo concederos otra semana, chicos. ¿Me vais a pagar la factura actual o queréis que os haga otra nueva con todas mis horas cuando termine esta nueva tarea?
– Ya hemos cursado ésa para el pago, recibirás un cheque en diez días o así… Dices que Seligman no está perdiendo dinero pero que tampoco está ganando mucho.
Tracé un círculo en el papel periódico con mi marcador.
– No creo que le preocupe mucho. Puedo intentar encontrar sus viejos libros, y comparar los beneficios actuales con los de hace quince o veinte años, pero no me da la impresión de ser el tío que se lo pasa suspirando por sus billones perdidos.
– Bueno, investiga un poco más, ve qué puedes averiguar. Sé que no dejarás que la impresión que te ha causado el tipo oscurezca tu búsqueda de pruebas. Nos vemos a las siete y media, ¿no?
– De acuerdo -lo había presentado como un cumplido, pero en realidad era más bien una advertencia. La impetuosidad es el peor enemigo del detective.
Le añadí una nariz y unos ojos al círculo y le planté unos bigotes. Pese a la advertencia de Robin, no podía creer en la culpabilidad del viejo, a no ser que sufriese alguna aberración en su personalidad de la que no me había percatado las dos veces que había hablado con él. Pero Robin tenía razón, Seligman poseía un sólido motivo financiero. Por supuesto sus hijas heredarían los bienes y tal vez eran lo suficientemente listas como para destruir ahora el edificio y así no despertar sospechas después de su muerte.
Doté a la cara de un desgarbado traje y de una mano extendida pidiendo dinero. Alguien del Indiana Arms tuvo que haber visto algo pero era demasiado circunspecto como para airearlo: cuando uno vive al margen aprende a no llamar la atención. Si pudiese localizar a alguno de los antiguos residentes, tal vez pudiese persuadirles de que hablaran. Tal vez podría conseguir fotos de las jóvenes Seligman por medio de su padre y enseñárselas -aunque, por supuesto, podían perfectamente haber contratado a alguien para hacer el trabajo práctico. No importaba que la hija hubiese estado en Brasil, pudo perfectamente planear el incendio.
El problema de este plan era que aunque Rita Donnelly quisiese darme los nombres de algunos de los antiguos inquilinos, haría falta un ejército para averiguar dónde se habían mudado tras el incendio. Claro que tenía a dos inquilinas: Zerlina Ramsay y mi tía. No sabía dónde estaba ninguna de las dos, pero eso era una fruslería para una detective inteligente.
Se me ocurrió de pronto que podría encontrar a Zerlina a través del depósito de cadáveres. Si había recogido el cuerpo de Cerise, tendrían registrada su dirección. Lo que necesitaba era alguien que pudiese conseguírmela. Un agente de policía podría hacerlo, pero difícilmente podía llamar a Furey pidiéndole su ayuda y luego negarle la posibilidad de pasar un rato conmigo. Bobby preferiría verme muerta antes que ayudarme en una investigación. O al menos preferiría verme en el talego. John McGonnigal estaba más bien distante conmigo últimamente. Había alguien entre el personal de Bobby que no manifestaba una hostilidad especial hacia mí. Terry Finchley. No voy a decir que éramos amigos, pero todos nuestros encuentros en el pasado habían sido agradables. Y una vez, unos años atrás, me dijo que le gustaba la forma en que defendía a mis amigos. Valía la pena intentarlo.
Por milagro, Finchley estaba en la comisaría. Expresó un cauteloso placer de oírme.
– Necesito un favor -dije de buenas a primeras.
– Ya lo sé, Warshawski. Si no, no hubieras llamado. ¿No se tratará de Furey, verdad? -tenía una agradable voz de tenor con un matiz de humor.
– No, no -le aseguré. Claro, todo el mundo en la unidad de Bobby debía estar al tanto de los altibajos de mi relación con Michael. Le conté lo de Cerise y mi intención de buscar a Zerlina.
Al contestarme, su voz era fría y me dijo que no le parecía un uso muy apropiado de su tiempo.
– No, seguramente no lo es. Pero creo que responderían a una solicitud de tu parte, pero no de la mía.
– Pídeselo a Furey. O a McGonnigal -dijo con doble intención.
– Detective -me apresuré a decir antes de que me colgara-, te he llamado porque no me sentía capaz de llamarlos a ellos. Ya sé que los conozco más que a ti, que nosotros no nos conocemos tanto, pero pensé que no te importaría. No se trata de una ingrata tarea, es algo que la policía puede hacer y yo no. Necesito encontrar a la señora Ramsay para averiguar si vio algo -ante su falta de respuesta, mi voz se fue desvaneciendo, tropezando en una sintaxis desesperanzada-. Lo siento. La próxima vez no te molestaré.
– Dices que no te sientes capaz de llamar a Furey o a McGonnigal. ¿Por qué?
Yo también estaba empezando a sentirme fastidiada.
– No es exactamente asunto tuyo, Detective. Es totalmente personal y sé que los asuntos personales son un tema muy agradecido en las discusiones públicas de la sala de guardia.
– Ya veo -guardó silencio durante un minuto, pensando, y luego dijo bruscamente-: ¿No será porque soy negro?
– ¡Oh! -sentí que mis mejillas ardían-. ¿Porque también lo es la señora Ramsay? No, no había pensado en eso. Lo siento. No se me había ocurrido que lo verías de ese modo.
– Te perdono -dijo volviendo a su tono más liviano-. Pero sólo por esta vez. La próxima vez mira por dónde pisas. Y ándate con cuidado con Furey, no es un mal tipo, sólo son ribetes de tío rudo. ¿Cuál es tu número?
Se lo di y colgó. Me acerqué a la ventana y observé pasar los coches de viajeros de cercanías del ferrocarril elevado. No conseguía discernir si yo había estado fuera de tono o si Finchley había reaccionado demasiado fuerte. El problema era que probablemente él oía tantas pifias tantas veces al día, que, no importaba cuáles fuesen mis intenciones, terminaban por parecerse a toda la basura que estaba acostumbrado a oír.
Observé a las palomas buscándose los piojos sin reparar en el color de su plumaje. Superficialmente, el reino animal parecía algo más sano que nosotros los humanoides. Pero el verano anterior, un día que una gaviota se había parado en el alféizar, las palomas la habían atacado a picotazos y graznidos hasta que se fue, con el cuello ensangrentado.
Volví a mi despacho y leí el correo inútil que había recibido en los últimos días: seminarios sobre cómo administrar mejor mi negocio, seminarios para mejorar las técnicas de vigilancia, ofertas especiales de armas y municiones. Lo tiré todo a la basura con impaciencia. Finalmente, irritada contra mí misma por haber descuidado tanto mis asuntos en las últimas semanas, consulté mi archivo de potenciales clientes y me puse a escribirles cartas ofreciendo mis servicios.
Llevaba tres cuando sonó el teléfono. No era Finchley, sino alguien del depósito de cadáveres, le había pedido que me llamase directamente. El cuerpo de Cerise había sido entregado a Otis Armbruster en un domicilio de la calle Christiana.
Le di las gracias a la mujer y extendí mi plano de la ciudad. El seis mil de Christiana sur no es precisamente la parte más alegre de la ciudad. No es un lugar fantástico para pasearse sola por la noche, especialmente si una es mujer y blanca. Pensé en postergarlo hasta por la mañana, y entonces volví a sentirme incómoda por lo que había hablado con Finchley. Si Cerise o Zerlina podían navegar por esas calles, también podía yo.
En el preciso momento en que estaba apagando las luces, llamó Furey. Enseguida me puse tensa, pensando que Finchley podía haber comentado con él nuestra conversación, pero llamaba a propósito de Elena.
– No sabes nada de ella, ¿verdad? -me preguntó-. Porque anoche hemos recibido otra queja por intento de prostitución, de un bar de la parte alta de la ciudad que pretende ser de yuppies, y podría haber sido ella.
Me froté la nuca, tratando de relajar algo de su rigidez.
– No sé nada de ella, pero ahora mismo iba a salir a ver a una mujer que la conocía bastante bien, del Indiana Arms. Voy a ver si Elena se ha dejado ver por ahí.
– ¿Quieres que te acompañe? -intentó ocultar su ansiedad, sin lograrlo.
– No, gracias. No es que se esté muriendo de ganas de hablar conmigo, para empezar. Si ve a un agente de policía, se va a cerrar en banda.
– Llámame después, ¿vale? Hazme saber si te has enterado de algo.
– Claro -volví a levantarme-. Tengo que irme. Adiós.
Colgué antes de que pudiera seguir preguntándome algo, por ejemplo el apellido y la dirección de Zerlina, y me marché rápidamente para eludir otras llamadas. Bajé las escaleras de dos en dos: si tienes que cumplir una misión desagradable, cuanto antes mejor.
El Chevy tenía una papeleta de multa bajo el limpiaparabrisas. El crimen no paga en Chicago, especialmente para los infractores del aparcamiento en el Loop.
Bajé por Van Burén, eché un vistazo a la lenta hilera de coches que desfilaba por Congress, y opté por coger las calles secundarias. Por Wabash hasta la calle Veintidós era un buen trayecto. Una vez que hube dejado atrás las intersecciones con la autovía, el tráfico hacia el oeste avanzó bastante bien. No eran más que las seis y unos minutos cuando giré hacia el norte y entré en la calle Christiana.
En ese lugar estaba a unos doce kilómetros del edificio Rapelec de Navy Pier. Si Cerise vivía allí, ¿por qué había recorrido toda esa distancia buscando un sitio tranquilo para chutarse? No le encontraba ningún sentido.
Solares vacíos intercalados con edificios de tres pisos de piedra gris conformaban toda la calle. Sus ventanas rotas o tapadas con tablas indicaban que los edificios se tambaleaban al borde del derrumbamiento. En pleno día parecía Beirut. Ahora, el crepúsculo púrpura suavizaba los montones más grandes de cascajos en los baldíos, y difuminaba los contornos de los coches abandonados, convirtiéndolos en suaves formas oscuras. Los únicos comercios parecían ser las tabernas generosamente propagadas en cada esquina. Había pocos coches en las calles. Alguien me venía pisando los talones desde Cermak hasta la Diecisiete, poniéndome bastante nerviosa, pero cuando por fin reduje la velocidad y me aparté a la derecha, me pasó como una flecha con un gran bocinazo. Parecía un pueblo fantasma, deshabitado, a excepción de algún que otro grupo de jóvenes que discutían o bromeaban frente a los bares.
Me detuve frente al apartamento de Armbruster. Era una más de las casas de piedra de tres pisos. Se veían unas luces amarillentas tras las sábanas que cubrían las ventanas. Las del tercer piso estaban tapadas con tablas. Al entrar por la senda hundida oí tronar una radio a toda pastilla.
En la entrada, un fuerte olor a "Pinosol" revelaba los esfuerzos de alguien por disimular el de la orina. Casi lo conseguía, pero aún quedaba un vago hedor por debajo que me levantaba el estómago. Probablemente la misma mano había atornillado una rejilla sobre los buzones abollados. El cartero podía echar las cartas al través, pero había que abrir la rejilla para poder sacarlas.
Los Armbruster vivían en el segundo piso. La luz de la escalera brillaba por su ausencia. Avancé lentamente como pude en la oscuridad, tanteando cada escalón antes de apoyar mi peso. En dos ocasiones faltaba un buen pedazo del escalón, y el corazón me dio un vuelco al sentir que mi pie no encontraba sino el vacío.
En el segundo piso, el aullido de un niño se entremezclaba con el de la radio. Golpeé la puerta con el puño cerrado. Al segundo intento, una profunda voz de mujer quiso saber quién era.
– Soy V. I. Warshawski -grité-. Vengo a ver a la señora Ramsay.
La puerta tenía una mirilla. Me puse de manera que mi cara limpia y honesta fuese visible desde el otro lado. Durante un rato nada sucedió. Luego la radio y el bebé callaron casi simultáneamente; oí que alguien descorría una serie de cerrojos.
Cuando se abrió la puerta, me encontré frente a una delgada mujer de mediana edad con un bebé. Las suaves mejillas de la niña aún estaban húmedas de lágrimas. Volvió la cabeza hacia otro lado cuando vio que la miraba y hundió sus manitas regordetas en el apretado moño de la mujer. Algo en la inalterable pulcritud del pelo de la mujer y el concienzudo planchado de su vestido me hizo pensar que ella era la responsable del "Pinosol" del vestíbulo. Zerlina estaba detrás de ella, superándola a la vez en envergadura y en la profunda negrura de su piel. Supuse que la otra mujer era Maisie y que tenía en sus brazos a Katterina.
– ¿Cómo me has encontrado? -inquirió Zerlina.
– Me dieron el nombre y la dirección de la persona que se hizo cargo del cuerpo de Cerise en el depósito. Sólo era una suposición de que estuviese aquí, pero como me había hablado de Otis y de la otra abuela de Katterina, pensé que podrían estar juntos.
La única luz que había estaba a su espalda. Tenía que entornar los ojos para verles la cara, pero creí preferible esperar a que me invitaran a entrar. Nadie parecía tener prisa por hacerlo.
– Usted no puede estar acosando así a la gente en la privacidad de su casa -gruñó Maisie, meciendo a la niña para que supiese que el enfado no iba con ella.
Me froté la cara con cansancio.
– Alguien incendió un gran hotel hace dos semanas. No murió nadie pero mucha gente resultó herida, incluida la señora Ramsay. Es la única persona que conozco que podría serme de alguna ayuda para averiguar quién lo hizo.
– Yo no soy la única persona que conoces, niñita blanca, como muy bien sabes -dijo Zerlina-. Pregúntale a esa tía tan maja que tienes.
– La última vez que hablé con Elena le conté lo de Cerise. Se asustó tanto que se escapó de casa. Desde entonces se ha estado escondiendo por las calles. Yo creo que usted tiene más temple que ella.
En su robusta cara apareció una expresión de terquedad.
– Tú te imaginas lo que te interesa. Entre las dos, esa tía tuya y tú, habéis empujado a mi hija a la muerte. No tengo nada más que decirte.
Antes de que Maisie pudiera estamparme la puerta en las narices, saqué una tarjeta y se la di a Zerlina.
– Si cambia de parecer, puede llamarme a este número. Alguien me coge los recados las veinticuatro horas.
Antes de que corriera el primer cerrojo, la radio volvió a sonar. El insistente ritmo del rap me siguió mientras bajaba la escalera y me adentraba en la noche.