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– ¿Qué haces con la ropa puesta? -dijo Lotty Herschel con una rudeza que era casi antipatía.
– Me voy a casa -vestirme con ambas manos envueltas en gasa había sido una ruda tarea-. Sabes que odio los hospitales, es adonde mandan a morirse a la gente.
– Alguien tenía que haberla quemado -dijo fríamente Lotty-. Huele tan mal, casi no se aguanta estar en la misma habitación que tú.
– Es la sangre y el humo -expliqué-. Y supongo que el sudor rancio; me marqué un bonito estropicio izándome por esas cuerdas.
Lotty arrugó la nariz con asco.
– Mayor razón para deshacerse de ella. No puede examinarte el doctor Homerin con ese hedor que despides.
Había reparado en un hombre delgado de mediana edad que esperaba pacientemente detrás de Lotty y creí que era un interno más aspirando a aprender algo al pie de mi cama. En realidad, se trataba de mi cabeza.
– No necesito ni un puñetero examen más. Llevo aquí veinticuatro horas y me siento como un puchero en el que han metido la cuchara todas las amas de casa de Chicago.
– Mez Homerin es neurólogo. Has recibido un golpe feo en la cabeza. Quiero asegurarme de que ese duro cráneo polaco que tienes no ha recibido un daño irreparable.
– Estoy bien -dije ferozmente-. No veo doble, puedo atarme los zapatos con los ojos cerrados, hasta con los dedos embutidos en estos guantes de béisbol, y si me clava alfileres en los pies, me daré cuenta.
Lotty se acercó a mí, sus ojos negros lanzando destellos.
– Victoria, no sé por qué me preocupo siquiera. Esta es la tercera vez que te golpean tan fuerte como para noquearte. No me apetece pasarme la vejez tratándote de Parkinson o de Alzheimer, que es a lo que vas derecha con esa temeraria actitud tuya de sabelotodo. Si no vuelves a quitarte la ropa ahora mismo, en este instante, puedes estar segura de una cosa: jamás volveré a atenderte. ¿Entendido?
Su cólera era tan intensa que hizo tambalear mis rodillas. Me volví a sentar en la cama. Yo también estaba bastante furiosa, lo suficiente como para que la cabeza volviera a darme unas salvajes punzadas al hablar.
– ¿Te he mandado llamar yo? Esto es el Michael Reese, no el Beth Israel. Irrumpes aquí sin decir oste ni moste, o al menos sin que yo pueda replicar. Alguien ha intentado matarnos a mi tía y a mí. Salir de ese edificio ha sido una de las experiencias más espantosas de mi vida y tú vienes chillándome con el cuento de mi ropa y de la enfermedad de Alzheimer. Si es ésa tu actitud, puedes largarte con mi bendición, no necesito ese tipo de atención médica.
El doctor Homerin tosió.
– Señorita Warshawski, entiendo que esté alterada, es un efecto secundario lógico de la concusión y de las demás experiencias que ha sufrido esta noche. Pero ya que estoy aquí, creo que estaría bien que la examinara. Y sería más fácil si se quitara la ropa y se pusiera la bata del hospital.
Le miré, ceñuda. Se volvió hacia Lotty e inquirió en tono de disculpa:
– ¿Doctora Herschel?
– Oh, muy bien -declaró ella. Giró sobre sus talones con la precisión de una figura de patinaje y salió airadamente de la habitación.
El doctor Homerin corrió la cortina que tapaba mi cama.
– La espero aquí fuera, avíseme cuando esté lista.
Podía seguir en mi empeño y salir, pero eso me haría sentir increíblemente estúpida. Me saqué de mala gana los deportivos con los talones. Con mis torpes y enormes dedos me desabotoné la camisa y me bajé la cremallera de los vaqueros. Me tomé todo el tiempo que pude antes de gritar hoscamente que estaba lista.
El doctor Homerin estaba sentado en una silla junto a la cama.
– Cuénteme cómo la han herido, ¿qué ocurrió?
– Me golpearon en la cabeza -refunfuñé de mala gana.
Se negó a darse por enterado de mi pésimo humor.
– ¿Sabe quién la golpeó, y con qué?
Sacudí la cabeza y empecé a ver círculos negros girando a mi alrededor.
– No. Se ocultaba en la habitación. Yo estaba mirando a mi tía, que estaba borracha -fruncí el ceño-. No. Pensé que estaba borracha, pero resultó que le habían dado un cachiporrazo. Eso es, me di cuenta de que alguien la había golpeado y que ese alguien podía estar aún allí, y cuando me enderecé para protegerme, me aporrearon por detrás.
Asintió con la cabeza, como un profesor ante un alumno prometedor.
– Es excelente que tenga tan buena memoria, con frecuencia los recuerdos que preceden inmediatamente a un incidente de ese tipo quedan bloqueados por lo que llamamos amnesia de autoprotección.
Me froté el bulto blando de la nuca.
– Lo que no recuerdo es lo que pasó después. Sé que estaba izándome por una cuerda en el hueco de un elevador, pero no puedo recordar cómo me llevé a Elena conmigo. Luego salimos.
Los bomberos tuvieron que rescatar a mi tía, pero creo que yo salí por mis propios medios.
Mi voz se iba apagando conforme intentaba enfocar la nube de mi memoria. Mallory había aparecido con Furey cuando estaba en la sala de urgencias, pero había alguien en la multitud congregada alrededor del fuego que no hubiese debido estar allí. Recordaba una leve inflexión de sorpresa mezclada con la sensación de que mi muerte era inminente mientras los enfermeros me llevaban del otro lado de las barreras. Ese rostro flotaba al borde de mi conciencia. Lágrimas de frustración brotaron en mis pestañas porque mi cabeza dolorida se negaba a concentrarse.
– No puedo acordarme -dije con impotencia.
– ¿Tiene alguna idea de por qué ocurrió?
Sus ojos grises parecían afables e inofensivos tras los gruesos cristales, pero yo me crispé inmediatamente.
– ¿Le ha dicho Bobby, el teniente Mallory, que me preguntara eso?
Había habido toda una escena en la sala de urgencias, Bobby rugiendo contra mí como un elefante enloquecido. Dominic Assuevo y Roland Montgomery, de la brigada antibombas y atentados se le habían unido, y sólo porque yo me desmayé varias veces el interno de turno terminó por echarlos de la sala de reconocimientos.
Homerin sacudió la cabeza.
– La policía no ha hablado conmigo para nada. Estoy simplemente comprobando su capacidad de contestar a preguntas lógicas.
En los intervalos entre el sueño y las sacudidas de dolor había estado comprobando yo misma esa capacidad, sin llegar a un resultado muy afortunado. Tal vez alguien que se disponía a incendiar el edificio había visto salir a Elena. La había seguido, la había visto telefonearme, y cuando volvió a entrar la noqueó y esperó a pillarme a mí también antes de prender el fuego. Podía haber sucedido así, pero parecía tremendamente elaborado: ¿por qué no quemar la casa mientras ella estaba fuera? Tal vez lo había visto con suficiente nitidez como para poder reconocerle, así que creyó que ella debía morir. Pero entonces, ¿por qué querer acabar también conmigo? Mi cabeza empezaba a desintegrarse. No podía hacerme una composición completa. Quería volver a casa y empezaba a sentirme demasiado impotente hasta para volver a salir de la cama.
Reparando en mi fatiga y mi frustración, Homerin condujo el interrogatorio hacia temas más generales: ¿sabía quién era el presidente, el alcalde, y gente así? Deseé no saberlo pero le recité los nombres. Después de eso me tocaron los rutinarios pinchazos en los pies y luego me golpeó las rodillas y los codos y me palpó la cabeza: todo ese circo médico que le permite saber al galeno que tus pedazos aún se mantienen unidos a tu doliente cuerpo.
Cuando terminó de observarme los ojos y de hacerme girar la cabeza varias veces, volvió a sentarse en la silla de las visitas.
– Sé que quiere marcharse, señorita Warshawsky, pero sería mejor que se quedara un día más.
– No quiero -estaba a punto de desplomarme y romper a llorar.
– Vive sola, ¿no es así? Sencillamente, no me parece que en este momento sea capaz de cuidar de sí misma. No sufre ningún daño que yo pueda ver, exceptuando los efectos secundarios de la concusión. Le hicieron una exploración tomográfica del encéfalo en la sala de urgencias el miércoles por la mañana y no apareció nada alarmante. Pero le irá mejor si nos deja cuidar de usted un día más.
– Odio que cuiden de mí, no lo soporto -no quería verme como Tony, reducido a tal impotencia que al final no podía siquiera respirar por sí mismo. El sonido de su áspero y sibilante resuello me asaltó la mente y rompí a llorar contra mi voluntad.
Homerin esperó pacientemente a que me secara los ojos y me sonara la nariz. Me preguntó si había algo en concreto de lo que quisiera hablar, pero el recuerdo de mis padres moribundos era demasiado doloroso como para mencionárselo a un extraño.
En lugar de eso, le espeté:
– ¿Tiene razón Lotty? ¿Puede darme la enfermedad de Alzheimer?
Le asomó una sonrisa en la comisura de los labios.
– Está preocupada por usted, por eso me ha hecho venir aquí y ha conseguido que el personal de este centro me permitiera examinarla. No soy profeta, pero tres estacazos en siete años son más de lo que usted necesita, aunque tampoco está sometida al aporreo constante que recibe un boxeador. Yo me preocuparía más por sentirme mejor ahora. Y llámeme si siente algún síntoma extraño.
Extrajo una tarjeta de su bolsillo y me la tendió: Mez Homerin, neurólogo, con una dirección en Michigan Norte y otra en Edgewater.
– ¿Qué tipo de síntomas? -pregunté con recelo.
– Bueno, visión borrosa, problemas de memoria, cualquier hormigueo en los pies o en las manos. Pero no vaya a preocuparse por ellos, me extrañaría mucho que sufriera algo de eso. Concéntrese en recuperar fuerzas. Pero por favor llámeme si quiere comentar algo sobre el tema que sea.
Acentuó afablemente el "que sea" y estúpidamente me entraron otra vez ganas de llorar.
– Lo de mi tía -dije lo más enérgicamente que pude-. ¿Sabe cómo se encuentra?
– ¿Su tía? ¡Ah! La mujer que usted rescató, ha recibido un golpe en la cabeza, ¿verdad? ¿Sabe si está aquí?
No lo sabía, pero me dijo que lo averiguaría y que me conseguiría un informe de su seguimiento. Había estado planeando levantarme y vestirme tan pronto como se marchara, pero mi crisis de lágrimas había puesto el toque final a mi agotamiento. Ya estaba prácticamente dormida antes de que su bata blanca desapareciera tras la cortina.