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El tipo de alojamiento que Elena podía pagar no parecía ser de los que anuncian en los periódicos. Las únicas residencias que venían en los anuncios por palabras estaban en Lincoln Park y eran a partir de cien dólares a la semana. Elena estaba pagando setenta y cinco al mes por su cuartito del Indiana Arms.
Me pasé cuatro horas pateando inútilmente las calles. Peiné el barrio Sur, cubriendo la calle Cermak entre Indiana y Halsted. Hace un siglo vivían aquí los Fields, los Sears y los Armour. Cuando se fueron a la orilla norte, la zona se degradó rápidamente. Hoy sólo se encuentran terrenos baldíos, vendedores de coches, viviendas de protección oficial y las ocasionales viviendas de ocupación individual. Hace algunos años alguien decidió restaurar todo un bloque de las mansiones originales. Allí se alzan, como una macabra ciudad fantasma, opulentas carcasas vacías en medio de la decadencia que impregna la vecindad.
Los pilotes del ferrocarril elevado del Dan Ryan que corren sobre mi cabeza me hacen sentir insignificante mientras voy de puerta en puerta, preguntando a algún portero borracho o indiferente por un cuarto para mi tía. Recordé vagamente haber leído algo respecto a todas las viviendas de ocupación individual que fueron derribadas cuando construyeron las Torres Presidenciales, pero por lo que fuese el impacto que eso pudo tener en la calle no me había impresionado antes. Sencillamente no había alojamiento disponible para gente de escasos recursos como Elena. Los hoteles que encontré estaban todos llenos -y las víctimas del incendio de la noche anterior, más listas que yo, habían estado allí al amanecer para alquilar los pocos cuartos disponibles. Caí en eso a la cuarta vez que un mugriento encargado me dijo: "Lo siento, si hubiese venido a primera hora de la mañana, cuando aún teníamos algo…"
A las tres suspendí la búsqueda. Al borde del pánico ante la perspectiva de tener que alojar a Elena indefinidamente en el futuro, me dirigí a mi oficina del Loop para llamar a mi tío Peter. Esa decisión sólo podía tomarla cuando el pánico se apoderaba de mí.
Peter fue el primer miembro de mi familia que hizo algo constructivo en su vida. Tal vez el único miembro, además de mi primo Boom-Boom. Nueve años más joven que Elena, Peter se había ido a trabajar a las haciendas ganaderas cuando volvió de Corea. Se dio cuenta muy rápidamente de que quienes se hacían ricos con el negocio de la carne no eran los polacos que atronaban a las vacas a mazazos en la cabeza.
Reunió algunos dólares de aquí y allá, pidiendo a los amigos y conocidos, e inició su propia empresa de fabricación de salchichas. El resto fue la clásica historia del sueño americano.
Siguió a los ganaderos hasta Kansas City cuando se trasladaron allí a principios de los setenta. Ahora vivía en una casa enorme del elegante distrito de Mission Hills, mandaba a su mujer a París a comprarse ropa de primavera, enviaba a mis primos a dispendiosas escuelas privadas y a campamentos de verano, y conducía los últimos modelos de Nissan. Sólo en América. Peter también se distanció cuanto pudo de la rama de la familia de bajo presupuesto.
Mi oficina del edificio Pulteney era definitivamente un valor a la baja. En los últimos años, el Loop se había extendido principalmente hacia el oeste. El Pulteney está en la franja sudeste, donde las cabinas de pomos baratos y las casas de empeños hacen bajar los alquileres. El paso elevado de Wabash hace vibrar las ventanas del cuarto piso, dispersando las palomas y la mugre que suelen anidar allí.
Mis muebles son una recuperación espartana de subastas de la policía y tiendas de segunda mano. Tenía colgado un grabado de los Uffizi encima del archivador, pero el año pasado decidí que sus intrincados detalles en negro resultaban demasiado lúgubres junto a los muebles color oliva. En su lugar puse algunas llamativas reproducciones de Nell Blaine y Georgia O'Keeffe. Dan un poco de color a la habitación, pero nadie la confundiría con la sede de una empresa internacional.
Peter había estado aquí una vez, cuando trajo a sus tres hijos a Chicago de visita, varios años atrás. Lo observé crecerse visiblemente mientras calculaba el abismo entre nuestras ganancias netas actuales.
Comunicarme con él esa tarde necesitó todo mi poder de persuasión, y algunas pequeñas amenazas. Mi mayor preocupación, que pudiera estar fuera del país, o igualmente inaccesible en algún campo de golf, resultó ser infundada. Pero tenía un ejército de asistentes convencidos de que era preferible que atendieran ellos mi asunto a molestar al gran hombre. La escaramuza más difícil se presentó cuando finalmente pude hablar con su secretaria particular.
– Lo siento, señorita Warshawski, pero el señor Warshawski me ha dado una lista de los miembros de su familia que le pueden interrumpir y su nombre no figura en ella -el gangueo nasal de Kansas era educado pero inflexible.
Observé a las palomas buscándose los piojos.
– ¿Podría transmitirle un mensaje mientras yo espero al teléfono? Que su hermana Elena llegará a Kansas City en el vuelo de las seis y que cogerá un taxi hasta su casa.
– ¿Sabe él que va a venir?
– Nooo. Por eso estoy intentando comunicarme. Para decírselo.
Cinco minutos más tarde -mientras pasaban aceleradamente los pasos del teléfono, con tarifa de primera hora del día-, la profunda voz de Peter resonaba en mi oído. Qué diablos significaba eso, qué era eso de mandarle a Elena así, sin avisarle. No estaba dispuesto a que sus hijos se vieran expuestos a una borracha como ésa, no tenían espacio para invitados, creía haberlo dejado muy claro cuatro años antes, que nunca más…
– Sí, sí -por fin pude detener el caudal-. Lo sé. Sencillamente, una mujer como Elena no le pega a un sitio como Mission Hills. Los borrachos de allí se hacen la manicura todas las semanas. Entiendo.
No era la mejor introducción para una solicitud de ayuda financiera. Cuando terminó de clamar a voces su indignación, le expliqué el problema. Contrariamente a lo que esperaba, la noticia de que Elena estaba aún en Chicago no le alivió lo suficiente como para que consintiera en echarle un cable.
– Categóricamente, no. Se lo dejé totalmente claro la última vez que la ayudé. Fue cuando perdió estúpidamente la casa de mamá en aquel ridículo plan de inversión. Tal vez recuerdes que contraté a un abogado para ella, que vio que se podría recuperar algo con la venta. Eso fue todo, mi último compromiso con sus asuntos. Es hora de que aprendas la misma lección Vic. Una alcohólica como Elena te chupará hasta la última gota. Cuanto antes te des cuenta de eso, más te facilitarás la vida.
Oír algunos de mis propios pensamientos negativos de sus pomposos labios me hizo revolverme en mi silla.
– Pero si mal no recuerdo, Peter, ella pagó a ese abogado. Y nunca te ha pedido dinero, ¿no? Sea como sea, yo vivo en un apartamento de cuatro cuartos. No puede quedarse conmigo. Lo único que pido es el dinero suficiente para pagarle el alquiler de un apartamento decente durante un mes, mientras la ayudo a buscar un alojamiento que pueda pagar.
Soltó una malévola risotada.
– Eso es lo que dijo tu madre aquella vez que Elena apareció en tu casa de Chicago Sur, ¿recuerdas? Ni siquiera Tony pudo soportar tenerla cerca. ¡Tony! Y eso que él podía soportar cualquier cosa.
– No como tú -comenté ásperamente.
– Sé que lo dices como un insulto, pero yo lo tomo como un cumplido. ¿Qué te dejó Tony al morir? Esa miserable casa de Houston y los restos de su pensión.
– Y un apellido que estoy orgullosa de llevar -espeté, totalmente encrespada-. Y a propósito, no hubieses conseguido tu pequeña máquina de hacer albondiguillas sin su ayuda. Así que haz algo por Elena a cambio. Estoy segura de que, dondequiera que esté ahora, Tony lo consideraría como una justa retribución.
– Le pagué a Tony hasta el último centavo -se indignó Peter-, y no le debo un carajo a él ni a ti. Y sabes perfectamente bien que son salchichas, y no albondiguillas.
– Sí, pagaste hasta el último centavo. Pero una parte de los beneficios, o incluso un pequeño interés, no te hubiera matado, me parece a mí.
– No gastes esa palabrería sentimentaloide conmigo, Vic. He dado demasiadas vueltas como para hacer el primo.
– Igual que un coche usado -dije amargamente.
La línea quedó muda. El placer de haber tenido la última palabra no me compensaba el haber perdido la batalla. ¿Por qué coño tenían que ser Peter y Elena los supervivientes de la familia de mi padre? ¿Por qué no había muerto Peter y Tony seguía estando entre nosotros? Aunque no como estaba en los últimos años de su vida. Me tragué mi bilis y traté de borrar la imagen de mi padre el último año de su vida, su cara congestionada, su cuerpo sacudido por una tos incontrolable.
Apretando los labios con amargura, miré el montón de correspondencia sin contestar y los papeles sin archivar en mi mesa. Tal vez aún estaba a tiempo de entrar en el siglo xx mientras le quedaba todavía una década. Conseguir un éxito profesional tan sonado que pudiera pagarme por lo menos una secretaria que me llevara algo del papeleo, una ayudante que pudiese asumir algo del trabajo ingrato.
Hurgué en los papeles con impaciencia hasta que por fin encontré los números que necesitaba para mi inminente presentación. Llamé a Tesoros Visibles para saber hasta qué hora podía llevárselos para que los revelaran por la noche. Me dijeron que, si los llevaba sobre las ocho, podían fotografiarlos y hacerme las diapositivas cobrándome sólo la tarifa doble. Cuando me dijo el precio me sentí un poco mejor, no era tan terrible como temía.
Pasé mis esquemas a máquina en la vieja Olivetti de mi madre. Si no podía pagarme una ayudante, tal vez debería al menos gastarme unos cuantos miles en un sistema de publicación de despacho. Por otra parte, la energía que necesitaba para usar el teclado de la Olivetti me fortalecía las muñecas.
Eran un poco más de las seis cuando terminé de escribir a máquina. Rebusqué en mis cajones una carpeta de papel manila para mis gráficos. Como no encontré una nueva, vacié el contenido del archivo de seguros sobre la mesa y embutí dentro mis documentos. Ahora la mesa parecía el vertedero municipal cuando los camiones acaban de descargar. Podía imaginarme a Peter mirándola, arrugando la cara con una mueca prepotente. Tal vez el estar comprometida con la verdad, la justicia y el "American Way of Life" no implicaba necesariamente el trabajar en condiciones miserables.
Volví a meter los papeles de seguros en su archivo y lo llevé al archivador, donde encontré una sección sobre gastos de empresa que parecía lo suficientemente afín. Con una grata sensación de virtud, inserté "seguros" entre "reclamaciones" y "siniestros". Llegada a ese punto, ojeé la correspondencia de dos semanas acumulada sobre la mesa, firmé unos cuantos cheques, rellené algunos documentos y rompí algunas circulares. Casi debajo de toda la pila encontré un grueso sobre blanco del tamaño de una invitación de boda con la divisa "Mujeres del Condado de Cook por un Gobierno Abierto" grabada en cursiva en el borde superior izquierdo.
Estaba a punto de tirarlo cuando de repente me di cuenta de lo que era: en un arranque de locura había aceptado apoyar una campaña política de recaudación de fondos. Marissa Duncan y yo habíamos trabajado juntas en el bufete de un abogado de oficio hacía una eternidad o dos. Era una de esas personas que viven y mueren por la política, tanto en el despacho como en la calle, y ella elegía cuidadosamente sus temas. Había sido activa en nuestra campaña para sindicarnos en la oficina del abogado, por ejemplo, pero se había cuidado de no involucrarse en los temas tocantes al aborto: no quería que nada le fuera un lastre si decidía presentarse a algún puesto público.
Había dejado al abogado de oficio hacía unos años para trabajar en la desastrosa campaña de Jane Byrne por la alcaldía; ahora tenía un agradable empleo en una importante firma de relaciones públicas especializada en vender candidatos. Sólo me telefonea cuando está planeando alguna gran campaña. Cuando me llamó cuatro semanas atrás, acababa de terminar un espinoso trabajo para un fabricante de rodamientos de Kankakee. Me había pillado flotando en esa agradable sensación provocada por la combinación de una buena demostración de competencia y un abultado cheque.
– Una gran noticia -dijo entusiasta, haciendo caso omiso de mi tibio "hola"-: Boots Meagher va a patrocinar una colecta de fondos para Rosalyn Fuentes.
– Gracias por decírmelo -dije educadamente-. No tendré que comprar el Star por la mañana.
– Desde luego, siempre has tenido un gran sentido del humor, Vic. Los políticos no pueden darse el lujo de decirte que para ellos eres como un grano en el culo. Pero esto es de verdad emocionante. Es la primera vez que Boots respalda a una mujer con un acto público. Va a dar una fiesta en su casa de Streamwood. Será una magnífica ocasión para ver al candidato, y para conocer a algunos de los miembros de la Junta del condado. Todo el mundo estará allí. Puede que hasta se pasen por ahí Rostenkowski y Dixon.
– Me da un vuelco el corazón sólo de pensarlo. ¿A cuánto vendes las participaciones?
– A quinientos las de miembro patrocinador.
– Eso me viene grande. Además, creí que habías dicho que Meagher la estaba patrocinando -objeté, sólo por incordiar.
Un matiz de impaciencia terminó por filtrarse en su voz.
– Vic, ya sabes cómo funciona: quinientos para salir en la lista de patrocinadores del programa, doscientos cincuenta para ser colaborador, y cien para entrar.
– Lo siento, Marissa. No van por ahí mis tiros. Y además, no soy tan entusiasta de Boots -su verdadero nombre era Donnel. Le pusieron ese apodo cuando los reformistas del 72 creyeron poder sacar a los hombres de Daley de las listas del condado. Habían propuesto a algún pobre don nadie muy formal cuyo nombre ni siquiera recuerdo, con el eslogan de "Que le den la patada [1] a Meagher". Cuando las influencias de Daley consiguieron que el pez gordo fuese reelegido con una victoria arrolladora, sus partidarios gritaron en la fiesta de celebración en el Bismarck: "Boots, Boots", cuando él apareció, y desde entonces ya nunca se le llamó de otro modo.
Marissa dijo muy seria:
– Vic, necesitamos más mujeres aquí. Si no, parecerá que Roz se ha vendido a Boots y perderemos gran parte de nuestro apoyo de base. Y, aunque ya no estés con el abogado, tu nombre sigue inspirando mucho respeto en las mujeres de por aquí.
En pocas palabras, para abreviar la historia, utilizó la adulación, el activo de Fuentes en favor del libre albedrío, y mi culpabilidad por haberme apartado desde hacía tiempo de la acción política, para convencerme de ser patrocinadora. Y además tenía un cheque de dos mil dólares que me sonreía desde mi mesa.
El grueso sobre blanco contenía la invitación, un programa y un sobre respuesta para mis doscientos cincuenta dólares. Marissa había garabateado en el programa con su enorme letra infantil: "Tengo muchísimas ganas de volver a verte".
Hojeé el folleto para ver la lista de los patrocinadores y colaboradores. Una vez que aceptó encargarse de la colecta de fondos, Boots había ido por todos lados echando mano de los demócratas de siempre. O tal vez se trataba del trabajo de Marissa. En las páginas resplandecían los nombres de jueces, de diputados, de senadores y de directores de grandes firmas. Hacia el final de la lista de patrocinadores estaba mi nombre. De alguna antigua agenda o partida de nacimiento Marissa había sacado mi segundo nombre de pila. Cuando vi el "Ifigenia" saltándome a los ojos, estuve a punto de llamarla y de retirar mi apoyo: procuro que la locura que le dio a mi madre de llamarme así siga siendo un secreto sólo conocido por la familia.
La función era el siguiente domingo. Consulté mi reloj: las siete y cuarto. Podía llamar a Marissa y aún tenía tiempo de llegar a Tesoros Visibles.
Aunque era tarde, aún estaba en su oficina. Intentó parecer encantada de oírme, pero no lo consiguió del todo: Marissa me prefiere cuando le hago algún favor.
– ¿Lista para el domingo, Vic?
– ¡Ya lo creo! -dije con entusiasmo-. ¿Qué hay que ponerse? ¿Vaqueros o traje de noche?
Se relajó.
– Oh, es informal, una barbacoa, ¿sabes? Yo llevaré un vestido seguramente, pero los vaqueros irán muy bien.
– ¿Viene Rosty? Dijiste que tal vez.
– No. Pero estará la jefa de su oficina de Chicago, Cindy Mathiessen.
– Estupendo -adopté el tono de una jefa de animadoras-. Quiero hablar con ella de las Torres Presidenciales.
El recelo volvió a oírse en la voz de Marissa al instante, al preguntarme por qué quería discutir sobre el complejo.
– Las viviendas de ocupación individual -dije muy seriamente-. Sabes, unas ocho mil viviendas se perdieron cuando despejaron la zona para construir las Torres. Tengo una tía, sabes -le expliqué lo de Elena y el incendio-. Así que no me siento muy entusiasta respecto a Boots, ni a Rosty, ni a ninguno de los demás demócratas locales, desde que ando con el problema de encontrarle alojamiento. Pero estoy segura de que si saco la conversación con… ¿cómo has dicho que se llamaba?… ¿Cindy? Si lo comento con Cindy, es posible que ella pueda ayudarme.
Me pareció que el teléfono vibraba con el sonido de los engranajes que giraban en la cabeza de Marissa. Finalmente dijo:
– ¿Cuánto puede gastarse tu tía?
– Estaba pagando setenta y cinco en el Indiana Arms. Al mes, quiero decir -hacía un rato que se había puesto el sol y el cuarto estaba oscuro a excepción del círculo de luz de la pantalla de mi lámpara de mesa. Me acerqué hasta la pared con el teléfono en la mano para encender las luces del techo.
– ¿Si le encuentro casa me prometes no hablar de las Torres Presidenciales el domingo? ¿Con nadie? Es una gente un poco susceptible.
Se refería a los demócratas. Con el foco ya dirigido al Portavoz de la Casa Blanca por cuestiones éticas, no querían que se les dijera nada embarazoso a sus muchachos.
Hice alarde de no estar muy convencida.
– ¿Podrías conseguirlo para mañana por la noche?
– Si ésa es la condición, Vic, lo haré para mañana por la noche -no intentó ocultar el mal humor de su voz.
Me quedaban sólo veinte minutos para llegar a Tesoros Visibles antes de pagar el cuádruple por tarifa nocturna, pero me tomé otro minuto más para extender un cheque a Mujeres del Condado de Cook por un Gobierno Abierto. Al cerrar la puerta de la oficina, me puse a silbar por primera vez en todo el día. ¿Quién dice que hacer chantaje no es divertido?
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> La expresión en inglés es: "to give someone the boot". (N.delaT.)