174387.fb2 Marcas de Fuego - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Capítulo 4

La tía se esfuma

Eran casi las nueve cuando por fin salí del Kennedy, en la calle California, y me dirigí a la calle Racine. No había cenado, no había tomado nada desde que a las dos me zampara una sopa polaca en un restaurantucho del canal. Quería paz y tranquilidad, un baño caliente, una copa y una buena cena -tenía una chuleta de ternera en el congelador que estaba reservando para una noche agotadora como ésta. En lugar de eso, me preparé a pasar una noche con Elena.

Cuando aparqué al otro lado de la calle y levanté la vista hasta el tercer piso, las ventanas estaban oscuras. Mientras subía penosamente la escalera, me imaginé a mi tía derrumbada sin sentido en la mesa de la cocina. O sobre el sofá abierto en el cuarto de estar. O en el piso de abajo, seduciendo al señor Contreras.

No le había dado a Elena ni llaves, ni instrucciones respecto a los dos cerrojos de seguridad. Abrí la cerradura de abajo -la que se bloquea automáticamente al cerrar la puerta-, y encendí la luz del pequeño vestíbulo. Arrojó un débil resplandor en el cuarto de estar. Pude ver que el sofá había sido restituido a su posición cerrada.

Atravesé el comedor para entrar en la cocina y encendí la luz de allí. La cocina estaba reluciente. Los platos acumulados en la pila durante tres días habían sido lavados y recogidos. Los periódicos habían desaparecido, el suelo estaba fregado, y la mesa estaba limpia y despejada. En medio había una hoja arrancada de uno de mis blocs amarillos, cubierta con la letra irregular y desgarbada de Elena. Había escrito: "Vicki", luego lo había tachado y reemplazado por "Victoria, cariño:

"Muchas gracias por haberme prestado una cama anoche, cuando la necesitaba. Sabía que podía contar contigo en caso de apuro, siempre has sido una buena chica, pero no quiero quedarme sin hacer nada y ser una carga para ti, y estoy viendo que lo sería, así que te deseo mucha suerte, pequeña, y ya nos veremos en el dulce más allá, como dicen."

Había trazado ocho grandes X y firmado con su nombre.

Desde las tres de la madrugada había estado maldiciendo a mi tía por acudir a mí y deseando que al volver a casa me diera cuenta de que todo lo ocurrido no había sido más que un mal sueño. Mi deseo se había realizado, pero en vez de alegrarme, sentí un pequeño vacío bajo el diafragma. Pese a su rápida familiaridad, Elena no tenía amigos. Desde luego, las calles y plazas de Chicago estaban llenas de antiguos amantes suyos, pero creo que ninguno de ellos se acordaría de Elena si llamase a su puerta. Pensándolo bien, no estoy segura de que Elena recordara a ninguno de ellos lo suficiente como para saber a qué puertas llamar.

La otra sensación desagradable que flotaba en un rincón de mi mente se debía a la última frase de Elena. En una dramatización del Tom Sawyer en el instituto cantábamos "En el dulce más allá". Era supuestamente típico de la himnología victoriana de última época. Según recordaba, el dulce más allá era un almibarado eu-femismo por "más allá de la tumba". Nunca había pasado bastante tiempo con Elena como para saber si era simplemente una frase que había oído y que utilizaba, o si se habría ido derecha a tirarse desde el puente de Wacker Drive.

Recorrí minuciosamente el apartamento en busca de algún indicio que hubiese dejado respecto a sus intenciones. El bolso de mano había desaparecido, así como el camisón violeta. Cuando miré en el mueble-bar, vi que no faltaba nada, excepto la mitad de una botella abierta de Johnnie Walker. Pero, por la manera en que dormía por la mañana, pensé que eso se lo habría bebido antes de irse a la cama.

Por una parte, hubiese preferido que se llevara la botella: me hubiese sentido más segura de que no abrigaba ninguna intención inmediata de suicidio. Por otra parte, ¿puede una persona pasarse toda la vida bebiendo y gorroneando a la gente, y luego repentinamente sentir un remordimiento tan fuerte que a los sesenta y seis años ya no pudiese soportarlo más? A primera vista no parecía tan probable. La falta de sueño y mi recorrido entre los edificios calcinados del sur de la ciudad me estaban inspirando más morbo de lo normal.

Me pregunté si debía llamar a Lotty Herschel para comentárselo. Es médico y trata a un buen hatajo de borrachos en su clínica de Damen. Por otra parte, su jornada empieza a las siete con las visitas a los hospitales. Era un poco tarde para una llamada cuya principal función era aliviar mi inquieta conciencia.

Volví a poner el Johnnie Walker en el mueble sin servirme nada. En la ejecución de mi programa, lo relativo a la copa había perdido su atractivo al pensar en Elena engullendo media botella y cayendo en un congestionado estupor. Fui a la cocina, saqué la chuleta de ternera del congelador, y la puse a descongelar en mi pequeño horno mientras me daba un baño. A menos que quisiera alertar a la policía, ya no podía hacer nada esa noche por mi tía.

Por lo que fuese, el remojo en la bañera no me relajó como de costumbre. La imagen de Elena, su coqueta sonrisa un poco torcida, sentada en un banco del parque junto a la familia que había conocido en la Oficina de Alojamiento de Emergencia, no dejaba de interponerse entre mi descanso y yo. Me levanté pesadamente de la bañera, apagué el horno y volví a vestirme.

La luz del cuarto de estar del señor Contreras estaba encendida cuando llegué. Bajé las escaleras y llamé a su puerta. La perra gemía de impaciencia mientras él manipulaba los cerrojos. Cuando por fin abrió la puerta, me saltó a la cara para lamérmela. Le pregunté al viejo si había visto irse a Elena.

Claro que la había visto; cuando no estaba cuidando el jardín o comprobando las carreras, vigilaba de cerca el edificio. No necesitábamos ningún perro guardián mientras él estuviese en el recinto. Elena se había marchado a eso de las dos y media. No, no podía decirme qué ropa llevaba, ni si iba maquillada; quién creía que era él, para dedicarse a observar a la gente y a meter las narices en su vida privada. Lo que podía decirme es que había tomado un autobús en Diversey, porque había ido a la esquina a comprar leche y la había visto subir al autobús. En dirección este, eso era.

– ¿No esperabas que se fuera?

Me encogí de hombros con impaciencia.

– No tiene adonde ir. Que yo sepa.

Chasqueó la lengua solidarizándose e inició un interrogatorio detallado. Mi pequeña reserva de paciencia ya se había prácticamente agotado cuando el banquero volvió a abrir su puerta. Llevaba unos ajustados vaqueros Ralph Lauren y una camisa polo.

– ¡Por Dios! Si hubiese sabido que iba a estar usted aullando en la escalera a toda hora del día, jamás hubiese comprado un piso en este edificio -su cara redonda se arrugó ceñuda.

– Y si yo hubiese sabido que usted era un gilipollas llorón, hubiese impedido su compra -respondí groseramente.

La perra gruñó desde el fondo de su garganta.

– Súbete, cielo -me urgió el señor Contreras, impaciente-. Te llamaré si recuerdo alguna otra cosa. Metió a la perra en el piso, entró él y cerró la puerta. Oí a Peppy gemir y resoplar tras la puerta, ansiosa por unirse a la pelea.

– ¿A qué se dedica realmente? -preguntó el banquero.

Sonreí.

– A nada que necesite un permiso de narcóticos, querido, no te estrujes el seso preocupándote por ello.

– Bueno, si no cesa de hacerlo en las escaleras, llamaré de verdad a la policía -dio un portazo ante mis narices.

Volví a subir pesadamente. Ahora tendría algo sustancial que contarle a su amiguita o a su madre, o a quienquiera que llamase por las noches. Me gusta ser servicial.

Una vez en mi apartamento, volví a encender el horno y me puse a cocinar unos champiñones y cebollas con vino tinto. El tener la imagen de Elena dirigiéndose hacia el este en el autobús de Diversey me hacía sentir un poco mejor. Eso parecía significar que tenía un destino específico en mente. Por la mañana, para tranquilizar mi conciencia hablaría con uno de mis conocidos del departamento de policía. Tal vez no les importara seguirle la pista al conductor del autobús, averiguar si la recordaba y hacia dónde se había dirigido al bajar del autobús. Tal vez yo fuera la primera mujer en pisar la luna, cosas más extrañas se han visto.

Ya eran más de las diez cuando por fin me senté ante mi cena. La costilla estaba hecha vuelta y vuelta, sólo un poquito rosa por dentro, y los champiñones glaseados la complementaban a la perfección. Me había comido más o menos la mitad cuando sonó el teléfono. Me quedé pensando si lo dejaría sonar, y entonces pensé en Elena. Si había estado intentando vender el culo en Clark Street, podía ser la bofia que quería que le pagara su fianza.

Era un agente de policía, pero no conocía a Elena y llamaba por razones puramente personales. O al menos parcialmente personales. Había conocido a Michael Furey cuando fui a cenar a casa de los Mallory el día de Año Nuevo. Su padre y Bobby habían crecido juntos en Norwood Park. Cuando Michael se alistó en la policía, recién salido del colegio mayor, Bobby mantuvo sobre él una vigilancia paternal. En Chicago la gente se preocupa de los suyos, aunque Bobby es un poli escrupulosamente honrado, incapaz de utilizar su influencia personal para promover la carrera del hijo de un amigo. Pero el chico demostró valer por sí mismo; quince años más tarde, Bobby lo recibió con alegría en el departamento de homicidios del Distrito Central.

Después del traslado, hubo un tiempo en que Eileen solía invitarnos regularmente a cenar a los dos. No aspiraba tanto a que me volviera a casar como a que tuviese hijos, y seguía persiguiendo para mí a los mejores y más brillantes policías de Chicago con la esperanza de que uno de ellos me pareciese un buen material procreador.

Eileen pertenecía a esa generación que cree que un tipo con un juego completo de ruedas es más atractivo que otro que sólo puede pagarse una Honda. Furey tenía algo de pasta -el seguro de vida de su padre, decía él, que había podido invertir-, y conducía un Corvette plateado. Era atractivo y alegre, y sí que me gustaba conducir el Corvette, pero aparte de los Mallory y la afición por los deportes no teníamos gran cosa en común. Nuestra relación se basaba en algún viaje ocasional al estadio o a algún juego de pelota. Eileen se calló su decepción pero dejó de invitarnos a cenar.

– ¡Vid Cómo me alegra encontrarte -tronó Michael alegremente en mi oído.

Terminé de masticar.

– Hola, Michael, ¿qué hay?

– Acabo de terminar mi turno. Me apetecía ver si estabas y saber algo de ti.

– Venga ya, Michael -dije con sincera ironía-, ¡qué atento eres! Cuánto hace, ¿un mes o dos?, ¿y me llamas ahora, a las diez de la noche?

Se rió, cayendo en la cuenta.

– Hm, bueno, Vic. Ya sabes cómo es. Tengo algo que pedirte y no quisiera que te lo tomaras a mal.

– Inténtalo.

– Es… esto… bueno, es que no sabía que te interesaras por la política del condado.

– No me interesa especialmente -estaba sorprendida.

– Ernie me ha dicho que estás en la lista de los patrocinadores de la recaudación de fondos para Fuentes que van a ir el domingo a la finca de Boots.

– Desde luego, las noticias vuelan -dije en tono ligero, pero sentí que me estaba poniendo tensa, cavilando con fastidio: odio que me controlen mis actividades.

– ¿Cómo lo sabe Ernie, y por qué le importa?

Ernie Wunsch y Ron Grasso habían crecido con Michael en el barrio noreste. Los ocasionales trabajos políticos que habían hecho de adolescentes y luego de jóvenes adultos no les habían perjudicado a ninguno de ellos a la hora de decidir entrar en la compañía general de contratas del papá de Ernie tras sus estudios. Su compañía no era de las más gigantescas, pero cada vez se veían más camiones de cemento con las rayas rojas y verdes de Wunsch & Grasso en las obras. Su mejor golpe había sido conseguir la licitación del complejo Rapelec, un centro de oficinas y viviendas en construcción junto a la Costa Dorada.

– Temía que te lo tomaras en el mal sentido -dijo plañideramente Michael-. A Ernie no es que le importe. Lo sabe porque él y su viejo han hecho cierta cantidad de trabajos para el condado desde hace años. Así que por supuesto le solicitan para todas las colectas de fondos. Ya sabes cómo son las cosas en Chicago, Vic: si haces trabajo para el municipio o el condado, te comprometes a cierta reciprocidad.

Sí, sabía cómo era.

– Así que por supuesto le echaron un vistazo al programa. Y Ernie sabe que tú y yo somos… bueno, amigos. Así que lo mencionó. No es nada por lo que te tengas que calentar los cascos.

– No -reconocí mansamente-. Sólo que me coge por sorpresa que dos partes separadas de mi vida de repente se conecten.

– Conozco esa sensación -asintió-. Simplemente me estaba preguntando si podría ir contigo. Puede que vaya de todas formas, ya que los chicos están emboletando a tantas víctimas como pueden. Si vas a estar allí…

– Déjame pensarlo -dije tras una pausa demasiado larga para ser de buena educación-. Aunque, mira, me pregunto si podrías hacer algo por mí -le conté lo de Elena-. No sé mucho de ella, no sé por qué sitios puede rondar. Y aunque no quiero que viva conmigo, estoy un poco preocupada. Como que me gustaría saber que está bien, dondequiera que esté.

– Joder, Vic, ¡no pides nada, que digamos! Sabes perfectamente bien que no puedo entrar en la Dirección de Tráfico sin una buena razón. Si empiezo a comprobar recorridos y a hablar con los conductores, los de su sindicato estarán a la puerta del tío Bobby antes de una hora pidiendo a gritos mi cabeza.

– Tal vez debería llamar a Bobby por la mañana, y hablar de todo esto con él -además de ser el padrino de Michael, Bobby Mallory había sido el protegido de mi propio padre y su mejor amigo en el cuerpo. Podría buscar a Elena en consideración a Tony, no esperaba que lo hiciese en consideración a mí.

– No, no hagas eso -se apresuró a decir Michael-. Sabes qué, les pasaré el caso a los monos de Madison y de la zona sur, les diré que estén alertas a su descripción y que me llamen si la ven.

– No quiero que le echéis ningún puro -le advertí.

– No te sulfures, Vic. Discreción es mi segundo apellido.

– Sí, vale, y yo soy la reina de Saba.

Se rió.

– Así que, si me encargo de esto, ¿vendrás conmigo el domingo a lo de Boots?

– Más o menos -admití, ruborizándome a pesar mío.

– Debería perseguirte por intentar sobornar a un poli.

Refunfuñaba, pero su tono era bonachón; me prometió llamarme al día siguiente si sacaba algo en claro. Quedamos en encontrarnos el domingo a las tres; como conocía el camino, se ofreció a llevar su coche. Le dije que le seguiría con el mío, no quería vagar por la finca de Boots Meagher hasta las doce mientras Michael reencontraba a sus viejos colegas del barrio.

Cuando colgamos, mi chuleta se había enfriado y la salsa de vino glaseada estaba congelada. Estaba demasiado cansada para volver a calentarlo esa noche, y lo embutí todo en el refrigerador. Caí redonda en la cama y me pasé la noche entre angustiosos sueños en los que perseguía a Elena por todo Chicago, perdiéndola siempre en el preciso momento en que se subía al autobús de Diversey en dirección al este.