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CAPÍTULO 1

Norte de Irak

6 de enero de 1991

Agua fresca, lisa como el cristal mientras Kelby la atravesaba a nado. Dios, qué sed. Sabía que lo único que tenía que hacer era abrir los labios y el agua fluiría garganta abajo, pero antes quería ver más allá del arco de la entrada. Era enorme, lleno de ornamentos tallados y lo incitaba a seguir adelante…

Entonces cruzó la arcada y la ciudad se desplegó delante de él.

Enormes columnas blancas, construidas para durar eternamente. Calles tendidas en perfecto orden. Gloria y simetría por doquier…

– Kelby.

Lo sacudían. Era Nicholas. De inmediato se puso alerta.

– ¿Ya es la hora? -susurró.

Nicholas asintió.

– Dentro de cinco minutos deben venir de nuevo a por ti. Sólo quería cerciorarme de que estamos en la misma sintonía. He decidido abandonar el plan y eliminarlos yo solo.

– Vete a la mierda.

– Lo echarás a perder para ambos. No has comido ni bebido nada en tres días y cuando te trajeron de vuelta a la celda parecía que te había atropellado un camión.

– Cállate. Me duele la garganta cuando discuto. -Se reclinó contra las piedras y cerró los ojos -. Seguiremos el plan. Yo te daré la señal. Solo avísame cuando echen a andar por el pasillo. Estaré preparado.

Volver al mar. Allí hay fuerza. Ninguna sed que no pueda ser saciada. Podría moverse sin dolor por el agua que lo sustentaría.

Columnas blancas resplandecientes…

– Ahí vienen -susurró Nícholas.

Kelby abrió los ojos un mínimo mientras corrían el cerrojo de la puerta. Los dos guardianes de siempre. Hassan llevaba una Uzi colgando del brazo. Kelby estaba tan atontado que no podía recordar el nombre del otro. Pero recordaba la punta de su bota cuando el hombre le pateaba las costillas. Sí, eso podía recordarlo.

Alí, así se llamaba el hijo de puta.

– Levántate, Kelby. -Hassan estaba de pie junto a él-. ¿Está listo el perro americano para recibir su paliza?

Kelby gruñó.

– Levántalo, Alí. Está demasiado débil para ponerse de pie y enfrentarse de nuevo a nosotros.

Alí sonreía al llegar junto a Hassan.

– Esta vez se quebrará. Podremos llevarlo arrastrando a Bagdad para que todo el mundo vea qué clase de cobardes son los americanos.

Se agachó para agarrar la camisa de Kelby.

– ¡Ahora! -El pie de Kelby salió disparado hacia arriba y fue a dar con las pelotas de Alí. A continuación rodó hacia un lado barriendo las piernas del árabe.

Oyó que Hassan mascullaba un taco mientras él se incorporaba. Se puso a espaldas de Alí antes de que este pudiera ponerse de rodillas y su brazo se cerró en torno al cuello del guardián.

Se lo quebró con un solo movimiento.

Se giró rápidamente para ver cómo Nicholas le rompía la cabeza a Hassan con la Uzi. Salpicó la sangre. Nícholas volvió a golpearlo.

– Vamos fuera -Kelby agarró la pistola y el cuchillo de Alí y corrió hacia la puerta – No pierdas el tiempo con él.

– Él perdió mucho tiempo contigo. Quería cerciorarme de que se marchara con a Alá.

Pero echó a correr por el pasillo detrás de Kelby.

En la oficina del frente otro guardia se puso de pie de un salto y llevó la mano a su pistola. Kelby le cortó el gaznate antes de que pudiera levantarla.

A continuación salieron de la choza y echaron a correr hacia las colinas.

Disparos a sus espaldas.

Sigue adelante.

Nicholas miró por encima del hombro.

– ¿Estás bien?

– Perfectamente. Sigue corriendo, demonios. Un dolor agudo en su costado.

No te detengas.

La adrenalina se esfumaba y la debilidad le atenazaba cada miembro.

Aléjate de eso. Concéntrate. Estás nadando hacia la arcada. Ahí no hay dolor.

Ahora corría más de prisa, con más fuerza. Las colinas estaban ahí delante. Podía llegar.

Había atravesado la arcada. Las columnas blancas se destacaban en la distancia.

Marinth…

Isla Lontana

Antillas Menores

Época actual

Calados dorados, como de encaje.

Cortinas de terciopelo.

Tambores.

Alguien iba hacia ella.

Iba a ocurrir de nuevo.

Indefensa. Indefensa. Indefensa.

El grito que brotó de la garganta de Melis la hizo despertarse de un salto.

Quedó sentada en la cama, muy erguida. Temblaba, su camiseta estaba empapada de sudor.

Kafas.

¿O Marinth?

A veces no estaba segura… No tenía importancia.

Sólo era un sueño.

Ella no estaba indefensa. Nunca volvería a estar indefensa. Ahora era fuerte.

Salvo cuando tenía los sueños. Le robaban la fuerza y la obligaban a recordar. Pero ahora los sueños llegaban con menos frecuencia. Había pasado un mes desde que tuvo el último. De todos modos, se sentiría mejor si tuviera alguien con quién hablar. Quizá debería llamar a Carolyn y…

No, afróntalo. Sabía lo que tenía que hacer después de los sueños para librarse de aquellos temblores y retornar a la bendita normalidad. Se quitó de un tirón la camisa de dormir mientras salía del dormitorio y se encaminó hacia la galería.

Un segundo después saltó de la galería al mar.

Era de madrugada pero el agua sólo estaba fresca, no fría, y su cuerpo la percibía como seda líquida. Limpia, acariciante, balsámica…

Sin amenazas. Sin sometimiento. Nada que no fuera la noche y el mar. Dios, qué bueno era estar sola.

Pero no estaba sola.

Algo elegante y fresco le acarició la pierna.

– ¿Susie?

Tenía que ser Susie. El delfín hembra era mucho más cariñoso físicamente que Pete. El macho rara vez la tocaba, y cuando lo hacía era algo muy especial.

Pero Pete estaba en el agua a su lado. Lo vio de reojo mientras nadaba hacia la red que cerraba la rada.

– ¡Hola, Pete! ¿Cómo te va?

El delfín emitió una serie de sonidos quedos y a continuación se sumergió bajo el agua. Un segundo después Pete y Susie salieron juntos a la superficie y nadaron delante de ella hacia las redes. Era extraño: siempre sabían cuándo estaba alterada. Habitualmente se comportaban de manera juguetona, a veces con una exuberancia atolondrada. Sólo se volvían tan dóciles cuando percibían que ella estaba alterada. Se suponía que era ella la que entrenaba a los delfines, pero cada día que pasaba en su compañía aprendía algo. Enriquecían su vida y Melis les daba las gracias por…

Algo andaba mal.

Susie y Pete emitían sonidos con frenesí mientras se acercaban a la red. ¿Un tiburón al otro lado?

Se puso tensa.

Habían bajado la red.

Qué demonios… Nadie podía soltar la red a no ser que supiera dónde se enganchaba.

– Yo me ocupo de todo. Volved a casa.

Los delfines hicieron caso omiso y siguieron nadando en torno a ella mientras examinaba la red. No había cortes ni desgarrones en los gruesos alambres. Le llevó escasos minutos volver a tensarla. Echó a nadar hacia el chalet con brazadas amplias, potentes… y preocupada.

No tenía por qué tratarse de un problema. Podía ser Phil, que hubiera regresado de su último viaje. Su padre de acogida llevaba esta vez siete meses fuera y sólo le había telefoneado o enviado una tarjeta postal de modo ocasional para decirle que estaba vivo todavía.

Pero podía tratarse de problemas. Phil se había visto obligado a ocultarse desde hacía casi dos años y la amenaza solo había desaparecido parcialmente. Allá fuera aún podía haber gente que anhelara ponerle las manos encima. Phil no era la persona más discreta del mundo y su criterio no era tan agudo como su intelecto. Era un soñador que corría más riesgos que…

– ¡Melis!

Se detuvo chapoteando en el sitio, con la mirada en la galería, a corta distancia. Pudo ver la silueta de un hombre sobre el fondo del salón iluminado. No era la figura pequeña y nervuda de Phil. Aquel hombre era grande, musculoso y vagamente conocido.

– Melis, no quería asustarte. Soy yo, Cal.

Ella se relajó. Cal Dugan, el primer oficial de Phil. No había amenaza alguna. Conocía a Cal desde los dieciséis años y simpatizaba con él. Habría atracado su bote al otro lado de la casa, donde ella no podía verlo. Melis nadó hacia la galería.

– ¿Por qué no me llamaste? ¿Y por qué demonios no volviste a levantar la red? Si un tiburón hubiera atacado a Pete o a Susie, te habría estrangulado.

– Me disponía a regresar para hacerlo -dijo a la defensiva -. En realidad, iba a convencerte de que lo hicieras tú. Para enganchar la red en la oscuridad tendría que saber Braille.

– Eso no es suficiente. En un minuto puede aparecer cualquier amenaza para los delfines. Tienes suerte de que no haya pasado nada.

– ¿Cómo sabes que no se ha metido un tiburón?

– Pete me lo habría dicho.

– Ah, claro, Pete. -Dejó caer una toalla de baño en la galería y se volvió de espaldas -. Dime cuándo puedo volverme. Me imagino que no te habrás puesto el bañador.

– ¿Y por qué habría de hacerlo? No hay nadie que pueda verme salvo Pete y Susie. -Se alzó hasta subir a las baldosas y se envolvió en la enorme toalla-. Y visitas que llegan sin invitación.

– No seas grosera. Phil me invitó.

– Puedes volverte. ¿Cuándo viene? ¿Mañana? Cal se volvió.

– No lo creo.

– ¿No está en Tobago?

– Cuando me envió hacia aquí había puesto rumbo a Atenas.

– ¿Qué?

– Me dijo que tomara un avión en Genova, que viniera y te entregara esto. – Le pasó un grueso sobre de papel Manila-. Y que lo esperara aquí

– ¿Qué lo esperaras? Te necesitará allí. No puede pasárselas sin ti, Cal.

– Eso fue lo que le dije. -Se encogió de hombros -. Me ordenó que viniera y permaneciera contigo.

Ella le echó una mirada al sobre que tenía en las manos.

– Aquí no puedo ver nada. Entremos, vamos a donde haya luz. – Se ajustó la toalla en torno al cuerpo -. Hazte café mientras le echo un vistazo a esto.

Cal retrocedió un paso.

– ¿Podrías decirle a esos delfines que no voy a hacerte daño y que dejen de chillar?

Melis apenas se había dado cuenta de que los delfines estaban aún junto a la galería.

– Marchaos, chicos. Todo está en orden. Pete y Susie desaparecieron bajo el agua.

– Que me parta un rayo -dijo Cal-. Te entienden.

– Sí. -Su voz denotaba distracción mientras entraba en el chalet-. ¿Genova? ¿En qué está metido Phil?

– No tengo ni idea. Hace unos meses me dejó a mí y a toda la tripulación en Las Palmas y nos dijo que teníamos tres meses de vacaciones. Contrató temporalmente a algunos marineros para navegar en el Último hogar y levó anclas.

– ¿Hacia dónde fue?

Cal se encogió de hombros.

– No quiso decirlo. Un gran secreto. Algo totalmente impropio de Phil. No era como aquella vez que se fue a navegar contigo. Esta vez era diferente. Tenía los nervios a flor de piel y no dijo nada cuando volvió para recogernos. -Hizo una mueca-. No parecía que hubiéramos estado a su lado durante los últimos quince años. Yo estaba allí cuando descubrió el galeón español, y Terry y Gari se enrolaron un año después. Aquello… fue ofensivo.

– Sabes que cuando está obsesionado con una cosa no es capaz de ver nada más.

Pero ella no recordaba que él hubiera dejado fuera su tripulación. Para Phil eran lo más parecido a la familia que podía permitirse tener cerca. Mucho más cerca de lo que le permitía a ella.

Aunque con toda probabilidad era culpa de ella. Le resultaba difícil mostrar abiertamente su afecto por Phil. Siempre había sido la protectora en una relación que por momentos se tornaba volátil y tormentosa. Con frecuencia se mostraba impaciente y frustrada con la obstinación casi infantil del hombre. Pero eran un equipo, cada uno satisfacía las necesidades del otro y él le caía bien.

– Melis.

Miró a Cal, que la contemplaba estupefacto.

– ¿Te importaría ponerte algo de ropa? Eres una mujer bellísima, y aunque tengo edad suficiente para ser tu padre, eso no quiere decir que no reaccione de la forma habitual.

Eso era verdad. No importaba que la conociera desde la época en que era una adolescente. Los hombres seguían siendo hombres. Hasta los mejores estaban dominados por el sexo. Le había llevado tiempo aceptar aquella verdad sin irritarse.

– Ahora vuelvo. -Echó a andar hacia el dormitorio -. Prepara ese café.

No se molestó en darse una ducha antes de ponerse sus pantalones cortos y su camiseta de siempre. Después se sentó en la cama y abrió el sobre. Podía no tener importancia, ser algo totalmente impersonal, pero no había querido abrirlo delante de Cal.

El sobre contenía dos documentos. Sacó el primero y lo abrió.

Se tensó de inmediato.

– Qué demonios…

Hotel Hyatt

Atenas, Grecia

– Deja de discutir. Voy a recogerte. -La mano de Melis apretó con fuerza el teléfono -. ¿Dónde estás, Phil?

– En una taberna del puerto. El hotel Delphi – dijo Phil Lontana-. Pero no voy a meterte en esto, Melis. Vuelve a casa.

– Lo haré. Los dos nos vamos a casa. Y ya estoy metida. ¿Creías que iba a quedarme allí sin hacer nada tras recibir la notificación de que me habías legado la isla y el Ultimo Hogar? Es lo más parecido a un testamento que he visto en mi vida. ¿Qué demonios pasa?

– Llegó el momento de volverme una persona responsable.

Phil no. Un sexagenario no podía parecerse más a Peter Pan que él.

– ¿Qué temes?

– No temo nada. Simplemente quería ocuparme de ti. Sé que hemos tenido nuestros más y nuestros menos, pero siempre has estado a mi lado cuando te he necesitado. Me has sacado de varios líos y has mantenido apartados a esos chupasangres…

– También te sacaré de este lío si me dices lo que pasa.

– No pasa nada. El océano no perdona. Nunca puedo saber cuándo he cometido un error y nunca…

– Phil.

– Lo he escrito todo. Está en el Ultimo hogar.

– Bien, entonces me lo podrás leer cuando estemos de camino a nuestra isla.

– Eso no va a ser posible. -Hizo una pausa -. He estado tratando de ponerme en contacto con Jed Kelby. Pero no ha respondido a mis llamadas.

– Hijo de puta.

– Quizá, pero un hijo de puta brillante. He oído decir que es un genio.

– ¿Y quién te lo ha dicho, su agente publicitario?

– No seas sarcástica. Hasta el diablo tiene sus méritos.

– No lo estoy siendo. No me gustan los ricos que se creen que pueden convertir todo lo que existe en el mundo en su juguete.

– No te gustan los ricos. Punto. Pero necesito que te pongas en contacto con él. No sé si seré capaz de hacerlo personalmente.

– Claro que lo harás. Aunque no sé por qué consideras que tienes que hacerlo. Nunca antes has llamado a nadie para que te ayude.

– Lo necesito. Comparte conmigo la misma pasión y tiene el empuje para conseguir que las cosas pasen. -Hizo una pausa-. Prométeme que me lo conseguirás, Melis. Es lo más importante que te he pedido nunca.

– No tienes que… -Pero Phil no iba a rendirse. -Te lo prometo. ¿Satisfecho?

– No, me odio por pedírtelo. Y odio estar en este sitio. Si no hubiera sido tan soberbio, no hubiera tenido que… -Suspiró profundamente-. Pero eso es agua pasada, ahora no puedo mirar atrás. Hay demasiadas cosas en el futuro.

– Entonces, maldita sea, ¿por qué escribes un testamento y una última voluntad?

– Porque ellos no tuvieron la posibilidad de hacerlo.

– ¿Qué?

– Debemos aprender de sus errores. – Hizo una pausa-. Vete a casa. ¿Quién cuida de Pete y Susie?

– Cal.

– Me sorprende que le permitas encargarse de eso. Te importan más esos delfines que cualquiera con dos piernas.

– Es obvio que no, por eso estoy aquí. Cal cuidará bien de Pete y Susie. Antes de irme sembré en su alma el temor de dios. Phil rió entre dientes.

– O el miedo a Melis. Pero sabes lo importantes que son. Regresa con ellos. Si no tienes noticias mías en dos semanas, ve a buscar a Kelby. Adiós, Melis.

– No te atrevas a colgar. ¿Qué quieres que haga Kelby? ¿Se trata nuevamente de aquel maldito dispositivo sónico?

– Sabes bien que nunca se ha tratado de eso.

– ¿De qué entonces?

– Sabía que te alterarías. Desde que eras una niña siempre te interesó el Ultimo hogar.

– ¿Tu barco?

– No, el otro Último hogar. Marinth. -Y colgó. Ella permaneció largo rato allí, como paralizada, antes de colgar lentamente su teléfono.

Marinth.

Dios mío.

El Trina

Venecia, Italia

– ¿Qué demonios es Marinth?

Jed Kelby se puso tenso en su silla.

– ¿Qué?

– Marinth. -John Wilson levantó la vista del montón de cartas que clasificaba para Kelby-. Es todo lo que hay escrito en esta carta. Solo esa palabra. Debe ser algún tipo de broma o un ardid publicitario.

– Dámela.

Kelby estiró lentamente el brazo por encima del escritorio y tomó la carta y el sobre.

– ¿Algo malo, Jed? -Wilson dejó de clasificar la correspondencia que acababa de subir a bordo.

– Quizá. -Kelby echó un vistazo a la dirección del remitente escrito en el sobre. Philip Lontana. La fecha del matasellos era de dos semanas antes -. ¿Por qué demonios no la recibí antes?

– La habrías recibido sí hubieras permanecido en algún sitio más de uno o dos días -replicó Wilson con sequedad -. No he tenido noticias tuyas en dos semanas. No puedo responsabilizarme de mantenerte al corriente si no cooperas. Hago todo lo que puedo, pero no eres el hombre más fácil de…

– Está bien, está bien. -Se reclinó en la silla y echó una mirada a la carta. -Philip Lontana. No he tenido noticias suyas en varios años. Creí que quizás había abandonado el negocio.

– Nunca lo he oído mentar.

– ¿Y por qué deberías conocerlo? No es un corredor de bolsa ni un banquero, por lo que no te interesaría.

– Eso es verdad. Lo único que me interesa es mantenerte asquerosamente rico y lejos de las garras de la Agencia Tributaria. -Wilson colocó varios documentos delante de Kelby. -Firma estos, por triplicado. -Observó con mirada de desaprobación cómo Kelby firmaba los contratos -. Debiste leerlos. ¿Cómo sabes que no te he jodido?

– Eres moralmente incapaz de hacerlo. SÍ tuvieras esa intención, me habrías desplumado hace diez años, cuando te balanceabas al borde de la bancarrota.

– Es verdad. Pero tú me sacaste de aquel hueco. Por lo que eso no prueba nada.

– Te dejé balancearte un rato para ver qué harías antes de intervenir.

– Nunca me enteré de que me estabas probando -Wilson inclinó la cabeza.

– Lo siento. -La mirada de Kelby descansaba aún sobre la carta-. Es la naturaleza de la bestia. No he sido capaz de confiar en mucha gente a lo largo de mi vida, Wilson.

Dios era testigo de que eso era verdad, pensó Wilson. Heredero de una de las mayores fortunas de Estados Unidos, Kelby y su fideicomiso habían sido el centro de la pelea entre su abuela y su madre desde el momento de la muerte de su padre. Habían presentado en los tribunales un caso tras otro hasta que alcanzó su vigésimo primer cumpleaños. Entonces tomó el control con fría inteligencia; de forma implacable, cortó todos los contactos con su madre y su abuela y buscó expertos que dirigieran sus finanzas. Terminó su educación y se dedicó a ser el trotamundos que era aún en este momento. Durante la guerra del Golfo había sido miembro de los SEAL, el cuerpo de élite de la Marina norteamericana, compró después el yate Trina y dio inicio a una serie de exploraciones submarinas que le trajeron una fama que no valoraba y un dinero que no le hacía falta. De todos modos parecía irle bien en la vida. En los últimos ocho años había vivido vertiginosa y duramente, y se había relacionado con algunas personas bastante desagradables. No. Wílson no podía criticarlo por ser cauteloso y cínico a la vez. Eso no le preocupaba. Él mismo era un cínico y con el paso de los años había aprendido a querer sinceramente al hijo de puta.

– ¿Lontana ha intentado antes ponerse en contacto conmigo? -preguntó Kelby.

Wilson revisó el resto de la correspondencia.

– Esa es la única carta. -Abrió su agenda -. Una llamada el veintitrés de junio. Quería que se la devolvieras. Otra, el veinticinco. El mismo mensaje. Mi secretaria le preguntó de qué asunto se trataba, pero no quiso decírselo. No parecía ser nada tan urgente como para intentar buscarte. ¿Lo era?

– Posiblemente. -Kelby se levantó y atravesó la cabina hasta llegar al ventanuco – Sabía perfectamente cómo atraer mi atención.

– ¿De quién se trata?

– Es un oceanógrafo brasileño. Apareció mucho en la prensa cuando descubrió aquel galeón español hace unos quince años. Su madre era estadounidense y su padre brasileño, y él mismo es algo así como uno que vive en otra época. Oí decir que se creía un gran aventurero y salía a navegar en busca de ciudades perdidas y galeones hundidos. Solo descubrió un galeón pero nadie duda que sea un tío perspicaz.

– ¿Lo conoces personalmente?

– No. En realidad, no me interesaba. No habríamos tenido muchas cosas en común. Yo soy, sin lugar a dudas, un producto de esta época. No transmitimos en la misma frecuencia.

Wilson no estaba tan seguro. Kelby no era un soñador pero tenía la temeridad feroz y agresiva tan típica de los bucaneros de otros siglos.

– Entonces, ¿qué quiere Lontana de ti? -Su mirada se centró en Kelby -. ¿Y qué quieres tú de Lontana?

– No estoy seguro de qué es lo que quiere de mí. -Miraba al mar y pensaba-. Pero yo sé lo que quiero de él. Lo que me pregunto es si me lo puede proporcionar.

– Hablas en clave.

– ¿De veras? -Se volvió de repente para mirar de frente a Wilson-. Por dios, entonces es mejor que hablemos con claridad y sin tapujos, ¿no es verdad?

Wilson se quedó impresionado al ver la temeridad y la excitación que se traslucía en la expresión de Kelby. La energía agresiva que emitía era casi tangible.

– Entiendo entonces que quieres que me ponga en contacto con Lontana.

– Sí. De hecho, vamos a verlo.

– ¿Vamos? Tengo que volver a Nueva York. Kelby negó con la cabeza.

– Podría necesitarte.

– Sabes que no entiendo nada de todos esos líos oceanográficos, Jed. Y, maldita sea, no quiero entenderlos. Tengo postgrados en leyes y contabilidad. No te serviría de nada.

– No podrías asegurarlo. Podría necesitar toda la ayuda disponible. Un poco de brisa marina te vendría bien. -Contempló de nuevo el sobre y Wilson percibió una vez más las corrientes subterráneas de entusiasmo que electrificaban a Kelby -. Pero quizá deberíamos darle a Lontana un aviso previo de que no debe agitar una zanahoria a no ser que espere que la devore de un bocado. Dame su número de teléfono.

La seguían.

Demonios, no era paranoia. Podía percibirlo.

Melis miró por encima del hombro. Era un intento fútil. No hubiera reconocido a la persona que buscaba entre la multitud a sus espaldas. Podía ser cualquiera. Un ladrón, un marinero que ansiaba echar un polvo… o cualquiera con la esperanza de que ella lo condujera a Phil. Todo era posible.

Ahora, cuando se trataba de Marinth.

Despístalo.

Echó a correr hasta la bocacalle siguiente, dejó atrás una manzana corta, se metió en un portal y esperó. La primera regla era cerciorarse de que no se trataba de un ataque de paranoia. La segunda: conoce a tu enemigo.

Un hombre de pelo gris, con pantalones caqui y camisa de manga corta a cuadros, dobló la esquina y se detuvo. Tenía el aspecto de cualquier turista de visita en Atenas en esta época del año. Sólo que su expresión anonadada no iba bien con su aspecto. Mientras su mirada examinaba el flujo de personas que iba calle abajo, en sus ojos se leía una clara irritación.

Melis no estaba paranoica. Y ahora recordaría a aquel hombre, fuera quien fuera.

Salió presurosa del portal y echó a correr. Dobló a la izquierda, atravesó un paseo y dobló a la derecha en la siguiente bocacalle.

Miró hacia atrás y logró distinguir por un momento una camisa a cuadros. El hombre ya no pretendía fundirse con la multitud. Se movía de prisa, con intención.

Ella se detuvo cinco minutos después, respirando pesadamente.

Lo había despistado. Quizá.

Por dios, Phil, ¿en qué nos has metido?

Esperó otros diez minutos para cerciorarse y después volvió sobre sus pasos y se encaminó al embarcadero. Según su callejero, el hotel Delphi debía estar en la siguiente manzana.

Allí estaba. Un edificio estrecho de tres plantas, de fachada antigua, con la pintura descascarillada, manchada por el smog, pero lleno de una atmósfera particular como todo en aquella ciudad. No era un hotel que Phil hubiera tolerado habitualmente. Le gustaban antiguos y con atmósfera, pero la decadencia no era su fuerte. Disfrutaba demasiado de la comodidad. Otro misterio que…

– ¿Melis?

Se volvió y vio a un hombre de pelo gris, que llevaba vaqueros y camiseta, sentado tras una mesita de café.

– ¿Gary? ¿Dónde está Phil? Señaló el agua con la cabeza.

– A bordo del Ultimo hogar.

– ¿Sin ti? No lo creo.

Primero Cal, y ahora Gary St. George.

– Yo tampoco lo creía. -Bebió un trago de su aguardiente anisado-. Pensé que me quedaría aquí varios días y él regresaría a recogerme. ¿Qué puede hacer sin mí? Si pretende navegar solo en el Ultimo hogar va a tener muchos problemas.

– ¿Y qué pasa con Terry?

– Lo despidió en Roma después de hacer que Cal se marchara. Le dijo que fuera a verte y tú le darías trabajo. A mi me dijo lo mismo. -Sonrió -. ¿Estás lista para ser nuestra jefa de tribu, Melis?

– ¿Cuánto hace que se marchó?

– Una hora quizá. Se fue inmediatamente después de hablar contigo.

– ¿Adonde se dirigía?

– Al sureste, hacia las Islas Griegas.

Ella dio un paso hacia el embarcadero.

– Vámonos ahora mismo.

El se levantó de un salto.

– ¿A dónde?

– Voy a alquilar una lancha rápida y a seguir a ese idiota. Me va a hacer falta alguien que la conduzca mientras yo busco el Ultimo hogar.

– Aún tenemos luz. -El hombre se apresuró en pos de ella -. Tenemos una buena probabilidad de hallarlo.

– Nada de probabilidades. Vamos a encontrarlo.

Descubrieron el Último hogar un momento antes de que oscureciera. La goleta de dos mástiles parecía una nave de otra época bajo la blanda luz. Melis le había dicho varias veces a Phil que el barco le recordaba cuadros del Holandés Errante, y en la confusa y dorada luz del crepúsculo su aspecto era aún más místico.

Y como el Holandés estaba desierto.

Ella sintió un estremecimiento de miedo. No, no podía estar desierto. Phil tenía que estar bajo la cubierta.

– Da miedo, ¿verdad? -dijo Gary mientras apuntaba la lancha rápida hacia la nave -. Ha apagado los motores. ¿Qué rayos está haciendo?

– Quizá tiene problemas. Se los merece. Echar a su tripulación y huir como… -Melis calló para que la voz se le hiciera más firme-. Aproxímate lo más que puedas. Voy a subir a bordo.

– No creo que te vaya a poner la alfombra roja -dijo Gary señalando hacia la nave. -No te quería ahí, Melis. No nos quería a ninguno de nosotros en este viaje.

– Muy mal. No puedo impedirle desear algo. Sabes que a veces Phil no hace la mejor elección. Ve lo que quiere ver y se lanza de cabeza, a toda velocidad. No puedo dejarlo… ¡Ahí está!

Phil había subido a la cubierta y los miraba con el ceño fruncido por encima del agua que los separaba.

– Phil, maldita sea, ¿qué estás haciendo? -gritó ella -. Voy a subir a bordo.

Phil negó con la cabeza.

– Algo va mal en la nave. El motor acaba de detenerse. No estoy seguro de…

– ¿Qué es lo que no funciona?

– Debí de haberlo sabido. Debí de ser más cuidadoso.

– Hablas como un demente.

– Y no tengo más tiempo de hablar. Tengo que ir a ver si puedo encontrar dónde él… Vete a casa, Melis. Cuida a los delfines. Es muy importante que hagas tu trabajo.

– Tenemos que hablar. No voy a… – Le hablaba al aire. Phil había vuelto a bajar.

– Acércame más.

– No te va a dejar subir a bordo, Melis.

– Sí, lo hará. Aunque tenga que colgarme del ancla de aquí a…

El Ultimo hogar estalló en miles de pequeños y feroces trocitos.

¡Phil!

– ¡No! -Melis no se dio cuenta de que gritaba, tratando de negar lo ocurrido. La nave ardía, la mitad se había hundido -. ¡Aproxímate! Tenemos que…

Otra explosión.

Dolor.

La cabeza se le caía en pedazos, estallaba como la nave.

Oscuridad.