174389.fb2 Marea De Pasi?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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CAPÍTULO 2

Hospital de Santa Catalina

Atenas, Grecia

Melis Nemid tiene conmoción cerebral -dijo Wilson -. Uno de los tripulantes de Lontana la trajo tras la explosión. Los médicos creen que se va a recuperar pero lleva veinticuatro horas inconsciente.

– Quiero verla – Kelby siguió caminando por el pasillo -. Búscame un permiso.

– Quizá no me hayas oído, Jed. Está sin sentido.

– Quiero estar allí cuando despierte. Tengo que ser el primero en hablar con ella.

– Este hospital es muy estricto. Y tú no eres un familiar. Quizá no te dejen entrar en su habitación hasta que no recobre totalmente la conciencia.

– Convéncelos de que lo hagan. Me da lo mismo si tienes que darles un soborno tan grande como para comprar el hospital. Y controla a la guardia costera a ver si ya han localizado el cuerpo de Lontana. Después encuentra al hombre que trajo aquí a la hija de Lontana e interrógalo. Quiero saber todos los detalles de lo que le ocurrió a Lontana y al Ultimo hogar. ¿En qué habitación está ella?

– En la veintiuno. -Dudó un momento -. Jed, la chica acaba de perder a su padre. Por dios, ¿cuál es la prisa?

La prisa se debía a que por primera vez en varios años a Kelby le habían dado esperanzas y ahora se las quitaban. Que lo partiera un rayo si dejaba que eso pasara.

– No voy a someterla a un tercer grado. Según una de tus frases favoritas, eso no sería productivo. Tengo cierto tacto.

– Cuando te conviene. – Wilson se encogió de hombros -. Pero harás lo que decidas hacer. Está bien, primero hablaré con las enfermeras y después intentaré averiguar algo más sobre la explosión.

Lo que probablemente no sería gran cosa, pensó Kelby. Según el boletín informativo que había oído camino al hospital, la explosión había destrozado la nave. El había llegado el primero al sitio del desastre pero allí no había prácticamente nada que recobrar. Por el momento, el hecho se consideraba un accidente pero no lo parecía. Habían tenido lugar dos explosiones en extremos opuestos de la nave.

La veintiuno.

Abrió la puerta y entró en la habitación. Una mujer yacía en la cama que dominaba la habitación, agradable y serena. No había enfermeras, gracias a dios. Wilson era bueno pero necesitaba tiempo para abrirle camino. Kelby agarró una silla al lado de la puerta y la llevó junto a la cama. Ella no se movió cuando él se sentó y comenzó a estudiarla.

La cabeza de Melis Nemid estaba cubierta de vendas, pero pudo ver mechones de cabello rubio sobre las mejillas de la chica. Dios, era… excepcional. Su cuerpo era pequeño, de huesos delicados, y su apariencia era tan frágil como la de un adorno navideño. Ver herida a una persona así era increíblemente enternecedor. Le recordaba a Trina, a la época en que…

Dios mío, hacía muchos años que no se tropezaba con una persona que hiciera renacer de repente aquel período de su vida.

Tranquilízate. Vuélvelo del revés. Transfórmalo en cualquier otra cosa.

Miró a Melis Nemid con fría objetividad. Sí, era frágil y de aspecto indefenso. Pero si uno consideraba la otra cara de la moneda, esa delicadeza era algo extrañamente sexual y excitante. Era como sostener en las manos una finísima taza de porcelana, sabiendo que uno la podía romper solo tensando la mano. La mirada de Kelby se desplazó al rostro de la chica. Una bellísima estructura ósea. Una boca grande, de forma perfecta, que acentuaba de alguna manera su apariencia sensual. Una mujer diabólicamente bella.

¿Y se suponía que ésta era la hija adoptiva de Lontana? El hombre era un sexagenario y aquella chica tendría unos veinticinco años. Por supuesto, eso era posible. Pero también era posible que la adopción fuera una manera de evitar preguntas sobre una relación entre personas de muy diferente edad.

Lo que ella hubiera sido para Lontana no tenía la menor importancia. Lo único relevante era el hecho de que la relación había durado mucho y había sido tan íntima que aquella mujer podía estar en condiciones de decirle lo que él necesitaba saber. Si ella sabía eso, él se cercioraría de que se lo dijera, sin la menor duda.

Se reclinó en la silla y esperó a que la chica despertara.

Por dios, qué dolor de cabeza.

¿Medicamentos? No, habían dejado de darle medicamentos cuando ella dejó de resistirse. Abrió los ojos con precaución. Descubrió aliviada que no había adornos de encaje. Paredes azules, frías como el mar. Sábanas blancas recién planchadas la cubrían. ¿Un hospital?

– Debe de tener sed. ¿Querría un poco de agua?

La voz de un hombre, podía ser un médico o un enfermero… Su mirada se posó en el hombre que estaba sentado al lado de su cama.

– Tranquila, no le estoy ofreciendo veneno. -Sonrió -. Nada más que un vaso de agua.

No era un médico. Vestía vaqueros y una camisa de hilo arremangada hasta el codo y le resultaba de alguna manera… familiar.

– ¿Dónde estoy?

– En el Hospital de Santa Catalina.

Le sostuvo el vaso pegado a los labios mientras bebía. Ella lo examinó mirando por encima del borde. Tenía cabello y ojos oscuros, y entre treinta y cuarenta años, y llevaba su aplomo con la misma sencillez y desenvoltura con la que llevaba su ropa. Si lo hubiera visto antes, no lo habría olvidado de ninguna manera.

– ¿Qué pasó?

– ¿No se acuerda?

El barco se hacía astillas, lanzando al aire pedazos de cubierta y fragmentos de metal.

– ¡Phil! -De repente se sentó muy derecha en la cama. Phil estaba dentro de aquel infierno. Phil estaba… Intentó poner los pies en el suelo -. Él estaba allí. Yo tengo que… Él bajó y entonces…

– Acuéstese. -El hombre la empujó hasta que ella volvió a recostarse sobre las almohadas -. No puede hacer nada. El barco estalló hace veinticuatro horas. Los guardacostas aún no han abandonado la búsqueda. Si Phil está vivo, lo encontrarán.

Veinticuatro horas. Ella lo miró aturdida.

– ¿No lo han encontrado?

– Todavía no -el hombre negó con la cabeza.

– No pueden abandonar. No permita que lo hagan.

– No lo permitiré. Ahora es mejor que duerma un poco más. Si las enfermeras creen que la he hecho alterarse me echarán de aquí. Solo quería que usted lo supiera. Se me ocurre que usted es como yo. Que quiere saber la verdad aunque duela.

– Phil… -cerró los ojos mientras el dolor se apoderaba de ella -. Me duele. Quisiera poder llorar.

– Entonces, llore.

– No puedo. Nunca he… no lo he… Lárguese. No quiero que nadie me vea en este estado.

– Pero ya la he visto. Creo que me quedaré aquí para cerciorarme de que va a estar bien.

Ella abrió los ojos y lo examinó. Duro… muy duro.

– A usted no le importa que yo esté bien o no. ¿Quién demonios es usted?

– Jed Kelby.

Era ahí donde lo había visto: periódicos, revistas, televisión.

– Debí de haberme dado cuenta. El Chico de Oro.

– Odiaba ese apodo y todo lo que implicaba. Es una de las razones por la que me volví tan beligerante con los medios. -Sonrió-. Pero he logrado sobreponerme. Ya no soy un chico. Soy un hombre. Y soy lo que soy. Y descubrirá que ser lo que soy podría serle de gran ayuda.

– Lárguese.

El hombre dudó un instante y después se levantó.

– Regresaré. Mientras tanto, me cercioraré de que los guardacostas sigan buscando a Lontana.

– Gracias.

– No hay de qué. ¿Llamo a la enfermera para que le traiga un sedante?

– ¡Nada de medicamentos! No los tomo…

– Bien. Lo que usted diga.

Vigiló la puerta hasta que se cerró a espaldas del hombre. Había sido muy atento, bondadoso incluso. Ella estaba demasiado mareada y dolorida para saber qué debía pensar de él. Lo único que había percibido con claridad era aquel aire de calmado aplomo y fuerza física, y eso la inquietaba.

No pienses en él.

E intenta no pensar en Phil. Veinticuatro horas era demasiado tiempo, pero aún era posible que él estuviera allá fuera.

Siempre que se hubiera puesto un chaleco salvavidas.

Siempre que no hubiera volado antes de tocar el agua.

Dios, cuánto deseaba poder llorar.

– ¿Puedes estar levantada? – Gary frunció el ceño con preocupación cuando a la mañana siguiente vio a Melis sentada junto a la ventana-. La enfermera me dijo que habías recobrado la conciencia ayer por la tarde.

– Estoy bien. Y tengo que demostrarles que no necesito quedarme aquí. -Las manos de la chica apretaron con fuerza los brazos del butacón-. Quieren que espere aquí y hable con la policía.

– Sí, ya les di mi declaración. No te molestarán, Melís.

– Ya me están molestando. La policía no puede venir aquí hasta más tarde, después de la comida, y no voy a esperar tanto. Pero el hospital me mantiene atada aquí con tanto papeleo que no puedo ni moverme. Creo que se trata de una excusa. Dicen que de todas maneras no puedo irme hasta mañana.

– Probablemente los médicos estén en lo cierto. -De eso nada. Tengo que regresar al sitio donde se hundió el barco. Tengo que encontrar a Phil.

– Melis… -Gary vaciló antes de seguir hablando con delicadeza-. Estuve allí con los guardacostas. No vas a encontrar a Phil. Lo hemos perdido.

– No quiero oír eso. Tengo que verlo con mis propios ojos. – Su mirada se desplazó hacía el césped perfectamente podado más allá de la ventana -. ¿Qué hacía Kelby aquí?

– Sobre todo, revolviendo el hospital. No me dejaban pasar a tu habitación pero él no tuvo el menor problema. Y antes de venir aquí estuvo ayudando a los guardacostas en la búsqueda. Tú no lo conocías, ¿verdad?

– No lo había visto antes. Pero Phil me dijo que Kelby trataba de ponerse en contacto con él. ¿Sabes qué quería?

Gary negó con la cabeza.

– Quizá Cal lo sepa.

Melis lo dudaba. No importa cuál fuera el negocio que Phil tenía con Kelby, era indudable que formaba parte del letal escenario que le había arrebatado la vida. Y se trataba de un negocio que él no había querido compartir ni siquiera con sus amigos más cercanos.

Dios, pensaba en él como si se tratara de un muerto. Aceptaba sin chistar lo que le habían dicho. No podía hacerlo.

– Ve y tráeme a Kelby, Gary. Dile que me saque de aquí.

– ¿Qué?

– Dijiste que podía tocar algunas teclas. Dile que lo haga. No creo que tengas ningún problema. Vino aquí porque quiere algo de mí. Pues no podrá sacarme nada mientras yo esté en este hospital. Seguro que me quiere fuera.

– ¿Aunque no sea bueno para ti?

Melis recordó la impresión de dureza férrea que le había dado Kelby.

– Eso no le importará. Dile que me saque de aquí.

– De acuerdo -dijo Gary, con una sonrisa-. Pero sigo pensando que no deberías hacerlo. A Phil no le hubiera gustado eso.

– Sabes que Phil siempre me dejaba hacer exactamente lo que yo quería. Así tenía menos molestias. -Tuvo que serenar la voz -. Te pido que no discutas conmigo, por favor, Gary. Hoy tengo ciertos problemas emocionales.

– Lo estás haciendo muy bien. Siempre lo haces muy bien -dijo y abandonó de prisa la habitación.

Pobre Gary, no estaba acostumbrado a que ella no estuviera al mando y eso le preocupaba. Ella también se sentía preocupada: no le gustaba sentirse tan indefensa.

No, indefensa no. Rechazó aquella palabra al instante. Siempre habría algo que pudiera hacer, otro camino por el que continuar. Solo estaba triste y enojada, llena de desesperación. Pero nunca indefensa. Lo que sucedía era que en ese preciso momento no podía ver cuál de los caminos era el mejor para ella.

Pero era mejor que tomara pronto una decisión. Kelby la rondaba y ella se había visto obligada a dejar que se le aproximara. El utilizaría aquella puerta entreabierta para ganar puntos y fortalecer su posición.

Melis se reclinó en el asiento e intentó relajarse. Debería descansar y hacer acopio de todas sus fuerzas mientras tuviera esa posibilidad. Tendría que usar todos sus recursos para empujar a Kelby y volver a cerrar aquella puerta de un tirón.

Kelby sonrió divertido mientras contemplaba cómo Melis Nemid caminaba hacia la entrada principal. La seguía una monja que empujaba la silla de ruedas que Melis debió de ocupar, y eso no le gustaba.

Recordó momentáneamente la primera impresión de fragilidad que le había causado Melis. Aquel halo provocativo de delicadeza seguía allí, pero estaba compensado por la fuerza y vitalidad de su persona, por su manera de moverse. Desde el momento en que había abierto los ojos supo que ella era una fuerza que era necesario tomar en consideración. ¿Cómo había podido controlarla un soñador como Lontana? Quizá era ella la que lo controlaba a él. Eso era con mucho lo más probable.

Melis se detuvo frente a él.

– Supongo que debo agradecerle que me evitara todo ese papeleo y los obligara a dejarme marchar.

– Esto no es una prisión, señorita Nemid -dijo la enfermera con sequedad -. Solo necesitábamos estar seguros de que iba a estar bien cuidada. Y debió permitirme que siguiera el protocolo y la llevara en la silla de ruedas.

– Gracias, hermana. De aquí en adelante yo la cuidaré. – Kelby tomó a Melis por el brazo y la empujó con delicadeza hacía la puerta-. Esta noche tiene una cita con la policía para dar su declaración. Me he ocupado de todo el papeleo médico y de recoger sus recetas.

– ¿Qué recetas?

– Solo unos sedantes en caso de que le hagan falta.

– No los necesitaré. -Ella apartó su brazo de la mano del hombre -. Y puede mandarme la factura.

– Estupendo. Siempre he estado a favor de que todo sea tratado de manera igualitaria. -Abrió la portezuela del coche aparcado delante del hospital -. Le diré a Wilson que le mande la factura a primeros de mes.

– ¿Quién es Wilson? Me suena a mayordomo.

– Es mi asistente. Hace que siga siendo solvente.

– No cuesta tanto.

– Se sorprendería. Algunas de mis exploraciones tienen un fuerte impacto en mis corporaciones. Entre.

Ella negó con la cabeza.

– Voy al puesto de los guardacostas.

– No le servirá de nada. Han abandonado la búsqueda.

Eso la estremeció.

– ¿Ya?

– Han surgido varias preguntas relativas al estado mental de Lontana. -Hizo una pausa-. No fue un accidente. Han recuperado restos de explosivo plástico y un temporizador entre los restos del barco. ¿Cree que él mismo pudo haber colocado el explosivo?

– ¿Qué? -Melis abrió desmesuradamente los ojos.

– Tiene que considerar esa posibilidad.

– No voy a considerar nada por el estilo. No es una posibilidad. Phil se sintió preocupado cuando su barco se detuvo en alta mar y bajó a la sala de máquinas a ver qué ocurría.

– Eso fue lo que Gary les explicó a los guardacostas, pero Lontana no dijo nada que permitiera eliminar claramente la posibilidad de un suicidio.

– Eso no me importa. Phil disfrutaba cada minuto de su vida. Era como un niño. Siempre encontraba una nueva aventura al doblar la esquina.

– Me temo que ésta fue su última aventura. Desde los primeros momentos nadie tuvo muchas esperanzas de que hubiera sobrevivido.

– Siempre hay esperanzas. -Ella comenzó a alejarse -. Phil se merece tener una oportunidad.

– Nadie lo está privando de esa oportunidad. Simplemente le estoy contando que… ¿Adonde va?

– Tengo que verlo con mis propios ojos. Alquilaré un bote de motor en los muelles y…

– Su amigo Gary St. George la espera a bordo del Trina. Dijo que usted estaba decidida a continuar la búsqueda. Dentro de una hora podemos estar en el sitio donde estalló el Último hogar.

Ella titubeó.

– ¿Algo le molesta?

– Un pie metido en la puerta. Él rió para sus adentros.

– Es verdad. Pero cuando le dijo a St. George que acudiera a mí para que la sacara del hospital sabía en lo que se metía. Juegue según las reglas.

– Para mí no es un juego.

La sonrisa del hombre desapareció.

– No, puedo ver que no lo es. Lo siento. Para mí es usted una incógnita. Quizá he confundido la dureza con la insensibilidad. – Se encogió de hombros -. Vamos. Este viaje es gratis. Sin obligaciones, sin deudas.

Ella lo contempló durante unos instantes, se volvió y entró en el coche.

– Lo creeré cuando lo vea.

– Lo mismo digo. Para mí, esto también es una sorpresa.

Registraron la zona del desastre durante toda la tarde y solo hallaron algunos restos del naufragio. Las esperanzas de Melis se desvanecían a medida que pasaban las horas.

Phil no estaba allí. No importaba cuánto empeño pusiera ella, con cuánta dedicación lo buscara, él nunca volvería a estar allí. El mar de color turquesa era tan hermoso y sereno en ese lugar que parecía una obscenidad que pudiera contener tal horror, pensó con aturdimiento.

Pero no era el mar lo que había matado a Phil. Quizá fuera el sitio de su reposo eterno, pero no su asesino.

– ¿Quiere que hagamos otro pase? -preguntó Kelby con serenidad-. Podríamos describir un círculo más amplio.

– No. -Melis no se volvió para mirarlo -. Sería una pérdida de tiempo. No está aquí. ¿Va a decirme que ya me lo había advertido?

– No, usted tenía que verlo con sus propios ojos para que fuera algo real. Puedo entenderlo. ¿Ya está preparada para regresar a Atenas?

Ella asintió, con gesto entrecortado.

– ¿Quiere comer algo? Le dije a Billy que preparara unos bocadillos. Hace maravillas. Wilson y su amigo Gary están en la cabina principal devorándolos.

– ¿Billy?

– Billy Sanders, el cocinero. Lo saqué de un restaurante de primera en Praga.

Por supuesto, un yate de lujo como el Trina tenía un cocinero. Ella había leído en alguna parte que Kelby le había comprado el yate a un jeque petrolero saudí. Era enorme y sus dos gabarras equipadas con las más modernas tecnologías eran también impresionantes. El Trina era esbelto, moderno, con el equipamiento científico más reciente, con campanas y silbatos. Aquel barco estaba a años luz del Último hogar. De la misma manera que Kelby era diferente de Phil. Pero éste había pensado que Kelby tenía algo en común con él.

Comparte conmigo la misma pasión y tiene el empuje para conseguir que las cosas pasen.

Eso era lo que Phil había dicho de Kelby en aquella última conversación telefónica que tuvo con ella.

Tenía razón. Melis podía percibir dentro de Kelby tanto la pasión como el empuje, como si se trataran de una fuerza viva.

– ¿Comida? -volvió a preguntar el hombre.

Ella negó con la cabeza.

– No tengo hambre. Creo que voy a quedarme un rato sentada aquí. – Se sentó sobre la cubierta y abrazó con fuerza sus rodillas -. No ha sido una jornada fácil para mí.

– Y dígalo. -De repente, la voz del hombre se endureció -. Llevo dos horas esperando que se derrumbe. Por Dios, si lo hace nadie va a menospreciarla.

– No me importa lo que piensen los demás. Y mis lágrimas y mis sollozos no le servirán de nada a Phil. Ahora nada puede ayudarlo.

Kelby calló un instante y cuando ella lo miró descubrió que los ojos del hombre estaban entrecerrados, clavados en el horizonte.

– ¿Qué pasa? ¿Ve algo?

– No. -La mirada de Kelby volvió a posarse en ella-. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Qué planes tiene?

– No sé lo que voy a hacer. Ahora mismo no creo que pueda pensar con claridad. Ante todo, debo volver a casa. Tengo ciertas responsabilidades. Entonces decidiré qué hacer.

– ¿Dónde está su casa?

– Es una isla en las Antillas Menores, no lejos de Tobago. Pertenecía a Phil, pero me la legó. -Sus labios se torcieron en un gesto de amargura-. También me dejó el Último hogar. Solo necesitaré unos diez años o más para recuperar los pedazos que salgan a flote aquí.

– Debió de tenerle mucho cariño.

– Yo también lo quería -susurró ella -. Creo que él lo sabía. Me hubiera gustado decírselo. Dios, quisiera habérselo dicho.

– Estoy seguro de que él se sentía bien retribuido.

Había una cierta inflexión en su tono.

– ¿Qué quiere decir?

– Nada. -Kelby apartó la vista-. A veces las palabras no tienen mucho significado.

– Pero a veces sí. Phil me dijo que no podía conseguir que usted le devolviera las llamadas. ¿Qué dijo para hacerlo venir aquí?

– Me mandó una carta con una sola palabra. -La mirada del nombre volvió al rostro de la chica-. Me imagino que sabrá de qué palabra se trataba.

Ella no contestó.

– Marinth.

Melis lo miró en silencio.

– No creo que vaya a decirme lo que sabe sobre Marinth.

– No sé nada. -Ella lo miró a los ojos -. Y no quiero saber nada.

– Yo estaría dispuesto a darle una cuantiosa retribución por cualquier información que quisiera compartir conmigo.

Ella negó con la cabeza.

– Si no está dispuesta a admitir que Lontana se suicidó, ¿se le ha ocurrido que podría haber otra explicación?

Claro que se le había ocurrido, pero ella había pasado toda la tarde espantando aquella idea. Ahora le resultaba imposible analizar cualquier cosa. Y no se iba a asociar con Kelby, sin importarle cómo hubiera muerto Phil.

– No sé nada -repitió.

El la miró atentamente.

– No creo que me esté diciendo la verdad. Creo que debe saber bastantes cosas.

– Me da lo mismo lo que crea, no tengo intención de discutirlo con usted.

– Entonces, la dejo sola. -Se volvió-. ¿Ve cuan atento soy? Si cambia de idea con respecto a los bocadillos, venga a la cabina.

Estaba bromeando pero desde que llegaron a bordo del Trina él había sido particularmente atento. Se había ocupado de lo suyo con rápida eficiencia. La había dejado dirigir la puesta en escena y había obedecido sus órdenes sin queja alguna. Había hecho soportable aquella búsqueda torturante.

– Kelby.

Él se volvió para mirarla.

– Gracias. Hoy ha sido muy amable conmigo.

– Oiga, alguna vez en la vida uno tiene un ataque de sentimentalismo. A mí no me ocurre con frecuencia. Me libro de eso con facilidad.

– Y siento que haya viajado a Atenas siguiendo una pista falsa.

– No ha sido así. -Kelby sonrió -. Porque tengo el pálpito de que no se trataba de una pista falsa. Quiero Marinth. Y voy a conseguirla, Melis.

– Buena suerte.

– No, la suerte no es suficiente. Voy a necesitar ayuda. Lontana me la iba a dar, pero ahora me queda usted.

– Entonces, no tiene nada.

– Hasta que salga del barco. Le prometí que hoy no le pediría nada. Tan pronto ponga pie en tierra las promesas quedan anuladas.

Mientras lo veía alejarse de ella, Melis sintió un miedo súbito. En su estado anímico era difícil hacer caso omiso a aquella confianza absoluta.

Difícil, pero no imposible. Lo único que le hacía falta era irse a casa y curar sus heridas, y volvería a ser tan fuerte como siempre. Sería capaz de pensar y tomar decisiones. Tan pronto llegara a la isla estaría a salvo de Kelby y de cualquier otra persona.

– Está abandonando. -Las manos de Archer apretaron con fuerza el pasamanos del crucero -. Maldita sea, regresan a Atenas.

– Quizá vuelva mañana y siga buscando -dijo Pennig-. Está oscureciendo.

– En ese yate Kelby tiene luces estroboscopias como para iluminar toda la costa. No, ella abandona. Se marchará corriendo a esa maldita isla. ¿Te das cuenta de lo difícil que nos va a resultar todo? Tenía la esperanza de que estuviera aquí un día más.

No, no iba a tener ese día. Nada iba a ser cómo debería. La mujer debió de ser vulnerable. Eso era lo que él había planeado. Pero Kelby había entrado en el escenario y con su presencia había levantado una barricada de protección en torno a Melis Nemid.

– Tengo que atrapar a esa zorra.

– ¿Y si ella no se va a casa? Kelby podría haberle pagado lo suficiente para que se quede con él a bordo.

– No si Lontana no pudo obligarla a que fuera con él. Me dijo que ella no quería saber nada de eso. Pero ella sabe, maldita sea. La zorra sabe.

– ¿A Tobago entonces?

– Tobago es una isla pequeña y a ella la conocen bien allí. Por eso quería atraparla aquí. -Respiró profundamente y se dedicó a calmar la ira que crecía en su interior. Había contado con seguir el camino más sencillo y evitar complicaciones. Paciencia. Si no hacía ninguna tontería, todo saldría bien-. No, sólo tenemos que encontrar la manera de hacerla salir de la isla y venir a nuestro encuentro.

Y asegurarse de que se derrumbara y le diera lo que quería antes de acabar con ella.

Kelby estaba de pie junto a la borda y miraba cómo Gary ayudaba a Melis a subir al muelle desde la gabarra. Ella no se volvió a mirarlo a él o al barco mientras caminaba con rapidez hacia la parada de taxis.

Melis había dejado de contar con él. La conciencia de aquello despertaba en Kelby una mezcla de irritación y diversión.

De eso nada, Melis. Eso no va a ocurrir.

– No creí que fuera a resistir -Wilson se reunió con él junto a la borda-. Ha sido un día muy duro para ella.

– Sí.

– Su amigo Gary no tenía ninguna duda. Dijo que la conocía desde que ella se fue a vivir con Lontana cuando era una adolescente y que siempre había sido la chica más dura y luchadora con que se había tropezado. Nadie lo hubiera imaginado. Tiene el aspecto de quien se disuelve bajo la lluvia.

– Ni por asomo. -La vio meterse en un taxi y tampoco miró atrás en ese momento -. Y ese aire de fragilidad puede ser un arma poderosa para una mujer.

– No creo que la utilizase. Creo que odiaría admitir que no es fuerte. – Miró a Kelby-. No todos son como Trina. Así que no seas tan pretencioso, maldito cínico.

– No la juzgo. Eso no me importa en absoluto. Pero tengo que saber con qué tipo de municiones cuenta.

– ¿No pudiste sacarle lo que querías?

– Todavía no.

– ¿Qué hacemos entonces?

– Tomaré el próximo vuelo a Tobago. Y tú, busca toda la información que puedas sobre Lontana y Melis Nemid.

– ¿Desde qué momento?

– Desde el principio, pero concéntrate en el último año. Él trató de ponerse en contacto conmigo hace sólo un mes, y según lo que pudiste sacarle a St. George, en los últimos seis meses no se comportaba de manera normal.

– Si la teoría del suicidio es correcta, su estado mental quizá no…

– Desecha las teorías. Dame los hechos.

– ¿Para cuándo quieres el informe? -preguntó Wilson.

– Lo más pronto posible. Quiero tener los datos preliminares esperándome cuando llegue a Tobago.

– Perfecto. ¿Algo más?

– Sí. Esta tarde, mientras buscábamos, había un crucero por allí. Lo vi en varias ocasiones. Nunca se aproximó lo suficiente para que pudiera distinguir un número, pero creo que las primeras tres letras del casco eran S, I, R.

– Estupendo. Y eso no me sirve de nada. Es una zona de cruceros. ¿No sería un barco de pesca? ¿O alguien de la compañía aseguradora?

– Averigua si hubo algún crucero de alquiler.

– Aunque fuera ése el caso, pudieron alquilarlo en cualquier sitio de la costa. Supongo que también quieres ese dato para cuando llegues a Tobago, ¿no?

El taxi se alejaba y Melis seguía con la vista clavada al frente.

– No seas sarcástico, Wilson. – Kelby se volvió y se encaminó hacia la cabina. -Sabes que te divierte hacer lo imposible. Eso alimenta tu ego. Y ésa es la razón por la que has seguido trabajando conmigo todos estos años.

– ¿De veras? -Wilson ya estaba buscando su teléfono -. Para mí eso es noticia. Vaya, yo creía que estaba contigo para sacarte suficiente dinero y poder vivir mi jubilación en la Riviera.