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Blanket y Charlie tenían que esforzarse por no darse la vuelta, por no quedarse mirando al hombre que los seguía. Blanket miró a su derecha, vio a Charlie mordiéndose el labio y comprendió que estaban pensando lo mismo. A unos pasos por detrás de ellos iba el asesino más frío y brutal que habían conocido, y teniendo en cuenta su oficio conocían a muchos. Pero aquél era distinto. Aterraba a dos hombres que habían crecido sin asustarse de nada.
El olor a humedad del sótano se había vuelto demasiado familiar esa mañana. Blanket escuchaba los pasos a su espalda; aquel enigma casi no hacía ruido. Blanket sólo lo había visto de pasada, al abrirle la puerta, y ahora hacía cuanto podía por ocultar que le sudaban las manos y que su corazón latía a mil por hora.
– Ya casi hemos llegado -la voz de Charlie sonó chillona. Una observación estúpida, pensó Blanket, sólo para ver si el otro respondía.
– Cuidado con la cabeza -dijo, y se agachó un poco para esquivar una bombilla que colgaba del techo. Miró a Charlie otra vez. Cambiaron una sonrisa.
Al llegar ante la puerta del subsótano del edificio, Blanket tocó conforme a la pauta acordada. La mirilla metálica se abrió. Un par de ojos los miraron, inexpresivos. Luego vieron al hombre que iba tras ellos. Se agrandaron. El de detrás de la puerta susurró:
– ¿Es él?
Blanket asintió solemnemente.
La puerta se abrió hacia dentro. Los tres hombres entraron. Aquel fantasma al que los hombres poderosos como Michael DiForio llamaban cuando necesitaban cargar los dados, un hombre sobre el que revoloteaba constantemente la sombra de la muerte, estaba apenas a unos centímetros de ellos. El hecho de que Michael lo hubiera llamado subrayaba la gravedad de lo ocurrido esa noche.
Cuando entraron en la sala de reuniones, doce hombres (ninguno de los cuales se había inclinado nunca ante nadie, salvo ante Michael DiForio) se levantaron y estiraron el cuello para ver mejor. Como no había sillas vacías, Blanket y Charlie se quedaron de pie a ambos lados de la puerta, que volvió a cerrarse de golpe. Pasados unos momentos de tensión, todos volvieron a sentarse. Salvo Michael DiForio.
– Bienvenido -dijo Michael-. Me alegra que hayas venido habiéndote avisado con tan poco tiempo. Espero no haber interrumpido tu partido de tenis matutino.
El hombre no dijo nada. Blanket podía verlo claramente por primera vez. Medía algo más de metro noventa y pesaba poco más de noventa kilos. Llevaba el pelo castaño cortado estilo César, con un flequillo muy corto sobre la frente. Iba vestido con chaqueta de cuero negra (desgastada, pero en buen estado) y pantalones oscuros. Blanket calculó que debía de tener poco más de treinta años. Pero sus ojos oscuros recordaban a los de los policías que llevaban demasiado tiempo en el oficio: hombres que habían visto las profundidades del infierno y se habían hundido hasta tales simas que ya no podían volver.
– Michael -dijo el Hacha. Inclinó ligeramente la cabeza, con más formalidad que respeto-. Supongo que no me has llamado para hablar de trivialidades.
DiForio sonrió y dijo:
– No. Así que vamos al grano. Ya sabes que eso es lo que siempre me ha gustado de ti. Nada de tonterías. Directo al asunto.
Blanket notó que Charlie se removía, abría y cerraba los dedos. Estaban en presencia de un fantasma del inframundo de Nueva York, un hombre cuyo pasado estaba bien documentado, un hombre al que se veneraba como a una leyenda perturbadora y al que se temía hasta el punto de la parálisis.
El Hacha había hecho sus primeros pinitos como asesino profesional a la tierna edad de quince años. Trabajaba como mercenario para mafiosos de poca monta, hombres a los que no les importaba que el trabajo fuera un poco chapucero, demasiado sangriento para pasar inadvertido. El Hacha mataba con cruel indiferencia hacia la limpieza o la sutileza. Sus víctimas eran traficantes de drogas que sisaban beneficios, intermediarios que no pagaban a tiempo. Rateros de tres al cuarto. Muertes a las que la policía prestaba poca atención. Vidas que nadie echaba de menos. Apenas entrado en la edad adulta, el Hacha era un jugador de segunda división con todas las herramientas para llegar a primera.
En cuanto se extendió la fama de su eficiencia brutal, lo contrató una sola organización cuyo último mercenario había sido encontrado en el puente de Verrazano-Narrows, con las tripas esparcidas por el suelo. Su nuevo jefe le ofreció su primer encargo importante: asesinar al consigliere de una organización rival, un golpe de mano que tendría repercusiones en toda la ciudad.
El Hacha le tendió una emboscada en un club elegante, mató a tres guardaespaldas con una ráfaga de ametralladora, humo y sangre. Pero, en medio del caos, su objetivo logró sobrevivir. Y por primera vez había un superviviente que podía identificarlo.
Dos días después, cuatro hombres armados irrumpieron en casa del Hacha, en un edificio de cinco plantas de la parte este de la ciudad. El disparo que destrozó la puerta los despertó a él y a su mujer, una actriz principiante llamada Anne que estaba a un paso de ser una belleza y tenía talento suficiente para triunfar a lo grande.
El Hacha mató a uno de los hombres antes de que dispararan otro tiro. Comprendiendo que tenía pocas oportunidades de ganar a tres hombres armados, agarró a su mujer y corrió hacia la salida de incendios. Una bala le dio en los riñones. Los asesinos lo agarraron por las piernas entumecidas y volvieron a meterlo en la casa. Uno los mantuvo a raya a punta de pistola mientras los otros rociaban el apartamento con gasolina y arrancaban la tubería del gas de la cocina.
El que llevaba la voz cantante se inclinó sobre él y le dijo:
– Ésta es tu primera y última advertencia, gilipollas -entonces apoyó el cañón de la pistola en la cabeza de Anne y apretó el gatillo.
El Hacha recibió otro disparo en el pecho. Uno de los pistoleros encendió un cigarrillo, exhaló el humo y se lo ofreció al Hacha, que agonizaba en el suelo del dormitorio. Antes de marcharse, el pistolero tiro el cigarrillo encendido a un charco de gasolina.
«Tu primera y última advertencia».
Mientras las llamas devoraban el apartamento, el Hacha logró arrastrarse hasta la ventana y lanzarse por la salida de incendios. Cayó rodando por un tramo de escaleras. Luego, el apartamento estalló en una bola de fuego.
Cuatro semanas después todos los asesinos estaban muertos: sus miembros aparecieron dispersos por la ciudad con la precisión de colillas de cigarrillo. Todos, salvo uno. Uno que había sobrevivido a la venganza del Hacha. Uno al que nunca encontró. Y era aquel hombre, el pistolero que había logrado de algún modo escapar a su ira, el que había volado la cabeza de su mujer, quien hacía que el corazón del Hacha siguiera latiendo.
El Hacha estaba muerto para el mundo. Era otra estadística para el FBI. Otro caso cerrado. Entre los restos del apartamento se encontraron dos cuerpos calcinados. Uno era el de Anne; el otro, el del asesino muerto. Las autoridades dieron por sentado que el Hacha había muerto. Ahora, años después, su nombre y su cara eran un misterio para todo el mundo, excepto para aquellos a quienes servía.
Pero la fuerza motriz que se ocultaba detrás de cada asesinato era su alma, su amor perdido: la fotografía de Anne que llevaba en el bolsillo del pecho.
Justo antes de saltar por la salida de incendios, logró agarrar una vieja fotografía de la cómoda. Era una fotografía de Anne sentada en una playa de arena, con un hermoso vestido amarillo y un sol naranja hundiéndose en el horizonte. Fue tomada la primera noche de su luna de miel. Mientras su cuerpo sangraba, el Hacha se guardó la fotografía en el bolsillo derecho. La fotografía era su último recuerdo de la mujer a la que tanto había amado, el único recuerdo que conservaba de ella. Era su segundo corazón, y latía con la sangre venenosa de un hombre cuya sed de venganza no se saciaría jamás.
Nunca volvería a amar, nunca volvería a preocuparse por nadie. Vivía cada día únicamente para vengar la muerte de su amada. Y todo el mundo sabía que algún día lo conseguiría.
Aquél era el hombre que se hallaba en pie a un metro de Blanket.
DiForio rodeó la mesa. Llevaba un periódico en la mano. Blanket reconoció la fotografía de la primera página. Nadie tuvo que decir nada. En cuanto el Hacha aceptara el trabajo, y lo aceptó, la vida de Henry Parker se habría acabado.
DiForio levantó el periódico para que el Hacha lo viera; luego se lo dio. El otro ni siquiera lo miró.
– Henry Parker -dijo DiForio-. Tiene algo que me pertenece. Un paquete con material importante que no puedo permitirme perder. Necesito que me lo traigas. Después quiero que Parker desaparezca.
El Hacha no se movió. DiForio lo miró.
– ¿No necesitas un cuaderno o algo así? ¿Tomar nota? -preguntó.
El Hacha lo miraba fijamente. Sus ojos no denotaban nada.
Michael prosiguió.
– Tenemos una fuente bastante próxima a la investigación. Sabemos que la policía no ha encontrado a Parker aún y que esperan que intente marcharse de la ciudad. La mayoría de los principales puntos de salida están cubiertos: la Autoridad Portuaria y los aeropuertos. Creen que es posible que se haya ido en el Camino. Ya sabes, el tren que va a Jersey.
– No -dijo el otro.
– ¿Cómo que no? -preguntó DiForio, divertido.
– No -repitió el Hacha con voz monótona-. Si Parker quiere huir, no lo hará cruzando el Hudson. Se irá mucho más lejos.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Michael.
– Porque es lo que haría yo -el Hacha se quedó pensando un momento-. Va a necesitar ropa y dinero. Si intenta usar su tarjeta de crédito, la policía lo encontrará enseguida. Conseguidme los números de sus tarjetas. Hay demasiadas variables que la policía puede controlar y nosotros no. Ellos tienen más personal. Ya han empezado a buscar. Nos llevan la delantera.
– ¿Qué sugieres que hagamos?
– Esperemos que Parker sea tan listo como sugiere su historial. No va a cometer errores estúpidos. Con un poco de suerte, ya habrá huido y nosotros estaremos en la misma situación que el Departamento de Justicia. ¿La policía ha empezado ya a pinchar teléfonos?
DiForio miró a Blanket, que tragó saliva antes de hablar.
– Eh, sí. Han pinchado el de… veamos… el de su novia, una tal Mya Loverne que estudia derecho en Columbia y…
– La hija de David Loverne. ¿Qué más?
– El de la casa de sus padres en Oregón.
– ¿Qué más?
– Su teléfono móvil, también. La policía no lo encontró en su apartamento, así que se supone que lo lleva encima. Están intentando localizarlo, por si comete la estupidez de llevarlo encima.
– Seguro que no. Si es un poco listo, se deshará de él -dijo el Hacha-. ¿Eso es todo?
– Por ahora, sí.
El Hacha asintió con la cabeza.
– Ahora, tu precio -dijo DiForio. Se enderezó la corbata y tomó un vaso de agua de la mesa. Se lo llevó a los labios pero no bebió. La habitación quedó en silencio. La mitad de los ojos estaban fijos en el Hacha; la otra mitad, en DiForio.
– Te ofrezco tu tarifa habitual -dijo Michael. Vaciló un momento, bebió un sorbito de agua y añadió-: Multiplicada por dos.
El Hacha sacudió la cabeza.
– Por diez -dijo.
DiForio silbó suavemente.
– Un millón de pavos. Es mucho dinero por encontrar a un mocoso.
– No habrías recurrido a mí si Parker no amenazara la santidad de tu organización -contestó el Hacha con desdén-. Voy a trabajar contra la policía y el gobierno federal para encontrar a un hombre al que se busca por matar a un policía de Nueva York. El precio es un millón. Ni más ni menos.
DiForio miró al techo como si consultara al dios del amianto, volvió a bajar la mirada y dijo:
– Dejémoslo en la mitad. Quinientos mil.
Sin previo aviso, el Hacha dio media vuelta, abrió la puerta y salió de la habitación.
– ¡A mí no me dejes plantado! -gritó DiForio. El Hacha no le hizo caso; echó a andar por el corredor-. ¡Eh, gilipollas! ¡No te he dicho que podías marcharte!
El Hacha se dio la vuelta. Su mirada no expresaba ningún interés por nada de lo que dijera DiForio.
– Casi se te ha acabado el tiempo, Michael. No encontrarás a Henry Parker. Por lo menos, antes de que lo encuentre la policía. Y por tu mirada me parece que preferirías que la policía no encontrara ese paquete.
Blanket vio que DiForio enrojecía, que los músculos de su mandíbula se tensaban.
El Hacha se volvió para marcharse. Michael dijo:
– Iba a preguntarte -dijo DiForio con un asomo de sonrisa en los labios-, ¿qué tal está tu mujer?
El Hacha se paró en seco. Lentamente, el asesino bajó la cabeza hasta que quedó en sombras. Cuando se volvió, Blanket vio, a pesar de la poca luz que había en el pasillo, que en sus ojos ardía el odio, un odio más intenso del que creía capaz a un mortal.
El Hacha volvió a entrar velozmente en la habitación. Se sacó una pistola de la chaqueta y apoyó el cañón contra la base del cuello de Charlie. Se tomó un momento para mirar a DiForio; luego apretó el gatillo, incrustando una bala en el cráneo de Charlie. La detonación retumbó en la pequeña sala. Todos se taparon los oídos. Charlie parpadeó. Sus sesos y los fragmentos de su cráneo habían quedado esparcidos por la pared como una sangrienta mancha de Rorschach.
– ¡Charlie! -gritó Blanket al ver que el cuerpo de su amigo caía al suelo. Miró al Hacha con ojos homicidas. El otro le devolvió la mirada, fría como el hielo, y Blanket apartó los ojos. El Hacha fijó los ojos en DiForio. La pistola humeante trazaba una línea recta hacia el corazón del capo.
– Podéis estar todos muertos antes de que vuelvas a abrir la boca -dijo-. Y si abres la boca y no me gusta lo que dices, no sólo desaparecerá ese paquete, sino que colgaré la cabeza de toda la escoria que hay en esta habitación del edificio más alto de la ciudad y veré cómo tuesta el sol vuestras feas caras cada día hasta que sólo quede el cráneo podrido y hueco.
DiForio apenas pareció reparar en lo que el Hacha acababa de decir, ni en el muerto apoyado contra la pared. Sonrió y juntó las manos delante de sí.
– Está bien, un millón -dijo-. Pero quiero mi paquete y a Henry Parker. El paquete me lo entregarás sin un solo rasguño. En cuanto a Parker… decide tú.
El Hacha asintió lentamente y salió.