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Recostado en su asiento, el Hacha repasaba de memoria la conversación. Acababa de hablar con el árabe dueño de la charcutería y había confirmado que, en efecto, el hombre había visto y ahuyentado a Henry Parker esa mañana.
– Agarré mi bate -le había dicho, dándose golpecitos con el bate en la palma de la mano. El Hacha levantó las manos, haciendo como que se rendía-. Y ese mamón salió corriendo. Una de las mejores cosas de este país es el béisbol, ¿sabe? Seguro que ese tal Parker me lo vio en los ojos. Si yo hubiera nacido aquí, habría llegado a un equipo de los grandes. Le habría dado una buena tunda.
El Hacha pasó un minuto aplacando al árabe y luego volvió a su coche. Sintonizó una emisora de noticias y oyó que circulaba el rumor de que la policía había encontrado a Parker (y lo había perdido) cerca del campus de Columbus.
Mya Loverne. La policía ya se había echado sobre ella. ¿Por qué se había arriesgado Parker a que lo atraparan? Tenía que haber alguna razón, aparte de la chica. Aquel tipo era listo. Tenía que haber alguna otra explicación.
Parker tenía un pedigrí zarrapastroso, pero aun así había conseguido llegar a una universidad prestigiosa, había sacado buenas notas y conseguido trabajo en uno de los diarios más respetados del país. Era el arquetipo del hombre hecho a sí mismo, del que salía adelante sin ayuda de nadie. El Hacha los odiaba, odiaba perseguirlos. Si uno se veía obligado a salir adelante solo desde pequeño, sus habilidades a ese respecto sólo aumentaban con la edad. Sabiendo esto, era probable que Parker hubiera huido de la ciudad y que la policía estuviera buscando una aguja en un pajar. Pero eso le venía bien. Al menos estaba en las mismas condiciones que la policía.
Abrió su cuaderno y anotó todas las rutas posibles para salir de Nueva York que se le ocurrieron. Tachó los aeropuertos y las terminales de autobús. Era imposible que Parker superara los controles de seguridad. El metro era un problema, pero sólo podía llevarlo de un lado a otro de la ciudad. Por lo que decían DiForio y Blanket, Parker no tenía contactos fiables en Nueva York, aparte de su novia y su jefe.
Su jefe era Wallace Langston, director editorial de la New York Gazette. El mismo periódico que (de mala gana, estaba seguro de ello) había sacado esa mañana un artículo de primera página sobre el asesinato de John Fredrickson. En el editorial, Langston se refería a Parker como a «un joven redactor que había superado con creces sus expectativas al contratarlo y que no había mostrado ninguna tendencia agresiva, y mucho menos homicida». Luego añadía: «La Gazette hará todo lo posible por aclarar los hechos, sin prejuicios ni parcialidad».
Si Langston hacía algún intento de ayudar a Parker, su diario estaría en peligro. El Hacha conocía a los periodistas. Casi todos ellos se consideraban nobles, incluso altruistas, cuando en realidad ansiaban la fama, la gloria asociada a una firma. No había duda de que muchos se morían de ganas de escribir la historia de Henry Parker y John Fredrickson. Traicionar a un amigo por hacerse famosos.
Columbia. No tenía sentido.
El Hacha levantó el teléfono, marcó el número de información y pidió que le pasaran con el directorio de la Universidad de Columbia. Una mujer joven y encantadora, aunque algo tímida, contestó al teléfono. El Hacha pidió que le pasara con la oficina que se ocupara del transporte de alumnos.
Esta vez respondió un hombre malhumorado que parecía no recortarse la barba desde hacía varios meses.
– Hola, me llamo Peter Millington -dijo el Hacha-. Y estoy pensando en ir a estudiar a Columbia. Vivo en California y quería saber qué medios de transporte hay para los estudiantes en el campus.
– Bueno -dijo el operador-, los aeropuertos JFK y La Guardia están a poco tiempo en taxi o metro…
– Eso no me sirve, mi familia no va a pagarme el billete en avión. ¿Qué medios de transporte baratos hay si tienes que hacer un viaje de larga distancia desde el campus?
– Hay muchos autobuses, trenes… Están la Autoridad Portuaria y Penn Station…
– ¿Algo más?
– Bueno, si quieres algo barato, también está el servicio de intercambio entre estudiantes.
– El servicio de intercambio entre estudiantes -una campana sonó en la cabeza del Hacha-. Si quiero enterarme de algo más, o hablar con algún estudiante sobre ese servicio, ¿cómo lo hago?
– Un momento, voy a pasarlo con alguien que puede ayudarlo.
Mientras esperaba, el Hacha subrayó tres universidades de su lista. Columbia, aunque ésta era dudosa. Había pocas probabilidades de que Parker se quedara en el centro, esperando a que lo atrapara algún policía de uniforme. Hunter y la Universidad de Nueva York eran mucho más probables. Y ambas estaban en la línea 6.
Por fin lo pasaron con la Oficina de Atención al Estudiante. Bajo el nombre de Lennie Hardwick, estudiante de segundo año, convenció a una señora muy amable llamada Helen de que mirara los anuncios del servicio de intercambio entre alumnos. Un anuncio encajaba: un chico de primer curso llamado Wilbur Hewes, que salía hacia Ontario a las once de esa mañana. No había más viajes apuntados para ese día. Tenía sentido que Parker intentara irse a Canadá, suponiendo que no lo detuvieran en la frontera. El Hacha anotó el nombre de Hewes y pidió el número de teléfono del anuncio. Lennie dijo que se lo guardaría, por si acaso alguna vez quería ir a pescar al norte.
El Hacha llamó al móvil de Hewes, que respondió secamente a la tercera llamada.
– ¿Sí?
– Hola, ¿eres Wilbur?
– Sí, ¿qué pasa? -El Hacha oía el ruido del tráfico. La voz de Wilbur sonaba entrecortada. Se oían cláxones. Y música tan fuerte que hacía daño a los oídos. El Hacha sonrió. Wilbur estaba en un atasco.
– Hola, Wilbur, me llamo Oliver Parker. Llamo desde Montreal. Una operadora muy amable de la universidad de Columbia me ha dicho que quizá mi hijo Henry se haya ido contigo en coche.
– Aquí no hay ningún Henry. No ha respondido nadie a mi anuncio.
– ¿De veras? -dijo el Hacha, y tachó Columbia de la lista-. ¿Seguro que no te ha dicho que no digas nada? Hoy es mi cumpleaños, puede que quiera darme una sorpresa y se presente sin anunciarse.
– Oiga, mire -dijo Wilbur. El Hacha notó que el nerviosismo del atasco empezaba a afectar Wilbur-. A mí no me ha llamado nadie para venir conmigo. A no ser que su hijo se haya escondido en mi maletero, entre tres maletas enormes, no está conmigo. ¿Vale?
– Desde luego. Siento haberte molestado.
Wilbur colgó.
Tras llamar rápidamente a Hunter, el Hacha descubrió que la universidad no ofrecía aquel servicio, al menos oficialmente. Tachó Hunter de la lista.
Llamó a la Universidad de Nueva York y le pusieron con la Oficina de Actividades del Alumnado.
La recepcionista, una arpía amargada, le dijo que no podía darle la lista por teléfono. Él le pidió la dirección y colgó.
El tráfico se movía como aceite a través de un embudo, denso y lento. Aparcó en doble fila delante de la OAA y al entrar un conserje le indicó los anuncios. En medio del pasillo pintado de azul claro encontró lo que andaba buscando.
La mujer corpulenta sentada detrás de una ventanilla era la misma que se había negado a leerle la lista por teléfono. Él le ofreció una sonrisa amable y tomó los anuncios. Estaban separados en dos montones: uno rojo y otro azul. Se lamió el pulgar y empezó a pasarlos. No hubo suerte. Todos los coches salían días después.
Estaba punto de tachar la Universidad de Nueva York de su lista cuando, dejándose llevar por un impulso, se acercó a la recepcionista y sacó la fotografía de Henry Parker, recortada del periódico. Llamó suavemente al cristal. La mujer, a la que una verruga le sobresalía del lado izquierdo de la nariz como un puercoespín, estaba inmersa en una revista del corazón.
– Siento molestarla -dijo el Hacha-. Se suponía que tenía que llevar a mi hijo a casa en coche esta mañana, pero no estoy seguro de que recibiera el mensaje y me preocupa que se haya ido sin mí. Mide un metro ochenta y dos y tiene el pelo castaño. Puede que llevara una especie de mochila.
La mujer entornó los ojos, arrugó la nariz y se inclinó hacia él.
– Sí, ha venido un chico así. Y tenía mucha prisa. No era muy paciente, desde luego -el corazón del Hacha se aceleró-. Si quiere que le dé mi opinión, su hijo debería aprender modales.
El Hacha asintió.
– Se lo diré en cuanto lo vea. ¿Sabe usted si se ha ido con algún estudiante?
– Se llevó un anuncio del tablón. Pero no sé qué hizo con él.
– ¿No sabrá usted por casualidad cuál se llevó?
La mujer no parecía muy dispuesta a ayudarlo.
– Por favor -añadió el Hacha con mirada implorante-. Su tía está enferma, tiene enfisema. Tengo que encontrarlo.
– ¿Es que su hijo no tiene teléfono móvil?
El Hacha le ofreció una mirada avergonzada.
– No, sólo tenemos uno, y lo tiene su hermana, que está en la George Washington.
La mujer suspiró profundamente y pulsó unas teclas del ordenador.
– Metemos todos los anuncios en el ordenador. Puedo mirar los que salían esta mañana, si es tan urgente. Si es tan urgente.
– Créame, lo es.
La mujer pulsó unas cuantas teclas más, esperó un momento, volvió a teclear y luego dio con un hombre.
– Amanda Davies -dijo-. Se iba esta mañana a las nueve, a San Luis.
– Mire, me gustaría llamar a la señorita Davies y decirle a mi chico que va todo bien. ¿Ha dejado algún teléfono la señorita Davies?
La mujer asintió con la cabeza, anotó el teléfono en un Post-it y se lo dio por la rendija del pie de la ventanilla.
– ¿Algo más? -preguntó, y volvió a mirar las fotografías de una pareja que retozaba en una playa blanquísima.
El Hacha negó con la cabeza.
– No, ha sido usted de gran ayuda. Gracias.
Al salir de la OAA, marcó el número de información.
– ¿Ciudad y estado?
– San Luis, Misuri. Quisiera la dirección y el número de teléfono de un tal Amanda Davies.
Cinco minutos después, el Hacha había reservado un billete de avión y llamado a un conocido de San Luis que podía conseguirle un arma imposible de rastrear. Diez minutos después se dirigía a toda velocidad hacia el aeropuerto de La Guardia. Había sangre en el agua; no pasaría mucho tiempo nadando en círculos antes de atacar.