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Llegamos a casa de Amanda en Teasdale Drive a las 23:47, trece minutos antes de la hora prevista. El aire parecía extrañamente inmóvil, como si el mundo temiera respirar.
Los Davies vivían en una casa muy grande de estilo Tudor, pintada de blanco, con delicadas cenefas grises, rampa de entrada pavimentada, garaje para dos coches y porche cubierto. Amanda tomó el camino de entrada y aparcó delante del garaje.
– Bonito barrio -dije.
– Sólo estamos a cinco minutos del campus -contestó ella mientras estiraba los brazos por encima de la cabeza y bostezaba-. Me vine a vivir aquí cuando tenía unos doce años. Y créeme, estaba deseando alejarme del infierno suburbano del Medio Oeste.
Salió, se agachó delante de la puerta del garaje y tiró hacia arriba del mango metálico. La puerta se abrió. Había un Mercedes todoterreno plateado aparcado entre cajas de cartón y utensilios de jardinería herrumbrosos. Volvió a montarse y metió el coche dentro del garaje.
– Eso podría haberlo hecho yo -dije-. Abrirte la puerta.
– ¿Por qué?
– No sé. Tengo la sensación de que debería ayudarte más.
– Por favor -dijo-. ¿Cómo crees que he metido el coche en el garaje las últimas mil veces? ¿De repente necesito que me abras la puerta?
– Ya lo sé, ya lo sé. Tienes poderes sobrenaturales. No necesitas ayuda.
– Efectivamente -dijo mientras apagaba el motor-. ¿Estás bien? Pareces un poco, no sé, desanimado.
Tenía razón, pero intenté quitarle importancia.
– Estoy bien. No sabía que estábamos tan unidos que podías juzgar mi estado de ánimo.
– Mientras duermas bajo mi techo, juzgaré todo lo que quiera.
– Bueno, por lo menos deja que te ayude con las bolsas.
Amanda me miró entornando los ojos.
– Trato hecho.
Me tiró las llaves del coche y por suerte las atrapé al vuelo.
– La llave de la puerta de delante es la pequeña plana. Adelante.
Al salir del coche, noté una punzada de dolor en la pierna. Tenía que limpiarme la herida antes de que se me infectara. Pero cada paso que daba me recordaba lo mucho que me dolía la pierna.
– ¿Estás bien, piernas de alambre?
– Se me han dormido en el coche -dije-. Las estoy moviendo para que se me pase.
Soplaba un viento suave que helaba el aire. Me costó abrir la puerta cargado con dos bolsas atiborradas de cosas y mi mochila y tirando al mismo tiempo de una maleta que sobrepasaba el peso medio permitido en cualquier aerolínea. Mientras yo tiraba y tiraba, Amanda se hizo una coleta y se puso un jersey suelto sobre la camiseta. Era preciosa sin esfuerzo, y su ropa desaliñada realzaba su belleza natural. Me sorprendió mirándola y esbozó una sonrisa pudorosa. Puso cara de falsa compasión.
– Eso te pasa por ofrecerte a ayudar. Trae, antes de que te salga una hernia -tomó una de las bolsas y la llevó dentro.
La casa estaba fría y llena de aire rancio. Amanda tocó un termostato mientras yo dejaba las bolsas. Entre el frío, mi camiseta, el cansancio y la pierna, me puse a tiritar. Amanda lo notó y pareció preocupada.
– Vamos -dijo.
Cruzó la entrada y me mostró un armario. Dentro había docenas de jerséis; algunos tenían los dibujos y los colores más horrendos que yo había visto nunca. Espantoso algodón marrón. Lana verde con un águila calva cosida al pecho. Un ciervo sonriente bordado con hilo morado. Y todos olían como si se los hubiera puesto por última vez un pionero del siglo XIX.
– Éste es el armario de los jerséis de mi padre. Sírvete a tu gusto -dijo ella-. Hace años que no se los pone. Nunca se me ha dado bien hacer regalos navideños. Estaría bien que alguien le diera un uso.
Le di las gracias y aunque normalmente no me habría puesto ni muerto un jersey tan horroroso que ofendería hasta la sensibilidad de Bill Gates, a caballo regalado… etcétera. Además, no quería ofender a mi anfitriona. Y las águilas calvas son muy patrióticas.
Me tomé un momento para admirar la casa, las altas paredes blancas y los largos espejos que parecían sacados de una novela de Raymond Chandler, y el bar lleno de licores de suave color castaño que podían calentarme mejor que cualquier jersey. Las paredes estaban llenas de litografías protegidas con cristales transparentes, y había también un cuadro al óleo del famoso arco de San Luis enmarcado en bronce bruñido.
– Te ofrecería algo de comer o beber -dijo Amanda-, pero a no ser que te apetezca tomar avena instantánea, no estás de suerte. Mañana iré a comprar, pero supongo que para entonces ya sabrás qué hacer, ¿no?
Asentí distraídamente. Subimos las bolsas por un tramo de escaleras mientras Amanda iba encendiendo las luces. Recorrimos un pasillo de color crema con moqueta azul marino y metí sus bolsas en una habitación a oscuras. Supe que era la suya antes de que encendiera la luz.
A pesar de que sólo entraban los rayos de la luna por los postigos cerrados, percibí una suave feminidad en la penumbra. Encima de la cama había media docena de peluches colocados con todo cuidado. La habitación era acogedora, cálida, distinta del resto de la casa.
Sin pensarlo dije:
– Me gusta tu habitación.
Se volvió hacia mí con una gran sonrisa, de ésas que uno pone cuando recibe un cumplido sincero de alguien de quien no se lo espera. Ésos son siempre los que más cuentan.
– Gracias -dijo, y un asomo de alegría infantil se coló en su voz por primera vez desde que la conocía. Me gustó, me gustó ver que bajo la armadura había algo delicado.
Amanda se sentía segura y a gusto en su casa. Quizá sentía también una leve excitación por la aventura de haber llevado a una extraño a su cuarto. No sabía nada de mí, aparte de las notas superficiales de su diario, cuya verdad era tan honda como la tinta de su bolígrafo.
Tal vez aquello fuera emocionante para ella. Pero yo no estaba contento, ni a gusto, ni sentía la emoción de la aventura. Incluso en un momento así, en el que debía experimentar al menos una especie de bienestar subsidiario, mis emociones estaban marchitas. Mi vida estaba en el limbo y todas las pequeñas alegrías que experimentara en ese momento no serían más que recuerdos descoloridos, oportunidades perdidas.
– Vamos -dijo, llevándome fuera de la habitación-. Voy a enseñarte dónde vas a dormir.
Me llevó por el pasillo, pasando junto a un cuarto de baño y un armario, y señaló una puerta cerrada a la derecha.
– Puedes usar ese baño. Pero asegúrate de bajar la tapa, ¿vale? Si no, tendremos problemas.
Sonreí y dije que sí.
El cuarto de invitados era pequeño y en la cama parecía no haber dormido nunca nadie.
– Hay otra manta en el armario, si tienes frío -dijo-. Hazme el favor de deshacer la cama por la mañana para que lave las sábanas.
– De acuerdo. Es lo menos que puedo hacer.
– Bueno, si se me ocurre algo más que requiera trabajo manual ya te avisaré.
Le di las gracias. Cuando se marchó, me dejé caer sobre la cama. Era dura y áspera. Pasé la mano bajo el edredón y noté bultos en el colchón y un tablón de contrachapado debajo. Suerte que las almohadas eran blandas. Me quité los zapatos con los pies. La pierna me dolía cada vez que me movía. Cerré la puerta y, recostado en la cama, me bajé con cuidado los pantalones y miré la herida de bala. El desgarrón de mi muslo era rojo y parecía inflamado, y me dolía cuando apoyaba la pierna.
El dolor era soportable, pero de pronto sentí que un dique estallaba en mi cabeza y que toda la frustración, el odio y la rabia se revolvían dentro de mí como demonios intentando atravesar mi piel. Me retorcí sobre el colchón dando puñetazos para dejar salir la furia que había acumulado. Las últimas veinticuatro horas me habían dejado trémulo. Las lágrimas me corrían por la cara mientras maldecía los hechos que habían cambiado mi vida, que me habían convertido en un hombre marcado. En el héroe del día.
La muerte de John Fredrickson. Maldición, ¿por qué había llamado a la puerta de los Guzmán? A no ser que hubiera una intervención divina, mi vida tal y como la conocía se había acabado. Mis lastimosos puñetazos a la almohada no servían para nada, como no fuera para desahogar el exceso de energía antes de que volviera a acumularse. Seguí dando golpes y puñetazos hasta dejar la manta llena de bultos y mojada por mis lágrimas, la primera prueba tangible de una pena que no dejaba de crecer. Solo en casa de una desconocida, abandonado por el mundo. Con la única compañía de mis supuestos pecados.
Cuando la ira remitió, conseguí levantarme. Estaba aturdido, el arrebato de adrenalina empezaba a disiparse.
Oí abrirse una ducha al fondo del pasillo. Entorné la puerta y vi que una fina neblina salía del cuarto de baño. Amanda tenía mucho valor por dejar a un extraño con la casa para él solo. Todas las chicas que conocía tardaban como poco media hora en ducharse. No había razón para que Amanda tardara menos. Había un cuarto de baño de invitados en el piso de abajo. Con un poco de suerte, podría lavarme y estar de vuelta antes de que ella acabara.
Me agarré con fuerza a la barandilla y bajé la escalera pisando con cuidado para no hacer ruido. La casa estaba en silencio, salvo por la ducha, y fuera el viento silbaba y azotaba los árboles.
Mientras permaneciera en mi pequeño mundo y lo mirara todo racionalmente, parecía que podría arreglármelas. Limpiarme la herida sería fácil. Encontrar dónde ir al día siguiente sería difícil. Dormir un par de noches en paradas de autobús sería una experiencia humillante, pero tendría que aguantarme. Pero ¿y luego qué?
Dos armarios empotrados y una puerta después, encontré el cuarto de baño. Los azulejos blancos estaban limpios y sonreí al ver el jabón en forma de caracola, tan cursi. De una percha metálica colgaban toallas de manos con tres iniciales bordadas: HSJ.
Abrí el armario de las medicinas y mascullé una maldición. No había nada. Ni una maldita tirita. ¿Qué clase de gente eran los padres de Amanda? ¿Y si un invitado a cenar se tragaba por accidente una perilla de las de mechar el pavo? ¿No deberían tener al menos un poco de desinfectante?
Cerré el armario y abrí un poco el grifo de agua caliente. Quité la sangre seca usando pañuelos de papel mojados. Apreté los dientes y procuré ignorar el dolor mientras mi sangre volvía roja el agua. Tiré los pañuelos ensangrentados al váter y descargué la cisterna.
Volví arriba sin hacer ruido y no pude evitar asomarme a la habitación de Amanda, que seguía estando vacía.
Ella estaba en la ducha, qué demonios.
Saqué un viejo anuario de la estantería y busqué la página de Amanda. Había una fotografía suya hecha desde arriba. El fotógrafo parecía estar encima de un tejado o de una escalera, mirando hacia abajo. Amanda estaba con las piernas cruzadas sobre un lecho de hierba y sonreía. Era una fotografía alegre y serena, pero había tristeza tras los ojos de Amanda, como si deseara que ese momento hubiera ocurrido en otro tiempo y en otro lugar.
Noté que había retirado un poco la ropa de la cama, dejando a la vista un pequeño baúl que había debajo del somier.
La ducha seguía corriendo. Me arrodillé y saqué el baúl. La tapa estaba rayada por años de entrar y salir de sitios oscuros. El cerrojo estaba abierto. Sin vacilar, lo quité y levanté la tapa. Al mirar dentro, me quedé sin respiración.
El baúl estaba lleno a rebosar de decenas, no, de cientos de cuadernitos de espiral. Eran todos distintos de forma y tamaño; algunos tenían las hojas rotas y caídas, otros parecían haber sido leídos miles de veces. Tomé uno de los de arriba, noté los pequeños surcos allí donde su bolígrafo había presionado con fuerza el papel. Cuando lo abrí, vi que todas las páginas estaban llenas hasta arriba. La misma clase de notas que Amanda había ido escribiendo en el coche. Enseguida comprendí que los otros cuadernos estaban igual de llenos.
Con dedos temblorosos leí la primera página:
14 de julio, 2003
Joseph Dennison.
Poco más de treinta años, seguramente, pero viste como si tuviera sesenta, jerséis beis a montones y chubasqueros, gorras de abuelo bobalicón. Guapete aunque flacucho, un poco a lo Tobey McGuire pero mayor. Flaco, pero no como un palo. Tres años trabajando de bibliotecario, dice que quiere ser guionista de cine. Me ayudó a encontrar ese viejo libro de V.C. Andrews que no tenían en la librería del pueblo. Lleva demasiada colonia. No creo que tenga novia y no está casado, eso seguro. Dice que ha visto más de mil películas y que se acuerda de los mejores diálogos de todas. Le hice varias preguntas y las acertó todas. Da un poco de vértigo. No me siento atraída por él, sólo siento curiosidad. No creo que haya muchas posibilidades de ascender en la biblioteca, así que ¿para qué seguir trabajando allí cuando tienes treinta años? La motivación de alguna gente es muy extraña.
Leí otra entrada.
29 de agosto, 2003
Dependiente de gasolinera, seguramente cuarenta y tantos años o cincuenta y pocos. Parece que hace cuatro o cinco días que no se molesta en afeitarse. Tiene la camisa del uniforme llena de grasa y parece triste mientras me llena el depósito. No lleva chapa con su nombre, pero un hombre que imagino que es el encargado lo llama Alí. Me da las gracias cuando le doy dos pavos de propina y se los guarda en el bolsillo de la camisa. Le da el dinero de la propina al tipo de detrás del mostrador, que se lo guarda.
Me pregunto cuánto gana Alí al año y si tiene familia. No me acordé de mirar si llevaba alianza. Me pregunto si es feliz.
Guardé el cuaderno, tomé otro. Leí seis entradas. Todas describían a personas con las que Amanda se había cruzado. Algunas eran desconocidas, otras no: un ex novio de Amanda, por ejemplo, que la dejó plantada al día siguiente de decirle por primera vez que la quería. A algunas las había visto sólo unos segundos y a otras las conocía desde hacía años. Yo nunca había visto nada parecido.
Entonces me di cuenta. En alguna parte de la habitación estaba el cuaderno que había usado en el coche, con sus primeras impresiones sobre Carl Bernstein.
Hurgué hasta el fondo mismo del baúl hasta que toqué la parte de abajo. Saqué un cuaderno y lo abrí.
3 de febrero, 1985
Echo de menos a mamá. No conozco a nadie más en la escuela. Los niños se ríen cuando nos sentamos en corro y yo no sé al lado de quién sentarme. Jimmy Peterson me echó leche en el pelo. Odio a Jimmy. Es feo y tiene el pelo demasiado largo. Una vez le tiré del pelo y la señorita Williams me mandó al pasillo. Lacey y Kendra se rieron cuando Jimmy me echó leche en el pelo. A ellas también las odio. Lacey tiene un vestido malva precioso, ojalá fuera mío. La casa de Jimmy está a dos calles de la mía nueva y algunas mañanas lo veo. No me gusta mirarlo. A veces me escondo detrás de los árboles. Me pregunto si su madre sabe lo tonto que es. Puede que ella también sea tonta. Si mamá y papá estuvieran aquí nadie se reiría de mí.
Cerré el cuaderno rápidamente y volví a ponerlo en su sitio. La letra grande e infantil, tan sincera y triste, hablaba de una vida interrumpida, llena de profundas cicatrices.
¿Qué clase de inseguridades tenía aquella joven? ¿Por qué sentía la necesidad de catalogar a todas las personas que conocía?
Eché un vistazo a los cuadernos de la parte de arriba pero no encontré nada sobre mí.
Entonces vi la chaqueta de Amanda sobre la silla del escritorio. Busqué en los bolsillos. Nada. Abrí suavemente los cajones. Nada. Empezaba a sudarme el cuello. Me dolía la pierna.
La ropa que llevaba en el coche. Tal vez en los bolsillos.
Miré bajo la cama, encontré sólo bolas de polvo y pasadores de plástico. Y unas veinte gomas para el pelo.
¿Se habría llevado Amanda la ropa al cuarto de baño? Quizá la hubiera metido ya en el cesto de la colada. Pero entonces habría sacado el cuaderno del bolsillo. Llevaba demasiado tiempo escribiendo aquellos diarios para cometer un descuido. Tenía que estar en alguna otra parte.
Empecé a hurgar entre sus estanterías, sacando libros y buscando tras ellos.
Entonces noté que el agua de la ducha había dejado de correr.
Me quedé helado.
Angustiado, cerré el baúl y volví a deslizarlo bajo la cama. Ordené la estantería, rezando por que no me hubiera sorprendido espiándola.
Entonces oí un ruido en la puerta.
Me había visto.
Contuve el aliento, esperé otro ruido, temiendo mirarla. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Me había visto hurgar entre sus cuadernos?
Me volví lentamente, esperando ver a Amanda en la puerta con los brazos cruzados, lista para echarme a patadas de su casa y de su vida. Intenté improvisar una explicación. Era absurdo. Tenía que ser sincero. Tenía que decirle la verdad.
Pero cuando me volví la imagen que se grabó en mi mente no fue la de Amanda (que estaba de pie en la puerta), sino la del hombre que estaba tras ella, apuntándole a la cabeza con una pistola.