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David Morris se estaba peinando (aquel pelo largo y espeso que la puta de Evelyn odiaba, ojalá se la llevara el diablo) cuando sonó el timbre. Dejó con rabia el peine de plástico y le gritó que abriera la puerta. Ella no respondió. David oía el sonido amortiguado de la televisión. Algún programa diurno de entrevistas. Joder. ¿No podía mover el culo una vez al día?
David llevaba meses insistiendo en que se buscara un empleo ¿y qué hacía ella? Mirar la televisión. Ahora que él trabajaba otra vez a jornada completa, volvía a casa de madrugada y dormía hasta por la tarde, Evelyn tenía todo el día para producir. Él tenía que hacer dos veces por semanas el trayecto de quinientos kilómetros entre San Luis y Chicago, llegaba a casa mucho después de medianoche y caía en la cama como un saco de ladrillos. Y aún tenía tiempo para preparar a los niños para ir al colegio, guardar sus almuerzos y llevarlos al entrenamiento de fútbol. Años atrás, habría despertado a Evelyn para echar un polvo, le habría hecho cosquillitas en la oreja y le habría mordisqueado el lóbulo. Ahora, la idea de mordisquearle la oreja le daba asco.
Desde que se habían mudado a Chicago, Evelyn le estaba amargando la vida. Él ganaba un buen sueldo, pero su casa olía peor que una reunión de los Eagles. Dos veces al mes, al menos, David pensaba seriamente en agarrar a los niños y sacarlos de aquella pocilga. Poner a Hank Williams en la radio, llevarse a David hijo y a la pequeña Cassie y ser libre.
Se puso una camiseta de AC/DC, bajó las escaleras y miró con repugnancia el programa que estaba viendo Evelyn, maldiciendo al evangelista de cara colorada que ocupaba su atención esa mañana. Miró por la ventana lateral de la puerta antes de abrir. La fuerza de la costumbre.
El hombre de fuera llevaba pantalones negros, camisa negra y gafas de sol. Tenía el brazo doblado de forma extraña, como si se lo hubiera lesionado hacía poco tiempo. No era la primera vez que David tenía tratos con la ley (qué demonios, su banda había arrasado el suroeste cuando era joven, y había pasado unas cuantas noches en el calabozo de algún condado), así que comprendió enseguida que aquel hombre era policía. Suspirando, abrió la puerta.
– ¿Qué puedo hacer por usted, agente?
El policía se rió enseñando sus dientes blancos; se quitó las gafas de sol e hizo una mueca al doblar el brazo.
– ¿Tanto se me nota?
– Casi se huele el aceite de la pistola a través de la puerta -David buscó con la mirada el coche patrulla, pero sólo vio un coche de alquiler destartalado-. ¿Dónde está su vehículo, agente?
– Soy agente federal, en realidad.
– ¿Y los agentes federales llevan coches de alquiler? Déjeme ver su identificación.
El hombre sacó su cartera (una elegante cartera de piel) y la abrió. Dentro había un carné expedido por el Estado, estampado con una de esas estrellas de cinco puntas que llevan los sheriffs en las películas. El agente se llamaba Spencer Bates.
– Bueno, ¿qué puedo hacer por usted, agente Bates?
Bates señaló su camioneta.
– ¿Esa Tundra es suya?
– Sería una asombrosa coincidencia que fuera de otra persona.
– ¿Le importa que le eche un vistazo?
– ¿Le importa que le pregunte a qué viene esto?
Bates sonrió y se disculpó.
– Señor Morris, estamos buscando a dos fugitivos llamados Henry Parker y Amanda Davies. Tenemos razones para sospechar que anoche se subieron a un vehículo a las afueras de San Luis y estamos registrando todos los vehículos que creemos que pudieron servirles para escapar.
– Ayer estuve en San Luis todo el día, en una reunión. ¿Qué tiene que ver mi camioneta con eso? Yo no ayudé a nadie.
– Sabemos que anoche pagó usted con tarjeta en un punto de peaje en el centro de San Luis, más o menos a la misma hora en que sospechamos que se vio a los sospechosos huir de la casa de la señorita Davies en ese vecindario. Sólo estamos siguiendo minuciosamente el procedimiento. Cabe la posibilidad de que se subieran a la trasera de su camioneta sin que se diera cuenta.
– Imposible -contestó David, y se acarició el pelo que le caía por la nuca-. Habría visto algo.
– Puede que sí -dijo el agente-. O puede que no.
– Bueno, como quiera, no tengo nada que esconder. Vamos a examinar mi vehículo.
Mejor quitarse al poli de encima que darle motivos para sospechar de él. Bates se acercó a la camioneta y levantó la lona que cubría la trasera. Pasó el dedo por el metal, lo miró, asintió con la cabeza.
– ¿Qué es eso? -preguntó David entornando los ojos. Se acercó a Bates.
– Si se fija en el polvo de la trasera… -dijo Bates.
– Betty no tiene polvo. La tengo bien limpia.
Bates levantó los ojos al cielo.
– Si se fija usted en el polvo, señor Morris, verá que traza dibujos irregulares, como si alguien se hubiera revolcado. Hasta puede distinguirse dónde estuvo apoyado un trasero varias horas.
– ¿Un trasero?
– El culo de alguien, señor Morris. Ahora permítame preguntarle, ¿examinó usted la parte de atrás de la camioneta cuando llegó a casa? ¿Estaba vacía?
Morris asintió con ímpetu.
– Claro que sí. Guardo aquí mi caja de herramientas. No iba a dejarla ahí toda la noche. Los puñeteros mendigos de por aquí habrían tardado medio minuto en robármela.
– ¿Se paró en alguna parte anoche cuando venía hacia aquí? ¿A poner gasolina? ¿A comer, quizá?
David se quedó pensando, se llevó la mano a los labios.
– Una vez, sí -dijo-. Para poner gasolina y comer algo. En un sitio de la I-55. Ken’s no sé qué. Ken’s Café.
David sintió una oleada de orgullo. Estaba colaborando en una investigación federal. Si aquella historia llegaba a salir en las noticias, quizá lo entrevistaran. Quizás escribiera un libro como esa tal Mark Fuhrman o ganara tanto dinero como esa rubita que se tiraba a Scott Peterson. Además, las presentadoras de la tele estaban buenísimas. Por una de ésas, dejaría plantada a Evelyn en un abrir y cerrar de ojos.
Bates sacó una libreta y anotó la información.
– ¿Ken’s Café, dice usted? ¿En la Ruta 55?
– En la interestatal 55 -dijo David. Bates asintió con la cabeza.
– ¿Se le ocurre algo más? ¿Alguna otra parada que hiciera?
– No, nada.
– ¿Algún movimiento extraño que notara durante el trayecto? Un ruido, quizá, o un bache, algo inesperado que lo sobresaltara.
– No, nada -Bates cerró la libreta y se la guardó en el bolsillo-. ¿Puedo servirle en algo más, oficial?
– Agente -Bates lo acompañó a la puerta. David la abrió y entró.
– Bueno, agente Bates -dijo-, permítame preguntarle una cosa. Si encuentran a ese tal Parker y la gente empieza a preguntar quién los ayudó con, ya sabe, con la investigación… ¿hay alguna posibilidad de que deje caer mi nombre? ¿Que les diga que quizá me interese, ya sabe, trabajar para el gobierno federal?
Bates se rió.
– Lo haría encantado.
– ¿El gobierno paga bien?
– No lo suficiente -contestó Bates con una sonrisa.
– No importa -dijo David-. Cualquier cosa con tal de salir de esta pocilga. Oiga, espero que atrape a esos cabrones. Lo digo en serio. Si necesita algo más, llámeme. Puede que pueda ayudarlo, ya sabe, con la investigación.
– Lo haré, señor Morris, se lo aseguro. Lo haré.
David asintió con la cabeza. De pronto se sentía bien. Realmente bien. Había hecho una buena obra, y el FBI (nada menos) le debía una. Cuando se enterara Evelyn…
– Por si acaso se le ocurre algo más, aquí tiene mi tarjeta -Bates se metió la mano en el bolsillo, buscó algo.
David oyó la navaja antes de verla, el fino silbido en el aire antes de que se hundiera hasta la empuñadura en su pecho. Sintió que sus entrañas se desgarraban, como si dentro de él rajaran un globo. Luego notó aquella horrible quemazón, y después sintió frío y otra punzada de dolor cuando el cuchillo salió de su corazón. David Morris ya estaba muerto cuando cayó al suelo.
Shelton Barnes pasó por encima del cadáver y lo arrastró al interior de la casa, cerrando la puerta sin hacer ruido.
En la primera planta se oía un televisor. Barnes miró a Morris, en cuyo pecho seguía sangrando el tajo de siete centímetros. Luego subió lentamente las escaleras.