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El teléfono móvil despertó a Mauser. Había estado soñando. Barbacoa y cerveza. Béisbol y salchichas. Veranos con John y Linda, sus preciosos hijos. Joel aprendiendo a lanzar la pelota. Nancy jugando con su vestido nuevo.
Y entonces el sueño se hacía añicos tan bruscamente como sus vidas.
Denton circulaba a toda velocidad por la carretera. El aeropuerto de Lambert estaba cerca. El avión aguardaba instrucciones. El cielo iba oscureciéndose. El sol se hundía en el horizonte con una pincelada de rojo.
Joe contestó a la llamada pulsando una tecla.
– Aquí Mauser.
– Agente Mauser, soy Bill Lundquist, de la Autoridad de Tráfico de Manhattan.
– Señor Lundquist.
– Agente Mauser, el servicio de seguridad ferroviaria me ha alertado de que en un tren que salió de Union Station esta mañana un revisor ha informado de que una pareja abandonó el tren durante una de las paradas de seguridad que ordenaron ustedes.
– ¿Qué quiere decir con que abandonaron el tren?
– Bueno, señor, el revisor dice que la pareja no encajaba con la descripción que les habían dado, que parecían recién salidos de un concierto de rock o algo así, que no parecían peligrosos. El tren se detuvo justo a las afueras de Bethlehem, Pennsylvania.
– Continúe -Joe sintió que empezaba a arderle la sangre.
– La chica se fingió enferma y convencieron al revisor de que los dejara salir a tomar el aire. Cuando fue a mirar, ya no estaban. Supuso que habían vuelto a entrar mientras no miraba.
– Dios mío, eran Parker y Amanda Davies.
– Sí, señor, estamos casi seguros. Lo siento.
– Déjelo. Se acabó. Pero despida a ese puto revisor.
– Ya lo han relevado del servicio.
– Bien. Y, señor Lundquist, ¿adónde iba ese tren?
– A Penn Station, señor. A Nueva York. Además, han encontrado las matrices de los billetes de la pareja en sus asientos. Habían pagado todo el trayecto.
– Maldita sea -escupió Mauser. Cerró el teléfono, marcó el número del supervisor de seguridad de la Autoridad de Tráfico de Manhattan-. Quiero Penn Station y todas las estaciones de autobuses llenas de agentes. Van hacia allá, estén alerta, nosotros llegaremos dentro de un par de horas.
– Podemos conseguirlo -dijo Denton-. Tardaremos menos de diez minutos en llegar a Lambert, y ya he avisado de que despejen un hangar de la terminal marítima de La Guardia.
– Si no llegamos en menos de diez minutos, abro la puerta y te echo a patadas del coche.
Denton asintió con la cabeza.
– Trato hecho.
Nueva York. ¿Por qué volvía Parker a Nueva York? No había casi nadie en la ciudad que no pudiera reconocerlo, y estaban todos sedientos de sangre. Había cientos de policías con el gatillo fácil. Joe necesitaba que esperaran. Tenía que encontrar a Henry antes que ellos.
Y entonces volvió a sonar su teléfono.
– ¿Qué pasa ahora, por Dios?
– ¿Joe? Soy yo.
Mauser se quedó frío. Cerró los ojos.
– Linda -se quedó callado mientras reunía fuerzas para hablar-. Perdona, es que acabo de… Estamos un poco agobiados. ¿Qué tal estás tú?
– Al diablo las formalidades, Joe. ¿Todavía no lo has encontrado?
Mauser se hundió en el asiento, sintió de nuevo aquel dolor sordo.
– Lin, no puedo hablar contigo ahora, de verdad. Te llamaré cuando sepamos más -sintió un nudo en la garganta y parpadeó para contener las lágrimas.
– Dímelo, Joe. ¿Has encontrado al hombre que mató a John? ¿A tu cuñado? ¿Al padre de mis putos hijos?
Mauser apenas logró susurrar.
– No.
– No te oigo, Joe.
– No. Todavía no lo hemos atrapado. Pero te juro que estamos cerca.
La conexión se cortó. Linda había colgado. A Joe le temblaban los dedos cuando cerró el teléfono. Respiró hondo y recuperó el equilibrio.