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Me desperté cuando pasábamos por la cabina de pago del peaje, siguiendo los indicadores hacia Harlem River Drive. Parpadeé para espantar el sueño.
– Dios mío, sois los peores pasajeros del mundo -el conductor me miró con fastidio. Luego volvió a fijar los ojos en la carretera-. ¿Teníais que quedaros dormidos los dos?
Mitchell Lemansky. Nos había recogido en la cuneta. Amanda se había pasado media hora enseñando la pierna en la autopista, a pesar de mis protestas. A Mitchell no le hizo ninguna gracia que yo me montara delante y ella detrás. Y los dos nos habíamos quedado dormidos cuatro segundos después.
Me di la vuelta y vi a Amanda tumbada en el asiento de atrás, con las piernas dobladas y los brazos bajo la cabeza, haciéndole de almohada. Parecía estar recuperando un mes de sueño atrasado. Deseé poder hacer lo mismo.
El sol se había colado bajo las nubes, una penumbra azul oscura se aposentaba sobre la ciudad. Había deseado tan ardientemente que aquella ciudad me aceptara, convertirme en parte de ella… Y ahora allí estaba, volviendo como un intruso a una ciudad predispuesta contra mí y ansiosa por despacharme. Froté suavemente el tobillo desnudo de Amanda. Se removió, parpadeó.
– ¿Qué…? ¿Dónde estamos?
– Ya casi hemos llegado -dije.
Asintió con la cabeza, bostezó.
– Estaba soñando -dijo en voz baja-. Estaba soñando que te pasaba algo horrible y que no podía hacer nada.
– Sólo era un sueño -dije-. No ha pasado nada.
Pero no era sincero. Los dos sabíamos que ya había pasado algo terrible, y que rectificarlo sería muy difícil.
– ¿Habéis acabado? Madre mía, las piedras dan mejor conversación que vosotros. A ver, ¿dónde vais? A la 105 con Broadway, ¿no?
– Eso es -contesté-. Oye, siento todo esto. Estamos muy cansados y…
– Ahórratelo -dijo-. Ya casi hemos llegado.
Llegamos a la calle 114 y torcimos hacia Broadway. Miré mi reloj. Al parecer habíamos tardado lo justo en llegar, pero no me alegró saberlo.
Aquello tenía que acabar. Tenía que haber un desenlace. Yo sabía que Grady Larkin tenía algunas respuestas. El único problema era que yo no conocía las preguntas.
Me llené de angustia cuando apareció el edificio y los recuerdos de aquella noche se agolparon en mi cabeza. El ácido corría por mis venas como una señal de peligro psicosomática. Mitch aparcó al otro lado de la calle y se volvió hacia mí con cierto fastidio.
– Bueno, la 105 con Broadway, como pedisteis. Ahora, ¿sería demasiada molestia pediros algún dinero? ¿O preferís volver a dormiros?
Busqué mi cartera y saqué un billete de diez dólares. Amanda añadió cinco.
– Lo siento -dije con sinceridad-. De veras, nos has salvado la vida. Hemos tenido una semana horrible.
Mitch asintió con la cabeza, empezó a toquetearse un padrastro.
– Sí, ya. Bueno, cuidaos, chicos. Ha sido un placer conoceros esos ocho segundos antes de que empezarais a babear -me tendió la mano. Se la estreché. Lo mismo hizo Amanda.
– Cuídate, Mitch.
– Sí -dijo-. Andad con ojo por aquí. No me gusta mucho este barrio. Parece que siempre está a punto de pasar algo malo.
– Sé lo que quieres decir.
Lo saludamos con la mano mientras se alejaba con el intermitente puesto, hasta que se perdió en la oscuridad. Luego nos quedamos solos.
El edificio se alzaba delante de nosotros como una casona gótica. La última vez que había estado allí, hacía casi tres días, habían estado a punto de matarme. Mi vida cambió para siempre. Lo que antes era un edificio de apartamentos del montón se había adueñado de mis pesadillas.
Bienvenido a casa, Henry.
No parecía haber actividad policial. Sólo un vagabundo merodeaba junto a la entrada del edificio. Parecía borracho, ajeno a nosotros. Confié en que no fuera un policía disfrazado. Era muy fácil volverse paranoico cuando a uno lo perseguían para matarlo.
La luz de la luna inundaba la calle y un viento helado recorría la ciudad.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Amanda.
– Ahora -dije-, vamos a ver qué sabe Grady Larkin. Es una suerte que estés buscando apartamento -le expliqué lo que había planeado.
Le apreté la mano al acercarnos al portal y pulsé luego el botón del apartamento de Grady Larkin. Contestó una voz rasposa.
– ¿Sí?
Amanda dijo:
– ¿Hola? Quería hablar con el conserje. Necesito alquilar un apartamento y, bueno, espero que no sea muy tarde, pero me estoy desesperando y un amigo me ha dicho que aquí tienen algunos libres.
– ¿Me toma el pelo, señora? ¿Sabe qué hora es? La oficina cerró hace cuatro horas.
– No, no le estoy tomando el pelo a nadie. Por favor. Mi novio acaba de dejarme -improvisó-, y no tengo dónde quedarme.
Se oyó un suspiro exasperado al otro lado, luego un zumbido y la puerta se abrió.
El vestíbulo estaba frío y en silencio. Pero no era el silencio del duelo, sino el del miedo. Nuestros pasos resonaron por el pasillo. Estábamos entrando en terreno peligroso y el edificio parecía estar deseando protestar.
Bajamos las escaleras hasta el sótano. Las baldosas parecían brillar, recién fregadas. Larkin debía de haber hecho limpieza cuando la policía abandonó la escena del crimen. Un cambio radical desde la última vez que yo había estado allí.
Llegamos al apartamento B1. Miré a Amanda, le dije «gracias» moviendo los labios sin emitir sonido.
– De nada -contestó del mismo modo.
Me saqué del bolsillo un grueso rotulador negro que había comprado en Union Station por noventa y nueve centavos y lo puse en el suelo, junto a la jamba de la puerta.
Doblé la esquina para que no se me viera desde el apartamento de Larkin. Noté en la nuca el vapor que salía del cuarto de calderas. Mientras me quitaba el sudor de los ojos, oí llamar a Amanda a la puerta.
Oí el chirrido de unas bisagras que no veían aceite lubricante desde hacía muchas lunas y luego una voz gutural que decía:
– Entonces, ¿está buscando apartamento?
– Sí, eh, mi amigo dice que había oído que aquí tienen unos cuantos libres, y confiaba en que hubiera alguno disponible. Necesito alquilar uno lo antes posible -su voz sonaba infantil y candorosa, como una niña que, al pedir una galleta, esperara una palmada en la mano. Grady Larkin se aclaró la garganta. Parecía tener un litro de flemas.
– ¿Y dice que la ha dejado su novio?
Casi lo veía apoyado contra el quicio de la puerta, intentando ponerse seductor, con los brazos cruzados para enseñar los bíceps. Amanda debía de estar haciendo esfuerzos por no reírse.
– Sí. ¿Se lo puede creer?
– No, desde luego que no. Menudo capullo.
Me imaginé sus ojos tocando a Amanda, y se me erizó la piel.
– Tengo unos cuantos huecos libres, puede que dentro de poco haya más. Ha habido algunos, eh, ¿cómo se dice? Algunos incidentes aquí últimamente.
– ¿Ah, sí? -dijo Amanda-. ¿Qué clase de incidentes?
– Nada de importancia -contestó Larkin-. Creo que puedo ayudarla.
Durante nuestro viaje, yo había empezado a sentir que tenía que proteger a Amanda, a pesar de su ironía intrínseca. Ella no había hecho otra cosa que ayudarme a sobrevivir desde que nos conocíamos, arriesgando su vida y su futuro. Creía en mí. Yo sólo esperaba merecérmelo. Y me dolía estar allí escondido mientras un cerdo como Larkin intentaba hacer de Marlon Brando en sus años mozos.
– A ver -dijo Larkin. Oí un crujido de papeles-. Tengo un apartamento que acaba de quedar libre en la cuarta planta y otro en la primera que estará disponible a finales de mes.
– ¿Tienen televisión por cable y acceso a internet?
– Tienen todo lo que quiera -dijo en tono lascivo-. Venga, vamos a echar un vistazo.
Oí abrirse la puerta de la escalera, el sonido de los pasos en los peldaños, las voces que se alejaban. Esperé, rezando para que el truco funcionara. Pasado un momento oí un golpe suave. Aquél era mi pie para entrar en escena.
Contuve el aliento al doblar la esquina. Respiré cuando vi que el plan había funcionado. Cuando Larkin había abierto la puerta, Amanda había deslizado sutilmente el rotulador entre la puerta y el marco, impidiendo así que la puerta se cerrara. Estaban en la escalera antes de que Larkin tuviera tiempo de darse cuenta. Me guardé el rotulador y entré en el apartamento.
Estaba a oscuras, era húmedo y olía como si estuviera atrapado dentro de un cenicero sucio. Al fondo había un pequeño dormitorio. Sobre la cama había revueltas unas sábanas de color marrón. En el suelo reposaba un libro de bolsillo raído. Sobre la mesilla de noche había una fotografía de una mujer gruesa con dos niños pequeños. La sonrisa de la mujer parecía sincera, feliz. La madre de Larkin, sin duda. Apuesto a que estaba muy orgullosa de su hijo.
Sobre el escritorio se veía un ordenador viejo y sucio. Encima de él colgaba un calendario de mujeres medio desnudas posando junto a motocicletas. Algo me decía que Larkin no celebraba muchas fiestas.
En un rincón, una gran fotocopiadora emitía un zumbido constante. Me fijé en un armario archivador gris y oxidado. Cada cajón tenía una fecha, en orden cronológico.
Abrí el de arriba y encontré una fila sorprendentemente pulcra de carpetas ordenadas por mes e inquilino que se remontaba hasta 1999. Abrí la carpeta de ese mes y encontré una copia del último cheque de Luis Guzmán, extendido a nombre de Grady Larkin. Mil seiscientos dólares, y un cuerno. Maldito embustero.
Luis Guzmán había pagado por su piso trescientos míseros dólares. O alguien le estaba pagando el resto del alquiler, o Luis Guzmán jamás encontraría trabajo como contable.
Trescientos dólares por el alquiler de un apartamento de dos habitaciones en Manhattan. No es que fuera raro, es que era imposible.
Repasé todo el archivo. Encontré veinte cheques más de Luis Guzmán, todos dirigidos a Grady Larkin. A medida que retrocedía en el archivo, me di cuenta de que aquello no era una anomalía; tenía, de hecho, un precedente.
Contrariamente a lo que le sucedía a toda la gente que vivía en Nueva York, el alquiler de Luis y Christine Guzmán había ido decreciendo con el paso del tiempo. El cheque más antiguo tenía fecha de enero de 1999. Era por seiscientos dólares. El doble de lo que pagaban ahora, pero aun así increíblemente barato para Manhattan. En enero de 2002, su alquiler había caído a 525 dólares, y luego a 450 en mayo de 2003. Desde enero de 2004 pagaban 300 dólares al mes. Tres mil seiscientos dólares al año.
Debería haber buscando más antes de alquilar mi piso.
Hice una copia del primer cheque de cada periodo de pago y me las guardé en el bolsillo. Busqué en los archivos de otros inquilinos para ver si pasaba lo mismo. Como era de esperar, así era. Saqué un cheque firmado por un tal Alex Reed, fechado en febrero de 2001, por 400 dólares. En el hueco reservado al concepto se leía: Alquiler apt. 3B. Uno de octubre de 2005 era por 350 dólares. El alquiler de Alex Reed había ido disminuyendo constantemente desde que vivía en el edificio. Como el de los Guzmán.
Aquello era absurdo. Había muchos apartamentos de renta antigua en Nueva York, pero nunca había oído hablar de alquileres decrecientes. Tenía que haber una explicación.
Saqué todas las carpetas que pude y durante los cinco minutos siguientes descubrí que había no menos de diez residentes en el 2937 de Broadway cuyo alquiler bajaba notablemente cuanto más tiempo llevaban viviendo en el edificio. Pero lo que resultaba más sorprendente era que había muchos otros inquilinos cuyos pagos aumentaban en el mismo periodo de tiempo.
Allí pasaba algo raro.
La mitad de los vecinos del edificio pagaba menos que cuando se había mudado allí, y la otra mitad pagaba más. Separé los cheques en los que bajaba el alquiler y los fotocopié. Enseguida tuve los bolsillos llenos. La fotocopiadora siseaba sin cesar, constantemente.
Cuando me disponía a cerrar el archivador me fijé en una carpeta. Llevaba la etiqueta Pagos. Gastos.
La abrí.
Dentro encontré cheques extendidos por Grady Larkin a nombre de varios proveedores. Exterminadores. Electricistas. Fontaneros. Pizzas a montones. Y cada mes, como un reloj, un cheque extendido a nombre de un tal Angelo Pineiro por un valor entre veinte y treinta mil dólares. El nombre Angelo Pineiro se me quedó grabado. Lo había oído antes.
Entonces oí un ruido que hizo que me diera un vuelco el corazón.
Un ruido rítmico procedente del pasillo. Pasos. Voces que iban haciéndose más fuertes.
Amanda. Grady. Estaban bajando las escaleras.
Metí los últimos cheques en la fotocopiadora, escuché su zumbido. Cada vez que la máquina escupía uno, yo volvía a guardarlo en el archivador. El sudor me corría por la cara. Sus voces se oían cada vez más, igual que el eco de sus pasos sobre el metal de la escalera.
Metí un último cheque en la fotocopiadora y apreté el botón. La máquina se tragó el papel, pero en lugar de escupir el original sólo emitió un pitido. Miré la pantalla.
En letras mayúsculas y parpadeantes se leía Papel atascado.
Oh, Dios. Ahora no…
Abrí frenéticamente la tapa confiando en que el original estuviera allí. No hubo suerte. Estaba atascado en algún sitio dentro de la máquina. Nunca se me había dado bien la maquinaria pesada ni tenía ganas de hurgar en el vientre de una bestia de acero diabólica, pero no podía dejar rastro de mi paso por la oficina de Larkin. La pantalla me ordenaba abrir la portezuela de la parte central para extraer el papel atascado.
Las voces sonaban cada vez más cerca.
Apreté una lengüeta de plástico que se parecía a la que parpadeaba en el visor. Para mi sorpresa la tapa se abrió sin esfuerzo. Al girar en el sentido de las agujas del reloj una misteriosa rueda verde, oí que un papel se arrugaba. Con suerte no sería el original.
Seguí girando la rueda y el borde hecho jirones de un trozo de papel asomó por una ranura muy fina. Giré la rueda más deprisa, tiré de la hoja. Era la copia del cheque. El original seguía dentro.
Tiré más fuerte, el espanto se apoderó de mí cuando me quedé con la mitad de la hoja en la mano. Giré la rueda más deprisa y salió el resto del papel. Volví a meter la bandeja y oí un leve chirrido. El cheque original, liso y perfectamente conservado, salió del alimentador. Lo guardé rápidamente en el archivador, cerré el cajón y salí a toda prisa del apartamento con la página rota en la mano.
Justo cuando doblaba la esquina la puerta de la escalera se abrió y los pasos se detuvieron delante del apartamento de Larkin.
– Entonces, me avisará si le interesa el 4A, ¿no? Hay otras tres personas que lo quieren. Quizá, si me deja una señal esta misma noche, pueda reservárselo.
– La verdad es que me gustaría hablarlo con mi marido antes de darle una respuesta.
– ¿Su marido? Creía que había dicho que su novio acababa de dejarla. Yo no veo ningún anillo.
Amanda soltó una carcajada chillona y despreocupada. Yo respiraba hondo, despacio, el oxígeno fluía por mis pulmones cuarteados.
– No lo llevo puesto. Y es verdad que mi novio acaba de dejarme plantada -dijo-. Nuestro amor se basa en lo espiritual, no en lo material. ¿Y quién es usted para juzgar mis preferencias?
– Sí, ya -dijo Larkin-. Bueno, mire, se lo reservo hasta mañana. Después, no le prometo nada.
– Entonces lo llamo mañana. No hace falta que me acompañe.
– Está bien.
Se oyó un chirrido cuando la puerta de Larkin se abrió y un golpe satisfactorio cuando volvió a cerrarse. Esperé un momento, luego doblé la esquina. Amanda sonreía. Inclinó rápidamente la cabeza, subimos las escaleras y salimos del edificio. Yo tenía el pulso acelerado, el cuerpo, las muñecas, las manos, el cuerpo entero en tensión por lo que había descubierto.
Cruzamos la calle y nos paramos bajo una marquesina de autobús.
– Bueno, ¿qué has encontrado? -preguntó.
Saqué las fotocopias y se las enseñé, explicándole los cambios en los alquileres. Parecía perpleja mientras hojeaba los cheques, como una estudiante que no entendiera por qué la habían suspendido.
– Pero ¿qué significa todo esto? ¿Qué hacemos con estos cheques? -tenía una mirada expectante. Por suerte, yo había pensado en nuestro siguiente paso mientras estaba en casa de Larkin. Sabía exactamente qué hacer.
– Tenemos que averiguar quiénes son esos inquilinos, qué tienen en común y por qué Grady Larkin es el mejor casero de Manhattan. Alguien está subvencionado el alquiler, pero sólo a algunos inquilinos selectos -dije-. Necesitamos a alguien que pueda escarbar rápidamente y sin levantar polvo. Y conozco a la persona perfecta para hacerlo.