174404.fb2
La noche había caído sobre Nueva York, un negro azulado y mortecino que parecía reflejar lo que yo sentía por dentro. El cansancio se había apoderado de mí como una borrasca, y no había sitio donde resguardarse. El hombre que había querido matarme en San Luis no era policía. Los policías querían matarme por matar a uno de los suyos. Pero aquel hombre era un misterio. Yo seguía sin saber qué andaba buscando ni qué había en el paquete, pero era improbable que abandonara su búsqueda, si no estaba muerto. Y un hombre así no moría fácilmente.
Yo había tenido suerte de escapar de Nueva York la primera vez. No volvería a caer esa breva. La verdad estaba enterrada allí, y había que destaparla pronto.
Cambié un dólar en una tienda de por allí, intentando no mirar los periódicos amontonados en la repisa metálica. En la portada de la edición matutina de la Gazette había otra columna de Paulina Cole. El titular decía Henry Parker, ¿un villano para nuestro tiempo o de nuestro tiempo?
Increíble. No sabía cómo, pero había conseguido marchar contracorriente. En aquella ciudad, a no ser que uno fuera un famosillo con celulitis visible o un político que tuviera una aventura homosexual con el chico de la piscina, no se conseguía ser el héroe del día más de veinticuatro horas seguidas.
Aquélla no era exactamente la clase de historia sobre la que yo esperaba levantar mi fama. Llevaba años soñando con aparecer en la primera página de los periódicos. Y ahora allí estaba mi sueño, negro sobre blanco.
– ¿Estás bien? -preguntó Amanda mientras un hombre muy amable con turbante marrón me daba dos monedas de veinticinco centavos, dos de diez y seis de cinco.
– Sí, es sólo que… -me detuve, dejé caer la cabeza sobre el pecho-. Quiero que esto se acabe. Quiero recuperar mi vida. Y quiero que tú recuperes la tuya.
– Lo haremos -dijo Amanda, y me puso suavemente la mano sobre el brazo. Intentaba reconfortarme, pero el nerviosismo teñía su voz. Sabía lo peligrosa que era la situación; que en cualquier momento podían esposarme y llevarme a prisión. O algo peor aún.
Entramos en una cabina telefónica unas manzanas más allá. Un hombre mayor sentado en un portal me observaba mientras chupaba su pipa. Aspiró y exhaló un hilo de humo blanco. Sus ojos se resistían a dejar los míos.
Me saqué del bolsillo el montón de papeles y marqué el número que me sabía de memoria. En aquello se resumía todo. En aquella llamada.
Aquella llamada podía reafirmar todo aquello en lo que creía, o llevarse mis esperanzas de un plumazo. Si él era fiel a su palabra, si de verdad había creído en mí, me lo demostraría ahora. Tenía que ser así. O todo aquello en lo que yo creía estaría muerto.
Contestaron al primer pitido de la línea. El saludo, tan familiar para mí, hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.
– New York Gazette, ¿con quién desea hablar?
Amanda me miró, me apretó el brazo.
Respiré hondo.
– Con Jack O’Donnell, por favor.
– ¿De parte de quién?
– De su marido.
– ¿De… quién?
– Páseme.
O’Donnell contestó antes de que acabara de sonar el primer pitido.
La última vez que yo había oído su voz, me había dado una oportunidad de probar mi valía. Pero yo la había desperdiciado, la había quemado y me había orinado en sus cenizas. Sólo esperaba que Jack sí estuviera a la altura.
– Aquí O’Donnell.
– ¿Jack?
– Al habla.
– Jack -dije con voz temblorosa. Tenía un nudo en la garganta-. Soy Henry Parker.
Pasaron unos segundos.
– No, lo siento. Henry Parker ya no trabaja aquí.
Se me revolvió el estómago y de pronto me sentí mareado. Jack acababa de confirmar mis temores. La Gazette me había despedido oficialmente.
– No, Jack. Soy Henry Parker.
Se hizo el silencio al otro lado.
Cuando ya creía que había colgado, O’Donnell dijo:
– Déjeme adivinar, señor Parker. Llama para confesar sus pecados, ¿no es eso? Y quisiera una columna en primera página, un bonito acuerdo para escribir un libro y la oportunidad de dirigir una película basada en su vida. El paquete completo, ¿no?
– No, Jack, yo…
– Ahórreselo. Es el cuarto Henry Parker que me llama hoy. ¿Es que no se les ocurre nada más original?
Mi cerebro trabajaba a toda prisa. Tenía que convencerlo. De pronto brotó todo, como un géiser.
– Me encargaste entrevistar a Luis Guzmán. Wallace me tenía escribiendo necrológicas, pero tú me diste una oportunidad. Paso junto a tu mesa todos los días. Me siento al lado de Paulina. Wallace tiene una bandera americana en miniatura encima de su mesa, junto a la foto de su mujer. La oficina huele a cacahuetes tostados durante el día y a desodorante de noche. Sé que siempre eres el primero en llegar y el último en marcharte y que tu silla tiene una mancha de chicle rosa en el brazo derecho.
Me latía el pulso a mil por hora. Oí un leve jadeo al otro lado, como si alguien estuviera a punto de respirar hondo y se lo pensara mejor.
– Si de verdad eres Henry Parker…
– Lo soy, Jack -le di mi número de la seguridad social y el de mi habitación en el colegio mayor mi primer año de universidad-. Puedes comprobarlo, si quieres. Pero no te hace falta.
– Por Dios, Parker. ¿Qué…? ¿Dónde estás?
– Eso no importa ahora. Lo que necesito es información, Jack, por favor.
– ¿Información? ¿Me estás tomando el pelo? Cielo santo, Parker, no debería estar hablando contigo. Podría perder mi trabajo.
– Eso no es cierto y tú lo sabes.
– Aun así, Henry, tienes mucha cara por pedirme un favor. No sabes lo que está siendo esto. Wallace ha tenido que contratar prácticamente a un ejército de relaciones públicas para ocuparse de la avalancha de llamadas sobre ti que estamos recibiendo. Eso por no hablar de que la mitad del personal te considera culpable.
– ¿Y qué opinas tú?
Oí un suspiro al otro lado.
– Francamente, no lo sé. Prefiero dejarlo en suspenso de momento -hizo una pausa-. ¿Eres culpable, Henry?
– No, no lo soy.
– Si eso es cierto, habrá que demostrarlo en un tribunal.
¿Por qué me decía aquello? ¿Acaso lo sabía desde el principio?
– Los dos sabemos que no llegaré tan lejos. Hay al menos una persona que quiere verme muerto, y eso sin contar a la policía.
Noté por su voz que su interés crecía.
– ¿Quién quiere verte muerto, Henry?
– Espero que tú me ayudes a descubrirlo.
Otro suspiro.
– Paulina acaba de aceptar escribir un libro sobre ti, ¿sabes? Va a insertar el tema en el marco más amplio de la falta de ética del periodismo actual -dijo Jack-. Van a pagarle una pasta, por lo que he oído. Le ha pedido a Wallace un año sabático.
– Será una broma.
– Quieren que esté en las librerías en otoño.
– No sabía que era tan importante.
– Hace una semana no lo eras. Ahora las cosas han cambiado. Esas columnas que ha escrito han llamado mucho la atención, se han publicado en todas partes. Y desde que ese tipo que mató a la amante de su mujer escribió un bestseller, están ansiosos por hundir sus garras en el próximo gran escándalo americano. Y tú eres el elegido, amigo mío. Por lo visto va a tener algo que ver con la dicotomía entre el bien y el mal y con la forma en que los medios retratan a héroes y villanos. Alguna gilipollez así.
– Te aseguro que la historia en la que estoy trabajando podría borrar a Paulina del mapa. No se trata sólo de Luis Guzmán y John Fredrickson.
– Está bien, Henry, te escucho. ¿Qué has descubierto?
Saqué la lista de nombres de la oficina de Grady Larkin.
– Necesito que busques datos sobre diez personas.
Hubo una pausa.
– ¿Quiénes son esas personas? ¿Dónde has encontrado sus nombres?
– No puedo decírtelo -dije. No quería darle pistas. Sólo por si acaso-. ¿Tienes lápiz y papel, Jack?
– ¿Tienes ganas de morir, Henry?
– Hasta esta semana, no. Ahí van -le leí los diez nombres, deletreando cada uno, y los números de cuenta que aparecían en los cheques. Pero hubo un nombre que no mencioné. Ése tenía que reservármelo para más tarde.
– ¿Qué tengo que buscar exactamente?
– Cualquier cosa. Todo.
– ¿Y si decido ir a la policía ahora mismo? Estoy seguro de que podrán rastrear esta llamada y localizarte en cuestión de minutos.
Yo ya me lo esperaba.
– Si lo haces, me encargaré de que la Gazette sea el último periódico que conozca la historia completa. Me aseguraré de que el Times y quizá el Dispatch, depende del humor que esté, se hagan con la exclusiva sin censuras. Venderán toda la tirada y mientras tanto la Gazette estará informando de un atraco en un puesto de perritos calientes -dije-. Pero si me haces este favor, serás el primero en enterarte. Sin restricciones. Te contaré toda la historia con pelos y señales. Y créeme, Jack, es una historia cojonuda.
Apreté el brazo de Amanda, sentí el calor de su piel. Puso su mano sobre la mía, me la apretó suavemente. Esperé mientras O’Donnell pensaba. Por fin volvió a hablar.
– Llámame dentro de una hora -dijo.
– Hecho -hice una pausa-. Eh, Jack…
– ¿Sí, Henry?
– Necesito saberlo… no es que lo crea de verdad, pero… ya no sé qué pensar. Necesito saber si… ¿tú lo sabías? ¿Sabías lo de Luis Guzmán? ¿Me mandaste allí a propósito?
– ¿Me estás preguntando si te preparé una encerrona?
– Sí. Eso es lo que te estoy preguntando.
– Desde luego que no -contestó-. Así que llámame dentro de una hora.
– Claro, Jack.
– Y, Henry…
– ¿Qué?
– Que no te maten antes.
Colgué el teléfono. Me temblaban las manos.
– ¿Qué pasa? -preguntó Amanda.
– Jack. Lo necesitamos -la miré-. Pero no le creo.