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Nos sentamos en una cafetería de la esquina de la 104 con Ámsterdam. La hora se nos hizo eterna. El local estaba vacío, sólo había un cocinero negro muy gordo y una pareja mayor que parecía llevar veinte años sentada a la misma mesa.
Nos escondimos detrás de las cartas enormes. Pedí un bollo de pan con queso de untar y un café; Amanda pidió lo mismo. Devoramos la comida cuando llegó y enseguida levantamos las tazas para que volvieran a llenárnoslas. Sólo confiaba en la cafeína para permanecer despierto, para mantener mis nervios en tensión.
– Entonces, si no le crees -dijo Amanda-, ¿cómo sabes que no va a ir a la policía?
– Porque, si está implicado, necesita averiguar qué sé. No querrá que nadie indague.
– Dios mío, ¿crees…? -dijo, y se puso rígida-. ¿Crees que puede tener algo que ver con ese hombre que entró en mi casa?
Aquello no se me había pasado por la cabeza.
– Es posible.
Amanda bebió un sorbo de agua.
– ¿Qué crees que va a descubrir Jack de esos nombres que le has dado? -preguntó. Le dio un mordisco a su pan y se sacudió las migas del regazo.
– No lo sé. Puede que nada. Puede que todas esas personas sean familiares de Larkin, primos terceros o algo así, y que simplemente les haya dado un respiro con el alquiler.
– ¿De veras crees que es eso lo que pasa?
Negué con la cabeza.
– No, no lo creo -di otro bocado y seguí masticando hasta que sentí que los ojos de Amanda me taladraban-. ¿Estás bien?
– No, Henry, no estoy bien.
– ¿Qué ocurre?
Se quedó callada, levantó una ceja.
– ¿Sinceramente?
– Sí. Sinceramente -noté un agujero en el estómago. Sólo quería alargar los brazos y reconfortarla.
– Estoy asustada, Henry.
– Yo también.
– No -dijo ella con mirada vigorosa-. No como yo. ¿Sabes por qué quiero ser abogada de menores? Porque cuando era pequeña me ponía enferma que nadie diera la cara por mí. Me pasaba el día esperando que alguien me diera una vida mejor, y ahora estoy en un punto en el que creo de verdad que puedo ayudar a quienes lo necesitan. Pero aquí estás tú, intentando salir adelante, y yo intentando ayudarte, y no sólo me asusta que te pase algo terrible, sino que además no puedo controlarlo. No puedo hacer nada por evitarlo.
El frío agujero que notaba en el estómago se abrió y la culpa brotó de él. Acerqué la mano a la mejilla de Amanda. El calor de su cara me hizo temblar. Acaricié lentamente su piel suave y miré de cerca sus ojos. Los cerró, frotó la nariz contra mi palma.
– No estaría aquí si no fuera por ti -dije sin esforzarme en controlar el temblor de mi voz. Mis ojos se empañaron. No me importó-. Sin ti estaría muerto o en la cárcel. Voy a luchar hasta que no pueda más, y eso sólo puedo hacerlo por ti. No te fuiste aunque podrías haberlo hecho. Quiero pensar que yo habría hecho lo mismo por ti, pero la verdad es que no lo sé. Decirte gracias no significa nada. Pero gracias, Amanda.
Los sollozos entrecortaron su risa. Se limpió la cara con una servilleta y bebió un sorbo de agua.
– Cuando esto acabe -dijo-, sí que podremos dar gracias.
– Pasaremos una semana celebrándolo -dije-, una fiesta sólo para ti. La llamaré la «Daviesfiesta». Llamaremos a todas las grandes bandas, haremos un concierto al aire libre, encenderemos la barbacoa e invitaremos a unas cuantas groupies. Nos lo pasaremos en grande.
– ¿Podemos traer a Phish? Nunca los he visto en directo.
– Creo que se separaron, pero qué demonios. Claro que sí. Traeremos a Phish.
Sonrió.
– Suena muy bien. Prométeme que pasará, Henry.
Titubeé, intentando decirlo. Ella vio abrirse y cerrarse mi boca, parecía saber lo que estaba pensando.
– O mejor aún, no me lo prometas todavía. Prométemelo después.
Asentí con la cabeza.
Luego, por el rabillo del ojo, vi que la pareja mayor se removía en su asiento. Intenté conservar la calma, pero había algo en su forma de comportarse que me inquietaba.
Cuando habíamos entrado estaban sentados en silencio, bebiendo su té, tan a gusto como una niña con el jersey de su novio puesto. Estaban muy pegados el uno al otro y susurraban. Luego el hombre me miró a los ojos, me sostuvo la mirada un momento y entonces fue cuando lo vi. Un destello de temor cruzó su cara. Luego desapareció.
Se levantó, se inclinó hacia su acompañante, se levantaron y salieron.
El camarero gritó:
– Hasta luego, Frank. Hasta luego, Ethel. ¡Buenas noches, chicos!
No respondieron.
Agarré a Amanda del brazo y le dije:
– Tenemos que irnos.
– ¿Por qué? ¿Qué pasa?
– Creo que me han reconocido.
– Bromeas -se levantó de un salto mientras yo sacudía la cabeza.
– Vamos.
Salimos de la cafetería y echamos a andar hacia el oeste. Luego torcimos hacia la parte alta de la ciudad. Y luego hacia el este. Y después hacia el centro. Debimos de recorrer treinta manzanas sin decir palabra. Cada vez que daba un paso notaba como si me estuvieran azotando la pierna con un látigo. Por fin miré la hora. Había pasado una hora y media desde que hablé con Jack O’Donnell. Buscamos otra cabina y llamé a la Gazette. Jack volvió a contestar al primer timbrazo.
– O’Donnell.
– Jack, soy Henry.
– Dios Todopoderoso. ¿Dónde demonios te has metido, Parker?
– Perdona, ahora mismo no controlo mi agenda.
– Está bien. Tengo alguna información sobre esa gente misteriosa.
– ¿Y?
– Y antes de que digas una palabra, quiero saber de dónde sacaste esos nombres.
– De eso nada, Jack. El trato es que tú me das la información y yo te lo cuento después. Si no me voy al Dispatch.
– Eso es un farol.
– Ponme a prueba.
Siempre había querido decir aquello. Me pareció que no me había quedado mal. O’Donnell, por lo visto, estaba de acuerdo.
– ¿Conque esas tenemos?
– Sí.
– De acuerdo, Harry Truman, he encontrado tres conexiones muy interesantes entre tus amigos. ¿Quieres la puerta número uno, la número dos o la número tres?
– Todas. ¿Cuál es la primera?
– ¿La primera? Está bien, todos ellos han estado en prisión. Y no me refiero a una semana entre rejas por darle una calada al porro de su madre. Me refiero a condenas de las gordas, de las de ponerse cómodo en la celda de aislamiento. Todos esos ilustres personajes han cumplido entre dos y doce años de cárcel.
Miré a Amanda, me había puesto pálido. No sabía qué estaba oyendo ella, pero pareció notar que algo iba mal. Un sudor frío se me extendió por el cuerpo, bajándome por la columna vertebral.
– ¿Y la segunda?
– La segunda es que siete de esos hombres fueron detenidos otra vez menos de cinco años después de su puesta en libertad. Cuatro cayeron por tráfico de drogas, dos por transportar mercancías robadas cruzando fronteras entre estados y uno por atraco, agresión y posesión de sustancias estupefacientes.
– Dios mío -las palabras se me escaparon de la boca sin pensar. Oír aquello fue como si me asestaran varios ganchos a la mandíbula seguidos. Me quedé temblando. ¿Todos esos hombres vivían en un mismo edificio?
– ¿Quieres saber el resto o lo dejamos ya?
– No -dije, aturdido-. ¿Qué es?
– Está bien, cinco de esos tipos están actualmente difuntos.
Sentí que la boca se me llenaba de bilis.
– ¿Dices que cinco están muertos?
– Sí, eso es lo que significa «difunto»: muerto. A tres se los cargó la policía a tiros, uno se suicidó y al otro lo asesinó su socio mientras robaban un banco.
– ¿Cinco están muertos?
– Eres rápido. A otro le pegaron un tiro durante un atraco, pero se curó y actualmente vive en Dover. Bonito lugar para recuperarse, según tengo entendido.
– ¿Cuál es el que vive en Dover?
– Un tipo llamado Alex Reed. Se mudó allí después de que le metieran en las tripas una bala del calibre 357. Le volaron la mitad del intestino grueso. Tiene gracia: era él a quien estaban atracando.
Era demasiada información para procesarla a toda velocidad. Me dolía la cabeza. Al menos diez vecinos de aquel edificio habían estado en la cárcel, lo mismo que Luis Guzmán, y cinco estaban muertos. Si yo no hubiera vuelto aquella noche, Luis y Christine habrían sido los siguientes.
Pero había todavía un nombre que no le había dado a O’Donnell. El nombre que me había reservado.
– ¿Jack?
– ¿Sí, Henry?
– Necesito que busques información sobre otra persona.
– Henry, me estoy jugando el pescuezo. No puedo seguir así o acabarán por cortármelo.
– Por favor, Jack. Sólo uno más. Te lo prometo.
O’Donnell suspiró.
– Está bien. Más vale que me proporciones una historia alucinante cuando esto acabe.
– Lo haré, te doy mi palabra.
– De acuerdo. ¿De quién se trata?
– Se llama Angelo Pineiro. Creo que puede tener alguna relación con esos otros nombres de la lista.
Se oyó otro ruido a través de la línea. Esta vez Jack no estaba suspirando. Se estaba riendo.
– ¿Angelo Pineiro? -dijo, burlón-. ¿Me estás preguntando por Angelo Pineiro?
– Sí -dije-. ¿Por qué?
– Bueno, ¿quieres la versión larga o la corta?
– ¿Lo conoces? -pregunté-. ¿Te suena el nombre?
– ¿Que si me suena? Pero si he escrito sobre él. Angelo Pineiro. Su mote es Blanket. Conocido cariñosamente entre las fuerzas del orden como «la mano derecha de Lucifer». En pocas palabras, Angelo Pineiro es el tío que le sujeta la polla a Michael DiForio cada vez que mea.