174404.fb2 Matar A Henry Parker - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 40

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Capítulo 36

No podía dejar de temblar. Estaba seguro de que iban a entumecérseme las piernas. Pasé el brazo por la cintura de Amanda mientras caminábamos por el centro. Una pareja más que paseaba de noche por las calles recién barridas de Manhattan. Nada nuevo.

La voz de Jack O’Donnell resonaba en mi cabeza como una campana averiada. Aquellas dos palabras eran espantosas, inconcebibles, aterradoras.

¿En qué me había metido?

Michael DiForio.

Yo conocía ese nombre, lo había oído circular por la sala de redacción como un caramelo de menta bañado en ácido. La gente se paraba a mirarte cuando lo decías, levantaba las cejas y escuchaba atentamente, esperando alguna historia horrenda. Sólo las personas como Jack O’Donnell guardaban silencio. Eran ellos quienes más sabían. Quienes conocían la auténtica brutalidad de aquel hombre.

Todos habíamos oído historias que te mantenían en vela por las noches, que te hacían arropar a tus niños con más esmero, comprobar dos veces las ventanas y cerrar con llave las puertas. Rumores susurrados acerca de un ejército que se iba reuniendo bajo la epidermis de la ciudad.

Ahora sabía por qué Luis Guzmán iba vestido de punta en blanco aquella tarde, por qué parecía estar esperando la canción del verdugo. Luis Guzmán tenía que entregarle algo (drogas, armas, quién sabía) a John Fredrickson. Ése era el paquete misterioso que todo el mundo creía que yo había robado. Y que estaba ligado de alguna forma al hombre más peligroso de la ciudad.

Diez ex presidiarios, todos ellos pagando un alquiler exiguo por vivir en el 2937 de Broadway, un alquiler que disminuía con los años. Intenté encajar las piezas. Aquello parecía un seguro de automóviles: si los conductores no tenían accidentes, el importe de sus pólizas decrecía. Aquellos ex convictos habían hecho algo para justificar la disminución de los pagos. Y había una sola posibilidad que tenía perfecto sentido.

Todos aquellos hombres trabajaban como correos para Michael DiForio. Todos habían cumplido penas de prisión, y a las pocas semanas de ser puestos en libertad se habían ido a vivir al 2937 de Broadway, a un edificio propiedad de un criminal despiadado, pagando mucho menos de lo normal por el alquiler. Deduje que, cuando salían de la cárcel, Michael DiForio contactaba con ellos y les ofrecía una bicoca: a cambio de hacerle recados, recibirían un cuantioso subsidio para vivir en su edificio. Y alguien que acababa de salir en libertad condicional y ganaba el salario mínimo no tenía más remedio que aceptar.

La oferta era la siguiente: tú vives en nuestro edificio. Pagas poco alquiler. Puedes ahorrar. Puedes rehacer tu vida. Pero debes trabajar para nosotros. No hagas preguntas. Si te detienen, no nos conoces. Has visto Misión imposible, ¿no? Niega saber algo. O te liquidamos.

Y a cambio de sus leales servicios, su alquiler iba disminuyendo progresivamente. Hasta que los detenían o los mataban. Como a los Guzmán, si yo no hubiera llamado a la puerta.

Seguía sin saber qué había ido a recoger John Fredrickson esa noche ni por qué razón me había seguido por medio país el hombre de negro. Aquel misterioso paquete contenía la clave. Y yo tenía que encontrarlo.

A lo lejos, el ruido de las sirenas traspasaba el aire húmedo. Parecía filtrarse en mi cuerpo atormentado por el dolor y el cansancio. Los últimos tres días me habían hecho mella. Me dolía el cuerpo, me pesaban los párpados. Me quedaría dormido en un instante si dejaba que así fuera. Pero, si me dormía, me despertaría esposado. O en una caja.

Tenía una llamada más que hacer. Pero esta vez no podíamos arriesgarnos a que nos vieran. Las sirenas sonaban demasiado cerca, y a mí no me quedaban fuerzas para correr.

Entramos en el metro por la 81 con Central Park West, justo delante del Museo de Historia Natural, cuyas enormes banderas agitaba el viento.

Compré un bono de cuatro dólares, llevé a Amanda por los tornos y bajamos al andén mugriento. Las ratas se escabullían bajo las vías, olfateando botes de refresco aplastados y colillas descoloridas. Alguien había dejado en el andén la última edición del New York, en cuyo titular se leía: Crimen organizado: el hijo pródigo de Nueva York.

Encontré un teléfono público, marqué el número de la centralita del hospital Columbia y pedí que me pasaran con la habitación de Luis Guzmán. Contestó un policía. Le dije que era un periodista del Daily Bugle.

Un momento después, Luis Guzmán se puso al aparato. Su voz sonaba más fuerte que la última vez.

– ¿Sí? ¿Diga?

– ¿Luis? -dije sin esforzarme por cambiar de voz.

– ¿Sí? ¿Hola? ¿Quién es?

– Luis, soy Henry Parker.

– Lo siento, no conozco a… Madre mía -se acordó-. ¿Qué…? ¿Cómo…?

– Escuche, no tengo mucho tiempo. Sé lo del Michael DiForio. Sé lo del trato que tenían. Sé que se suponía que John Fredrickson tenía que recoger un paquete la noche que murió y sé que usted no lo tenía. Lo que necesito saber es qué había en el paquete y dónde encontrarlo, Luis.

– Yo… no lo recibí, se lo juro por Dios.

– Le creo -dije-. Pero necesito saber qué había dentro y dónde está.

– No lo sé, se lo juro -contestó Luis-. Se suponía que tenían que entregarlo ese día, a la una. Pero no apareció nadie. No sé qué había dentro. Sólo sé que era importante.

– ¿Cómo de importante?

– Michael tiene a un tipo. Un tipo llamado Angelo Pineiro. Angelo me llamaba de vez en cuando. Decía que confiaba en mí, que sólo llamaba cuando Michael me necesitaba de verdad. Decía que yo no era un yonqui, como los otros. Que no iba a cagarla, a volverme loco. Me avisó de que iba a llegar un paquete importante y dijo que tenía que protegerlo o que moriría. Eso fue lo que dijo. Dijo que era uno de esos paquetes que, si la entrega sale mal, tú desapareces. Que tenía que cuidarlo como oro en paño y que el agente Fredrickson iría a recogerlo más tarde.

– ¿Por qué no le dijiste a Fredrickson que el paquete no había llegado? Lo habría entendido, ¿no?

– Se lo dije -contestó Luis con voz plañidera-. Le juré que no había llegado, pero no me creyó. Y ahora creen que lo tienes tú, Henry. Creen que lo robaste. Y Michael hará cualquier cosa por recuperarlo.

Entonces caí en la cuenta. Ahí era donde el hombre de negro entraba en escena. Lo había mandado Michael DiForio para recuperar el paquete. El paquete que creía que yo había robado. Y me mataría, si era necesario. Todo se estaba volviendo tan oscuro, tan hondo… Michael DiForio era de por sí muy peligroso, pero si había recurrido a un mercenario era porque necesitaba a alguien todavía más despiadado que él.

– ¿Quién era, Luis? ¿Quién se suponía que tenía que entregarte el paquete?

– Un fotógrafo, un tipo llamado Hans Gustofson. Sólo lo vi una vez. Era un manojo de nervios, creía que siempre había alguien vigilándolo. Vivía en Europa, pero ese tal Angelo me dijo que tenía no sé qué cosa en Nueva York. Era un hijoputa, además. Antes había sido culturista.

– Hans Gustofson -repetí. El nombre me sonaba vagamente.

– Me dijo que estaba trabajando en algo grande. Que o lo acababa o moriría en el intento.

– ¿Sabe dónde vive Gustofson?

– No, cerca de… -Luis dejó de hablar. Oí un ruido al otro lado, pasos sobre el linóleo. Me dio un vuelco el corazón al oír que alguien gritaba «¡No!» y «¡Para!». Luego oí un ruido sordo, como si algo hubiera caído al suelo. Después se hizo el silencio.

– ¿Quién es? -una voz distinta sonó por el teléfono. No era Luis-. ¿Quién coño es?

Colgué.

– Tenemos que irnos -le dije a Amanda-. Tenemos que irnos enseguida.

Salimos del metro, era de noche y las sirenas parecían sonar cada vez más fuerte. Le conté a Amanda lo que me había dicho Luis. Teníamos que encontrar ese paquete. Y nos andaban buscando para darnos caza.

– ¿Qué relación tiene ese tal Gustofson con Michael DiForio? -preguntó ella.

Suspirando, le dije lo que había deducido cuando Luis dejó caer su nombre.

– Hans Gustofson era fotógrafo -dije-. Cuando Luis me ha dicho su nombre, he atado cabos. Sabía que el nombre me sonaba. Gustofson era uno de los protegidos de Helmut Newton. Se hizo famoso como periodista de guerra, en Vietnam, en Kuwait… Y luego decidió dedicarse al arte. Decía que el cuerpo humano era más bello desnudo que en la tumba. Puedes imaginarte lo que pasó después.

– Déjame adivinar. Se pasó al lado oscuro.

– Como el puto Darth Vader -respondí-. De pequeño, yo leía todos los periódicos que caían en mis manos, todos los que compraban en la biblioteca pública. Buscaba microfichas antiguas para ver lo que habían escrito los grandes periodistas sobre los acontecimientos más importantes del último medio siglo. Vi muchas fotografías de Gustofson, sobre todo de la guerra del Golfo y luego de Sarajevo. Cuando quieres ser periodista, acabas conociendo todos los nombres relacionados con la profesión, y el suyo era uno de los grandes.

– ¿Y qué ocurrió?

– Se enganchó a la heroína y empezó a creer que era el modelo, en vez del fotógrafo. Se endeudó, empezó a hacer fotografías de poca monta, famosos de vacaciones y cosas así. Pronto los periódicos serios dejaron de llamarlo, pero los tabloides le pagaban encantados. Cada foto cuenta una historia -continué-. Es un instante congelado en el tiempo, un contexto en sí misma. Pero las fotografías que acabó tomando Hans eran una impostura. Esa mierda no es un retrato del tiempo, es su envilecimiento. Una componenda rápida, sin relevancia. El caso es que la prensa lo arrastró por el polvo hasta que ya no pudo salir de él. Corría el rumor de que se había convertido en un ermitaño, de que se había enterrado en heroína, alcohol y mujeres, casi siempre al mismo tiempo.

– Entonces la pregunta es -dijo Amanda, repitiendo como un eco lo que yo estaba pensando-, ¿qué vínculo hay entre Gustofson y Michael DiForio?

– Sólo hay un modo de averiguarlo -dije-. Tenemos que encontrar a Hans.

Amanda asintió, resignada.

– Si vive en Nueva York, tendrá una dirección.

Volví a asentir con la cabeza.

– Es hora de recurrir a nuestra vieja amiga la guía telefónica.

Recorrimos otras cinco manzanas y encontramos una cafetería que abría toda la noche. Me ardía la pierna cada vez que daba un paso. Al entrar nos recibió un olor a grasa y carne a la parrilla. Le pregunté al cocinero por el teléfono público. Inclinó la cabeza y usó la espátula para señalar hacia los aseos.

Debajo de un teléfono sucio, sobre una mesita, había varios ejemplares astrosos de las páginas amarillas y blancas. Hojeé las páginas blancas hasta que encontré un H. Gustofson. Luego miré hacia atrás. Tosí violentamente y al mismo tiempo arranqué la página de la guía.

Hans Gustofson vivía a diez manzanas de allí. Mis piernas temblorosas podían soportarlo, aunque a duras penas.

– ¿Crees que deberíamos llamar antes? -preguntó Amanda, sonriendo.

– ¿Qué gracia tendría entonces?

Tardamos un cuarto de hora en recorrer el trayecto, encorvados como si nos enfrentáramos a una gran resistencia. Ya no nos preocupaba llamar la atención. Los días anteriores nos habían dejado tan agotados que confiábamos en que el viento nos impulsara.

Gustofson vivía en un edificio de ladrillo entre la 90 y Columbus. El Upper West Side. Un barrio bastante decente. Como era habitual en aquellas casas, no había portero, sólo un sistema de seguridad basado en un interfono. Saltarse un sistema como aquél sólo estaba al alcance de los ladrones más osados e intuitivos y los artistas del espionaje.

O de estudiantes que se habían pasado el primer año de carrera allanando edificios como aquél para darle una sorpresa a su novia y echar un polvo de madrugada.

Saqué la tarjeta American Express que me habían dado en la empresa, aunque dudaba que los de la Gazette tuvieran aquello en mente cuando me la dieron.

– Ojo al maestro -le dije a Amanda, y deslicé hábilmente la tarjeta de plástico entre la puerta y el marco. Me pegué a la puerta y presté atención, moviendo la tarjeta suavemente en dirección norte-sur. Oí el clic y la puerta se abrió.

– Mejor que MacGyver -dijo Amanda.

Entramos en el vestíbulo. Olía a humedad. Había menús de restaurantes chinos dispersos por el suelo. En un rincón se veía una planta. Parecía que nadie la regaba desde la Guerra Fría. Sus hojas marrones y tiesas rodeaban la maceta como si fueran caspa. Una escalera pintada de negro subía al piso de arriba. El edificio tenía cinco plantas. No había ascensor. Perfecto.

Miré el directorio de residentes y encontré a Hans. Vivía en el 5A. Tenía que vivir en el quinto piso, cómo no. Paso a paso, me dije. No cinco tramos de escalera seguidos, sino un escalón cada vez. Había que pensar en positivo. Amanda suspiró a mi lado.

– ¿Tenemos que subir hasta arriba del todo?

Adiós al pensamiento positivo.

– A no ser que haya un burro atado a una polea, me temo que sí.

Cuando llegamos al tercer piso, tenía la sensación de que los músculos de las corvas se me estaban desprendiendo del cuerpo. La pierna herida había vuelto a dormírseme, lo cual me daba pánico, y Amanda jadeaba unos peldaños por detrás de mí. Me ofrecí a ir solo, a reunirme con ella abajo cuando hubiera acabado. Respondió con un exabrupto. Así me gustaban a mí las chicas.

Al llegar al rellano del tercer piso y enfilar la escalera del cuarto noté un olor desagradable. Comida china en mal estado, quizá. O alguien que llevaba los mismos calcetines desde hacía trescientos o cuatrocientos años. Pero al llegar al cuarto piso sentí, por debajo de aquel otro olor, un hedor de mal agüero. Mucho más siniestro. Me volví hacia Amanda. Estábamos pensando lo mismo. Había algo podrido más allá de aquel tramo de escaleras.

En el quinto piso sólo había un apartamento. Era como el ático de un edificio lleno de váteres atascados. Amanda se tapó la nariz y la boca. Había varios sobres metidos bajo la puerta del 5A. Hacía algún tiempo que Hans no abría su correo.

Pegué el oído a la puerta, intenté oír algún indicio de movimiento. Al no oír nada, empecé a inspeccionar el marco de la puerta. Esta vez no me serviría la tarjeta de crédito. Quizá pudiera hacerme pasar por un primo lejano de Hans Gustofson. Decirle que Amanda era una hija suya desconocida, convencer al conserje del edificio de que nos dejara entrar.

– ¿Qué es eso? -preguntó Amanda de pronto, señalando una muesca profunda debajo de la cerradura. Me acerqué a mirar. Alguien había forzado el apartamento de Hans Gustofson, y a juzgar por la profundidad y el número relativamente pequeño de los arañazos, no había tardado mucho en abrir la puerta. Quizá mientras él estaba aún en casa. La cerradura parecía demasiado dañada para volver a cerrarse.

– Henry -dijo Amanda-, deberíamos llamar a la policía.

– Y vamos a hacerlo -contesté-. Pero primero tengo que ver qué hay ahí dentro.

Me latía el corazón a mil por hora cuando retrocedí hasta llegar a la pared de enfrente y me agaché. Los músculos de mis piernas se tensaron. Bloqueé el dolor, me concentré.

– Henry…

Respiré tres veces rápidamente y me lancé contra la puerta.

Golpeé con el hombro el metal y en lugar del crujido y el dolor que esperaba la puerta cedió hacia dentro y caí al suelo. Estaba dentro del apartamento de Hans Gustofson.

Aquel olor nauseabundo saturó inmediatamente mi olfato y tuve que taparme la nariz con la camisa. Me levanté tambaleándome, sentí una sustancia pegajosa en las palmas de las manos. Entonces vi la huella de mi mano en un charco y enseguida supe que era un charco de sangre seca.

Dios mío…

Una náusea se apoderó de mí mientras inspeccionaba la entrada. El apartamento estaba iluminado únicamente por el resplandor fantasmal de la luna que se colaba por una ventana que yo no veía. A la izquierda de la entrada había un corto pasillo. Entré. Había cosas tiradas por todas partes. No desperdicios, sino cosas rotas. Cristales hechos añicos. Telas rasgadas. Equipamiento eléctrico destrozado. Cartas aquí y allá.

– Henry… -oí que susurraba Amanda detrás de mí-. Dios mío, Henry, mira.

En la pared, frente a la puerta, había una gran mancha de sangre más o menos a la altura de una cabeza. Como un cuadro abstracto, la sangre había chorreado por el papel beis y se había secado formando gruesas líneas. En el suelo había una palanca con el extremo mellado y manchado de sangre seca. La misma arma que el intruso había usado para forzar la puerta le había servido para herir a alguien, quizá fatalmente. Algo terrible había pasado allí.

Había salpicaduras de sangre en el pasillo. Formaban un horrible sendero que atravesaba la entrada y se adentraba en el apartamento. Recé una oración en silencio.

– Deberíamos irnos -dijo Amanda en voz baja-. Deberíamos llamar a la policía.

– No -mi voz sonó más enérgica de lo que pretendía-. No podemos irnos. Todavía no.

Contuve el aliento, seguí las manchas de sangre como si fueran una senda de miguitas encarnadas. Al entrar en el cuarto de estar intenté recomponer la escena, los horribles hechos que habían tenido lugar en él.

Alguien había entrado por la fuerza en el apartamento de Hans Gustofson mientras él estaba en casa. El fotógrafo se había enfrentado al intruso en la puerta, donde había recibido un golpe en la cabeza, posiblemente mortal. Luego habían saqueado el apartamento. Habían volcado las mesas, tirado los libros al suelo, rajado los colchones. Las cámaras estaban rotas, inservibles. Los álbumes de fotos destrozados y esparcidos por el suelo. Era imposible deducir si el ladrón había encontrado lo que buscaba. Aquello parecía un robo corriente, de no ser porque…

Había algo que no tenía sentido. Las gotas de sangre… llevaban hacia el interior del apartamento. La agresión había tenido lugar junto a la puerta, pero parecía que la víctima había vuelto a meterse dentro. Había un teléfono en la cocina, pero estaba limpio, intacto, a menos de cinco metros de allí. La víctima estaba viva, pero no había intentado pedir ayuda. ¿Por qué?

Miré a mi alrededor. El cuarto de estar estaba cubierto de fotografías sueltas y enmarcadas, casi todas ellas de mujeres desnudas, con una luz muy suave, artísticas y sutilmente sombreadas. Muy bellas. En aquellas fotografías vislumbré un ápice de la magia que en otra época había llevado a Hans Gustofson a ocupar la primera fila del mundo del arte.

Pasé de puntillas entre aquel desbarajuste, avanzando a tientas, en penumbra, y llegué a un pasillo con una intersección en forma de T. Ambos caminos llevaban a puertas cerradas. El rastro de sangre viraba hacia la izquierda y se detenía ante una de las puertas.

Me quedé mirándolo. Las gotas de sangre parecían acabar allí. Tragué saliva. Mi corazón repicaba como un tambor.

– ¿Henry? -Amanda había entrado en el cuarto de estar-. Dios mío, Henry, ¿qué es todo esto?

– Estoy aquí -dije-. Aún no lo sé.

Contuve el aliento, alargué el brazo y agarré el pomo de la puerta. El metal estaba frío y aparté la mano bruscamente. Oí correr el agua. Toqué con los nudillos. No hubo respuesta.

– ¿Hola? -nadie respondió. Sólo se oía fluir el agua. La sangre me palpitaba en las sienes cuando volví a respirar hondo.

Así de nuevo el pomo y esta vez lo giré. La puerta estaba cerrada por dentro. Maldije en voz baja. Tenía que entrar.

Fui a la puerta de la derecha. El pomo giró fácilmente. Entré en lo que parecía ser el dormitorio de Hans Gustofson. Había fotos tiradas por todas partes. Su mesa estaba destrozada. Un tablón de corcho había sido arrancado de la pared y la moqueta roja estaba salpicada de chinchetas, como gotas multicolores. La ropa de la cama estaba revuelta y el colchón rajado como si un forense borracho hubiera pagado su frustración con un cadáver. Las carpetas de un pequeño armario archivador habían sido vaciadas y arrojadas al suelo formando un montón. Aparte de eso, la habitación estaba vacía.

Abrí un armario y vi ropa tirada en el suelo, pantalones con los bolsillos vueltos del revés. Agarré una percha metálica y, pisando la punta, la enderecé para improvisar con ella una lanza. Volví a la puerta cerrada, metí la punta metálica en el pequeño agujero del pomo. La giré, noté que algo saltaba. Empujé suavemente y sentí un chasquido al desengancharse la cerradura. Miré a Amanda.

– Henry -dijo-, por favor…

El pomo giró. Pero cuando empujé sentí resistencia desde dentro. Algo bloqueaba la puerta.

Había el espacio justo para que asomara la cabeza. Estirando el cuello, miré por la pequeña rendija.

Cuando vi cuál era el obstáculo, tuve que hacer un esfuerzo supremo para no vomitar.

Un zapato empujaba la puerta. El zapato estaba unido a una pierna. La pierna estaba unida a un hombre que, completamente vestido y con la cabeza manchada de sangre, permanecía sentado sobre el váter. Era Hans Gustofson y estaba bien muerto.

Tenía una gran brecha a un lado de la frente y su cráneo parecía deformado, casi aplastado, como un trozo de arcilla que alguien hubiera golpeado con un bate de béisbol.

La mancha de sangre de delante de la puerta de entrada. Le habían golpeado allí y su cabeza había rebotado contra la pared. Pero no había muerto. Al menos, no enseguida. De alguna forma había conseguido sentarse en el váter. Muy a lo Elvis.

Contuve el aliento, noté que se me revolvía el estómago y aparté suavemente su pierna, atrapada en la prisión del rigor mortis. Su cuerpo se movió.

Dejé de empujar. Me aseguré de que seguía en equilibrio sobre el trono de la muerte.

Luego, sin previo aviso, el cuerpo de Gustofson resbaló del váter y se desplomó. Su cabeza aplastada golpeó las baldosas. Me mordí el puño para no gritar al ver que sus ojos muertos me miraban desde el suelo, su cuerpo horriblemente contorsionado.

Cerré los ojos, retrocedí, sentí que me desmayaba.

Había visto un muerto en otra ocasión, una vez que visité la oficina del forense en Bend para un artículo que estaba escribiendo. También entonces me dieron ganas de vomitar. La forense, una mujer sorprendentemente joven y atractiva llamada Grace, se echó a reír.

– No pienses en el cadáver como si fuera una persona -dijo-. Sólo es un cascarón, un caparazón vacío. El alma se ha ido.

Aquello me ayudó un poco. Pero no mucho.

Abrí suavemente la puerta. Tranquilo, Henry. No es más que un cascarón. Un trozo de carne con ojos.

Eché un vistazo al cadáver. Gustofson era culturista aficionado, además de fotógrafo. Siempre lo fotografiaban en las fiestas de la alta sociedad, enlazando con sus brazos gigantescos a la top model del momento. Noté por las cicatrices de acné de sus mejillas y su poco pelo que últimamente había recurrido a los anabolizantes. Hans Gustofson había sido un cronista destacado de la experiencia humana y ahora allí estaba, muerto en su cuarto de baño. ¿Y para qué?

Miré la herida de su frente. El golpe mortal. Sacudiéndome el espanto, me centré en los hechos. Intenté distanciarme.

Curiosamente, el armario de las medicinas estaba intacto. Era la única parte de la casa que no parecía haber sufrido daños. Ello sólo podía significar que o bien el asesino había encontrado lo que buscaba, o que lo que buscaba era demasiado grande para caber en un espacio tan pequeño. Pero la pregunta seguía siendo ¿por qué había ido a morir allí un hombre gravemente herido?

– Oh, Dios mío -Amanda estaba al otro lado de la puerta del cuarto de baño, tapándose la boca y la nariz con la mano-. ¿Es…?

– Sí -dije-. Lleva muerto algún tiempo.

– Parece que nadie se ha dado cuenta -dijo con voz cargada de mala conciencia, distanciándose del crimen y concentrándose en los hechos. Igual que yo. Aquello te permitía ver la historia desde un ángulo más amplio. Era un subproducto del periodismo. En aquel momento, era lo único a lo que podía recurrir para no derrumbarme.

– Pero ¿por qué venir aquí? -preguntó Amanda.

– Bueno, cuando tienes que ir, tienes que… -dejé la broma sin acabar. No era el momento.

– Si te estás muriendo -dijo Amanda-, si tu vida está a punto de acabar, tiene que haber una razón para venir aquí si no es para pedir ayuda. No hay teléfono. Es como si hubiera querido comprobar algo.

– Quizá sabía que quien le había atacado no había buscado en el baño. Piénsalo. Estás tendido en el suelo. Alguien acaba de herirte de muerte con una barra de hierro y estás ahí tendido, muriéndote, mientras te destroza la casa. ¿Qué puede ser tan importante como para no intentar pedir socorro y ponerte a buscarlo?

– El paquete -dijo Amanda-. Lo que buscaban DiForio y ese hombre de negro. Quizás era eso. Puede que el asesino no lo encontrara. ¿Crees que esto lo ha hecho ese loco que nos encontró en San Luis?

– Puede ser. Sería lógico. Pero no lo sé, la verdad.

El paquete. La razón por la que John Fredrickson había atacado a los Guzmán. El que los periódicos suponían que yo había robado. Por el que un desconocido intentaba matarme. El que la policía pensaba que yo escondía. Gustofson lo tenía y su asesino no había logrado encontrarlo.

Pero una cosa era segura: estaba allí, en el baño, a nuestro lado.

Amanda me miró y de pronto alargó el brazo y abrió la tapa de porcelana del váter. Miramos dentro. No había más que agua y óxido. Volvió a bajarla.

– Entonces, ¿dónde…? -dijo, pensando en voz alta.

Esquivé el cuerpo de Gustofson y abrí el armario de debajo del lavabo. No había más que Rogaína, frascos de pastillas imposibles de identificar y un paquete de condones sin abrir. El armario de las medicinas estaba lleno de gomina, colonia y trastos de afeitado, pero no había en él nada que levantara sospechas.

Di un paso atrás y observé el cuarto de baño. Tenía que haber algo. Miré el techo buscando un falso detector de humos o algo así. Volqué el cesto, removí el montón de ropa sucia con el pie. Nada.

Amanda miró detrás del váter y tuve que admirarla por ser tan valiente. Se incorporó. Tenía una mirada derrotada.

– Aquí no hay nada -dijo-. Puede que Hans viniera aquí simplemente a morir en el váter. Sabía que había arrojado su vida por el retrete y quería que acabara allí.

– No -dije sin dejar de buscar-. Tiene que haber algo. Entonces miré la bañera y lo vi. Junto al desagüe había trozos minúsculos de pintura azul. Al acercarme vi grietas diminutas en los azulejos, invisibles si uno no las buscaba.

Levanté despacio las manos y así los grifos del agua fría y caliente. Los giré. No salió agua. Los ojos de Amanda se agrandaron.

Me di la vuelta, la miré, asentí con la cabeza.

Tiré de los grifos con todas mis fuerzas. Se oyó un crujido espantoso cuando los grifos se desprendieron de la pared, salpicándolo todo de polvo y pintura azul. Los azulejos cayeron en cascada a la bañera mientras la habitación se llenaba de polvo y vapor. Tosiendo, aparté los escombros y me asomé al agujero de sesenta centímetros de ancho y quince de alto que había abierto. Dentro había un grueso sobre de papel de estraza metido dentro de una bolsa de plástico.

– ¿Es…? -preguntó Amanda.

– Dudo que sea una coincidencia -respondí-. Ahora, vamos a ver de qué va todo este lío.