174404.fb2 Matar A Henry Parker - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 47

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Epílogo

El viento frío azotaba y mordía la cara de Michael DiForio cuando se bajó de la acera. Un guardaespaldas al que no conocía se metió en un charco de un palmo de profundidad para abrirle la puerta del Oldsmobile. «Jodidos nuevos», pensó. «Son todos unos inútiles».

Habían tenido que contratar a más gente después de que Barnes masacrara a cuatro hombres en aquel edificio abandonado de la calle 80. Las caras nuevas sólo aumentaban la confusión, sólo conseguían debilitar su familia. Y en las últimas semanas la familia de Michael apenas tenía fuerzas para seguir adelante.

En las últimas tres semanas, casi todos los guardaespaldas de DiForio habían desaparecido como si los hubiera tragado la tierra. La mayoría había dejado simplemente de responder a las llamadas; otros sólo susurraban «dejad de llamar» y colgaban. Por eso había caras nuevas. Por eso todo se había vuelto humo.

Según el teniente de la comisaría 53, varias semanas después de que Henry Parker quedara libre de tres cargos de asesinato en primer grado, todos los agentes de policía, políticos y periodistas a sueldo de DiForio recibieron por correo un paquete misterioso. Dentro del paquete había una copia de una fotografía que Michael sabía obra del difunto Hans Gustofson. Las fotografías iban acompañadas de una carta advirtiendo de que o sus actividades ilegales cesaban inmediatamente o las fotografías en cuestión serían entregadas a la prensa.

La mitad de los policías estaban muertos de miedo. Todos los demás habían «cambiado de chaqueta». El álbum de fotos había desaparecido por completo. Y una enorme cantidad de tiempo y de dinero había acabado tirada por la ventana.

«No podemos seguir trabajando para ti, Michael. Hemos prestado juramento a la ciudad».

Aquellos putos santurrones volvían a aferrarse a su palabra después de haber aceptado dinero de él a montones. Pasaban de él, así como así. El maldito Parker estaba detrás de aquello. Tenía que ser él.

Lo primero que ordenó Michael fue encontrar a Henry Parker y acabar con él. Aquel chico había echado a perder tantas cosas que Michael no sabía si podría salvar algo. Pero de todos modos había que cobrarse venganza, y rápido. Michael tenía que recuperar el control.

Blanket se deslizó en el asiento trasero, junto a DiForio. Un conductor gordo que apestaba a cebollas fritas se sentó tras el volante. Blanket hizo una seña al nuevo, que saludó a Michael inclinando la cabeza con nerviosismo.

– Jefe, éste es Kenny. Va a llevar el coche hasta que encontremos más ayuda.

DiForio inclinó la cabeza rápidamente. Nada más.

Kenny encendió el motor y empezó a alejarse de la acera. Frenó bruscamente, volvió a arrancar y Michael se precipitó hacia delante. Estaba claro que aquel pobre infeliz de Kenny no había conducido mucho, aparte de la camioneta de pizzas o lo que fuera donde lo habían encontrado. Kenny salió del complejo zigzagueando a veinte por hora, como un adolescente temeroso de que su profesor de autoescuela se enfadara.

Henry Parker. Un chico de veinticuatro años había estado a punto de arruinarlo.

El álbum había desaparecido. Gustofson y Fredrickson estaban muertos, igual que Shelton Barnes. Leonard Denton, un fiel soldado durante años, estaba muerto. Luis y Christine Guzmán estaban bajo custodia. Tantos soldados muertos. Y los demás desertando como ratas de un barco.

DiForio sabía desde siempre la historia de Denton, suponía que tarde o temprano acabaría por pasarle factura. Pero no podía haber sucedido en peor momento. Ahora, aunque quisiera librarse de Parker (y quería, oh, Dios, cuánto lo deseaba), la policía lo vigilaba como un chulo a una prostituta.

Los periódicos no hablaban del entierro del tercer hombre, ni siquiera mencionaban su nombre. No importaba. No se merecía un entierro. Por segunda vez, Michael DiForio había matado a Shelton Barnes. Y esta vez no iba a volver.

– Eh, Ken o como coño te llames, ¿te importaría pisar el acelerador?

– Ken es nuevo, Mike -contestó Blanket-. Ya te acostumbrarás a él.

– Voy a llegar tarde a mi puto entierro como siga conduciendo así. Oye, Ken, ¿has visto esa película sobre una bomba en un autobús? Si bajas de ochenta el resto del camino, te corto las putas orejas.

Ken asintió con la cabeza. Con el humor que tenía, quizá Michael cumpliera su palabra.

Ken pisó el acelerador y DiForio vio subir poco a poco el velocímetro. Por lo menos Ken hacía caso. Era un comienzo.

Cuando el coche pasaba por las verjas de hierro forjado una tremenda explosión quebró el aire y el coche estalló en una enorme y dorada bola de fuego. La detonación aturdió a docenas de transeúntes y rompió las ventanas de tres manzanas a la redonda.

Las llamas naranjas salieron disparadas hacia el cielo cuando el fuselaje se incendió, haciendo saltar el chasis del coche a tres metros de altura. Los trozos derretidos caían como lluvia sobre la calle.

Cuando el coche cayó a tierra un humo negro salía de las ventanas. La gente se reunió en torno al amasijo humeante, susurrando, tapándose la boca con la mano para sofocar el horror. Aparecieron los teléfonos móviles y el número de emergencias se vio inundado al instante de llamadas horrorizadas. La mayoría de la gente se limitó a mirar cómo ardía el coche, boquiabierta ante los cuerpos carbonizados de su interior. Preguntándose quién habría caído víctima de un destino tan espantoso.

Un hombre comenzó a abrirse paso lentamente entre la gente. Era alto y de tez pálida. Delgado, como si últimamente hubiera perdido mucho peso. Tenía las mejillas hundidas y llevaba gafas oscuras. Un grueso abrigo negro envolvía su figura enjuta. Caminaba con una leve cojera y llevaba el brazo derecho en cabestrillo. El hombre se adelantó, esquivando con cuidado a los curiosos boquiabiertos. Al acercarse al amasijo retorcido del coche, sacó algo del bolsillo de su pechera. Era una fotografía vieja, estropeada y manchada de rojo.

Pegó los labios a la fotografía y la dejó en el suelo, junto al coche todavía en llamas, a unos pasos de los cuerpos abrasados.

Luego se apartó, tosió llevándose el puño a la boca y dijo dos palabras.

«Por Anne».