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Capítulo 1

Un mes antes

Veía mi reflejo en las puertas mientras el ascensor subía al piso doce. Mi traje estaba limpio y bien planchado. Mi corbata, mis zapatos y mi cinturón hacían juego perfectamente. Miré con nerviosismo a Wallace Langston, el hombre mayor que yo que se hallaba a mi lado. Yo llevaba el pelo castaño peinado con esmero y mantenía mi metro ochenta y cuatro de estatura derecho como una vara. Me había comprado un libro sobre cómo prepararse para el primer día en un trabajo nuevo. En la portada aparecía un atractivo veinteañero cuya ortodoncia costaba posiblemente más que mi matrícula de la universidad.

Abajo, los de seguridad me habían dado una identificación temporal. No era aún un miembro de la fraternidad: era sólo una promesa que no había demostrado su valía.

– No olvide hacerse la fotografía antes de que acabe la semana -me había dicho el guardia de seguridad, una mujer hosca, con enormes gafas de montura roja y un lunar en la mejilla que realzaba su personalidad-. Si no, tendré que meterle en el sistema todos los días, y tengo cosas mejores que hacer. ¿Entendido?

Asentí con la cabeza y le aseguré que me haría la foto en cuanto llegara arriba. Y lo decía en serio. Quería ver mi cara en el carné de la Gazette en cuanto el laboratorio la hubiera revelado. La llevaría yo mismo a una tienda de fotografía, si tenían mucho trabajo.

Cuando las puertas se abrieron, Wallace me condujo a través de un vestíbulo con moqueta beis, pasando por delante de la mesa de una secretaria. En la pared se leía en grandes letras doradas New York Gazette. Le enseñé mi identificación a la secretaria y ella sonrió con la boca abierta y siguió mascando chicle.

Wallace colocó su tarjeta de acceso sobre un lector y abrió las puertas de cristal. En cuanto se rompió el silencio, pensé en lo extraño que era que todos mis sueños y mis esperanzas estuvieran envueltos en aquel hermoso ruido.

Para alguien de fuera, el ruido podía parecer incesante, cacofónico, pero para mí era tan sereno y natural como una risa sincera. El sonido de cientos de dedos tecleando, el golpeteo de las teclas al saltar, el susurro de los bolígrafos hacían aflorar una sonrisa a mis labios. Docenas de ojos miraban fijamente pantallas iluminadas cubiertas de letras del tamaño de microorganismos, leían faxes y correos electrónicos enviados desde todas partes del mundo; y las caras se contraían como si el teléfono fuese un ser humano al que pudieran conmover. Algunas personas gritaban; otras susurraban suavemente. Si no hubiera apretado los dientes intentando parecer seguro de mí mismo, me habría caído al suelo como si hubiera entrado de repente en un episodio de Bugs Bunny.

– Ésta es la sala de redacción -dijo Wallace-. Tu mesa está allí -señaló la única silla metálica giratoria vacía entre aquel mar de tapicerías raídas por el que día a día tendría que chapotear camino de la grandeza. Pronto estaría sentado a aquella mesa, con el ordenador encendido, el teléfono en la mano y los dedos volando sobre el teclado como un Beethoven atiborrado de Red Bull.

Estaba en casa.

Si trabajas en la prensa o en el mundo del entretenimiento, Nueva York es tu meca. Los atletas cuentan los días que faltan para su debut en el Madison Square Garden. Para los pianistas clásicos, el Carnegie Hall es suelo sagrado. Para las estríperes profesionales (perdón, para las bailarinas exóticas), Nueva York era también su Jerusalén.

No era casualidad, por tanto, que aquélla fuera mi Tierra Santa. La redacción de la New York Gazette. Rockefeller Plaza, Nueva York. Había recorrido un largo camino para llegar allí.

Me pregunté fugazmente qué demonios hacía allí un chico de veinticuatro años con poco más en su currículum que el Bend Bulletin, pero por aquello era por lo que había luchado. Para lo que estaba destinado. Wallace sabía de lo que era capaz. Desde mi primer artículo de primera página en el Bulletin, el que apareció en más de cincuenta periódicos de todo el mundo, Wallace me había seguido la pista. Al enterarse de que me habían aceptado en la prestigiosa facultad de periodismo de Cornell, hizo el viaje de tres horas y media en coche para invitarme a comer. Y durante mi último año en la universidad, antes de que empezara siquiera a buscar trabajo, Wallace me ofreció entrar en la Gazette a jornada completa.

– La redacción necesita sangre nueva -había dicho-. Chicos jóvenes y ambiciosos como tú, que demuestren a los escépticos que la nueva generación tiene la cabeza bien puesta. Hay otros periódicos en la ciudad, pero si quieres perseguir noticias de verdad y no a famosos de vacaciones, sabrás elegir. Deja tu impronta, Henry. Y hazlo con nosotros. Además, el primer año pagamos cinco de los grandes más que los otros.

Esa noche me bebí tres botellas de champán y me quedé dormido en la ducha de John Derringer con el bigote y las patillas pintadas con un bolígrafo Bic.

Noté la mano de Wallace sobre la chaqueta de mi traje. Esperaba que no apretara demasiado: seguramente el tejido costaba menos que su corte de pelo. Pero aunque Wallace era mi benefactor profesional, el pedestal más alto de mi culto periodístico estaba ya ocupado por otro. Ese otro se sentaba a unos pasos de mí. Sin embargo, en lo tocante a estar en deuda con alguien, Wallace ocupaba el segundo puesto por haberme contratado, después de mi madre por darme a luz.

Pasamos entre las sillas torcidas y los vasos de café frío, junto a periodistas tan ocupados que no tenían tiempo ni de acercar la silla a la mesa. Así era como trabajaban. Y a mí me encantaba. Sabía que no había que interrumpir a un reportero que tuviera que cumplir un plazo de entrega inmediato, y no esperaba que se movieran. Estaba allí para purificar la sangre de la sala de redacción, no para interrumpir su flujo.

Reconocí a algunos redactores. Había leído su trabajo, sabía dónde buscar sus firmas. Daba miedo pensar que eran mis nuevos compañeros. Eso por no hablar de lo raramente que parecían afeitarse o ducharse.

Quería que me respetaran, necesitaba que me respetaran. Pero de momento sólo era un novato. Un principiante. El tipo al que todos mirarían para ver si producía.

Y entonces lo vi. Jack O’Donnell. Un momento después, Wallace me empujó suavemente hacia delante y me acordé de respirar.

Al pasar por su lado, dejé que mi mano rozara la camisa azul de O’Donnell. Un roce sigiloso con la grandeza. No podría haber sido menos sutil si hubiera sacado su último libro, le hubiera pedido un autógrafo y le hubiera cruzado luego la cara con él. «Intenta hablar con él luego», me dije. «Síguelo al baño. A comer. Ofrécete a limpiarle las botas, a educar a sus hijos, lo que sea».

Dios. Jack O’Donnell.

Cinco años antes, si alguien me hubiera dicho que iba a trabajar a cuatro metros de Jack, le habría dado una patada en el culo por reírse de mí. Hacía un par de años, el New Yorker había publicado una semblanza de O’Donnell. Yo tenía una copia del artículo en casa. Había pegado una hoja sobre mi mesa, con una frase subrayada, la frase que hilvanaba cada artículo que escribía: Las noticias son el ADN de nuestra sociedad. Dan forma a lo que pensamos, a cómo actuamos, a lo que sentimos. Todos somos beneficiarios (y subproductos) de la información.

Mucha gente, incluido yo, atribuía la primera inyección de aquella hebra de ADN a William Randolph Hearst. Hearst se hizo cargo del San Francisco Examiner en 1887, a la tierna edad de veintitrés años. El único hombre que hacía que me sintiera un vago.

Hearst fue el primero en convertir la prensa escrita en un medio sensacionalista, salpicando sus periódicos con grandes letras de molde y vistosas ilustraciones. Quienes se dedicaban a difundir rumores sobre conspiraciones culpaban a Hearst de haber incitado la guerra de Cuba con sus constantes editoriales acerca de las violaciones de derechos humanos que cometía el gobierno español. Como, según se cuenta, le dijo Hearst al ilustrador Frederic Remington: «Tú pon los dibujos, que la guerra la pongo yo».

Desde entonces, casi parecía que el periodismo había dado un paso atrás. El escándalo del New York Times lo demostraba. Alguna gente se lo tomaba a broma, como un incidente aislado. Otros, que sabían que sus artículos no resistirían una mirada atenta, pusieron discretamente al día sus currículums. Y yo seguí todo el asunto meneando la cabeza y temblando de furia, deseoso de zarandear al sistema.

Y si la cita de Jack era exacta (y yo creía que lo era), cuando ese ADN se contaminaba, podía extender la enfermedad por todos los vasos sanguíneos de la sociedad. De pronto aparecían, como ratas en el metro, mentirosos, estafadores y egos del tamaño del de Donald Trump; hombres y mujeres que se suponía que tenían que difundir noticias, no ser noticia.

La semana anterior, un joven reportero del Washington Post llegó a trabajar atiborrado de anfetaminas, con el contenido de dos cafeteras encima y un plazo de entrega de seis horas para un artículo de mil palabras, del que no había escrito una sola frase. Improvisó el artículo y luego volvió a casa, le dio una paliza a su novia y se tiró por la ventana desde el quinto piso. Más leña al fuego.

Yo quería ser el antídoto, recoger el testigo de Jack O’Donnell, sacarle brillo y llevarlo con orgullo. Quería extraer el veneno que había emponzoñado el periodismo, devolver credibilidad a la sala de redacción después de tantas mentiras. Gracias a Jack O’Donnell, tenía una fe inquebrantable en lo que podía conseguir un buen periodista. Y ahora allí estaba, al lado de la leyenda. Era hora de estar a la altura o de callarse la boca, Henry.

Tras pasar entre chaquetas colgadas de respaldos de sillas y bolígrafos que rodaban por el suelo como pelusas de plástico, llegamos a mi mesa. Yo llevaba una sonrisa en la cara, como si fuera el primer día de la temporada en el estadio de los Yankis. Mi mesa estaba justo al lado de la ventana, que daba a la terraza que en verano se convertía en la pista de patinaje de Woolman Rink. Propiedad inmobiliaria de primera, nena. Desde allí se veía a los turistas fotografiando las bellas esculturas doradas y las banderas de diversos países, a la gente mirando embobada la hermosa ciudad como si no supiera que aquella arquitectura y aquel despliegue de brillantez pudieran existir. La luz del sol caía sobre mi puesto de trabajo, reflejándose en las paredes recién limpias, y no pude evitar sentirme bendecido.

– Bienvenido a tu nueva casa -dijo Wallace-. Viene equipada con… bueno, con todo lo que ves aquí.

– ¿Y no necesita ningún complemento? -pregunté.

Wallace se inclinó hacia mí y susurró:

– Algunos veteranos, y supongo que puedes contarme entre ellos, guardan una petaca en la mesa -no supe qué decir. ¿Hablaba en serio? Wallace se rió y me dio una palmada en la espalda-. Vas a encajar muy bien aquí.

Volvió a inclinarse y tocó en el hombro a la mujer cuyo puesto de trabajo estaba contiguo al mío. Ella se volvió bruscamente (su silla giratoria estaba bien engrasada y no chirrió) y me miró con enfado. Era delgada, rubia y bastante atractiva. Tenía treinta y tantos años o cuarenta y pocos, y su expresión parecía decir «¿qué coño quieres?» de manera tan convincente que no pude menos que pensar que la ensayaba delante del espejo. Iba vestida con camiseta rosa de tirantes y pantalones pesqueros negros, y se había recogido el pelo en una coleta. No llevaba anillo de casada. Y, al parecer, tampoco sujetador. Si Mya me preguntaba cómo eran mis compañeras, tendría que mentir.

– Paulina -dijo Wallace haciéndose a un lado para que ella me viera del todo-, éste es Henry Parker. Es su primer día.

Paulina arrugó la nariz.

– Va a ocupar la mesa de Phil.

Wallace se tosió en la mano, ligeramente azorado.

– Sí, va a ocupar la mesa de Phil.

Paulina me recorrió con la mirada como si estuviera leyendo una hoja impresa por ordenador. Por fin me tendió la mano. Se la estreché. La suya me pareció floja y apática.

– Bienvenido al manicomio, novato -dijo.

– Gracias. Estoy muy emocionado por…

– Es mala suerte que te haya tocado la mesa de Phil. ¿Le has contado lo que le pasó, Wally?

Wallace suspiró.

– No, todavía no he tenido ocasión.

Paulina se encogió de hombros.

– Mal karma, Henry -me miró inquisitivamente-. Henry. Qué nombre tan raro para un chico tan joven. ¿Cómo es que te lo encasquetaron?

– ¿Encasquetármelo? Bueno, yo…

– ¿Qué pasa? ¿Es que no les caías bien a tus padres? -mis ojos se endurecieron. Paulina notó que se había pasado y su cara se iluminó-. Sólo era una broma, Henry. Tu nombre está muy bien. Me gustan las cosas distintas -miró a Wallace, aparentemente satisfecha con mis respuestas-. Éste es el chico de Oregón, ¿no? -volvió a mirarme-. Wallace me ha dicho que eres, y cito, «un hallazgo mayúsculo». ¿Qué te parece?

Intenté aliviar la tensión.

– Sí, los reporteros novatos estaban de oferta en el Kmart. Le he salido con un veinticinco por ciento de descuento -Paulina levantó una ceja y sacudió la cabeza. Wallace volvió la cara, avergonzado. Yo me abofeteé mentalmente.

Paulina dijo:

– Eso no tiene gracia, Henry. No llevas aquí tiempo suficiente para que se te perdone hacer chistes malos.

– Perdón. A partir de ahora, sólo chistes buenos.

– O nada de chistes -replicó ella.

– O nada de chistes.

Sonrió con mucha más calidez.

– Bien -Levantó un lápiz con la punta completamente mordisqueada. Me fijé en que había varios pares de zapatos bajo su mesa. Zapatos de color rojo brillante, deportivas desgastadas, sandalias muy usadas-. Si eres listo, tendrás unos cuantos pares de zapatos buenos en la oficina -dijo ella-. Nunca se sabe qué clase de noticia vas a tener que cubrir de un momento para otro. Hay que estar siempre preparado -Wallace asintió con la cabeza.

Tomé nota mentalmente de que debía llevar mis viejas Reebok.

– Te deseo la mejor de las suertes, Henry -añadió ella-. Wally es un buen tipo. Hazle caso.

– Desde luego.

Paulina se volvió hacia su ordenador y empezó a teclear.

– Es una buena periodista -dijo Wallace en voz baja-. Paulina ha encontrado a nuestro héroe del día seis veces sólo este mes.

– Siete veces, Wally -dijo Paulina-. Si lo pones mal en mi informe de productividad, llamo a mi abogado.

– ¿Héroe del día? -pregunté.

– Cada día hay un héroe -dijo Wallace-. Es nuestra noticia del día, la atracción principal, la historia que vende periódicos. Un día puede ser la guerra, otra las elecciones, y el siguiente un hombre que tiene un tigre de Bengala en su apartamento o un famoso que se está tirando a su niñera.

Paulina añadió:

– Cada día hay un héroe distinto. Dicho en pocas palabras, es la principal noticia del día. Cada día necesita su héroe. Si no, no hay noticias. No vendemos periódicos, la Gazette no recauda dinero, nos despiden a todos y tú vuelves a Oregón antes de que se acabe el mes. Además, el redactor que tenga más héroes en su haber se lleva una bonita prima a final de año. Así que andando. Ahí fuera hay muchas piedras a las que dar la vuelta.

Wallace dijo:

– No te preocupes. Tendrás tu oportunidad. Pero, por ahora, intenta fijarte en cómo trabajan tus compañeros. Te va a resultar difícil abrirte un hueco y encontrar tu voz. Pero recuerda que todo el mundo empezó exactamente igual que tú. Mickey Mantle era un chaval de Oklahoma cuando entró en los Yankis. Muy pronto empezarás a encontrar héroes -se puso serio y se acercó un poco más a mí-. Contamos contigo para que encuentres alguno importante.

– No como Phil -dijo Paulina.

Wallace asintió resignadamente con la cabeza.

– Sí, no como Phil.

Decidí no preguntar por aquel tal Phil. Eran chismorreos de sala de redacción, y aún no me había ganado el derecho a hacerlo.

– Bueno, siéntate -dijo Wallace-. Veamos qué tal te sienta esta vieja mesa.

Mirando a Wallace para observar su reacción, me acomodé en mi nueva silla. El asiento no estaba diseñado para ser cómodo, sino más bien para un cuerpo en constante movimiento; más para mantenerte despierto que para relajarte. Yo estaba seguro de que mi espalda me odiaría por ello.

– ¿Y bien?

– Es perfecto -dije.

Wallace se echó a reír.

– Tonterías, pero te acostumbrarás. El jueves comemos juntos. Los de recursos humanos te mandarán información sobre beneficios y planes de pensiones. Dame una voz si necesitas algo -justo en ese momento un grito resonó en la oficina. Era la secretaria de Wallace.

– ¡Señor Langston! Rudy Giuliani en la línea dos.

Wallace masculló:

– Mierda, seguro que está cabreado por el artículo de la página cinco -me dio una rápida palmada en la espalda-. Y, Henry…

– ¿Sí?

– No vuelvas a ponerte traje y corbata. Eres periodista, no agente de bolsa. Lección número uno: tus fuentes querrán saber que estás al mismo nivel que ellos. No por encima.

Mientras me acomodaba, Paulina se volvió hacia mí con expresión cautelosa.

– Y otra cosa -dijo.

– ¿Sí?

– Recuerda esto, y recuérdalo bien cada vez que escribas un artículo: este trabajo consiste en un noventa por ciento en informar del enfrentamiento entre el bien y el mal. Y sin el mal estaríamos todos en el paro.