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Con la ayuda de unas cuantas pastillas estuve durmiendo hasta las dos de la tarde del domingo. No podía creerlo cuando al fin me desperté: nadie me había molestado. La rutina inamovible del hospital me había ignorado. Es bueno tener amigos en los sitios adecuados.
Entró una doctora a las tres para comprobar cómo estaba. Me movió los brazos y las piernas e hizo brillar un oftalmoscopio junto a mis ojos.
– El doctor Pirwitz dejó instrucciones de que podía usted irse a su casa esta tarde si se sentía con ánimos.
¿El doctor Pirwitz? Supuse que sería el cirujano de pelo gris. No le pregunté su nombre mientras me recomponía.
– Bueno, me siento con ánimos.
Me dolía horriblemente la mandíbula y los hombros estaban tan rígidos que se me guiñaban los ojos cuando los movía. Pero mejorarían más rápido en la comodidad de mi propia casa que en el hospital.
Ella escribió algo en mi informe. Incluso si el paciente no dice más que «sí, me quiero ir», hay que dejar una huella indeleble en el informe.
– Muy bien. Ya está. Lleve este papel hasta el puesto de enfermeras y allí le darán el alta -me sonrió alegremente y se fue.
Salté de la cama y me moví como un zombi hasta el baño. Vestirme fue un proceso que me hizo tomar consciencia de la miríada de músculos que tenía en los brazos y en las piernas. ¿Quién habría podido pensar que teníamos tantos?
Me estaba poniendo los zapatos cuando apareció el señor Contreras dudando en la puerta. Traía agarrado un ramo de margaritas. Su cara se iluminó cuando vio que yo estaba vestida.
– Vine a la una, pero me dijeron que estabas durmiendo. ¡Oh, Dios mío, muñeca! ¿Te has visto la cara? Parece como si hubieras estado en una pelea de taberna. Bueno, ya mejorará. Te voy a llevar a casa y te pondré un bistec crudo. Hacía milagros cuando yo tenía un ojo a la funerala de joven.
No me había mirado la cara. De hecho, había evitado el espejo cuidadosamente cuando me lavé en el pequeño cuarto de baño.
– Le creo -dije de mal humor. Ya no pude resistirme a ir al espejo que estaba sobre el lavabo en la pared lateral. No había visto la artesanía de Sergio la noche anterior. Una línea oscura corría desde un poco más abajo de mi ojo izquierdo hasta la mandíbula. Grapas de plástico transparente lo mantenían todo unido. No parecía demasiado horrible por sí mismo. Era la hinchazón, en amarillos y púrpuras, y el ojo izquierdo inyectado en sangre lo que me hacía parecer a una esposa maltratada. Tiré del cuello de mi jersey y vi una línea similar, algo descolorida, que corría hasta la clavícula.
– El fin justifica los medios -dije pomposamente, no muy segura de si me refería a los medios de Sergio o a mi propia incursión precipitada en su territorio.
– No te preocupes, muñeca. Eso se te va a curar, vas a quedar como nueva. Ya lo verás… Te traje esto por si hubieran querido quedarse contigo un poco más -me tendió las margaritas.
– Puedo irme ya, así que me las llevaré a casa.
Me siguió por el vestíbulo con constantes comentarios acerca de sus peleas cuando era mecánico, cuando le rompieron la nariz, cuando perdió su colmillo izquierdo -se echó hacia atrás el labio con un índice rechoncho para enseñarme el hueco-; lo que le había dicho su esposa cuando volvió a casa borracho a las cuatro de la mañana con un ojo negro y el hombre que se lo había puesto así a remolque, cantando alegremente «Cuando unos ojos irlandeses sonríen».
El proceso de liberación fue lento. Intentando atraer clientes de pago entre un vecindario ruinoso, Beth Israel mantenía un alto nivel de profesionalidad en todos los aspectos. Al menos, eso decía Lotty siempre. La enfermera que comprobó las órdenes del médico y la recepcionista que procesó mi alta me trataron ambas con una sonriente cortesía muy diferente al modo en que lo hizo la señora Kirkland en Friendship. Me dieron unos antisépticos especiales y pomada, me dijeron que volviese al cabo de una semana para quitarme los puntos y se despidieron de mí.
Los Cubs estaban jugando contra los odiados Mets. Los de Chicago no pueden perdonarle a los de Nueva York la temporada del 69. Hacía un año, algún promotor idiota organizó un partido amistoso entre los Cubs y los Mets del 69 en Arizona. Ron Santo se negó a jugar. Era el único Cub auténtico del equipo. Este año fue aún peor, con Chicago jugando de forma mediocre y los Mets cayendo durante toda la temporada.
El señor Contreras sintonizó amablemente la emisora WGN para que yo pudiese oír a Dwight Gooden animar a Moreland, retirar a Trillo y sacar a Davis al campo. Me alegré de estar en un coche y no en el campo, aunque cuando pasamos junto al estadio Wrigley, el sol y los débiles sonidos del órgano eran tentadores.
El señor Contreras insistió en subir conmigo al tercer piso para asegurarse de que quedaba cómodamente instalada. Además de las margaritas, había comprado un gran bistec y una botella de whisky Bell's, que es demasiado flojo y amargo para mi gusto. Me sentí conmovida por su gesto y le invité a sentarse y a tomar una copa conmigo.
Me senté en la pequeña terraza dé atrás con el whisky y la radio sintonizada en el partido mientras el señor Contreras hacía el bistec en la barbacoa comunitaria, abajo en el patio. Estaba orgulloso de la habilidad como cocinero que había adquirido durante el tiempo que hacía que su esposa había fallecido. Un par de niños coreanos que vivían en el segundo piso jugaban a la pelota con cuidado mientras cocinaba: la jovialidad del señor Contreras se desvaneció rápidamente al ver sus tomates amenazados. O la propiedad en general. O la de sus vecinos.
Yo iba masticando en bocados pequeños y dolorosos, que iban pasando gracias al ligero mareo del whisky, cuando llegó la policía. Me levanté con pereza al oír el timbre del portero automático y cogí el telefonillo. Cuando el detective Rawlings se anunció, recordé vagamente que el doctor Pirwitz había dicho que la policía quería verme. Los hospitales informan de todos los casos de ataque de forma rutinaria; la víctima y la poli ya lo saben. El detective Rawlings exultaba una cordialidad fingida. Iba en vaqueros y camiseta, lo que hacía que la chaqueta que llevaba para ocultar el revólver quedase un poco fuera de lugar. Con él iba un hombre uniformado que exhibía la rigidez habitual en los hombres uniformados cuando temen que sus oficiales puedan darles la lata.
– Le han cortado un poco, ¿eh, señora Warshawski? -preguntó Rawlings.
– No tanto como para que se note. Por lo menos, eso piensa el cirujano. Tendré que decirle que a usted no le ha impresionado.
– He visto demasiadas heridas de cuchillo en mi vida. No me impresiono fácilmente. Por lo menos, por eso. Ahora hablemos de la diferencia entre un detective privado y un abogado. ¿Qué es usted, señora W., abogado o detective?
El señor Contreras se me acercó protector, pero no hizo ningún intento de intervenir. Yo le presenté a Rawlings educadamente antes de contestar.
– Las dos cosas, detective. Soy miembro del Colegio de Illinois, al corriente de pago. Y soy detective privado con licencia. También al corriente de pago. Al menos en el Estado de Illinois.
Volví a mi sillón. Rawlings se sentó en el sofá, a un lado. El policía uniformado se quedó de pie junto a él, con un cuaderno listo para tomar notas. El señor Contreras se situó tras mi sillón. Principales y secundarios. Cuando el pañuelo cae, los dos principales deben estar listos para disparar.
– ¿Por qué no me dijo que era detective el otro día, Warshawski?
– El otro día no lo era. Acompañaba a la doctora Herschel en calidad de abogado. Ella creció bajo la amenaza de las Tropas de Asalto y tiene terror a los hombres de uniforme. En Chicago no es algo razonable, pero en cualquier caso…
Rawlings me miró frunciendo las cejas.
– Sabe, su nombre me resultó familiar el otro día. Después de que se fuese usted pregunté al sargento de turno. El recordaba a su padre. Pero no era eso en lo que yo estaba pensando. Así que, hablando ayer por la tarde con un compañero mío, Terry Finchley, la mencioné a usted, y él me dijo lo de que era detective privado y todo eso. Y que su teniente, Bobby Mallory, se desespera cuando sabe que usted anda rondando un caso. Y me sentí un poco fastidiado. Pensé en llamarla para leerle la ley de orden público y ordenarle que saliese de mi territorio.
– ¿Qué le detuvo?
– Oh, no lo sé. Terry dice que usted es como un grano en el culo, pero que consigue resultados. Pensé que esperaría a ver si encontraba algo que me sirviera. Ahora puedo decir que tenía razón en lo primero. Ya veremos en lo que respecta a lo segundo. ¿Quién le hizo esas bonitas marcas?
Cerré los ojos.
– Yo era abogado de oficio hace cien años, más o menos. ¿No se lo contó Finchley? Me topé con uno de mis antiguos clientes anoche. No le había gustado mi trabajo. Supongo que no se puede gustar a todo el mundo.
– ¿Esto no tiene que ver con la muerte de Malcolm Tregiere?
– No creo. Puedo equivocarme, pero creo que era rencor personal.
– ¿Dónde ocurrió?
– Cerca del North Side.
– ¿Dónde exactamente, si puedo preguntárselo?
– En North Avenue -dije escuetamente-. Washtenaw.
– ¿Humboldt Park? ¿Y qué coño estaba usted haciendo allí, Warshawski?
Yo abrí los ojos y vi a Rawlings inclinándose hacia delante en el sofá, ansioso. Parecía enfadado, pero puedo haberme confundido. El señor Contreras estaba murmurando para sí. Tal vez no le gustaba que Rawlings me llamase por mi apellido, o tal vez pensaba que el detective no debería decirme palabrotas.
– Hablando con un antiguo cliente descontento, detective.
– Y una mierda. Eso es territorio de los Leones. Esos bastardos se burlan de mí todos los días aquí en mi territorio -subrayaba sus palabras con un dedo-. ¡Y maldita sea si va usted a unirse a ellos!
Más sonidos reprobadores del señor Contreras.
– El asunto es el siguiente, Rawlings -dije, con un tono muy «palabra de honor»-. La doctora Herschel tiene una enfermera. La enfermera tenía una hermana pequeña. La hermana se quedó embarazada. Un indeseable llamado Fabiano Hernández era el padre. La hermana y el niño murieron desgraciadamente el martes pasado en Schaumburg; no de nada violento, complicaciones de la diabetes, el embarazo y su juventud.
»Bueno, pues se ha visto a Hernández deambulando por las calles en un coche que desde luego no se podía permitir, pues no tiene trabajo; en él, es crónico. Así que la familia quería saber en qué andaba metido. Son muy orgullosos. No querían estar relacionados con un inútil como Fabiano para empezar, y no quieren que se aproveche de la muerte de su hermana. Así que me pidieron que hiciese unas comprobaciones. Y él anda alrededor de Sergio Rodríguez. Se fue a llorarle a Rodríguez, que por su parte pensaba que me debía un favor por no haberle librado del trullo en su momento. Y eso es lo que hay.
Rawlings se pasó la lengua por los labios.
– ¿Y eso… no tiene nada, nada que ver con la muerte de Malcolm Tregiere?
– Que yo sepa, no, detective.
– ¿Tregiere atendía a la chica muerta?
El trabajo de policía te hace sospechar de todo. O Rawlings era muy perspicaz, o alguien había andado hurgando en el asunto.
Yo asentí.
– La doctora Herschel era su médico. Pero mandó al doctor Tregiere a Schaumburg. Ella no podía ir.
– ¿Así que el tipejo le mató porque había dejado morir a su mujer?
– ¿Porque pensaba que Tregiere había dejado morir a su mujer? No creo. El quería dejarla cuando ella se negó a abortar. No la dejó porque dos de sus hermanos son bastante fornidos. No es un camorrista. Escupe a la gente, pero físicamente es un alfeñique.
– ¿Y qué hay de los hermanos? Suena como si se preocupasen lo bastante de la chica como para protegerla.
Pensé en Paul y en su hermano mayor, Herman. Cualquiera de los dos hubiese podido, desde luego, cargarse a un hombre de la talla de Tregiere con una sola mano, y lo que le faltaba a Diego en tamaño le sobraba en ferocidad. Pero sacudí la cabeza.
– Son gente decente. Al que hubiesen podido matar sería a Fabiano. Si no le tocaron cuando su hermana se quedó embarazada, no iban a ir a por el doctor Tregiere. Además, les caía bien.
Sabían que había hecho lo que había podido en una batalla perdida de antemano.
Rawlings dio un bufido.
– No sea ingenua, Warshawski. Hay ahora mismo en la morgue veinticinco cuerpos que personas a las que se supone que caían bien han mandado allí -se levantó-. Vamos a ir a por el señor Rodríguez, Warshawski. ¿Quiere poner una denuncia?
La idea hizo que se me revolviera un poco el estómago.
– No especialmente. No quiero añadir nada al capital de odio que tiene en contra mía. Además, sabe usted perfectamente que estará de nuevo en la calle a las veinticuatro horas.
– Mire, Warshawski. Desde luego que volverá a la calle. Y puede que piense que le debe a usted una mayor. Pero estoy harto de los canallas como él. Cuanto más le moleste yo, con mayor cuidado se andará.
Me toqué la mandíbula sin querer.
– Sí, sí. Tiene usted razón. Adelante. Agárrele. Yo iré y representaré mi papel.
Le acompañé a la puerta y el hombre de uniforme nos siguió. Rawlings se dio la vuelta en el descansillo para mirarme.
– Si me entero de que está usted ocultando información acerca de Malcolm Tregiere, voy a mandarla de culo a la cárcel por obstrucción.
– Sí, sí. Conduzca con cuidado -cerré la puerta y eché el cerrojo.
El señor Contreras sacudió la cabeza.
– Qué manera de hablarte más repugnante, cielo. Y tú has tenido que quedarte ahí sentada y tragártelo. Tenías que haber llamado a un abogado; eso es lo que tenías que haber hecho.
Yo me reí un poco, con lo que conseguí una reacción violenta de los puntos de la cara.
– No se preocupe por eso. No hubiese durado ni un minuto en la calle si me impresionasen las palabras fuertes.
Volvimos a concentrarnos en la cena, que estaba ya fría, pero aún sabrosa. El señor Contreras había asado algunos tomates frescos con la carne. Eran fáciles de masticar y tenían el suculento sabor que sólo los tomates cultivados en casa tienen hoy en día. Ya me había comido tres cuando sonó el teléfono. Lotty llamaba para ver cómo estaba. Y para recordarme que el funeral de Consuelo era al día siguiente. Y el de Victoria Charlotte.
Luego llamó Paul, y finalmente Tessa, que había tenido noticias de mi ajetreada noche a través de Lotty. Estaba mucho más simpática.
– Jesús, Vic. Si hubiera sabido que te iban a herir, no te hubiese provocado hasta tal punto. No pensaba como es debido. Tendría que haberme dado cuenta que cualquiera que hubiese matado a Malcolm a palos no se lo pensaría dos veces antes de herirte a ti.
Contesté con una dureza tipo Sam Spade que estaba lejos de sentir, contestándole que era buena señal cuando uno encuentra una reacción en la calle: significa que está uno dando en el clavo. Sonaba bien, pero no quería decir nada. Yo no sabía si los Leones habían matado a Malcolm. Y si lo habían hecho, no tenía ni idea del por qué.
Cuando Tessa colgó, le dije al señor Contreras que me encontraba un poco cansada y que quería dormir. Muy amable, lavó todos los platos y recogió los restos del bistec para su gato.
– Ahora escucha, muñeca. Puede que yo tenga cien años, pero los oídos me funcionan. Si alguien viene a por ti, los oiré y acabaré con ellos.
– Si alguien viene aquí a por mí, llama usted a la policía. Y se queda dentro de casa con el cerrojo echado.
Me miró desafiante con las cejas alzadas, dispuesto a discutir. Pero yo le lancé un decidido adiós y atranqué mis propias puertas, la de delante y la de detrás. Cualquiera puede romper cualquier puerta si se empeña, pero cuando yo me mudé instalé unas extrafuertes con buenos cerrojos. Me habían atacado en casa demasiadas veces como para tomármelo a la ligera.