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Me quedé en la cama con la radio puesta a bajo volumen para oír el partido. Al principio oía vagamente los desmayados gritos de Harry Caray, pero cuando me relajé, el ruido se convirtió en un zumbido y caí en un sueño febril.
Estaba en el exterior de la alta valla que rodeaba el campo de atletismo de mi escuela, contemplando un partido de béisbol. Bill Buckner estaba en la tercera. Se dio la vuelta, me vio y me animó a saltar la valla para unirme a él. Yo empezaba a trepar, pero tenía la pierna izquierda paralizada. Miraba hacia abajo y veía la triste cara muda de una niña que me miraba mientras me tiraba de la pernera del pantalón. No podía desprenderme de ella sin hacerle daño y ella no soltaba mis vaqueros. La escena cambió, pero fuera a donde fuese y pasara lo que pasase, el bebé seguía colgado de mí.
Yo sabía que estaba durmiendo y deseaba desesperadamente salir de las arenas movedizas del sueño. Puede que fuese a causa de los tres whiskys o de las drogas que me habían dado en el hospital, pero yo no podía despertarme. Un teléfono que sonaba entró a formar parte de una pesadilla en la que huía de unos guardias de las SS, con el bebé colgando de mi camisa y sollozando. Finalmente conseguí salir del sueño y busqué a tientas con un brazo de plomo el auricular.
– Ho… la -dije pesadamente.
– ¿Señorita Warshawski?
Era una voz de tenor que me resultaba familiar. Luché para enderezarme y aclarar mi garganta.
– Sí. ¿Quién es?
– Peter Burgoyne, del hospital Friendship, en Schaumburg. ¿La llamo en un mal momento?
– No, no. Estaba durmiendo. Quería despertarme. Espere un momento.
Me puse de pie lentamente y fui al cuarto de baño. Me quité la ropa, que no me había cambiado desde que volví del hospital, y me metí bajo una ducha fría, dejando que el agua cayese por mi pelo y sobre mi rostro dolorido. Sabía que Burgoyne estaba esperando, pero me tomé un minuto más para lavarme la cabeza. El pelo limpio es la clave para tener la mente despierta.
Me envolví en un gran albornoz de felpa y volví con un simulacro de energía al dormitorio. Burgoyne seguía pegado al otro extremo del hilo.
– Perdone que le haya hecho esperar. Tuve un accidente anoche. Estaba durmiendo a causa de las drogas que me dieron en el hospital.
– ¡Un accidente! ¿De coche? Supongo que no estará usted seriamente herida, ¿verdad? Si no, no estaría usted en casa.
– No, sólo me corté la cara un poco. El aspecto es espantoso, pero no es mortal.
– Bueno, tal vez sea mejor que llame en otra ocasión -dijo dudando.
– No, no, está bien. ¿Qué ocurre?
Cuando vio la muerte de Malcolm en el periódico se había quedado destrozado.
– ¡Qué impresión para usted después de la muerte de la chica y de su hija! Y ahora ha tenido usted un accidente, además. ¡Cuánto lo siento!
– Gracias. Ha sido muy amable en llamar.
– Mire… Quería ir al funeral de la joven. Tal vez no debería, pero el no haber podido salvarla me deprimió mucho.
– Es mañana -dije-. En el Santo Sepulcro, entre Kennedy y Fullerton. A la una.
– Ya lo sé. Pregunté a la familia. La cosa es que no me parece bien ir solo. Me preguntaba…, bueno… ¿va a ir usted?
Yo apreté los dientes.
– Sí, claro, iré con usted -dije sin entusiasmo-. ¿Quiere que quedemos en la iglesia o viene usted a mi apartamento?
– ¿Está segura de que le parece bien? No parece que quiera usted ir.
– No quiero ir. Y es usted la tercera persona que me llama hoy para recordármelo. Pero iré, así que si quiere usted una barricada creo que puedo proporcionársela.
Quedó en venir a mi apartamento a las doce y media. Sería más fácil que tratar de encontrarnos entre el gentío de familiares, monjas y compañeras de colegio que llenarían la iglesia. Le di la dirección y colgué.
Me preguntaba si Burgoyne habría perdido a muchos pacientes. Si así era, debía pasarse la vida destrozado. Quizás el nivel de vida relativamente alto de las afueras del noroeste le impedía tener que vérselas con muchos casos de mujeres con partos de alto riesgo en su bonito centro de cuidados neonatales. Tal vez Consuelo fuese la primera adolescente embarazada a la que había tenido que atender desde que salió de Chicago. O tal vez no la había atendido a tiempo porque pensó que era una mexicana indigente.
Llamé a Lotty para decirle que no iría al funeral con ella y volví a la cama. Esta vez dormí profundamente y sin sueños y me desperté a la mañana siguiente, un poco después de las cinco.
Me puse unos pantalones cortos y un suéter y caminé las dos millas que me separaban del muelle para ver salir el sol sobre el lago. El pescador -o un pescador cualquiera- estaba allí otra vez, ondulando la superficie pizarrosa del agua. Me pregunté si habría pescado algo, pero no quise destruir aquella belleza de paisaje holandés hablándole. De camino a casa intenté correr a lo largo de varias manzanas, pero el movimiento me sacudía la cara de manera desagradable. Tendría que concederme unos cuantos días más.
El señor Contreras abrió su puerta cuando entré en el vestíbulo.
– Me estaba asegurando de que fuese alguien de la casa, muñeca. ¿Te sientes mejor hoy?
– Mucho mejor, gracias.
Subí las escaleras. La mañana no es mi hora favorita. Ésta era la primera vez aquel verano que estaba en la calle para ver la salida del sol y no estaba de humor para charlas.
Me dirigí a una pequeña caja fuerte que había colocado en la pared del armario de la entrada y saqué mi revólver. No suelo llevarlo, pero si Rawlings atrapaba a Sergio y yo ponía la denuncia, puede que lo necesitara. Limpié cuidadosamente el Smith & Wesson y lo cargué. Con el cargador puesto, pesaba unas dos libras, un peso muy incómodo si no se está acostumbrado a él. Me lo metí en los tirantes y me pasé un rato haciendo prácticas de sacarlo y quitar el seguro rápidamente. Debería ir regularmente a un campo de tiro, pero ése es uno de los mil propósitos que me hago y que no consigo nunca poner en práctica.
Tras estar practicando un cuarto de hora, más o menos, dejé el revólver y me fui a la cocina. El yogur con arándanos entraba fácilmente, así que me tomé dos cuencos con el Herald Star de la mañana. Gooden había eliminado a los Cubs en el primer juego, pero gracias al buen brazo de Scot Sanderson, los chicos habían conseguido rehacerse y marcar siete a dos en el segundo.
Puse el cuenco en el fregadero. Gracias a los esfuerzos del señor Contreras era el único cacharro sucio que quedaba en casa. Tal vez debería invitarle a cenar todos los domingos.
Eché un vistazo a la sala de estar. Un completo desorden. Pero estaba lista si me iba a poner a ordenar la casa sólo porque Burgoyne se había invitado a sí mismo al funeral de Consuelo. Por la misma regla de tres, dejé la cama sin hacer y añadí mis pantalones cortos y mi suéter al montón de ropa acumulada en una silla.
Fui al cuarto de baño a ver cómo iban los daños. Los moratones de la cara iban virando al verde y al amarillo. Al apretar la lengua contra la herida, los puntos tiraban, pero la herida no se abría. El doctor Pirwitz tenía razón: se me iba a curar rápido. Me pareció que el maquillaje no haría más que acentuar los horrores de la carne; limité mis cuidados personales a lavarme bien y a cubrir la herida con las tiritas que me habían dado en Beth Israel.
Para ir al funeral me puse un traje azul marino cuya chaqueta era lo bastante larga como para cubrir el revólver. La mezcla de lino y rayón aguantaría bien, aunque no fuese ideal para el calor. Con una blusa de lino blanco, medias brillantes azul marino y zapatos negros bajos, parecía una aspirante a colegio de monjas.
Cuando llegó Burgoyne, un poco antes de las doce y media, le abrí la puerta de abajo con el portero automático, y luego salí a la escalera a ver qué hacía el señor Contreras. Estaba segura de que iba a aparecer en seguida en escena. Me reí un poco por dentro al comprobar mi indiscreción.
– Perdone, joven, ¿a dónde va usted?
Burgoyne dijo perplejo:
– Voy a visitar a uno de los inquilinos del tercer piso.
– ¿Warshawski o Cummings?
– ¿Por qué quiere saberlo? -Burgoyne utilizaba la voz de médico-hablando-con-un-paciente-histérico.
– Tengo mis razones, joven. Bueno, no quiero tener que llamar a la policía, así que, ¿a quién va a ver?
Antes de que el señor Contreras le pidiese el carné, me asomé y dije que lo conocía.
– Muy bien, muñeca -oí la voz del señor Contreras desde abajo-. Sólo quería asegurarme de que no era amigo de los amigos que tú no quieres ver; ya me entiendes.
Le di las gracias muy seria y esperé en la puerta a que llegara Burgoyne. El subió deprisa las escaleras y llegó arriba sin perder el aliento. Llevaba un traje de verano azul marino, el pelo oscuro lavado y peinado, y parecía más joven y más alegre que en el hospital.
– ¡Hola! -dijo-. Me alegro de volver a verla… ¿Quién es ese señor?
– Un vecino. Un buen amigo. Se siente protector, pero tiene buena intención. No se preocupe.
– No, no; no me preocupa. ¿Está lista? ¿Quiere que vayamos en mi coche?
– Espere un segundo -fui a coger un sombrero. No por escrúpulos religiosos. Me estaba tomando muy en serio la cuestión de evitar que me diera el sol.
– Vaya corte que se ha hecho usted -Burgoyne me miró la cara de cerca-. Parece que se hubiese golpeado con un trozo de cristal. Creía que hoy día los parabrisas ya no se rompían en trozos.
– Me corté con un trozo de metal -expliqué, cerrando la puerta con doble vuelta.
Burgoyne llevaba un Nissan Maxima del 86. El coche estaba muy bien equipado, con asientos de cuero, salpicadero de cuero, controles individuales para cada asiento y, naturalmente, un teléfono. Me arrellané en el asiento. No se oía ningún ruido de la ciudad y el aire acondicionado, que mantenía el coche a veinte grados, era silencioso. Si me hubiese metido en la abogacía privada y hubiese mantenido la boca cerrada cuando debiera, podría tener un coche como éste. Pero entonces no hubiese conocido a Sergio ni a Fabiano. No se puede tener todo en esta vida.
– ¿Cómo ha podido tomarse un lunes por la tarde libre para ir a un funeral? -pregunté por preguntar.
Sonrió brevemente.
– Estoy encargado del departamento de obstetricia en Friendship. Simplemente le dije a mi gente que iba a salir.
Me dejó impresionada y se lo dije.
– Es usted muy joven para haber subido tan deprisa, ¿no?
Sacudió la cabeza.
– En realidad, no. Creo que cuando la vi allí, le dije que acababan de poner en marcha el servicio de obstetricia. Así que yo tenía la antigüedad necesaria. Es todo. Como cualquier otro trabajador.
Tardamos diez minutos escasos en recorrer las tres millas que nos separaban de la iglesia. No nos costó trabajo encontrar aparcamiento en las solitarias calles. Burgoyne cerró cuidadosamente el Maxima y conectó las alarmas. Aquello podía enfriar los ánimos de los jóvenes del vecindario, al menos a plena luz del día.
El Santo Sepulcro había sido construido hacía sesenta años, como parte de una gran comunidad polaca. En su época de esplendor, cerca de mil personas asistían a la misa del domingo. Ahora, ni siquiera una multitud de Alvarados, un convento entero de monjas y docenas de escolares, eran capaces de llenar la nave. Los escuetos pilares de piedra desaparecían en las alturas, en un techo abovedado. Un elevado altar adosado a la pared estaba profusamente iluminado por un montón de velas: el Santo Sepulcro había permanecido firme ante los cambios del Vaticano II. Las paredes estaban cubiertas de tela metálica para proteger las pocas piezas de vidriera que quedaban, contribuyendo a la atmósfera recogida y oscura de la iglesia. La nota de color la aportaban las colegialas, que iban vestidas de claros colores pastel. Me gusta la costumbre católica de no llevar luto en el funeral de un niño.
Lotty se había sentado sola a cierta distancia de los demás. Estaba vestida de negro y su aspecto era severo. Me acerqué a sentarme junto a ella, con Burgoyne pisándome los talones muy modoso. En voz baja hice unas rápidas presentaciones. Lotty asintió brevemente.
El órgano tocaba suave mientras la gente se acercaba a la parte delantera de la iglesia a arrodillarse ante los ataúdes cargados de flores. La señora Alvarado estaba sentada en la primera fila con sus cinco hijos. Vi cómo la parte de atrás de su cabeza asentía rígida ante varias personas que se acercaron a darle el pésame.
La música subió unos decibelios. Oculta por ella, Lotty acercó su cabeza a mi oído y murmuró:
– Fabiano está sentado tres filas más adelante con su madre. Mírale.
Seguí la dirección que señalaba su dedo, pero sólo pude ver sus hombros caídos y apenas nada de su cara. Levanté las cejas hacia Lotty en una pregunta muda.
– Vete a la parte delantera y mírale la cara cuando vuelvas.
Yo, obediente, pasé por delante de Burgoyne y me uní a la piadosa procesión que se dirigía a los ataúdes. Eché una mirada superficial a las flores y la fotografía de Consuelo y evité mirar a la caja en miniatura que había junto a la suya. Me volví hacia la señora Alvarado. Ella aceptó mi pésame con sonrisa triste. Di un ligero apretón de manos a Carol y regresé por el pasillo de la nave.
Iba mirando muy cauta hacia el suelo, pero eché un vistazo de lado al pasar junto a Fabiano. Me quedé tan asombrada que estuve a punto de perder mi compostura. Alguien se lo había trabajado bien. Tenía la cara muy hinchada, cubierta de moratones y renegrones. Comparado con esto, lo de mi cara parecía el corte que puedes hacerte al afeitarte.
Burgoyne se levantó para dejarme entrar en el banco.
– ¿Quién lo hizo? -le pregunté a Lotty.
Ella se encogió de hombros.
– Pensé que quizá tú lo supieses. Su madre apareció esta mañana por la clínica para que le diese una pomada para él, pero como no había venido con ella no le pude dar nada. Ella le ha obligado a venir al funeral. Carol me dijo que no quería venir.
Una de las monjas vestidas con hábito que estaba una fila más adelante que la nuestra nos lanzó una mirada de basilisco, llevándose un dedo a los labios. Nos callamos obedientes, pero cuando comenzaron los himnos, Lotty volvió nuevamente a hablarme.
– Llevas tu revólver, ¿verdad?
Yo hice una mueca, pero no dije nada, concentrando mi atención en el sacerdote.
La misa era en español, tan rápida que yo no podía seguirla. Las compañeras de Consuelo cantaban un himno y el sacerdote dijo un sermón en español, del que entendí algunas cosas. El nombre de Consuelo aparecía muchas veces, así como el de Victoria Charlotte. Conseguí entender que nos estábamos lamentando de que una vida se hubiese truncado antes de poder florecer, pero que Dios lo arreglaría todo algo más tarde. A mí no me sirvió de mucho consuelo, pero, por lo que pude ver, a la señora Alvarado le satisfizo bastante.
Todo aquello duró apenas cuarenta minutos, incluyendo el dar la comunión a todas las envolantadas niñas y a los Alvarado. El órgano volvió a tocar y la iglesia comenzó a vaciarse. Burgoyne se abrió camino contra corriente hasta la señora Alvarado. Yo me recosté y me froté los ojos.
– Creo que ya he hecho todo lo que he podido -le anuncié a Lotty-. ¿Vas a ir con ellos al cementerio?
Ella hizo un gesto.
– No me gusta toda esta charada más que a ti. Además, necesito volver a la clínica. Los lunes son el día de más trabajo y no tengo a Carol para que me ayude… Tu cara tiene mejor aspecto. ¿Cómo te encuentras?
Yo hice una mueca.
– Oh, mi espíritu está más machacado que mi cuerpo, creo. Estoy un poco nerviosa por lo que Sergio pueda hacer cuando la policía lo coja. Y me pone nerviosísima pensar lo lejos que estaba de conocer la opinión que tenía de mí. Creí que no le disgustaría volver a verme, en lugar de haber estado alimentando todo este odio durante años.
Le dije a Lotty lo que me había dicho él, que yo le había tratado como un gusano.
– Tiene su opinión, ya sabes. Pero si yo me hubiera dado cuenta de lo que había pasado, cómo le traté y cómo se habría podido sentir él, no hubiera ido sola a verle. Eso me hace dudar de mi buen juicio.
Burgoyne volvió al banco y esperó educado a que recogiéramos los bolsos, y los guantes, en el caso de Lotty. Salimos juntos. Burgoyne miró nervioso a Lotty.
– Siento no haber podido salvar a Consuelo, doctora Herschel. Me pregunto si… Estoy seguro de que el doctor Tregiere le daría a usted un informe, pero, ¿quiere usted hacerme alguna pregunta? Si me permite ver una copia de lo que escribió, podría añadir lo que hicimos antes de que él viniera.
Lotty le midió con la mirada.
– Mataron al doctor Tregiere antes de que me diera su informe. Así que le quedaría muy agradecida si pudiese enviarme una relación completa del tratamiento que ustedes aplicaron -rebuscó en su bolso una tarjeta, y después puso una mano tranquilizadora en mi hombro.
– Te pondrás bien, Vic. Estás básicamente sana. Confía en ti misma.