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XI

Licencia artística

Cacé a Paul Alvarado antes de que entrase en la limusina que lo llevaba al cementerio. Diego y él parecían incómodos con sus trajes negros, y estaban esperando a que su madre acabase de hablar con las monjas. Paul se inclinó para darme un beso bajo el ala de mi sombrero de paja. Aprovechó la oportunidad para examinar mi cara.

– Lotty le contó a Carol lo que había pasado, Vic. Lo siento de veras. Siento que tuvieses que verte mezclada con esa gentuza por nuestra culpa.

Sacudí la cabeza.

– No era por vuestra culpa. Intentaba averiguar algo acerca de Malcolm por encargo de Lotty… Vi a Fabiano. ¿Ha sido cosa vuestra?

Paul me miró con solemnidad.

– No sabes nada de eso, ¿verdad? Y Diego tampoco, supongo.

Diego sonrió.

– Eso es, Vic.

– Mirad, chicos. Me parece bien. Pero Sergio ya me tiene bastante nerviosa sin necesidad de esto. ¿Qué pensará cuando Fabiano vaya a lloriquearle?

Paul me rodeó con el brazo.

– Vic, tengo la sensación de que el chico no va a ir a llorarles a los Leones. Por lo que he oído, iba conduciendo demasiado deprisa en su Eldorado, frenó de pronto y se metió por el parabrisas. Es lo que he oído y es lo que él va a contarle a Sergio si se lo pregunta.

Burgoyne escuchaba la conversación con gesto confundido. Antes de que pudiese preguntarme acerca de aquellas personas desconocidas, la monja dejó finalmente libre a la señora Alvarado, que se dirigió con dignidad estática hacia la limusina que la esperaba. Burgoyne le estrechó la mano, le dijo una vez más lo mucho que lo sentía y la ayudó a subir al coche. Paul y Diego me estrecharon la mano afectuosamente y se unieron a su madre. Herman, Carol y la tercera hermana, Alicia, les siguieron en un segundo coche. Un grupo de parientes cercanos ocupaban cuatro limusinas más; era casi una procesión. Burgoyne y yo miramos cómo se alejaban calle abajo antes de volver al Maxima.

– ¿Se siente mejor ahora? -le pregunté sarcástica.

– La señora Alvarado se comporta de manera muy serena para ser una madre desconsolada -contestó muy serio, dirigiéndose hacia Fullerton-. Eso hace que resulte mucho más fácil hablar con ella.

– ¿Esperaba usted un despliegue frenético de emociones latinas? Es una mujer llena de dignidad.

– ¿Eran sus hijos ésos que estaban hablando con usted? Me preguntaba si… Tal vez no sea asunto mío, pero ¿la ha atacado alguien? Pensé que se había cortado usted en un accidente de coche.

Yo le sonreí.

– Tiene usted razón. No es asunto suyo. Un antiguo cliente mío pensó que teníamos una deuda pendiente y me persiguió con un cuchillo. No tiene nada que ver con Consuelo, así que no se moleste en llorar por mí también.

El se quedó desconcertado.

– ¿Eso es lo que piensa? ¿Que estoy dramatizando con la muerte de un paciente? Puede ser. Pero es el primer paciente obstétrico que muere desde que estoy en Friendship. Puede que me acostumbre, pero todavía no lo he hecho. -Giró por Belmont.

Seguimos en silencio durante unas cuantas manzanas más. Yo me sentía un poco incómoda a causa de su comentario y él rumiando quizá la muerte de Consuelo. En Ashland Avenue, el tráfico se complicó de repente. Los Cubs jugaban a última hora y sus fans llenaban las calles.

– Dígame cómo murió -pregunté-. Me refiero a Consuelo.

– De un ataque al corazón. Su corazón se detuvo sin más. Yo estaba en casa. Me llamaron, pero cuando llegué ya estaba muerta. La doctora Herschel llegó a los cinco minutos de irme yo. Vivo a cinco minutos del hospital.

– ¿No hubo autopsia?

Contrajo el gesto.

– Bueno, sí. Y el condado está implicado y pide un informe. Y el estado, supongo, aunque aún no tengo noticias. Podría contarle todos los detalles pesados, pero en realidad todo se reduce a que su corazón dejó de latir. Verdaderamente preocupante, tratándose de una chica tan joven. No lo entiendo. Quizá la diabetes que padecía…

Negó con la cabeza y condujo por Racine. Cuando llegamos a mi apartamento jugó con el volante durante un minuto para acabar diciendo:

– No nos hemos conocido en las circunstancias ideales, pero me gustaría conocerla algo mejor. ¿Podríamos cenar alguna vez? ¿Esta noche, quizá? Tengo el resto de la tarde libre. Tengo que hacer un recado rápido en la Circunvalación, pero podría recogerla hacia las seis y media.

– Desde luego -dije con ligereza-. Muy bien.

Saqué las piernas del coche con cuidado para no hacerme una carrera en las medias y entré en casa. El señor Contreras no apareció. Supuse que estaba fuera, con sus tomates. Muy bien. Aprovecharía algunos minutos de silencio. Una vez arriba, saqué el revólver, lo puse con cuidado sobre el aparador y me quité la ropa hasta quedarme en ropa interior. Aunque el traje era de tela ligera y veraniega, entre él y la automática me había acalorado muchísimo y acabé el funeral empapada.

Me acosté en el suelo de la sala de estar durante un rato, mirando el principio del partido e intentando decidir cuál sería el siguiente paso a dar en lo referente a la muerte de Malcolm. Desde que dejé a Sergio la noche del sábado, mi cabeza había estado muy confusa: primero por el dolor y la humillación, después, por las pastillas. Aquella era la primera ocasión en que podía pensar en la situación tranquilamente.

Sergio era un psicópata encantador. A los dieciocho años, cuando yo le defendí, había contado las mayores mentiras de modo que parecían perfectamente verosímiles. Si no hubiese tenido el bien documentado informe de la policía, no estoy segura de que me hubiese dado cuenta nunca de aquello a tiempo para conseguir que en el tribunal no le hiciesen pedazos. De hecho, cuando le interrogué se puso furioso. Tergiversaba las historias, no siempre para mejor, y pasó cierto tiempo antes de que consiguiéramos algo que resistiese al más mínimo análisis.

Desde luego, podía haber matado a Malcolm sin que se le moviese un pelo de la cabeza y haberme mentido después con una sonrisa en los labios. O haber ordenado a alguien que lo matase, como seguramente hacía ahora. Pero la única razón que tenía para ello era que Fabiano se lo hubiese pedido.

Pero Fabiano, aunque era un llorica y un cobarde, no tenía el perfil psicótico de Sergio. Y en cualquier caso, Fabiano no estaba en tan buenos términos con los Leones. No podía imaginarme a Sergio cometiendo un crimen a petición suya; más bien le veía mofándose de Fabiano y humillándolo. Tenía la sensación de que Fabiano sabía algo de la muerte de Malcolm. Pero no creía que estuviera directamente implicado. Tal vez la paliza que le habían dado le hubiese ablandado un poco. Tendría que volver a intentar hablar con él.

Me puse de pie y eché un vistazo a la televisión. Los Cubs arrastraban un cuatro a cero. Parecía un buen día para andar investigando por ahí en lugar de quedarse sentado en las gradas. Apagué el televisor, me puse unos vaqueros y una camiseta de algodón amarillo, me metí el revólver en un bolso de bandolera y me marché. Una ojeada por la ventana de la cocina me permitió ver al señor Contreras en estrecha comunión con sus plantas. No les interrumpí.

El estudio de Tessa Reynolds se encontraba en la zona de la ciudad conocida como Ukrainian Village. No muy lejos de Humboldt Park; es un vecindario de trabajadores que se va reconvirtiendo en barrio de artistas. Tessa se había comprado un edificio de tres pisos con un préstamo municipal cuando la zona empezó a recuperarse. Había arreglado el sitio con un cuidado escrupuloso. Los dos pisos de arriba los alquilaba a artistas y estudiantes. En el piso de abajo estaban su estudio y su vivienda.

El lugar donde trabajaba ocupaba la mayor parte del piso. Había derribado los muros que daban al sur y al oeste y los había reemplazado por láminas de cristal a prueba de balas. Aquel proyecto le había costado dos años, y la había dejado muy endeudada con sus amigos diseñadores y constructores que se habían hecho cargo de la instalación eléctrica y de fontanería. Pero el resultado fue un amplio y luminoso estudio muy apropiado para las grandes piezas de metal en que consistía su producción primordial. Los cristales se deslizaban permitiéndole sacar los trabajos terminados con una grúa instalada arriba. Los compradores metían sus camionetas en el callejón frente al que se encontraba su patio.

Aparqué el coche frente al edificio y bordeé la pared de ladrillo hasta llegar a la parte de atrás. Entré sin llamar. Tal como había pensado, Tessa estaba en su estudio, con las ventanas de cristal abiertas para dejar entrar el aire del verano. Me quedé un momento en la entrada: su concentración era tan intensa que no me atrevía a interrumpir. Llevaba una escoba en la mano, pero estaba mirando al infinito. Un chal con estampado africano le cubría el pelo, acentuando sus altos pómulos de princesa Ashanti. Al fin me vio, dejó caer la escoba y me dijo que entrara.

– Estos días no soy capaz de trabajar, así que pensé que podría aprovechar el tiempo haciendo limpieza. Y cuando estaba a la mitad del barrido, se me ocurrió una idea. Voy a hacer unos bocetos mientras lo tenga todavía en la cabeza. Sírvete tú misma un zumo o café.

Se acercó a una mesa de dibujo que había en un rincón y se puso a dibujar con carboncillo durante unos minutos. Yo di unas vueltas por allí mirando los bronces, las barras de hierro y las hojas, los sopletes y las limas, y algunas obras terminadas. Una era una escultura de bronce de cinco metros cuyos bordes dentados producían una impresión de gran energía.

– Es para un banco -comentó Tessa brevemente-. Se llama «Economía en acción».

Acabó sus bocetos y se me acercó. Tessa me saca unos cinco o seis centímetros. Me agarró de los hombros y me miró la cara. Empezaba a sentirme como si tuviese que vender entradas para el espectáculo.

– Te han puesto buena, chica. ¿Les dejaste tú señales?

– No, por desgracia. Algunas magulladuras, pero nada serio… ¿Podemos hablar de Malcolm? Tengo la sensación de que uno de los tipejos que me atacó sabe más de lo que quiere reconocer, pero antes de volver a apretarle las tuercas me gustaría conseguir algo más de información.

Ella frunció los labios.

– ¿Como qué?

– Su madre le trajo a Chicago cuando él tenía nueve años, ¿verdad? ¿Sabes si tuvo algo que ver con bandas callejeras cuando era más joven?

Sus ojos brillaron peligrosamente.

– No irás a ponerte en plan policía, ¿verdad? Lo de que uno acaba siempre pagando sus culpas…

– Mira, Tessa. Entre Lotty y tú estáis acabando con la provisión de paciencia que tenía, que no era mucha, además. Las dos queréis que investigue la muerte de Malcolm. Y luego me dais sermones acerca de cómo tengo que actuar. Si Malcolm andaba con bandas cuando era un chico, es posible que el pasado se tomase la revancha. Si no, elimino ese terreno de investigación agotador y desagradable y me concentro en el presente. ¿Vale?

Ella siguió mirándome enfadada. Tessa odia perder.

– Menos mal que el detective Rawlings no te está viendo ahora. Cree que eres lo bastante fuerte como para matar a alguien de una paliza, y si viese la mirada que tienes, pensaría que eres perfectamente capaz -le dije.

Eso le hizo sonreír sin muchas ganas.

– Bueno, vale, Vic. Hazlo a tu manera.

Me llevó hasta la esquina en donde estaba su mesa de dibujo, junto a la que había un par de taburetes en los que nos encaramamos.

– Conocía a Malcolm desde hace doce años. Los dos éramos estudiantes en el Círculo, yo de arte, él de ciencias. Siempre le gustaron las mujeres altas, siendo él poca cosa. Así que, entre unas cosas y otras, le conocía muy bien.

»Su madre era una señora. Hay quien dice que era bruja. Dicen que su fantasma se anda paseando por ahí, ahora que ha muerto. Ella no quería que Malcolm se mezclase con malos chicos, y te puedo asegurar que él hizo lo que ella le decía. Toda la manzana hacía lo que ella decía. Si una señora es capaz de meterse en tus interioridades, haces lo que ella quiera. Así que puedes estar segura de que no se mezcló con bandas.

– Me gustaría haberla conocido cuando yo trabajaba para el condado -sonreí apreciativamente-. El día en que le mataron, tú pasaste por allí para verle. ¿Te estaba esperando?

Ella alzó las cejas, endureció el rostro y luego decidió no enfadarse.

– Sí. Con un chaval con el horario de Malcolm no podía una dejarse caer por las buenas a ver si estaba en casa.

– ¿Así que hablaste con él aquel día? ¿Dijo algo que pudiera hacerte pensar que esperaba a alguien más?

Sacudió la cabeza.

– No hablé con él. Llamé al hospital, y allí me dijeron que estaba en casa. Así que llamé allí y hablé con el contestador. Lo ponía cuando estaba durmiendo. Siempre decía la hora a la que contestaría la llamada, y así nos poníamos de acuerdo: que a esa hora estaría en casa. Por eso sabía que podía ir a verle.

– Así que cualquiera que hubiese llamado habría recibido el mensaje y sabría a qué hora estaría en casa.

Asintió.

– Pero, Vic… si alguien hubiese dejado el mensaje en la máquina: oye, Malcolm, voy a ir a romperte los sesos, sabemos quién lo hizo.

– ¿Sabemos? Habla por ti. Yo no lo sé.

Recorrió mi cara con un dedo fuerte.

– ¿Por qué demonios te cortó, nena? Le estabas preguntando algo acerca de Malcolm, ¿verdad?

– Tessa, ahí es donde empezamos. Si Sergio mató a Malcolm, tiene que haber tenido una razón. Y por lo que me acabas de contar, no tenía ninguna. Malcolm no se había mezclado con bandas y Sergio no lo conocía de otros tiempos.

Se encogió de hombros impaciente.

– Puede que no tuviera una razón. Puede que entrase y se encontrase con que Malcolm estaba en casa. O pensó que podía tener morfina. La parte alta de la ciudad no es un sitio muy selecto, Vic. La gente te conoce. Sabían que Malcolm era médico.

Al final, mi temperamento explotó.

– Yo no tengo conexiones con el vudú. No puedo perseguir a un chaval porque tú intuyas que ha hecho algo.

Tessa me lanzó su mirada de reina Ashanti, arrogante y amenazadora.

– ¿Qué vas a hacer entonces? ¿Gemir y llorar?

– Estoy haciendo lo que puedo. Que es hablar con la policía. Conseguir que persigan a Sergio por asalto. Pero no tenemos ni asomo de pruebas de que se acercase a Malcolm. Y en el fondo de mi corazón, no estoy convencida de que lo hiciera.

Los ojos de Tessa resplandecieron de nuevo.

– ¿Así que vas a quedarte ahí sentada de culo? Me avergüenzo de ti, Vic. Pensé que tenías más coraje, no que eras una mierda.

Se me subió la sangre a la cabeza.

– Me cago en todo, Tessa. ¿Una mierda? Me la he jugado el sábado por la noche. Te estoy hablando con treinta puntos en la cara y tú me insultas. No soy Sylvester Stallone. No puedo cargarme a un montón de gente disparando antes y preguntando después. ¡Cristo!

Me bajé del taburete y fui hacia la puerta.

– Vic.

La voz de Tessa, suave y tentadora, me detuvo. Me volví hacia ella, aún furiosa. Me brillaban las lágrimas en la cara.

– Vic, lo siento. De verdad. Estoy desquiciada con lo de Malcolm. No sé por qué pensé que gritándote iba a resucitarle.

Fui hasta ella y la rodeé con mis brazos.

– Sí, sí, nena.

Nos abrazamos durante un rato sin hablar.

– Tessa, de verdad, quiero hacer lo que pueda acerca de la muerte de Malcolm. Pero es jodidamente difícil. Si pudiera oír su contestador, si está todavía por ahí, quizá supiéramos si alguien le estaba amenazando. ¿Quién tiene sus cosas?

Ella sacudió la cabeza.

– Creo que todo sigue en su apartamento. Lotty debe tener las llaves. Malcolm la nombró su albacea, el pariente más próximo, o lo que sea -sonrió levemente-. Seguramente, era lo más parecido a una bruja que encontró cuando murió su madre. Siempre me pregunté si era esto lo que le había acercado a ella.

– No me sorprendería -me solté suavemente-. Tengo una cita con un médico rico esta noche. El tipo que atendió a Consuelo junto con Malcolm la semana pasada en las afueras.

Sus ojos se estrecharon en una compungida sonrisa.

– Vale, Vic. Lo estás haciendo muy bien -dudó, y luego dijo muy seria-. Ten cuidado con esos chicos, V. I. Sólo tienes una cara, ¿sabes?