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XII

Llamada a domicilio

Burgoyne me llevó a un pequeño restaurante español que solía frecuentar en sus días de estudiante. El efusivo dueño y su mujer le saludaron como a un hijo perdido hacía tiempo: «Hace tanto que no le veíamos, señor Burgoyne. Pensamos que se habría mudado.» Nos escogieron un menú cuya cariñosa presentación disimuló las deficiencias en el sabor. Cuando llegaron el café y el coñac español se retiraron finalmente a atender a otros clientes y nos dejaron hablar un poco.

Burgoyne estaba más relajado que por la tarde. Se disculpó por su abstracción y anunció una moratoria en lo que a temas médicos se refería para el resto de la velada. Yo le pregunté acerca de la vida en las afueras noroccidentales.

– Es lo que te dicen que es -dijo sonriendo-. Limpio, tranquilo, bonito y aburrido. Si el viaje no fuese una pesadilla, volvería corriendo a la ciudad. No estoy casado, así que no tengo que preocuparme de colegios ni de parques ni de nada de eso. Y parece que no encajo en la vida social de la comunidad. Los principales temas son el golf y el aerobic, y a mí no me interesa mucho ninguna de las dos cosas.

– ¡Parece un verdadero problema! ¿Por qué no abandona sus ganancias extra y vuelve a un hospital de la ciudad?

El torció el gesto.

– Mi padre decía siempre que nadie había nacido para la púrpura. Nadie se acostumbra. Yo aprendí muy pronto cuando llegué a Friendship que es más fácil acostumbrarse a un determinado nivel de vida que a prescindir de él.

– Así que bajaría usted de un sueldo de quinientos mil al año a doscientos mil. No se iba a morir por eso. Y estoy segura de que seguiría habiendo alguna señora que lo encontrase atractivo.

Se acabó el coñac.

– Seguramente tendrá razón, excepto en su elevado concepto de lo que les cuesto a los de Friendship -sonrió amable-. ¿Nos vamos? ¿Le gustaría darse un paseo por la playa a la luz de la luna?

Mientras nos dirigíamos al lago, Burgoyne me preguntó si sabía algo de los progresos de la policía en la investigación del asesinato de Malcolm Tregiere. Le dije que aquello tenía pinta de ir muy lento si los asesinos no eran gente que él hubiese conocido. El terrorismo, que es el modo en que la policía clasifica este tipo de hechos, es lo más difícil de resolver.

– Pero no creo que vayan a escatimar medios para resolverlo. Rawlings, el policía que se ocupa de ello, parece muy obstinado. Y ningún caso de asesinato se considera nunca cerrado. Cualquier día dan con un soplón o un asesinato que tenga algo que ver y vuelven a abrir el caso. O tal vez tengan suerte.

Se metió en el aparcamiento de Montrose. Condujo lentamente, buscando un lugar libre. La ciudad se lanza hacia el lago en las noches cálidas. Las radios berreaban. Los niños chillaban como telón de fondo junto a parejas que se arrullaban. Jóvenes con latas de cerveza y «canutos» se colocaban en las rocas, dispuestos a interceptar a todas las chicas que pasasen.

Burgoyne encontró un sitio junto a una camioneta enorme y oxidada. Apagó el motor antes de hablar de nuevo.

– ¿Está investigando usted la muerte de Tregiere?

– Algo así. Si fuese un asesinato terrorista, la policía lo resolvería. Si le mató alguien a quien él conocía, yo puedo aclararlo tal vez. Supongo que no diría algo de interés cuando estaba con usted, atendiendo a Consuelo, ¿verdad?

Sentí cómo me miraba en la oscuridad.

– ¿Se supone que es una broma? -preguntó al fin-. No la conozco lo suficiente como para saber si se está haciendo la graciosa. No, todo lo que hablamos fue acerca de los erráticos latidos del corazón de la paciente.

Nos unimos a la multitud y bajamos por las rocas hasta el lago. A la orilla del agua, la multitud disminuía y encontramos un lugar para nosotros solos. Me quité las sandalias y metí los pies en el agua. El lago se había vuelto a calentar y me acarició suavemente.

Burgoyne quería saber cómo llevaba yo una investigación.

– Oh, hablando con gente. Si se enfadan, pienso que saben algo. Así que ando por ahí y hablo con más gente. Y al cabo de cierto tiempo acabo enterándome de cantidad de cosas y algunas empiezan a encajar. Me temo que no es un método muy científico.

– Se parece bastante a la medicina. -A la luz de la luna, veía sus rodillas dobladas a la altura de la barbilla y los brazos rodeándolas-. Aunque dispongamos de toda esa tecnología increíble, la mayoría de los diagnósticos siguen dependiendo de un montón de preguntas y de eliminar posibilidades… ¿Con quién está usted hablando acerca de la muerte de Tregiere?

– Con gente que le conocía. Gente que pueda haberlo conocido en un contexto equivocado.

– No es así como consiguió cortarse la cara, ¿verdad?

– Bueno, pues sí. Pero me han hecho heridas peores. Esto sólo asusta porque a nadie le gusta quedar desfigurado.

– ¿Qué relación tenía Tregiere con la doctora Herschel? -preguntó con curiosidad-. ¿Era su socio?

– Algo así. Estaba en la clínica tres mañanas a la semana para que ella pudiese hacer visitas, y tenía allí una consulta para sus propios pacientes. Era diplomado en obstetricia, pero estaba acabando un curso de perinatología.

– Así que ella estará muy trastornada con su muerte.

– Sí, desde luego. Además, esto la coloca en una situación muy difícil, con todo el trabajo que tiene -manoteé para espantar algunos mosquitos que empezaban a zumbarme alrededor de la cara.

Él se quedó un minuto callado, contemplando el lago. Luego dijo bruscamente:

– Me gustaría que ella no nos culpase de la muerte de Consuelo.

Intenté mirarle, pero no pude distinguir su rostro en la oscuridad.

– Se preocupa demasiado -dije-. Mándele el informe del que le habló y deje de pensar en ello.

Los mosquitos empezaron a atacar más en serio. Mi cara, con su olor a sangre en la superficie, les resultaba particularmente atractiva. Espanté a unos cuantos y luego le dije a Burgoyne que creía que había llegado el momento de irse. Me ayudó a levantarme; luego me rodeó con un brazo y me besó. Resultó de lo más natural. Espanté unos cuantos mosquitos más y le besé a mi vez.

Mientras caminábamos del brazo por las rocas, él preguntó por cuántos peligros tenía que pasar antes de abandonar una investigación.

– No sé -dije-. No pienso en esos términos. Me han intentado matar un par de veces, y de maneras muy desagradables. Así que me imagino que mi trabajo consiste en pensar más rápido que ellos. Cuando ya no pueda hacerlo, o no me mueva lo bastante deprisa, será el momento de que me mude a Barrymore y empiece a tomar clases de aerobic.

– ¿Así que no puedo sugerirte que lo dejes para que no recibas peores heridas? -dijo tanteando el terreno.

– Puedes sugerir lo que quieras -dije, retirando mi brazo-. Pero no tienes derechos sobre mí y me reventaría mucho que te metieras en mis asuntos.

– Bueno, no quiero que eso ocurra. Me gustas más de buen humor. ¿Podemos borrar el último minuto de la cinta?

Volvió a cogerme la mano, dudoso. Yo me reí y volví a rodearle la cintura.

El señor Contreras salió al recibidor cuando abrí la puerta de entrada. Llevaba una llave inglesa. Miró nuestros brazos enlazados y me habló directamente a mí, ignorando a Burgoyne.

– No hemos tenido visita esta noche, ya sabes lo que quiero decir, muñeca. ¿Lo has pasado bien?

– Muy bien, gracias -solté el brazo de Burgoyne, sintiéndome un poco tonta.

– Me vuelvo a casa. ¿Quiere asegurarse de que la puerta delantera queda bien cerrada cuando se vaya, joven? El cerrojo no cierra si no se tira fuerte. No quiero levantarme por la mañana y encontrar un montón de basura en el portal porque los vagabundos han encontrado un hueco para entrar.

Miró a Burgoyne con ferocidad, balanceando la llave inglesa; me dio las buenas noches y se metió en su apartamento.

Burgoyne dio un suave silbido de alivio cuando subimos.

– Me temía que fuese a subir con nosotros para supervisar.

– Ya lo sé -puse cara de arrepentimiento mientras abría la puerta de mi apartamento-. No me había sentido así desde que tenía dieciséis años y mi padre me esperaba levantado.

Saqué dos de los vasos rojos venecianos de mi madre y eché coñac en ellos. Nos los llevamos con nosotros al dormitorio, donde tiré descuidadamente todo lo que había sobre la cama encima de una silla, y nos echamos en las sábanas arrugadas. Burgoyne era demasiado caballeroso, o estaba demasiado inflamado por mis encantos manifiestos para comentar algo acerca del caos.

Bebimos y nos besamos, pero yo tenía la mente medio puesta en los vasos. Había sido un error sacarlos. Finalmente, cogí el de Peter y lo puse cuidadosamente debajo de la cama junto al mío.

– Es lo único que me dejó mi madre -expliqué-. Se los trajo en la maleta de contrabando de Italia; la única maleta que pudo llevarse cuando se fue, y no puedo pensar en otra cosa si estoy pendiente de ellos.

– Menos mal -murmuró junto a mi cuello-. Yo no puedo pensar en dos cosas a la vez, de todas formas.

Durante la hora siguiente, me demostró el valor que puede tener un buen conocimiento de la anatomía en las manos adecuadas. Mi experiencia como detective también se reveló útil.

Nos dormimos en el calor húmedo. El buscapersonas de Burgoyne me despertó sobresaltada a las tres: una paciente se había puesto de parto, pero su compañero la atendía. A las seis, su reloj despertador sonó con urgencia; incluso un médico de las afueras tiene que ir temprano al trabajo. Me desperté lo suficiente como para cerrar la puerta tras él, y volví a la cama.

A las nueve me volví a despertar, hice algunos ejercicios para mantenerme en forma mientras me cicatrizaba la cara, y me vestí para el trabajo: vaqueros, zapatos oxford, camisa suelta y revólver. Me puse pomada en la cara, me coloqué un sombrero de paja de ala ancha y salí a recibir al nuevo día. Antes de ir a perseguir a Fabiano me dirigí a la clínica de Lotty a recoger la llave del apartamento de Malcolm.