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XX

Lazos familiares

Rawlings apareció alrededor de las nueve con un equipo de investigadores. Hizo preguntas a los hombres uniformados, después les dijo que se fueran y entró en la sala. Yo me había trasladado del suelo al sofá.

– Bien, bien, señora W. Cuando estuve aquí la otra vez, me pareció que el trabajo doméstico no era su especialidad, pero este follón es demasiado.

– Gracias, detective. Lo preparé especialmente para usted.

– Vaya.

Se dirigió hacia la pared que daba al sur, la que estaba enfrente de las ventanas, donde yo había colocado una estantería para libros y discos. Estos estaban revueltos por el suelo; los discos, fuera de sus fundas, los libros tirados de cualquier manera. Cogió un par de volúmenes al azar.

– ¿Primo Levi? ¿Qué clase de nombre es éste? ¿Italiano? ¿Lee usted italiano?

– Sí. Los agentes me dijeron que no tocase nada hasta que lo viese el equipo de investigadores.

– Y luego le entrará a usted la furia limpiadora y lo ordenará todo. Bien. Bueno, tienen mis huellas en el archivo. Y supongo que tendrán las suyas. Si les entra la inspiración o se apresuran a hacer su trabajo y se preocupan de buscar huellas en todos estos libros y discos, podrán distinguir nuestras huellas de las de los ladrones. ¿Qué andaban buscando?

Sacudí la cabeza.

– Maldita sea si sé algo. No estoy trabajando para nadie en este momento. No estoy haciendo nada. No hay nada que le pudiese interesar a nadie.

– Sí, y yo soy el rey de Suecia. ¿Le falta algo?

– Bueno, todavía no he revisado todos los libros. Así que no sé si aún siguen aquí mis ejemplares de Mujercitas y de Belleza Negra. Mi madre me los regaló cuando cumplí nueve años y me rompería el corazón que alguien me los robase. Y el viejo álbum de los Doors, el que tiene «Light My Fire». O Abbey Road. Me disgustaría mucho saber que han desaparecido.

– Bueno, ¿qué pensaban que escondía usted, nena?

Miré a mi alrededor.

– ¿Con quién está hablando?

– Con usted, señora W.

– Pues no me llame «nena».

Hizo una pequeña inclinación.

– Perdóneme, señora Warshawski. Déjeme volver a plantearle la pregunta. ¿Qué esperaban que tuviera usted, señora Warshawski?

Me encogí de hombros.

– He estado dándole vueltas desde que volví a casa. Todo lo que se me ocurre es que haya sido Sergio. Fui a ver al pequeño Fabiano hace un par de días. El chico sabe algo que no quiere decir. Le molestaron mucho mis preguntas y se puso a gritar. Ayer se le ocurrió poner una demanda contra la doctora Herschel por negligencia. Por eso yo estaba con ella anoche; para animarla un poco. Puede que los Leones decidiesen vengar la herida virilidad de Fabiano viniendo aquí.

Rawlings sacó un cigarrillo del bolsillo interior de la chaqueta.

– ¿Le importa que fume?

– Sí, me importa que fume usted aquí. Además, puede estropearles las pistas a los investigadores.

Miró el cigarrillo un buen rato y lo volvió a guardar.

– No pegaría usted al chico por casualidad, ¿verdad?

– No como para que se le notase. ¿Anda diciéndole a la gente que lo hice?

– No le ha dicho nada a nadie. Pero le vi la cara hecha polvo después del funeral de su mujer. Oí que había sido un accidente de coche, pero como no hubiese volcado, no veo cómo se habría podido poner así.

– Franca y sinceramente, detective, yo no fui. También yo me lo preguntaba, pero oí que había sido con el parabrisas del Eldorado.

– Bueno, hermana… perdone, señora Warshawski. Recemos por la recuperación de su vecino. Si ha sido Sergio, será la única manera de que podamos retenerle.

Estuve de acuerdo con él, y no sólo porque quisiera que retuviesen a Sergio. Pobre señor Contreras. No hacía más que dos días que le habían quitado los puntos en el lugar en el que le habían atizado los defensores de los fetos. Y ahora esto. Rogaba a Dios que su cabeza fuese tan dura como él decía siempre.

Cuando el equipo de investigadores acabó su tarea y yo firmé trillones de documentos y declaraciones, llamé al administrador del edificio y le encargué que clausurasen la puerta. Entraría y saldría por la parte de atrás hasta que me instalaran una nueva.

Podía haber llamado a Lotty, pero ya tenía ella bastantes problemas por ahora. No necesitaba los míos. En lugar de eso, me puse a vagar tristemente por la casa. No es que el desastre fuese irreparable. Habían cortado algunas de las cuerdas del piano, pero el instrumento no sufría daños. Todo lo que estaba por el suelo se podía volver a poner en su sitio. No era como en casa de Malcolm, donde todo estaba hecho pedazos. Pero no dejaba de ser un asalto violento, y eso impresiona. Si hubiese estado aquí… El ruido de la puerta al romperse me hubiera despertado. Puede que hubiese podido dispararles. Qué pena no haber estado en casa.

Volví a la cama, demasiado deprimida como para ponerme a limpiar. Demasiado afectada por todos los asaltos de las últimas semanas como para hacer nada. Estaba tumbada, pero no pude volver a dormir por las vueltas que me daba la cabeza.

Digamos que el viejo Dieter descubriera, en la hecatombe general de su oficina, que el fichero había desaparecido. Y que pensara, según dijo en el Herald Star, que habían sido los malditos abortistas. Y que contratase a alguien -digamos, por ejemplo, a los colegiales tan monos que había visto tirando piedras a la clínica de Lotty- para romperme la puerta y crear una confusión, para recuperar los libros y el fichero pero haciéndolo aparecer como un robo. O sólo para quedar en paz.

Era plausible. Incluso posible. Pero para eso tenían que haber supuesto que yo tenía los ficheros; y no lo sabían con seguridad. La única persona que lo sabía sin lugar a dudas era Peter Burgoyne.

¿A quién había telefoneado desde el hospital? Había dicho que era personal. Puede que tuviese a una ex esposa encerrada en un ático en alguna parte. Y me había sacado a pasar el día fuera de la ciudad. Pero si él estaba detrás del asalto, ¿por qué? ¿Y cómo pudo organizar algo así sobre la marcha?

Le di vueltas y más vueltas, con el cerebro exhausto, el cuerpo roto, y las pequeñas cicatrices de la cara y el cuello doliéndome a causa de la tensión. Podría llamarle, claro. Mejor aún, ir a verlo. Puede que por teléfono lo negase todo, pero tenía un rostro tan expresivo que creo que sabría si estaba mintiendo sólo con mirarle.

Podía llamar a Dick. Comprobar si había alguna razón para que Friendship o Peter Burgoyne no quisieran que yo viese los archivos de IckPiff. Puede que Dick representase a Friendship. Pero, ¿por qué iban ellos a preocuparse de un pobre lunático como Dieter Monkfish? Me imaginaba la recepción que me dispensaría Dick además.

Acción. Es lo que necesitan los detectives. Me levanté y llamé a casa de Peter. Me pareció que se ponía un poco nervioso al oír mi voz.

– ¿Estás bien?

– Claro. Claro que estoy bien. ¿Por qué lo preguntas? -le pregunté agresiva.

– Pareces nerviosa. ¿Le ha pasado algo a la doctora Herschel? ¿Algo de la demanda?

– Ninguna novedad. ¿Puedo acercarme hoy a Barrington a recoger una copia del informe para ella? Ya sabes, la carpeta de Consuelo del hospital.

– Vic, por favor, ya te dije que la buscaría el lunes. Incluso aunque convenciese a los del hospital de que me la diesen hoy, ella no iba a poder hacer nada este fin de semana.

Intenté quedar con él el fin de semana, pero me dijo que no tendría tiempo libre hasta que acabase la conferencia. Se había tomado el viernes libre y era la última posibilidad que le quedaba antes del próximo fin de semana.

– Bueno, no te olvides de lo del informe para Lotty. Ya sé que no es tan importante como tu conferencia, o que te demanden a ti, pero a ella le importa mucho.

– Oh, Vic, por amor de Dios. Creo que ya lo discutimos bastante la otra noche. Lo primero que haré el lunes por la mañana es conseguir ese maldito informe -colgó enfadado.

De pronto me sentí incómoda con mis sospechas y mi mala educación, y sentí el impulso de llamar a Peter y disculparme. Como no estaba de humor para limpiar, ni conseguí dormir, pensé en pasarme por Beth Israel y ver qué tal estaba el señor Contreras.

Me estaba vistiendo para ir al hospital cuando sonó el teléfono; era Dick, anticipándose a mis pensamientos. Cuando se ha ido con una persona a la facultad de Derecho hace unos mil años, una llamada suya puede hacer que el corazón dé un vuelco. Ahora, lo que se me revolvió fue el estómago.

– ¡Dick! ¡Qué sorpresa! ¿Sabe Stephanie que me has llamado?

– Maldita sea, Vic, se llama Terri. Juraría por Dios que la llamas Stephanie sólo por molestarme.

– No, no Dick. Nunca haría nada sólo por molestarte. Tiene que haber alguna razón más. Es una pequeña norma que me impuse mientras estábamos casados. ¿Quieres alguna cosa? ¿Me he retrasado en el pago de la pensión?

Dijo rígidamente:

– Entraron en la oficina de mi cliente hace dos noches.

– ¿Qué cliente? ¿O es que sólo tienes uno?

– Dieter Monkfish -escupió el nombre-. La policía dice que los borrachos de la zona la asaltaron. Pero la puerta no estaba rota. Habían forzado la cerradura.

– Puede que olvidase cerrarla. A veces pasa.

Ignoró mi sugerencia.

– Le faltan algunas cosas. Un fichero de miembros y los libros contables. Me dijo que tú habías ido el jueves a buscarlos y que te echó. Cree que los tienes tú.

– Y cree que le he forzado la cerradura y lo demás. Bueno, pues no tengo nada que pertenezca a Dieter Monkfish. Ni sus libros ni nada de nada. Te juro por mi honor de ex scout que si consigues una autorización y rebuscas en mi casa, en mi oficina o en las casas de mis amigos más íntimos o lejanos, no encontrarás escondido ni un pelo ni ningún papel perteneciente a Dieter Monkfish ni a sus chiflados compinches. ¿Vale?

– Supongo que sí -dijo de mala gana, no muy convencido de si creerme o no.

– Y ahora que me has llamado y me has acusado de robo, lo cual es calumnioso y perseguible, déjame preguntarte algo: ¿cuál de tus clientes paga las cuentas de Monkfish?

Me colgó. Los modales de Dick son siempre tan bruscos que no sé cómo le seleccionaron para trabajar con una firma que pone tanto énfasis en las relaciones públicas. Sacudí la cabeza y me fui a Beth Israel.

La policía no se había molestado en poner un guardia. Pensaban que el señor Contreras había sido sorprendido por los asaltantes en el acto y le habían dado un golpe como efecto secundario. Nadie iba a por él personalmente. Yo estaba de acuerdo, pero pensaba que estaría bien que alguien se encontrase junto a él cuando se recobrase por si podía identificar a los merodeadores.

En el hospital me dijeron que seguía inconsciente, en cuidados intensivos, pero con buenas constantes vitales. En la pequeña sala de espera de la unidad de vigilancia intensiva, el médico de guardia me informó que las heridas en la cabeza son traicioneras. Podía despertarse en cualquier momento o permanecer inconsciente durante algún tiempo. Y no, no podía verle, las únicas personas a las que se les permitía entrar en cuidados intensivos eran a los familiares, de uno en uno y quince minutos cada dos horas.

Había discutido cientos de veces con Lotty acerca de estas normas. Cuando tu vida está en peligro, lo que más necesitas es una presencia cálida y tranquilizadora a tu lado. Puede que la tecnología pueda salvar tu cuerpo, pero no tu espíritu. Si no conseguí convencer a Lotty, que es una inconformista en lo que se refiere a la mayoría de los temas médicos, menos iba a poder hacerlo con aquel médico, que tenía toda la Medicina Institucionalizada en que apoyarse. Terminó con mis protestas marchándose por las puertas que me separaban del señor Contreras.

Estaba a punto de irme cuando una mujer demasiado maquillada de cuarenta y tantos entró. Pesaba unos quince kilos de más, lo que le hacía parecer una muñeca de goma inflada. La seguían dos chicos remolones, uno de unos doce años y el otro un poco mayor. Llevaban vaqueros limpios y zapatillas deportivas gastadas: el modo en que los padres uniforman hoy día a los niños para las ocasiones señaladas.

– Soy la señora Marcano -anunció con el áspero acento nasal del sur-. ¿Dónde está mi padre?

Claro, la hija del señor Contreras, Ruthie. Había oído su voz muchas veces en la escalera pero no había tenido ocasión de conocer a la señora.

– Está por ahí -tendí una mano en dirección a la puerta que llevaba al puesto de enfermeras de la UCI -. La recepcionista puede llamar al médico para que hable con usted.

– ¿Quién es usted? -preguntó. Había heredado los grandes ojos oscuros del señor Contreras, pero no su calidez.

– V. I. Warshawski. Su vecina de arriba. Yo le encontré esta mañana.

– ¿Así que es usted la señora que le busca tantos problemas? Tenía que haberlo adivinado. Le partieron la cabeza por culpa suya hace dos semanas, ¿no? Pero no era suficiente, ¿verdad? Tuvo usted que intentar que le matasen, ¿eh?

– Mamá, por favor -el mayor de los dos niños estaba lleno de la vergüenza que sólo un adolescente puede sentir cuando sus padres hacen el tonto en público-. Ella no intentó matar al abuelo. El detective dijo que le salvó la vida. Ya lo sabes.

– ¿Vas a creer a un poli antes que a mí? -volvió a prestarme atención-. Es un hombre mayor. Tendría que estar viviendo conmigo. Tengo una buena casa. En un vecindario seguro, no como el sitio ése, donde le van a atacar cada vez que ponga un pie fuera de la puerta.

»Sólo soy su hija, ¿verdad? Pero tiene que estar siempre siguiéndola a usted como si fuera una oveja. Cada vez que voy a verle, es la señorita Warshawski esto, la señorita Warshawski aquello, hasta que me harto de oír su nombre. Si te gusta tanto, cásate con ella, eso es lo que le dije yo. Por el modo en que hablas es como si no tuvieses familia, eso es lo que le dije. De repente, Joe y yo ya no valemos tanto como esa abogada de colegio caro, ¿no? ¿Mamá no era lo bastante para ti? ¿Es eso lo que estás intentando decirnos?

Su hijo no dejaba de repetir:

– Mamá, por favor.

Él y su hermano se encogieron lo más atrás que pudieron, mirando a su alrededor con la expresión confusa que suele tener la gente en los hospitales.

A mí me estaba entrando el vértigo bajo su torrente de palabras. Sin duda, había heredado la capacidad de oratoria de su padre.

– No me dejan verle, pero si le dice usted a la recepcionista que es su hija, irá a buscar al médico para que la acompañe. Encantada de conocerla.

Salí corriendo del hospital, medio riendo, pero por desgracia ella había expresado con palabras la culpabilidad que yo sentía. ¿Por qué diablos el anciano no se habría ocupado de sus propios asuntos? ¿Por qué tenía que haber subido las escaleras para que le rompiesen la cabeza? Le habían herido al tratar de protegerme. Estupendo. Eso también quería decir que yo tenía que encontrar como fuese al que entró en mi casa. Lo que significaba competir con la policía en una labor para la que ellos tenían medios. Lo único que yo sabía de todo esto y ellos no era lo de los archivos de IckPiff desaparecidos. Tenía que averiguar por todos los medios quién estaba pagando las cuentas de Dick.

Si no fuese por lo bien que me conocían todos los socios de Crawford & Meade, hubiese intentado que me contratasen como secretaria. Tal como estaban las cosas, no creía que pudiese sobornar a ninguno de los miembros del personal. La mayoría me conocía de vista: si empezaba a hacer preguntas, irían derechos a Dick.

Me encaminé a la parte trasera de mi edificio y subí las escaleras de la cocina. Mi apartamento me resultaba tristísimo. No era sólo el destrozo; sin el señor Contreras sacando la cabeza por la puerta, el edificio parecía vacío, sin vida. Me quedé en el porche trasero, viendo jugar a la pelota a los niños coreanos. Corrían entre los tomates ahora que no los vigilaba nadie. Cogí el trozo de madera rota que había sido mi puerta y lo llevé al jardincillo. Mientras los niños me miraban con ojos solemnes, construí una valla improvisada delante de las plantas.

– Ahora, os vais a jugar fuera de la valla, ¿vale?

Asintieron sin hablar. Subí las escaleras, sintiéndome mejor por haber hecho algo, por haber puesto un poco de orden en la vida. Volví a ponerme a pensar.