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XXXII

Conferencia sobre mortalidad

Max y Murray nos esperaban en el aparcamiento para visitantes. En contraste con Lotty, cuyo rostro oscuro estaba lleno de angustia, y Rawlings, que aparentaba una actitud muy policial, Max estaba eufórico. Llevaba un traje de verano tostado con camisa de rayas naranjas y corbata ocre más oscura. Cuando nos vio, dio un salto para darnos la bienvenida, besándonos a Lotty y a mí, estrechando la mano entusiasmado al detective.

– Pareces muy eficiente, Vic, muy profesional -me dijo Max.

Yo llevaba un traje pantalón de lino color trigo, con una camisa de algodón verde oscuro. La chaqueta era suelta, cubriéndome el revólver, y llevaba zapatos de tacón bajo. Quería poder moverme rápido si había que hacerlo.

Murray, cuya camisa estaba ya algo arrugada por el viaje, se limitó a decir de mal humor: «Más vale que esto funcione.» Unió espiritualmente sus fuerzas con Rawlings, que se animó un poco cuando se dio cuenta de que ninguno de los de la reunión sabía exactamente lo que esperaba encontrar. Parece que había pensado que lo llevaba sólo por molestar a la policía.

A las ocho cincuenta y cinco entramos en el hospital, donde nos unimos a un amplio grupo que subía por las escaleras hacia el auditorio. El corazón me latía muy deprisa y sentí cómo las manos se me quedaban frías y algo húmedas. Lotty estaba enfrascada en sus propios pensamientos, pero Max me agarró la mano y me dio un apretoncito amistoso.

Max se hizo cargo del grupo a la puerta del auditorio, donde dos animadas jóvenes daban a la gente chapas con sus nombres. A través del montón de gente, distinguí a Peter y a Humphries en la parte delantera de la sala. Estaban hablando con un grupito de hombres. Peter llevaba el pelo oscuro peinado hacia atrás, mostrando una cara blanca y cansada. Estaba tenso, y no se unía a las risas del grupito.

Lotty y yo nos quedamos detrás, mientras Max conseguía las chapas con nuestros nombres y los programas. Los cinco nos deslizamos furtivamente hacia unos asientos en la parte trasera del auditorio. Deseé fervientemente que las luces tipo candilejas impidiesen a Peter ver a la gente. La sala, bien diseñada, permitía que todo el mundo tuviese una buena visión de y desde el escenario.

Rawlings se removía inquieto a mi izquierda. Su oscura chaqueta de sport de mezcla sintética destacaba entre la multitud vestida con trajes de seiscientos dólares.

– ¿«Embolia por fluido amniótico: Seguimiento en equipo»? -susurró incrédulo-. ¿Dónde demonios me ha metido, Warshawski?

Yo estaba casi demasiado nerviosa para hablar.

– Espere un poco.

Miré el programa.

«Bienvenida», por Alan Humphries, MHA, director ejecutivo de Friendship V.

«Introducción», por el doctor Peter Burgoyne, director del servicio de obstetricia de Friendship.

Luego, una serie de seis conferencias sobre el tratamiento de la embolia por varios especialistas eminentes, algunos de Chicago, dos de la costa este.

«Comida», seguida de descripción de casos clínicos y discusión de grupo.

«Fin», a las tres, a tiempo para unirse al atasco y llegar a casa.

Me fijé en que la cuota de admisión era de doscientos dólares. Max debía haberla pagado. Me incliné por encima de Lotty para darle en el brazo y señalárselo en el programa. Sonrió y sacudió la cabeza enfáticamente.

A las nueve y media, el auditorio estaba lleno hasta las dos terceras partes. La mayoría de los asistentes había ocupado sus asientos. El grueso de la gente eran hombres, advertí de manera automática, y Rawlings era el único negro presente. Nosotros, los hijos de los sesenta, hacemos ese tipo de recuentos sin pararnos a pensar que estamos en un lugar público.

Con una sonrisa final y un gesto hacia el grupo con el que estaba hablando, Humphries les invitó a sentarse y se subió al escenario. Peter tomó asiento en la primera fila, junto a las escaleras del escenario.

– Hola, soy Alan Humphries, director ejecutivo del hospital Friendship. Quisiera darles a todos la bienvenida en un día tan hermoso, cuando sabemos todos muy bien que preferirían estar en el campo de golf, es decir, tratando a sus pacientes (grandes risas).

Un rápido chiste sobre un tocólogo, una serie de palabras serias sobre la dificultad de tratar las embolias por fluido amniótico, una hábil cuña acerca del compromiso adquirido por Friendship hacia sus pacientes, y Humphries presentó a Peter.

– Estoy seguro de que la mayoría de ustedes lo conocen ya. Su destreza y dedicación en el campo de la obstetricia no son fáciles de encontrar hoy en día. Aquí, en Friendship, nos sentimos muy afortunados por tenerle entre nosotros, encabezando nuestra intención de ofrecer un servicio de obstetricia completo.

Educado aplauso al levantarse Peter y encaminarse hacia las escaleras del podio. Humphries se sentó en la silla que Peter dejó libre. Las luces bajaron y el proyector mostró la primera diapositiva en la pantalla: el logotipo de Friendship encabezaba una gran foto del hospital en forma de estrella de mar. El nudo de mi estómago estaba tan apretado que deseé no haber desayunado.

Utilizando un control remoto para hacer avanzar las diapositivas, Peter se acercó rápidamente al tema principal de su conferencia. Comenzó con una tabla de estadísticas sobre morbilidad en obstetricia en los años 1980-1985. La siguiente diapositiva, dijo, termina con todas las muertes por causa conocida.

Mientras hablaba, describiendo la hipoxia fetal, la ruptura de las membranas fetales y otros temas técnicos, la audiencia se agitó, presa de una extraña inquietud. Luego, un susurro se extendió entre ellos, como una bandada de pájaros extendiéndose por un campo de trigo. La fluida voz de Peter vaciló. Se volvió para mirar a la pantalla y vio su propia escritura apretada, muy aumentada.

«Vista paciente a las 14,58… En ausencia del doctor Abercrombie, se decidió tratarla con 4 gr. de sulf. de mg. intravenoso STAT y 4 gr./hora. A las 15,30, vista la paciente de nuevo, aún comatosa; sin reflejos, sin eliminación urinaria, dilatación hasta 7 cm. Se sigue con el sulf. de mg. intravenoso.»

Peter se quedó momentáneamente anonadado; luego, apretó el botón del control remoto. Su propia exposición despiadada de los errores en el tratamiento de Consuelo continuó en la diapositiva siguiente.

Vi como alguien se levantaba rápidamente en la primera fila y se dirigía hacia el pasillo. La cabina del proyector se abrió detrás de nosotros. La pantalla quedó vacía y las luces se volvieron a encender. La voz de Alan Humphries resonó a través de un altavoz desde la cabina de proyección.

– Disculpen un momento, señores. Una de las secretarias debe haber confundido las diapositivas con las de una charla interna sobre mortalidad. Doctor Burgoyne, ¿quiere acercarse y ayudarme a seleccionar las diapositivas equivocadas?

Peter no pareció oírle. Bajo el crudo resplandor de las luces del escenario, su rostro cansado estaba ligeramente amarillo. No prestó atención a los murmullos crecientes de la audiencia. Dejó caer el control remoto del proyector y se marchó por el pasillo. Pasó de largo ante la cabina de proyección. Salió por las puertas dobles.

Humphries tardó unos instantes en darse cuenta de que Peter no iba a entrar en la cabina. Reaccionó en seguida y sugirió a la audiencia que se tomase un pequeño descanso. Dio instrucciones para localizar la cafetería, donde todo el mundo estaba invitado a café y bollos.

Tan pronto como Humphries abandonó el teatro, le di un codazo a Rawlings. El se puso de pie en seguida y los dos nos precipitamos hacia la puerta. Oí que Murray me llamaba quejumbroso por encima del estrépito, pero no me detuve. Rawlings me seguía mientras yo volaba por los pasillos hasta el ala de obstetricia.

Había olvidado las puertas dobles que impedían el paso a las personas que no estuviesen adecuadamente vestidas y enmascaradas. Dudé un instante, pero decidí no perder tiempo bajando las escaleras y volviendo a subir por el otro lado, y pasé a través de ellas. Rawlings me pisaba los talones. Una enfermera furiosa trató de detenernos, pero la ignoramos, ignoramos a dos mujeres sudorosas de parto, no prestamos la menor atención a un médico que salió de una de las salas laterales y nos chilló algo.

Atravesamos las puertas del extremo más alejado. El pasillo, que estaba desierto a las dos de la mañana, se encontraba ahora repleto de figuras apresuradas. Pasamos entre ellas a empujones y entramos en la oficina de Peter.

La secretaria de Peter era una de las jóvenes de alegre rostro que se ocupaban de las inscripciones. Su sonrisa automática de bienvenida se trocó en pánico cuando pasamos corriendo a lo largo de su escritorio y nos precipitamos dentro de la oficina de su jefe.

– No está aquí. Está en una reunión. No vendrá en todo el día.

Abrí de todas formas la puerta de su oficina y miré. Estaba vacía. La secretaria gimoteaba en segundo término. No estaba acostumbrada a echar a gente y no sabía por dónde empezar.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Rawlings bruscamente.

Pensé durante un minuto.

– En su casa, supongo -me volví hacia la secretaria-. Alan Humphries no ha estado aquí, ¿verdad? ¿No? Creo que es más rápido que yo. O conoce mejor a Burgoyne.

Nos marchamos. Llevé a Rawlings abajo por la escalera más cercana.

– Conoce usted muy bien este sitio -dijo suspicaz-. ¿Sabe dónde vive Burgoyne?

Cuando asentí, añadió irónico:

– El doctor y usted eran buenos amigos, ¿no? Así que está usted segura que no le importará que vaya a molestarle.

– No estoy segura de nada -le solté, con los nervios de punta-. Si esto se convierte en una cacería de patos salvajes, le habré costado a la ciudad de Chicago su salario de una mañana entera y podrá usted pasarme la cuenta.

– Bueno, relájese, señora W. Si eso es todo lo que le preocupa, es una suma tan pequeña que no merece la pena ni que piense en ello. Me lo estoy pasando muy bien -habíamos llegado a la puerta principal y nos dirigíamos al aparcamiento-. ¿Mi coche o el suyo?

– El suyo, por supuesto. Si uno de los polis locales le para por exceso de velocidad, siempre puede reclamar cortesía profesional o algo así.

Se rió y nos acercamos a su MonteCarlo a una velocidad que parecía lenta y relajada, pero que me hacía trotar ligeramente para mantenerme a su altura. Abrió las puertas y puso el coche en marcha. Se marchaba antes de que yo hubiese tenido tiempo de cerrar la puerta.

– Muy bien, señora W. Estoy en sus manos. Indíqueme.

Le dije cómo ir hacia la carretera 72. Rawlings conducía rápidamente pero bien; descansé un poco. Durante nuestro corto paseo, le di un resumen de mi análisis sobre encubrimientos en obstetricia y la muerte de Malcolm.

Estuvo un momento callado, pensando, y luego dijo alegremente:

– Muy bien, la perdono. Si me hubiese contado todo esto el miércoles, yo le hubiera dicho que no eran más que cuentos. Aún no estoy convencido del todo, pero esos dos tipos que se escapan tienen pinta sospechosa… ¿Conoce a alguien que conduzca un Pontiac Fiero? Nos está siguiendo desde que entramos en la autopista.

Me di la vuelta para mirar.

– Oh, es Murray. Me imagino que nos vio marchar y no quiere perderse el final de la historia.

Rawlings giró por el desvío que conducía a la casa de Peter y se metió por el camino de entrada. El Maxima de Peter estaba allí, y detrás había un Mercedes gris oscuro último modelo.

Con los neumáticos chirriando, Murray entró detrás de nosotros.

– ¿Qué pretendes, Warshawski, dejándome allí tirado cuando todo se va a aclarar? -me gritó enfadado, cerrando la puerta de su coche de un portazo.

Sacudí la cabeza. Era demasiado complicado para explicárselo en veinticinco palabras o menos.

Rawlings ya estaba en la puerta.

– Vayamos, Ryerson. Su amor propio herido no cuenta en este momento.

Cuando nos vio correr de los coches a la casa, Peppy vino dando saltos hacia nosotros, con la larga cola peluda ondeando como un gallardete al sol. Me reconoció, dio un corto ladrido encantada, y volvió rápidamente al jardín, donde cogió una pelota de tenis vieja. Me alcanzó de nuevo cuando estábamos abriendo la puerta de atrás. Su inocente alegría y el día radiante me hicieron sentir un nudo en la garganta. Parpadeé con fuerza, le di unas palmaditas y le dije que se quedase allí. Rawlings y Murray me siguieron en silencio al interior de la casa.

Estábamos en la cocina, un escaparate electrónico cuyo acero inoxidable brillaba silencioso al sol del verano. Avanzamos por el suelo de cerámica italiana hasta el tranquilo comedor, pasamos junto a oscuras sillas suntuosas y esculturas modernas hasta llegar al vestíbulo que conducía al despacho de Peter. La puerta estaba cerrada.

Rawlings apoyó la cabeza contra la pared en la parte ciega de la puerta. Yo tomé posiciones allí. El abrió la puerta de un golpe y entró. Yo llevaba mi Smith & Wesson en la mano y le seguí rápidamente al interior de la habitación. Tan bien coreografiado como si hubiésemos estado ensayando durante tres años. Al comprobar que no se oían disparos, Murray nos siguió.

Peter estaba sentado tras su escritorio, con un revólver en la mano derecha, un modelo idéntico a mi semiautomática. Alan Humphries estaba sentado en un sillón frente a él. El revólver de Peter apuntaba a Humphries; aunque Peter levantó la vista cuando irrumpimos en la habitación, no movió el revólver. Su rostro estaba cansado y el blanco de sus ojos se le veía demasiado. Nuestra entrada sorpresa no pareció sobresaltarle. Se encontraba en un estado más allá del susto o la sorpresa.

– Oh, Vic, eres tú.

– Sí, Peter, soy yo. Éste es el detective Rawlings, del departamento de Policía de Chicago. Murray Ryerson, del Herald Star. Queremos hablar contigo acerca de Malcolm Tregiere.

Sonrió levemente.

– ¿De verdad, Vic? Qué agradable. Me habría gustado hablarte de él. Era un buen médico. Iba a ser el tipo de médico que yo hubiera debido ser: el estudiante favorito de Lotty Herschel en perinatología, sanador de los enfermos, protector de los pobres e inocentes.

– Cállate, Peter -dijo Humphries bruscamente-. Estás fuera de ti.

– Si lo estoy, estoy en un buen sitio, Alan. ¿Sabes?, el dinero no es lo único que merece la pena. O quizá tú no lo sepas. Cuando Tregiere apareció por el hospital, supe que el juego había terminado. Se dio cuenta de todo lo que habíamos hecho. Y de lo que no. Fue demasiado educado como para decir nada, se limitó a ponerse a trabajar, e hizo todo lo que pudo por la chica y el bebé. Pero, claro, era demasiado tarde.

Hablaba con voz soñolienta. Eché una mirada a Rawlings, pero era un policía demasiado perspicaz como para interrumpir una confesión.

– Me enteré de que daría un informe a la doctora Herschel, así que fui a decirle a Alan que sería mejor que estuviésemos preparados para enfrentarnos al asunto. Pero Alan no quiso oír hablar de ello, ¿verdad, viejo amigo? Oh, no, no se podía interrumpir el futuro flujo de capital, o como mierda se diga en lenguaje financiero. Así que se quedó hasta tarde en el hospital, tratando de arreglarlo todo. Eso fue antes de que perdiéramos a la chica, a Consuelo, por supuesto, pero ella ya se nos había ido una vez a causa del sulfato de magnesio y su estado era de lo más inestable. Crítico, diríamos los médicos.

Mantenía el revólver apuntando a Humphries mientras hablaba. Al principio, el administrador intentó interrumpirle, intentó indicarnos por signos que le desarmásemos, pero cuando vio que no le hacíamos caso, se quedó en silencio.

– Luego Alan tuvo un golpe de suerte, ¿verdad, Alan? El marido de la chica apareció por allí a las tantas de la noche. Alan siempre ha tenido gran facilidad para conocer a la gente al primer vistazo, para juzgar su fuerza o su debilidad. Se lució conmigo, por ejemplo. Quiero decir que una vez que me tragué el cebo financiero de Friendship, resultó muy fácil empujarme a cada nuevo paso que tenía que dar, ¿verdad?

»Bueno, pues apareció el marido de la chica. Y Alan le dio cinco mil dólares para contentarle. Y se enteró de que tenía unos amiguetes en Chicago que andaban metidos en actividades un tanto antisociales, y que harían cualquier cosa por dinero. Como asaltar la casa de Malcolm Tregiere y robar sus notas. Y quizá saltarle los sesos. Dijiste que les habías dicho que esperasen hasta que se fuera de casa. Pero eso a ti no te hubiera servido de mucho, ¿verdad? El siempre podía haber vuelto a escribir sus notas. No; necesitabas que estuviera muerto.

– Desvarías, Burgoyne -dijo Humphries en voz alta, con la cara muy pálida-. ¿No ve, oficial, que está fuera de sí? Si le quita el revólver, podemos hablar tranquilamente. Peter está sobreexcitado, pero usted parece una persona inteligente, Rawlings. Estoy seguro de que podemos sacar algo en claro.

– Cállese, Humphries -dije yo-. Sabemos que tiene usted el número de teléfono de Sergio Rodríguez en la oficina. Puedo pedirle al detective que mande a un oficial allí y nos lo busque.

El tragó aire súbitamente; era el primer resquicio en sus defensas.

Peter siguió hablando como si nadie le hubiese interrumpido.

– Así que Tregiere murió. Pero sabíamos que Warshawski era detective. Y su reputación es bastante buena, así que me dejé caer y le eché un vistazo. Joven médico atractivo, con montones de dinero… cantidad de mujeres se volverían locas y puede que ella también. Además, Alan seguía sin tener las notas en su poder. Puede que Tregiere se las hubiese dado a ella cuando salieron juntos de Friendship. Era bastante fácil registrar su apartamento mientras dormía.

Volvió hacia mí unos ojos que eran como agujeros negros de desesperación.

– Me gustabas, Vic. Hubiese podido enamorarme de ti si no llevara sobre mis hombros el peso de una muerte. Me di cuenta de que empezabas a sospechar, y yo no soy muy bueno disimulando, así que me aparté de ti. Y además, estaba todo el asunto de los archivos de IckPiff…

Su voz se desvaneció. Yo hice una inspiración profunda para relajar la tensión de mi garganta.

– Está bien, Peter. Ya sé todo eso. Alan se puso en contacto con Monkfish y le convenció de que organizase una manifestación antiabortista ante la clínica de Lotty. Tenía algún cómplice entre el gentío para que entrase a buscar la carpeta de Consuelo. Tú no podías saber que el consejero legal de Friendship, Dick Yarborough, era mi ex marido. Yo sabía que Monkfish no podía permitirse pagar a Dick y me quise enterar de quién le estaba pagando para sacarle del lío de la destrucción de la clínica de Lotty.

Humphries, al ver que Peter se había distraído, hizo un movimiento para marcharse de su silla.

Rawlings sacó su revólver y le indicó que volviese a sentarse.

– Deje acabar al doctor, tío. Así que mandó usted a Sergio a forzar el apartamento de Warshawski para llevarse los archivos, ¿eh? Y al viejo que vive abajo le rompieron la cabeza, pero afortunadamente no murió. Todo eso ya nos lo sabemos. Pero ¿qué pasó con Fabiano? ¿Cómo es que lo mataron?

– Oh, eso -Peter bajó la vista hacia el revólver que tenía en la mano-. Alan le había pagado para hacerle callar. Pensamos que cinco mil dólares eran más dinero del que nunca conseguiría tener, y que no se le ocurriría demandarnos. Pero se hartó de que los hermanos de su mujer, y también Vic, le asediaran. Todo el mundo sabe que ella es íntima de la doctora Herschel, y que la enfermera de la doctora Herschel es la hermana de la chica muerta. Así que cualquiera que quisiera llegar hasta Vic o la familia Alvarado podía hacerlo a través de la doctora Herschel, ¿no?

Rawlings y yo asentimos sin hablar.

– Así que Fabiano llevó adelante su demanda contra la doctora Herschel por negligencia al atender a su mujer mientras estaba embarazada. Pensaba mantener su palabra y dejar a Friendship fuera del asunto. Para lo rata que era, al menos tuvo el suficiente sentido del honor como para eso. Pero una vez que se pone en marcha un proceso así, ya no se controla. Naturalmente, el abogado encontró en seguida dónde estaba el fondo del asunto. En Friendship.

»Así que recibimos nuestra citación. Y Alan perdió la cabeza. Me encargó que consiguiera el número del revólver de Vic y se fue a comprar otro igual. Luego se fue a buscar a Fabiano a su bar favorito para tener con él una charla amistosa y paternal. Yo le acompañé. Y él le puso al chico el brazo por los hombros y le disparó en la cabeza. Naturalmente, se quedó con el casquillo. Se imaginaba que la policía sabría que Vic iba a salir en defensa de la doctora Herschel, y que si descubrían que habían matado a Fabiano con una bala de su revólver la detendrían.

»Me dio el revólver para que lo guardase. Al fin y al cabo él tiene en casa a una mujer y a unos niños. No se puede tener un revólver tirado por ahí; no es seguro, ¿verdad, Alan? -movió el revólver hacia Humphries y se rió un poco.

Rawlings se aclaró la garganta y empezó a decir algo acerca de evidencias forenses, pero luego se lo pensó mejor.

– Vale, doctor. No quería usted hacerle a Warshawski ningún daño. Le habría llevado flores a la cárcel y le habría conseguido un buen abogado. Puede que el viejo ricachón de su marido. Y ahora me temo que tendré que pedirle que me dé el revólver. Es una prueba en un caso de asesinato, ¿sabe usted?, y necesito llevármelo a Chicago conmigo.

Hablaba en un tono tranquilo y persuasivo, y Peter volvió su mirada soñadora hacia él.

– Ah, sí, el revólver, detective -lo alzó y lo miró fijamente. Antes de que yo me diese cuenta de lo que estaba haciendo, se lo llevó a la sien y disparó.