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Una viuda detiene a un ejército con las manos desnudas; un pariente del emperador desaparece de los anales.
Al despertar, Di encontró una nota de Shen Lin junto al arroz del desayuno. El médico lamentaba no poder ocuparse de él ese día: sus dos pacientes del día anterior, el barón y el mendigo, habían fallecido durante la noche. Tenía que asistir a las honras fúnebres de uno y organizar la inhumación del otro, que no tenía parientes.
– Mala época para los tuberculosos -murmuró Di para su coleto mientras un criado retiraba las tapas de los cuencos que contenían las verduras hervidas, las galletas de trigo y el cerdo caramelizado de su desayuno.
Di seguía admirado del coraje demostrado por el generoso letrado. Sin embargo, ¿qué podía un hombre, por sabio que fuera, contra el veredicto del Cielo? Él mismo había podido constatar un sinfín de veces que no se podía trastocar un destino funesto. Conforme ganaba años, más le ayudaba la sabiduría de Confucio a soportar las injusticias del destino.
Di no olvidaba que el barón de Pao-ting estaba en su lista de sospechosos. Se imponía hacer una visita de pésame. Ordenó a sus lacayos que sacaran de sus cofres el traje adecuado y se predispuso a esperar que su investigación acabara por sí sola con la desaparición del principal interesado.
Momentos después, vestido con un traje blanco bordado con hilo de plata, tocado con un sombrero negro de gasa almidonada que se alzaba en punta por encima del cabello recogido en un moño, ordenó a sus porteadores que lo condujeran hasta el barrio de la Gloria Luminosa.
Encontró allí un gentío delante de la casa señorial. Di creyó que acudían a rendir el último homenaje al ilustre difunto y reconfortar a su viuda.
– ¡Entregue el dinero! -gritó un hombre gordo con gran nerviosismo señalando hacia el portón rojo.
Éste no era el ambiente de recogimiento que solía anteceder a los funerales. Se enteró de que muchos vendedores ignoraban que su cliente estaba enfermo y la noticia de su muerte, que los pregoneros habían hecho circular como era costumbre al tratarse de un noble de elevado rango, los había tomado por sorpresa. Todos los que tenían intereses en su casa acudieron presurosos a averiguar qué quedaba de su inversión. El encolerizado hombretón del puño en alto esperaba que le abonaran el suntuoso mobiliario que Di había admirado en su anterior visita. Otros deseaban recuperar las estampas, las lámparas y hasta las alfombras que cubrían el suelo.
Saltaba a la vista que el barón, como muchos asiduos de la Corte, no gozaba de una reputación sin tacha. El crédito del que se beneficiaba mientras frecuentó las altas esferas se había desvanecido con su último suspiro. Algunos hablaban sin rodeos de estafa. Al poco empezó a circular entre la multitud el rumor de que el deudor tenía interés en pasar por muerto para no pagar sus deudas, cuyo montante crecía con cada vendedor que llegaba.
Iba a ser difícil hacer la visita de pésame que el mandarín había previsto, pues era imposible acercarse al portón por la aglomeración provocada por los descontentos, y la puerta seguía obstinadamente cerrada. Ni los criados ni la viuda debían de tener ganas de enfrentarse a una masa de pedigüeños encolerizados. A Di no le costó imaginárselos, reunidos en el centro del patio, armados de escobas y cacerolas, con la mirada clavada en la pared que vibraba por los golpes enfurecidos de los acreedores.
Di se disponía ya a enviar a buscar a la soldadesca al puesto más cercano cuando un crujido espantoso tapó el clamor de los amotinados. Éstos, a fuerza de golpes, acababan de derribar el hermoso portón de color rojo intenso, cuyas planchas sobresalían ahora lastimosamente partidas por la mitad. Ya no era el momento de llamar a la fuerza pública. La madera saltó en astillas dando vía libre a los más enardecidos vendedores, que sin duda eran los que más riesgo corrían de quedar desplumados en este desastre.
Di siguió el movimiento -le habría sido difícil hacer otra cosa, pues la corriente humana lo arrastró por la brecha abierta-. Protestando enérgicamente por ese ataque a su dignidad envió a todo el mundo los rayos fulmíneos de la justicia, palabras que nadie oyó entre los gritos que llovían de todas partes y en vano repartió algunos golpes con su abanico sobre las cabezas que tenía más cerca. Cuando ya se resignaba a descubrir los cuerpos en pedazos de los habitantes, la marea humana se detuvo de pronto a medio camino del pabellón principal. Como Di era de buena estatura y sus compañeros de motín no llevaban gorros tan imponentes como el suyo, irguiéndose sobre la punta de sus botines, logró distinguir qué era lo que había detenido a los enfurecidos asaltantes de la primera fila.
En lo alto de la monumental escalinata esperaba la viuda, vestida de luto blanco. Llevaba la espesa melena dividida en dos masas negras a ambos lados de la cabeza, retenidas por seis largas pinzas de marfil. La sencillez que las circunstancias exigían no sólo no disminuía nada su espléndida belleza, sino que por el contrario la subrayaba. Su cara era de una palidez perfecta. A esta distancia, Di no podía ver con claridad si la blancura aristocrática de su tez estaba realzada por el cansancio de las noches de insomnio o por una capa de polvos de arroz. El efecto, en cualquier caso, estaba muy conseguido. Los acreedores quedaron paralizados, el clamor cesó, contemplando a la divina aparición que los obligaba a alzar los ojos, como un grupo de fieles ante una deidad suspendida a medio camino de la tierra y el cielo.
Detrás de la dama había un solo criado, el mismo que recibió a Di y a los médicos la noche anterior. Tal y como el mandarín se había figurado, estaba con los dedos crispados aferrando el mango de un instrumento irrisorio que seguramente servía para escurrir los tallarines. La mirada tranquila y decidida de su patrona era a todas luces un arma más eficaz contra los alzamientos populares. Di habría supuesto que, muerto el señor, el resto de la servidumbre se reintegraría a sus puestos. Probablemente no habían tenido tiempo de llamarlos, una verdadera lástima, teniendo en cuenta los acontecimientos.
La silueta inmaculada que los miraba fijamente juntó las manos en un saludo respetuoso, que acompañó de una flexión del busto, como habría hecho ante la visita de un personaje del rango más elevado. Luego abrió los brazos en señal de bienvenida y declaró que los augustos visitantes la honraban al brindarle su apoyo en horas tan tristes. Se hizo a un lado y con una nueva inclinación, invitó a los comerciantes a entrar en su hogar. Los más audaces vacilaron en poner un pie en el primer escalón. Lentamente, se decidieron a subir la escalinata, fascinados por la forma blanca que los esperaba.
El criado dejó el colador en el primer mueble que encontró y los guió a través de una serie de suntuosas habitaciones hasta un salón cuyos ventanales abrían sobre el jardín de piedras. En medio, sobre una larga mesa cubierta con un paño escarlata, yacía el cuerpo del barón de Pao-ting, al que la muerte había traído por fin el descanso. Di observó que habían utilizado maquillaje para borrar el tinte amarillento de la cara. Se imaginó a la viuda bañada en lágrimas, en mitad de la noche, extendiendo el polvo sobre su esposo difunto a la luz de una lámpara de papel traslúcido, con lentos gestos mediante los cuales se expresaba por última vez la tierna complicidad que los unía.
La presencia del cadáver vestido con sus más hermosas galas, los emblemas de la religión dispuestos a sus pies y a su cabeza, y el humo del incienso recordaron irresistiblemente a los intrusos las costumbres milenarias de la sociedad china. Tácitamente, acordaron posponer sus pleitos para otro día y sin decir palabra contemplaron el triste espectáculo.
La joven viuda rompió el silencio con una voz de timbre muy dulce en la que se adivinaba una nota de aflicción.
– El último pensamiento de mi noble esposo ha sido para el estado de sus negocios. Le obsesionaba dejar a sus acreedores insatisfechos. No ha querido irse dejándolos en la incertidumbre del pago de lo que les debía. Por ello me ha hecho jurar que reembolsaría hasta la última sapeque. Y no duden que haré un deber respetar este juramento.
Estas palabras terminaron de desarmar a los proveedores. Se pusieron en cola para transmitir a la joven su compasión y recitaron algunas oraciones ante el cuerpo del difunto. E incluso dejaron algunas monedas a sus pies para que el espíritu del fallecido no careciera de nada en su camino hacia las moradas celestes. El grupo de vendedores descontentos estaba ahora dispuesto a llamar santo al gran cortesano que había tenido la bondad de pensar en su suerte antes que en la propia en sus instantes finales.
Cuando terminó el desfile delante del cuerpo, cuya barba disimulaba con dificultad las mejillas hundidas y el colorete cubría a duras penas la tez lívida, se marcharon con expresión compungida, meditando sobre la fragilidad de la existencia y de los préstamos que parecían no entrañar riesgos.
Di abandonó con ellos la residencia. Delante del portón derribado encontró a varios ricos comerciantes discutiendo y se confundió entre ellos para ver qué podía averiguar. Lo que oyó le permitió comprender mejor la escena a la que acababa de asistir.
El barón vivía a crédito desde hacía meses. Había puesto en pie una oficina de finanzas gracias a la cual explotaba su posición en la Corte. Se trataba de prestar fondos a los cortesanos, sus amigos. Como no disponía de recursos propios, había ido a buscarlos entre quienes sí los tenían: los prestamistas y comerciantes de la capital, siempre al acecho de una inversión segura. La principal garantía consistía en el crédito que le daba su trato con Su Majestad y sus allegados. Éstos disponían de numerosas oportunidades de reembolsarlos: una guerra en las fronteras acompañada de saqueos o del reparto de tierras nuevas, la concesión de un monopolio o hasta la divulgación antes de tiempo de algún secreto de Estado. Li Fuyan había descubierto un maravilloso filón, sus clientes se habían arrojado en él con el mismo ímpetu con que esa mañana derribaron el portón.
Di se enteró con sorpresa que el barón, además de ser un cortesano asiduo e hijo natural de la familia reinante, tuvo una tercera vida como banquero. Era fácil entender por qué su muerte suponía una amenaza para quienes le habían proporcionado los adelantos. Pero nada de esto era de su incumbencia. A falta de un acuerdo amistoso, la justicia se encargaría de repartir sus bienes entre los acreedores. En cuanto a su viuda, su hermosura le ayudaría a encontrar pronto otro marido que la ayudara a sobrellevar su tristeza.
Di hizo un salto al gongbu. Allí aprovechó para ratificar algunos informes urgentes que sus secretarios se habían ocupado de resolver. Era innegable que su departamento había progresado en eficacia desde que sus nuevas ocupaciones lo mantenían lejos. Además, los incidentes de la mañana tenían más ocupada su mente que esos fastidiosos problemas de recursos naturales que le hacían firmar con su sello personal. Entre dos firmas de mera formalidad, envió a un secretario a informarse de la fecha de los funerales. Al poco, su secretario volvió a inclinarse del otro lado de la pila de rollos en instancia que se amontonaban sobre la mesa.
– Sus humildes esclavos cumplirán el deber de personarse en casa del augusto barón de Pao-ting tan pronto Su Excelencia tenga la bondad de indicarles la dirección.
Di iba a responder que residía en el barrio de la Gloria Luminosa cuando una duda le asaltó. ¿Por qué sus empleados no habían sencillamente consultado el registro de las familias de la Ciudad Prohibida, donde figuraban todos los autorizados a entrar en palacio?
– Al señor Li Fuyan seguramente lo conoce todo el mundo aquí -respondió.
Su secretario se inclinó un poco más.
– Que Su Excelencia perdone la crasa ignorancia de su muy humilde servidor. Para mi vergüenza, confieso que es la primera vez que oigo ese nombre.
La duda que acababa de nacer en la mente del mandarín se trocó en una nube oscura que amenazaba con oscurecer el cielo de su felicidad. Se levantó de golpe y salió de su despacho, abandonando a sus pasantes, sus ríos indomables y sus convoyes de troncos para dirigirse directamente al local donde trabajaba la verdadera llave maestra del departamento, el primer consejero Lu. Este personaje jorobado era a su entender el único hombre entre esas paredes capaz de decir dónde se encontraba un informe sobre un oquedal minúsculo, redactado diez años antes y archivado en el estante más alto. El señor Lu saludó con respeto a su viceministro cuando éste entró en tromba en el humilde reducto desde donde había visto sucederse a los quince últimos titulares del cargo. Di le anunció de buenas a primeras el motivo que lo traía: preguntarle si conocía a Li Fuyan, barón de Pao-ting, pariente por la mano izquierda de la casa imperial. Tras rebuscar durante unos segundos de memoria en los mil quinientos expedientes perfectamente ordenados, Lu respondió que no bastaba con ser hijo bastardo de un príncipe de sangre para tener acceso a la Corte.
La duda tomó en la mente de Di las dimensiones del monte Liangshan. Plantó al consejero Lu antes de que éste tuviera tiempo de decirle nada sobre los diques que había que edificar sobre el río Li. El mandarín reclutó a los tres o cuatro funcionarios con que se cruzó por los pasillos y escapó en dirección al Colegio de los Analistas.
El organismo encargado de registrar los hechos y gestas del soberano, así como el conjunto de acontecimientos que tenían lugar en la vida del país, ocupaba el pabellón más cercano al recinto reservado al emperador. Di se felicitó por llevar consigo a algunos subalternos: la presencia de una comitiva siempre causaba buena impresión. Los envió a negociar con los ujieres una entrevista inmediata con el historiógrafo en jefe.
Unos minutos más tarde, se hallaba en presencia del jefe de protocolo y buenas costumbres.
– Su Excelencia me honra -le aseguró el gran analista, pese a que nada era más contrario a la buena educación que una visita de improviso-. Precisamente me preguntaba cómo marchaba la explotación de nuestros bosques en Tsinghai.
Di respondió que inmejorablemente, aunque jamás había puesto un pie en Tsinghai y apenas sabía que allá crecieran árboles.
– Deseo informar oficialmente a la Corte del fallecimiento del barón de Pao-ting -declaró.
No logró discernir la menor expresión que le ayudara a adivinar los pensamientos de su interlocutor.
– Me deja desconsolado. ¿Es algún amigo de Su Excelencia?
Di enarcó las cejas. Explicó que el barón, con vínculos con los Li por las concubinas, había sido asiduo del Hijo del Cielo. El historiógrafo sacudió la cabeza en un gesto que no admitía réplica.
– De ninguna manera.
Di se preguntó si el barón no había sido víctima, al final de sus días, del ostracismo general que afectaba a los parientes del emperador desde que la emperatriz gobernaba en su nombre.
– Sé que los príncipes del clan Li ya no son bien recibidos en palacio… -dijo, cuando encontró la frase más anodina posible.
El historiador conservó su amable sonrisa.
– Su Excelencia me permitirá que no le siga en sus suposiciones sobre quiénes son o no admitidos en el entorno de Sus Majestades. Me limitaré a afirmar con toda modestia que conozco de memoria la lista de las ramificaciones de la familia imperial, en línea directa o no, y que la baronía de Pao-ting no forma parte de ella.
Cuando Di insistió, rebasando los límites impuestos por la cortesía, su anfitrión mandó traer una de las numerosas cajas donde guardaban sus archivos. Su expresión empezaba a traicionar cierta irritación al ver que alguien ponía en duda sus conocimientos. Rebuscó durante unos instantes entre los rollos y terminó levantando la nariz, con una sonrisa en los labios, encantado de poder darle la puntilla. No existía ningún barón Li Fuyan. Y todavía menos entre los bastardos oficiales del linaje imperial, que nunca olvidaban hacerse registrar y cobrar su pensión. La localidad de Pao-ting no figuraba siquiera en los registros de la nobleza titular. El chambelán volvió a dejar la caja con las demás con cuidado de no mezclarlas. Luego volvió a sentarse frente al viceministro, cuyos ojos lo miraban extrañamente fijos.
– ¿Se encuentra mal Su Excelencia? -preguntó el funcionario encargado de los anales.
Di estaba petrificado. Como cada vez que un caso criminal se le revelaba, los indicios aparecían uno por uno en su mente como las fichas de dominó sobre la mesa del jugador. Se estaba jugando una partida y él estaba a punto de perderla. Se levantó, tieso, con la mente en otra parte. Tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr y pronunciar las frases de gratitud que la ocasión exigía. Se inclinó cinco veces, dos más de lo establecido, y más bajo de lo que el protocolo ordenaba, y salió de la sala como si un incendio estuviese devorando las cortinas. El gran analista oyó el ruido de sus botines que se alejaban raudos por el vestíbulo. Por la ventana lo vio descender los peldaños de mármol de la escalinata. «Otro viceministro de guiñol que ha cometido un error garrafal y va a pagarlo muy caro», se dijo antes de volver a sus amadas anécdotas.
Di corrió hasta la explanada de los ministerios, saltó a su palanquín y se hizo trasladar a toda velocidad a casa del barón. La calle cerca del canal estaba perfectamente tranquila. Cuando puso el pie en el suelo, se fijó en un trozo de tela tirado delante de la casa. Era un bonito pañuelo bordado con un motivo de grullas al vuelo. Pensó que los habitantes del barrio eran tan ricos que ni se molestaban en agacharse a recoger labores tan preciosas como ésta cuando les caían de las mangas, y no le prestó mayor atención.
El pórtico rojo, en otro tiempo magnífico, había sido reparado con cierta precipitación y ya no cerraba. Después de hacer sonar la campana, Di empujó la hoja del portón sin esperar a que saliesen a abrir, cuando el criado, siempre el mismo, acudió.
– ¡Que Su Excelencia tenga la bondad de perdonarme! Estoy aquí solo, pues ya han empezado los funerales.
Cuando los sacerdotes de las tres religiones [12] terminaron con las bendiciones, el cortejo había abandonado la casa rumbo al cementerio situado extramuros.
– ¡Cómo! -exclamó Di-. ¿Sin respetar los tres días de lamentos rituales?
– Es lo que ha ordenado el médico Shen, señor. El estado de cuerpo se degradaba. Además, como su enfermedad era contagiosa, parece que es preferible abreviar su exposición pública.
«Estoy seguro de que es preferible, pero no por lo que tú acabas de contar», pensó Di haciendo una señal a los porteadores para que volvieran a sus puestos en el palanquín. Y dio la orden de dirigirse al cementerio de los nobles.
<a l:href="#_ftnref12">[12]</a> Budismo, taoísmo y culto popular.