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9

La Primera Esposa recibe un tratamiento milagroso;su marido descubre al peor de los charlatanes.

Di regresó tarde a su casa y se acostó enseguida para recuperarse de sus fatigas. Al despertar, mandó avisar a su esposa principal de que se tomaría el tiempo de compartir con ella su colación matinal. Era el único momento del día en que estaban seguros de poder charlar en paz. La Segunda Esposa se ocupaba de los hijos y la Tercera de la servidumbre. Cuando la Primera se sentó a la mesa frente a él, el mandarín adoptó el aire de patriarca autoritario que solía emplear cada vez que debía anunciar una decisión de interés general que había tomado sin consultar con nadie.

– En estos momentos estoy investigando a un médico eminente. Deseo que lo recibas con cualquier pretexto.

– Qué oportuno, pues tengo migraña -respondió la dama; una arruga le cruzaba la frente.

– Fingirás que lo consultas sobre tu problema.

– Mi migraña.

– Y mientras él intenta recetar algún remedio para tu mal…

– Mi migraña…

– Yo estaré observando cómo actúa para averiguar si hay algo turbio. Sospecho que anda metido en un caso de envenenamiento.

– Ya no es tan intenso el dolor en el cráneo, a fin de cuentas -dijo la Dama Lin, con los labios retorcidos en una sonrisa forzada.

Si algo le habían enseñado los quince años que había compartido con su marido de ciudad en ciudad era que debía evitar a cualquier precio que la arrastrara en sus investigaciones. Varias veces había estado a punto de que la molieran a palos y de matarla incluso. Que un asesino la auscultara era una experiencia que no le apetecía nada añadir a su catálogo de torturas conyugales.

Cuando anunciaron la llegada del visitante, Di salió a recibir a tan notable huésped, en lo alto de la escalera de la casa. Sus criados estaban ayudando al director, de cuerpo largo y delgado, a salir del palanquín que lo había traído.

– ¡Querido pozo de ciencia! -exclamó Di-. ¡Qué amable ha sido al dignarse a responder a mi invitación!

– Me era difícil negarme -respondió secamente el director con un gesto dirigido al grupo de militares que habían anunciado al son de tambores su presencia en su casa con los primeros rayos del sol-. Estos hombres me han dicho que su esposa necesitaba mis servicios…

Di explicó que en realidad no tenía gran cosa.

– Pero es una oportunidad de oro de que un ojo experto como el suyo la examine. Una buena salud debe construirse sobre fundamentos sólidos, ¿no?

Du Zichun emitió un gruñido como debían de oírse en las grutas donde un oso interrumpía bruscamente su hibernación. Siguió al mandarín por los meandros de la residencia. Los dos hombres entraron en un saloncito una de cuyas paredes estaba tapada por un alargado y lujoso biombo.

– Le presento a mi querida esposa -anunció Di señalando al objeto.

Los códigos vigentes en la mejor sociedad prohibían que una mujer casada se mostrara a un extraño. La Primera Esposa se había instalado por lo tanto detrás de las cinco anchas hojas de laca negra con incrustaciones de nácar y oro que representaban una escena de caza de patos en un pantano. Había mandado colocar un taburete por si la consulta debía realizarse a lo largo.

Du Zichun se inclinó ante la escena de caza y pronunció unas palabras de cortesía, a la que respondió una voz femenina en tono desganado.

– ¿Cómo vamos de nuestras funciones naturales? -preguntó el médico, que parecía dirigirse a los pequeños cazadores irisados cuyas siluetas estaban recortadas en finas láminas de metal precioso.

Hizo a la dama preguntas de orden general sobre su modo de vida, su alimentación, sus sueños y el número de hijos. Ella respondió que tenía cinco aún con vida, pero que no había traído ninguno. [15] Du Zichun le prescribió una tisana de sangre de cabra de las montañas chang-yan, que se utilizaba para curar las contusiones, disolver las esquimosis y restablecer la menstruación. No pudo ver cómo al otro lado del biombo su paciente se sonrojaba. Hacía tiempo que había perdido sus reglas, como él ya había adivinado, y le preocupaba muy poco recuperarlas.

El médico extrajo de su bolso la tradicional estatuilla donde sus pacientes señalaban el lugar del cuerpo que les dolía. Era de marfil y representaba a una mujer completamente desnuda, tendida de costado. La blanca mano de uñas delicadamente manicuradas asomó desde detrás del biombo y señaló la cabeza.

– Sufro migraña.

– Qué interesante -dijo el director.

De forma inesperada, pareció despertar su curiosidad. Se informó de las circunstancias en que había aparecido el dolor en el cráneo y preguntó si se repetía a menudo, qué remedios había tomado ya, y otras cuestiones del mismo tenor. Di estaba encantado.

– ¡La pobre soporta una tortura! -afirmó él-. ¿Piensa probar algo?

El sabio se quedó cavilando unos segundos, y luego anunció como un oráculo que precisamente había puesto a punto una técnica que valía la pena probar.

– ¡Me parece perfecto! -exclamó Di sin preocuparse de si a su esposa le apetecía que la trataran con métodos inusitados.

Se convino que la dama acudiría esa misma tarde al Gran Servicio Médico, donde se atendía a una primera tanda de pacientes. Tan pronto el director salió de la casa, su esposo alabó su presencia de ánimo.

– Has estado muy inspirada al inventar esa historia de la migraña.

Ella alzó los ojos al cielo y regresó a acostarse en una habitación a oscuras.

***

Después de comer, Di fue al gineceo a recordarle su misión y hacerle algunas recomendaciones.

– Vas a probar esa terapia nueva. Fíjate en todo lo que allí ocurra y cuéntamelo luego con todo detalle.

La Dama Lin empezó a sospechar que el experimento entrañaba algunos riesgos.

– Dime, esa terapia… ¿Tienes alguna idea de qué se trata?

Su marido evitó contestarle que era precisamente para hacerse una idea por lo que la enviaba allá. El breve discurso sobre su coraje y la confianza que tenía en ella sólo aumentó su recelo.

Fue por lo tanto con cierta aprensión como la dama salió al patio donde los porteadores la esperaban. Le asaltó la repentina tentación de ir a pasar la tarde a casa de una amiga, e inventar cualquier patraña a su regreso. Pero la migraña, que seguía atormentándola, la empujó a respetar los votos que había hecho a ese loco al que había jurado obediencia el día fatal de su enlace.

Cuando su palanquín logró zafarse del atasco circulatorio, la criada que seguía a pie la ayudó a salir del habitáculo, una operación que la cortinilla de perlas de vidrio que cubría su rostro ponía difícil.

El Gran Servicio Médico disponía de una de esas farmacias tradicionales, una especie de clínica de día donde los médicos realizaban sus diagnósticos y extendían recetas. La hicieron entrar en una sala donde personas de todas las categorías esperaban sentadas en los bancos. Un escriba pasó entre ellos para tomar nota del estado de cada uno. Lo primero que llamó la atención de la Primera Esposa fue la gran variedad de males que aquejaban a los otros clientes. Había una mujer de sesenta años que estornudaba sin parar, un labriego casi de la misma edad aquejado también de dolores de cabeza y un lisiado que se desplazaba con ayuda de muletas. En el banco de enfrente al suyo estaba sentado un hombre que se quejaba de tener débil el corazón. Su vecino confesó en voz baja que tenía varices, y por supuesto todo el mundo enmudeció para poder oírle. Un asistente pasó portando un recipiente en el que cada uno depositó un grueso tael de plata, pues la consulta se pagaba por adelantado. Luego se anunció que el maestro en persona les haría el honor de dirigirse a ellos.

Du Zichun estaba ostensiblemente más relajado que esa mañana, incluso parecía alegre. La difusión del tratamiento que había preparado le excitaba. La Primera Esposa tuvo por fin la oportunidad de ver qué aspecto tenía, pues la cortina de perlas era menos hermética que el biombo. Vio que lucía una hermosa cabellera y una barba entrecanas. Vestía un traje de sobria elegancia. Sus gestos precisos y la seguridad con que se expresaba contribuían a inspirar confianza. Les explicó el principio curativo que había inventado.

– ¡Ustedes serán los primeros en beneficiarse de un trabajo que ha ocupado gran parte de mi vida! -declaró como un guerrero que regresa vencedor tras derrotar a un dragón.

Después de gratificarles con un discurso del todo incomprensible sobre las fuerzas naturales que regían el cuerpo humano, se les hizo pasar a una segunda sala donde se había puesto carbón al rojo dentro de cuatro braseros de amplio diámetro. Había varias mesas alargadas sobre las cuales les ayudaron a tenderse.

El método elaborado por el director se basaba principalmente en la moxibustión. Consistía en quemar unos conos de un polvo extraído de un arbusto de hojas olorosas que se aplicaban sobre los puntos de acupuntura. El proceso se repetía mientras el dolor persistiera, hasta cincuenta o cien conos seguidos. Se consideraba que el calor facilitaba el flujo del chi a través de los órganos. La cauterización dejaba una marcas temporales que se hacían desaparecer aplicando ceniza de vaca.

La Primera Esposa volvió a extrañarse, pues nunca había visto que se curaran enfermedades diferentes con un mismo producto. Llegó a la conclusión de que el sabio había descubierto la panacea universal.

Los pacientes recibieron el tratamiento charlando de trivialidades de una mesa a otra. Al cabo de una hora las conversaciones cesaron y un suave torpor se apoderó de ellos. La Dama Lin estaba a punto de adormecerse cuando un carraspeo la obligó a abrir los ojos. El labriego, acostado a poca distancia, profería gemidos cada vez más sonoros. Cuando sus eructos se convirtieron en estertores, los ayudantes a los que el director había encargado aplicar el remedio empezaron a mostrarse nerviosos. Rodearon al enfermo en círculo, de modo que la Primera Esposa tuvo que sentarse para ver qué sucedía. El enfermo tenía los ojos en blanco. Tenía escalofríos y empezó a babear. Los ayudantes realizaron una serie de movimientos respiratorios, de lo cual la Dama Lin dedujo que se había desmayado. Pareció recuperar el conocimiento al oír su nombre, y su mirada se animó, mientras sus labios se movían como si quisiera hablar. Los otros enfermos empezaron a mirarse con preocupación, cada uno buscando en sí mismo parecidos síntomas, aunque todos, por suerte, parecían libres de ellos. Mientras se ocupaban de él, el hombre sufrió varios vómitos cuya fetidez infestó el aire ya saturado de incienso. El director, al que se había llamado de urgencia, apareció como un tornado y empezó a atajar los vómitos obligándole a ingerir una dosis de jugo de jengibre, seguido de agua fría y por último una decocción de regaliz y de gleditschia [16] .Tal vez por efecto de la moxibustión o de la fetidez, los enfermos empezaron a sentirse indispuestos, incluida la Primera Esposa tras su cortinilla de perlas.

– ¡Todo va bien! ¡Eso es señal de que el medicamento está surtiendo efecto! -exclamó Du Zichun, cuya actitud de superioridad se estaba resquebrajando a ojos vista.

No pudo impedir que los pacientes bajaran de las mesas. Querían regresar a sus casas y olvidar cuanto antes este incidente desagradable. Salieron a la sala de examen con paso vacilante. La luz del día les permitió constatar que estaban muy pálidos. Entre ellos se encontraba una mujer entrada en años a la que los ayudantes no querían dejar ir sola, pese a que parecía encontrarse bien. La Primera Esposa se ofreció a compartir el palanquín con ella y tomándola del brazo la llevó a la calle, donde respiraron con alivio un aire no viciado por las fumarolas.

– Está bien, está bien, querida -repitió la dama mientras la criada iba a buscar a los porteadores.

Su brazo se volvió de pronto muy pesado. La Dama Lin tuvo que sostenerla. Cuando la criada regresó, entre las dos mujeres casi tuvieron que cargarla para llevarla de nuevo a la clínica. Al verla, el nerviosismo del director aumentó. La Primera Esposa quedó convencida de que había agotado todos sus recursos. Sus ayudantes rodearon solícitos a la anciana, que estaba inconsciente.

Cuando se disponía a salir, la Dama Lin vio llegar a un miliciano que preguntó si acababan de tratar a un tal Ma, que se movía con muletas, pues acababan de encontrarlo delante de su casa, muerto.

– ¡No es posible! ¡Eso no es posible! -repitió Du Zichun como si un rayo hubiese caído sobre sus reservas de grano para el invierno.

La Primera Esposa se sintió a punto de desmayarse. Se dejó caer en uno de los bancos y aceptó agradecida la taza de té que le ofrecieron. Humedeció los labios y se dio cuenta de que no era té, sino una especie de tisana, probablemente una poción de virtudes revigorizantes, que también estaban intentando deslizar entre los labios exangües de la anciana que yacía en el otro extremo de la sala.

En ese momento entró un grupo de soldados cargados con un cuerpo.

– ¿Es el señor Ma? -preguntó el director.

Con pesar tuvo que constatar que se trataba de una forma femenina. Acababan de recogerla en la calle, a pocos metros, y la traían para que recibiera los primeros auxilios. La Primera Esposa no necesitó acercarse para saber que también ella había formado parte de su desgraciado contingente. Unos instantes más tarde, por la expresión del director entendió que pese a todos sus esfuerzos los dos viejos habían entregado el alma. La mujer hizo acopio de fuerzas para levantarse y se dirigió hacia la puerta.

– ¡Quédese, se lo ruego! -exclamó Du Zichun-. ¡Asume usted un riesgo al abandonar nuestro servicio! ¡Aquí tenemos todo lo necesario para curarla!

– Lamentaría tener que apartarlo de sus otros pacientes -respondió ella con un soplo de voz antes de entrar apresuradamente en su palanquín como si el demonio de la peste le pisara los talones.

Cuando dejó a su comitiva en el patio de su casa, en su cara había una palidez que no se debía a los polvos de arroz. Subió los escalones lentamente y cruzó el gran salón arrastrando los pies.

– ¿Qué tal? -preguntó Di con voz alegre-. ¿Te ha curado de la migraña, al menos?

Ella pasó por delante sin dignarse mirarlo y entró en sus apartamentos privados, dando un portazo. Di oyó la llave al girar en la cerradura.

Intrigado, el mandarín preguntó a la criada cómo había ido el tratamiento. La mujer respondió en un susurro que todo había acabado bien, gracias al Cielo, pues varias personas habían muerto, pero el director, hombre de inmenso saber, había logrado salvar a la mayoría de sus pacientes. Di escuchó pasmado esta extraña explicación, que sin embargo aclaraba un poco la actitud de su Primera Esposa. Llamó a la puerta y se disculpó por haberla expuesto sin querer a las contingencias siempre imprevisibles de una investigación.

– No te quedes sola -recomendó deslizando bajo la puerta un papel en el que había apuntado la dirección del experto en diagnósticos, Saber Absoluto-. Dile a tus mujeres que vayan a buscarlo apenas sientas el menor signo de debilidad. No puedo quedarme mucho rato a tu lado, debo perseguir a un criminal.

– ¿Para que pague lo que me ha hecho sufrir? -gimió una voz del otro lado.

– Eso es -respondió Di pensando ya en otra cosa, antes de irse.

Llevó a sus lugartenientes consigo y salió a toda prisa en dirección al Gran Servicio Médico. Contaba ahora con un maravilloso medio para presionar al hombre clave de la medicina de la ciudad.

Todo estaba tranquilo en los alrededores de la clínica. Di entró en una sala de espera perfectamente en orden. Sin embargo, en la cara de algunos ayudantes, a los que se había dejado por si se presentaban más moribundos, se leía la inquietud. La llegada del viceministro les pareció un imprevisto más espantoso aún. Uno de los aprendices se armó de valor y se inclinó en una reverencia.

– Nos sentimos honrados de recibir la visita de Su Excelencia. ¿Cómo podemos nosotros satisfacer sus deseos?

– ¡Basta de charlatanerías! -gritó Di enfurecido-. Sé muy bien que aquí se ha producido un suceso muy grave. El incienso que habéis puesto a arder no basta para tapar el espantoso olor que reina en esta sala. ¡Quiero ver ahora mismo a los enfermos!

El personal pareció hacerse un ovillo igual que un cangrejo ermitaño en su concha. Sin decir una palabra, el que se había dirigido al mandarín apartó la cortina que tapaba la entrada a la sala de tratamientos. La pieza estaba sumida en una penumbra apenas atenuada por el resplandor agonizante de los braseros. Di exigió una linterna, con ella en mano se acercó a los cuerpos tendidos en las mesas. No eran tres, como había anunciado la criada, sino cinco, en su mayoría personas de edad muy avanzada. Di supuso que las dos últimas víctimas, mujeres más jóvenes, se habían debilitado por la enfermedad que las había llevado a esta trampa mortal. Estaban con la boca abierta, la piel de la cara grisácea y los labios negruzcos. El investigador observó sus manos, cuyas uñas habían virado al azul.

– ¡Por la barba de Confucio! -exclamó-. ¡Pero si tienen todo el aspecto de haber sido envenenadas!

Preguntó por qué motivo el responsable de este desastre no acudía a dar explicaciones. El ayudante que le acompañaba tragó saliva con dificultad.

– Nuestro eminente director ha sido convocado para ejercer sus elevadas funciones -balbuceó.

Di comprendió de golpe qué lo retenía.

– ¿Dónde está? ¡Responda o hago que los detengan a todos por asesinato!

Su interlocutor señaló con un dedo tembloroso una salida al fondo de la sala, medio oculta por la oscuridad. Di hizo una señal a sus lugartenientes, para que trajeran al desdichado. Recorrieron un largo pasillo que llevaba a otra puerta, encima de la cual estaba escrita la palabra «Reserva». Después de que Ma Jong la abriera al vuelo, descubrieron a Di Zichun, parado en medio de un reducto en cuyas paredes se habían excavado un sinfín de nichos donde reposaban frascos y cofrecillos recubiertos de inscripciones. En la mano sostenía una gran bolsa de tela casi llena, y no habría parecido más ofendido si una tropa de matronas lo sorprendiese en el baño. Tsiao Tai le arrancó la bolsa, de la que su patrón extrajo varios saquitos de polvo y otros que contenían conos ya comprimidos.

– ¡En el nombre del Cielo! ¿Se puede saber qué ha metido en su incienso? -exclamó Di desmenuzando entre los dedos uno de los conos.

– No es incienso -respondió el director, contrito-. Se me ocurrió mezclar varias sustancias para combinar sus efectos beneficiosos. Contiene shu-mang ts'ao-tu, principalmente.

El nombre tuvo la virtud de recordarle algo al mandarín.

– No soy experto, pero ¿no es ese producto al que llaman «hierba para ratas» porque sirve de raticida?

Un resplandor de locura asomó a los ojos del profesor.

– ¡Precisamente, señor viceministro! ¡Ahí está el lado genial de mi idea! ¡Curar el mal con el mal!

Di tuvo ganas de aplicarle en la cara el lado genial de su mano derecha para que aprendiera a no tratar a su Primera Esposa con matarratas.

– ¡Y sin embargo, nuestros ensayos dieron buenos resultados! Le añadí un veneno mineral y otro extraído del metal.

Di pensó que con semejante mezcla sus pacientes estaban prácticamente sentenciados. Du Zichun no había pensado que las emanaciones de un centenar de conos multiplicado por diez pacientes, es decir, cerca de mil conos, en una sala sin ventanas, se convertirían en un verdadero veneno en suspensión para unas constituciones debilitadas por la enfermedad.

– En cuanto comprendí que estaban intoxicados -se defendió el director-, les apliqué la técnica de los vómitos. ¡No entiendo por qué no los ha salvado a todos! ¡Me parece un insulto a la medicina!

Di mandó traer un ejemplar del manual de los ocho tratamientos terapéuticos. En «Vómito» leyó: «Este método violento está contraindicado en personas muy débiles, mujeres embarazadas, hemotísicos, personas ancianas y enfermos del corazón». ¡Ahí tenía todo un catálogo de lo que este inconsciente había intentado tratar a lo largo de la tarde!

El mandarín dejó el libro en manos del director. Éste, tras leerlo, lo cerró y alzó los ojos hacia el viceministro, quien le dirigió una mirada cargada de censura y desprecio. Esa sola mirada era más de lo que Du Zichun podía soportar.

– ¡Me atrevo a esperar que no me confunda con la hez de los criminales a los que usted trata habitualmente! -protestó.

– Vea usted -dijo Di-, hay una sola especie de asesinos. Podríamos creer que de un lado están los que asestan cuchilladas a cambio de algunos sapeques, y del otro los miembros de la buena sociedad. En realidad, son todos iguales, todos los que colocan el beneficio por encima de la vida humana, los que están dispuestos a sacrificar a cualquiera a sus apetencias, a su lucro o a su sed de prestigio. Oh, usted no se arrastra de noche por los arrabales miserables con un puñal al cinto para dar un golpe. Usted viste un hermoso traje de seda que toda una vida de trabajo en los arrozales no llegaría a pagar. Y, sin embargo, sus móviles son tan sórdidos como los de los sicarios y matarifes, y sus consecuencias no menos funestas. Por eso, precisamente, no lo distingo de la hez habitual, como usted dice. Rara vez he encontrado un asesino capaz de matar a cinco personas en un mismo día y que me explique acto seguido por qué razón habría de zafarse sin condena. A mi juicio, es usted peor que la mayoría de los hampones.

Du Zichun lo contemplaba con ojos desorbitados, los labios temblorosos, como si Di le hubiese abofeteado en presencia del colegio en pleno. El mandarín ordenó a sus lugartenientes que guardaran el saco con el veneno en lugar seguro pues iba a servir de pieza de convicción.

– Y ahora va a hacer todo lo que yo le diga -dijo al director-. No omitirá comunicarme ningún hecho sospechoso que se produzca en el Gran Servicio. O de lo contrario le haré probar su propio tratamiento hasta que vomite sus tripas sobre las baldosas de esta noble institución.

Di estaba convencido de que el Gran Servicio se había acostumbrado a ensayar sus nuevos tratamientos en personas de toda condición con el beneplácito de las autoridades. ¿A qué extremos el miedo a morir había empujado a su soberano? Du Zichun gozaba probablemente de una impunidad casi completa en el marco de sus experimentos. Era el temor a perder la cara lo que hoy le había enloquecido. Di tenía la intención de utilizar ese triste sentimiento. Más que una bolsa con productos letales, era el honor del director lo que se llevaba consigo.


  1. <a l:href="#_ftnref15">[15]</a> Era costumbre considerar que todos los hijos de la casa tenían como madre a la Primera Esposa, y que las demás compañeras eran sus tías.

  2. <a l:href="#_ftnref16">[16]</a> Género de plantas arbustivas espinosas. Comprende alrededor de veinte especies.