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Un ujier de luenga barba vuela en ayuda de un médico; Di se gana un nuevo enemigo.

Esa mañana Di desayunó solo. Su lacayo le informó de que su Primera Esposa prefería guardar cama para reponerse de sus vértigos. Di adivinó que el resentimiento de su esposa iba a durar más que las secuelas de la moxibustión.

Le anunciaron la llegada de una delegación de médicos directamente venidos del Gran Servicio. Sus esfuerzos empezaban a dar frutos. El acto de desagravio se producía mucho antes de lo esperado.

Cuatro hombres vestidos con la toga oscura y digna propia del cuerpo médico entraron en su habitación y llegados al pie de la cama saludaron con una reverencia. Él respondió con un gesto de la cabeza, sin dejar de remover su sopa de champiñones blandos. Uno de los visitantes era Choi Ki-Moon. Di los escuchó pronunciar las cortesías de costumbre, le desearon buena salud, éxito en sus proyectos y una numerosa descendencia, palabras que sonaron muy agradables a sus oídos. «Eso ya está mejor -se dijo-. Parece que han vuelto a entrar en razón.»

– ¡Es un escándalo, señor! -exclamó su portavoz, de modo tan brusco que Di volcó el cuenco de sopa sobre su camisa de dormir obligando a su lacayo a acudir presuroso para secarlo.

– Suplicamos a Su Excelencia que tenga a bien defender nuestra comunidad -continuó un segundo emisario-. ¡El destino quiere que seamos de nuevo objeto de falsas acusaciones!

Como Di no tenía la menor idea de qué estaba diciendo, le explicaron que alguien había puesto una denuncia por asesinato contra uno de ellos. Éste había sido arrestado en su casa en plena noche y llevado al tribunal para responder de un odioso asesinato que ningún médico, le aseguraron, habría tenido la infamia de perpetrar.

Di se había formado ya una idea acerca de los crímenes que los médicos de Chang'an eran incapaces de perpetrar. No obstante, les rogó que se explicaran con más detalle. Choi Ki-Moon se acercó a la cabecera de la cama para que sus colegas no le oyeran. Sugirió que el mandarín debía prestarse a ayudarlos: conseguir que un colega fuese declarado inocente era una manera óptima de ganarse sus favores.

El argumento era seductor. Por desgracia, la justicia de los Tang no preveía que pudiera ser asistido por un abogado. En cambio, tenía derecho a citar algunos testigos. Pero Di, que no había llegado a tratar al individuo incriminado, difícilmente podía entrar en esa categoría.

– ¡Cómo pretende que me inmiscuya en ese caso! -protestó-. ¡Si acaso tuviera algo que ver con Aguas y Bosques! Ese proceso concierne a la justicia común.

Choi Ki-Moon recordaba con todo detalle cómo se había desarrollado su propio proceso.

– ¿Y no podría un ujier providencial, de cuyas hazañas se hace lenguas la ciudad, ir a dar una vueltecita por la sala de audiencias, esta mañana, a la hora de la serpiente? [17]

Y le habían traído el atuendo adecuado, que se habían procurado quién sabe cómo. Di buscó nuevas excusas para resistirse a sus ganas de ceder.

– No creo que sea de mi talla…

El coreano señaló a uno de sus compañeros, un hombretón que lucía una hermosa barriga.

– Nuestro amigo Liu, que tiene poco más o menos la corpulencia de Su Excelencia, se lo ha probado en su lugar. Y le va perfectamente.

Di se dejó sacar de la cama por unas manos que tenían prisa por hacerle cambiar de atuendo. Sin dejar de mirar al mentado Liu, se dijo que seguramente iba a flotar dentro de un traje donde ese gordo había estado a sus anchas.

Llegaron al tribunal cuando los pregoneros anunciaban la hora de la serpiente. No eran los únicos que querían asistir al proceso. Las audiencias públicas constituían una diversión muy buscada y la gente hacía cola con mucha antelación para hacerse con un sitio. Los ujieres encargados del servicio de orden les cortaron el paso, anunciándoles que la sala estaba llena.

– Vaya, perdón -rectificaron al descubrir el traje de ese colega de hermosa barba negra al que el grupo de médicos acababa de hacer pasar delante de ellos.

Di balbuceó con escasa convicción que traía a varias personas a las que se había citado como testigos, y sus nuevos colegas se hicieron a un lado en medio de las protestas vehementes de los curiosos que habían sido expulsados.

El pequeño grupo entró en la amplia sala atestada de personas de pie y dando codazos a diestro y siniestro lograron alcanzar la primera fila. La atención del juez sentado en su estrado se vio atraída por la algarabía de los curiosos que protestaban por los pisotones. Levantó la nariz de sus papeles y reconoció en el acto la silueta de ese empleado barbudo que trataba de pasar desapercibido.

«¡Apañados estamos! -pensó-. ¡El ujier de mi desastre ha vuelto!»

Lanzó un profundo suspiro y retomó la dirección de los debates.

Di, por su parte, no podía disimular la excitación al encontrarse de nuevo en una Corte de Justicia. Necesitaba una buena dosis para convencerlo de que se paseara disfrazado de subalterno en lugar de reinar en su ministerio.

Los esbirros trajeron al acusado, un hombre escuchimizado de unos cuarenta años, al que obligaron a hincarse de rodillas ante la mesa cubierta con un paño rojo. Al primer vistazo, Di adivinó que no se trataba del candidato más idóneo a un sobreseimiento. Su aspecto resultaba algo desagradable, quizá por su cuerpo enclenque, derrumbado sobre sí mismo, o su tez grisácea, su mirada huidiza, la voz nasal de tono desafiante que se alzó cuando enunció su identidad. Aunque no le gustaba juzgar a nadie por su aspecto, sentía la terca impresión de que el carácter de este individuo se reflejaba en su aspecto. Esperó que las audiciones lo presentaran como un santo varón para contrarrestar su deplorable a priori.

Su Excelencia Wei Xiaqing recordó que el acusado Ling Mengchu, había sido detenido bajo sospecha de haber matado a su cuñado, el señor Ho. Los distintos protagonistas del caso estaban reunidos en semicírculo en torno al acusado a fin de permitir al juez hablar cómodamente con cada uno de ellos. Empezó por la esposa.

La señora Ling explicó que su madre, fallecida el año anterior, había legado todos sus bienes a su hermano y nada a ella. Desde siempre había sabido que él era el favorito de sus padres, a lo que ella había tenido que resignarse. Su marido, menos dotado para la resignación, había intentado un proceso por nulidad, que se saldó en un fracaso muy costoso.

El juez pidió su opinión al hermano del acusado. Ling el joven admitió que éste no se había mostrado un buen perdedor.

– Mi hermano mayor nunca pudo ocultar sus sentimientos y rara vez los expresa de manera apropiada.

Todos confirmaron que Ling Mengchu se había despachado a gusto contra el heredero, y con tanta vehemencia, y con tanta agresividad, que sus propios parientes quedaron convencidos de que un día estallaría el drama.

«¿Y éstos son los testigos de la defensa? -susurró Di al oído del coreano-. Imagino entonces que los de la acusación traerán hachas para cortarlo en pedazos.» Era evidente que nadie apreciaba al desventurado Ling, ni su propia parentela. A continuación fue interrogada la viuda Ho. Ésta afirmó que el difunto ya le había advertido que si algo llegaba a ocurrirle, sería culpa del execrable médico, su cuñado. «¡Aviados estamos! -caviló Di-. Si los muertos empiezan a declarar como testigos, estamos perdidos!»

Se pasó al relato de los hechos. «Por fin, algo tangible», se felicitó el falso ujier. Ya sólo quedaba esperar que los acontecimientos fueran menos abrumadores que los testimonios.

La víspera por la noche, justo antes del toque de queda, alguien llamó a la puerta de los Ho. Apenas el dueño del lugar abrió, el visitante le asestó una puñalada en el pecho. El golpe fue firme y preciso, de modo que el arma se le clavó en pleno corazón. La víctima murió al instante. La señora Ho lo encontró en el umbral, ya sin aliento, y no pudo ver al criminal, que había escapado a todo correr. Tan pronto llegó la brigada de vigilancia, alertada por el jefe de manzana, la viuda le manifestó la discordia existente entre el difunto y su cuñado. El colmo fue cuando los milicianos se presentaron en casa de éste. El señor Ling casi cantó albricias al conocer la noticia que traían los milicianos… Al menos, hasta que le comunicaron que iban a detenerlo.

«Ay, ay, ay -pensó Di-. ¡Este imbécil no lo habría hecho mejor si hubiese buscado que lo acusaran!»

Uno de los representantes del Gran Servicio Médico que acompañaban a Di pidió la palabra para defender a su colega. Ling Mengchu era al parecer mejor médico que pariente. El emisario lo describió como un buen práctico, estimado por su clientela y entregado a su oficio, pues no vacilaba en desplazarse incluso de noche aun sin que mediara ninguna urgencia. Se interesaba por sus enfermos y se mostraba compasivo con los desposeídos. Di conocía el perfil de este tipo de personaje. El señor Ling no tenía más pasión que su arte, que constituía el único vínculo positivo entre él y el resto de la humanidad. Probablemente estas virtudes lo convertían en un excelente sanador, pero sus pacientes eran los únicos en apreciarlo.

El testigo de moralidad pidió autorización para permitir que se escuchara a varias personas salvadas por el señor Ling. Hizo un amplio gesto que pareció abarcar a la mitad de la sala, hasta el punto que el juez Wei retrocedió ante la perspectiva de tener que escuchar la enumeración inacabable de sus cualidades profesionales.

– Este magistrado ya ha tomado su decisión, señor -gruñó Choi Ki-Moon al oído de Di.

Aunque el mandarín estaba bastante de acuerdo, era consciente de que él también habría dudado en escuchar durante una hora larga a un montón de desconocidos sin relación directa con el caso. Se podía hacer algo mejor. Con un poco de suerte, la esposa del acusado le proporcionaría una coartada.

El juez Wei fingió no ver las señales que le dirigía ese ujier alto barbudo que permanecía de pie en la segunda fila. Cuando éste se colocó directamente detrás de la mujer del acusado, señalándola con un gesto obstinado, el magistrado ya no pudo fingir que no lo veía. Se resignó a alterar el orden previsto y pidió de entrada a la dama en cuestión si su marido había salido de casa la noche de su muerte. Ella respondió que era honestamente incapaz de decirlo, pues había estado ocupada en las tareas domésticas toda la velada y no tenía por costumbre vigilarlo.

Di alzó los ojos al cielo. «Dadle el puñal del verdugo y ella misma le cortará el cuello», pensó. Su decepción no le impidió seguir dirigiendo el proceso desde la sala. Los presentes empezaron a observar sorprendidos a ese hombre alto y gesticulante, de tal manera que el juez enrojeció de vergüenza sobre su estrado.

Un esbirro entregó al ujier el arma del crimen, un largo cuchillo militar que había quedado abandonado en el abdomen de la víctima. Di consideró dudoso que el acusado tuviese en casa un objeto semejante. Mientras reflexionaba, el juez Wei intentó retomar la dirección de su proceso. Agitó el dedo índice, con ganas de terminar cuanto antes con este humillante trago.

– El acusado no deja de proclamar su inocencia. ¡Y bien! ¡Aquí tenemos una prueba suplementaria! ¡Su culpabilidad se desprende de sus tercas negaciones! Después de haber matado a un buen ciudadano, disfruta burlándose de la justicia. No nos extrañemos, pues es conforme con su personalidad.

«Dicho de otro modo, si hubiese confesado, habríamos tenido más razones para creer que es inocente», se dijo Di. Poseía experiencia suficiente para saber qué veredicto se abría paso en la mente de su colega. Ling Mengchu iba a ser condenado a servidumbre de por vida en un campo de trabajos forzados. Y, según la opinión general, le estaría bien empleado.

Miró de nuevo al desdichado que permanecía de rodillas sobre el suelo. El médico tenía un pésimo aspecto, con su cuerpecito enclenque y su frente despoblada que le hacía parecer mucho mayor. Debía de ser terriblemente miope, pues continuamente entornaba los ojos, un gesto que le daba un aire artero que causaba muy mala impresión. Cuando abrió la boca para defenderse con su voz tan desagradable y aguda, con sus gestos bruscos y torpes, Di se dijo que habría que hacerle callar o terminaría condenándose él mismo.

El mandarín no dejaba de ver, sin embargo, de qué pie cojeaba este caso: de la completa falta de pruebas. El médico sin duda era un hombre arrebatado, de carácter colérico y hasta desagradable, pero también un hombre reflexivo, instruido e inteligente. Habría sido estúpido ir a matar a su cuñado sin construirse una coartada. Di susurró unas palabras al oído de un esbirro, que fue a repetirlas al del magistrado. Las mejillas de éste se pusieron granas. Sin embargo, tomó la palabra para aplicar el consejo dictado por el viceministro.

– Ustedes pretenden que Ling Mengchu vive entregado a sus pacientes -dijo dirigiéndose al representante del Gran Servicio Médico que había salido a defender a su colega-. ¿Cómo es que ningún enfermo solicitó su ayuda la noche del crimen?

Explicaron que uno de los que habían acudido a testificar a su favor envió a alguien a su casa poco antes de la hora del crimen, pero su esposa respondió que había salido. El juez Wei se mostró exultante: ya tenía la prueba. Di, por su lado, se preguntaba cómo es que la mujer había podido dar esa respuesta al visitante, cuando acababa de asegurar que no sabía si su marido se había quedado en casa. Ling Mengchu se volvió hacia ella mirándola sorprendido.

– Yo sólo quería que le dejasen descansar -explicó ella casi sin inmutarse.

– Pero creía que usted ignoraba si se hallaba en casa -repuso sorprendido el juez.

– Yo solamente he dicho que ignoraba si había pasado toda la noche en casa.

– Entonces usted le mintió a ese paciente -concluyó Wei Xiaqing.

Habría detenido en ese punto la discusión, de no ser por el ujier al que veía patear de impaciencia entre los testigos de la primera fila.

Puesto que el hermano del acusado se hallaba en la sala, Di consideró interesante utilizarlo para algo más que aplastar a su hermano mayor. Cogió el cuchillo militar y se lo presentó como si actuara por orden del juez.

– ¿Su hermano posee este tipo de objeto? -preguntó el juez con los labios apretados.

Resultó que Ling Mengchu nunca había tenido armas en casa, aparte de los instrumentos de su profesión. «¿Por qué se habría procurado entonces un cuchillo militar?», se preguntó Di. Terminó por subir al estrado para hablar en voz baja con el magistrado.

– Me sorprende que en las ropas de Ling Mengchu no se hallara ningún rastro de sangre.

A Wei Xiaqing empezaba a dolerle la cabeza. Con una señal pidió al ujier barbudo que se acercara.

– Ha embrollado usted tanto este caso, que yo podría acusar también a la viuda, al hermano menor o al vendedor de tortas de trigo de la esquina -susurró.

Di no pudo contenerse por más tiempo. Cogió el martillo y dio un sonoro golpe para obligar a callar los murmullos de estupefacción que agitaban la sala.

– Los cargos contra este hombre descansan únicamente en el hecho de que la gente no lo aprecia, y en que tuvo un rifirrafe con su familia política -exclamó con voz potente.

El juez Wei se volvió a mirarlo con ojos desorbitados. Los parientes del acusado se sentían muy ofendidos porque se atreviese a revelar un resentimiento que ellos no se habían molestado en esconder. Incluso el acusado pareció pasmado al oír que el ujier lo tachaba de misántropo delante de todo el mundo.

– ¡En definitiva, aquí hay una persona que tenía tanto interés como el acusado en vengarse del señor Ho! -continuó Di-. ¡Una persona a la que el crimen beneficiaba más que a él!

Arrastrado por la emoción, Di estuvo a punto de pronunciar él mismo la acusación que le quemaba en los labios. Se inclinó hacia el magistrado, que estaba colorado como una amapola.

– ¡No puedo decir algo así! -se defendió al oír qué le pedía.

Di insistió, de tal modo que Wei Xiaqing repitió sus palabras con voz lúgubre, visiblemente a regañadientes.

– Señora Ling, la corte la acusa de haber organizado el asesinato de su hermano para que su marido fuese condenado en su lugar.

El público lanzó gritos de sorpresa e incredulidad. ¡Le arrebataban al culpable ideal para poner en su lugar a una mujer virtuosa! ¿Desde cuándo la justicia imperial renunciaba a una explicación en la que todo el mundo estaba de acuerdo para lanzar hipótesis ociosas?

Luego las miradas pasaron del juez sentado en su estrado y se volvieron hacia el acusado. La impresión general cambió. En lugar de mostrar la expresión de la inocencia injustamente mancillada por un magistrado demente, la señora Ling parecía un conejo atrapado al lazo por un cazador furtivo.

Di expuso su punto de vista sobre los hechos. La vida en común con un marido más fácil de aborrecer que de apreciar, su odio al hermano favorito de sus padres, que al final la expoliaba de su herencia. ¿Cómo no intentar matar dos pájaros de un tiro? Estaba claro que había pagado a un asesino para ejecutar a su hermano, lo que explicaba la presencia del cuchillo militar. No eran soldados precisamente lo que faltaban en la ciudad. Además, a ellos les era más fácil que a los simples ciudadanos moverse durante el toque de queda o evitar las rondas.

– La prueba, la prueba… -susurró el juez Wei-. ¡Deme pruebas de sus afirmaciones!

– Por desgracia, ésa es la pieza que aún nos falta en este caso -admitió Di.

Ante la expresión incrédula del juez, hizo un gesto de impotencia: era incapaz de apoyar sus suposiciones. Es verdad que la actitud de la señora Ling contribuía a sembrar la duda en la mente del más obtuso magistrado. A Wei Xiaqing sólo le quedaba orientar en tal sentido su próxima audiencia. Por suerte, no compartía sus prevenciones hacia el uso de la tortura, un método habitual y eficaz, pero que Di siempre había considerado vulgar.

La persona que menos había hablado en este proceso alzó entonces la mano.

– Creo que puedo ayudarles en este detalle -dijo Ling Mengchu, en voz casi inaudible, de modo que los dos funcionarios imperiales fueron casi los únicos que llegaron a oírle.

Tenía el rostro descompuesto. Di no sabía si más avergonzado por haber sido engañado por su media naranja o por tener que exponerse de esta guisa ante sus parientes y sus pares de profesión. Explicó que ella le había pedido una importante cantidad de dinero unos días antes diciendo que era para comprar una nueva estufa de cerámica. Pero la estufa nunca les fue entregada y ahora dudaba que llegaran nunca a traerla.

– ¿Dónde está la estufa? -clamó el juez Wei dirigiéndose a la señora Wei, que miraba furibunda a su esposo.

Ella empezó a dar explicaciones más y más confusas que sólo consiguieron enojar al magistrado. Wei Xiaqing estaba furioso con la mujer. Por su culpa, había sido humillado. ¡Cuando alguien tiene la cara dura de hacer pasar a su propio marido por un asesino, se las apaña al menos para que el tribunal no se vea obligado a reconocer su error después de haberle dado la razón!

– ¡Bien! -exclamó-. ¡Mientras esa estufa no aparezca, usted permanecerá en los calabozos de Su Majestad! ¡El médico Ling Mengchu queda libre de regresar a su casa!

Los representantes del Gran Servicio Médico estaban exultantes. Abandonando las filas del público se acercaron a su colega, al que felicitaron con la misma efusividad que si hubiese resuelto una operación quirúrgica especialmente delicada. Ling Mengchu recibió sus felicitaciones con gesto triste. No parecía acostumbrado a tales muestras de amistad. Y sin duda sus colegas se alegraban sobre todo de ver su profesión limpia de una acusación infamante.

Había en realidad otra persona a la que el juez Wei reprochaba por haberle humillado. Se levantó para inclinarse ante el mandarín que por segunda vez le había chafado un caso sencillo.

– Tengo mucho que aprender de su experiencia -dijo; una frase que pronunció con la mandíbula crispada-. Por lo que parece, el paso por los tribunales de provincia constituye una excelente formación.

Di no tuvo dudas sobre cuál era el verdadero sentido del mensaje: «¿Por qué se permite a antiguos destajistas de provincias dar lecciones a letrados de la metrópolis de mi condición y calidad?». Respondió con otra inclinación cortés y se disculpó por haber invadido las prerrogativas del magistrado.

– Le estoy infinitamente agradecido por haberme ayudado una vez más a evitar un error judicial -respondió este último.

Di leyó claramente las palabras «Le odio» grabadas en la cara de su interlocutor.


  1. <a l:href="#_ftnref17">[17]</a> Entre las 9 y las 11 horas.