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Di Yen-tsie repara los errores de sus lugartenientes; y atrapa a una costurera con ayuda de unas agujas.
Di no había abandonado los locales de la cárcel. Había dado la consigna de vigilar a Hua Yan desde muy cerca, prohibiendo que fuese liberado, aunque la misma diosa Kwanyin en persona descendiese del cielo para proclamar su inocencia. Se hizo servir el té y ahora reflexionaba sobre su investigación. Cuando el acupuntor fue detenido, ignoraba de qué se lo acusaba y tenía motivos para creer que estaba relacionado con sus actividades como asesino. Con el apremio de librarse de un indicio que lo comprometía, había arrojado su lista por el camino, donde la soldadesca lo recogió poco después. Era imposible que al ver el documento un investigador sagaz no estableciera el vínculo entre los crímenes y su autor.
Al cabo de una hora, uno de los carceleros comunicó al mandarín que el preso no había recibido ninguna visita. Había pasado el rato con un detenido a punto de ser liberado, un raterillo al que habían venido a pagarle la multa.
Un gong colosal de bronce empezó a resonar con toda su potencia en la cabeza del magistrado. Pidió que le relatara sin saltarse un detalle la liberación. El carcelero le explicó que la mujer del detenido había pagado todos los gastos, lo que iba a permitir que saliera en cuanto se cumpliesen todas las formalidades. Di tradujo lo que acababa de oír: «Una persona que se ha presentado como la esposa del condenado había traído inesperadamente la suma necesaria para liberarlo». ¿Cuántas probabilidades había de que la compañera de un infeliz ladronzuelo reuniese el dinero de la multa precisamente cuando acababa de conocer a un criminal mucho más astuto que él?
– ¡Quiero hablar con este estafador! -manifestó Di.
Por desgracia, acababan de soltarlo.
– ¡Por las letrinas de la diosa Púrpura! -protestó el mandarín.
Y ése fue el momento que eligieron Ma Jong y Tsiao Tai para regresar de su brillante incursión al barrio del «Clamoroso Éxito». La presencia de la vieja banderola en manos del lugarteniente disparó las alarmas en la mente del mandarín. Pese a su aspecto tristón, Tsiao Tai intentó darle un aire triunfal a sus operaciones del día, desde la desaparición inesperada de los jades hasta el registro calamitoso en casa de la señora Hua. Mientras, su amigo hacía señas a su espalda manifestando que nada tenía que ver con el desastre. Di notó una repentina tirantez en el cuello que no tardaría en convertirse en migraña a menos que lograra extraer algo positivo de este cúmulo de improvisaciones insensatas. Sólo recordar que él mismo no lo había hecho mejor, refrenó su ataque de ira, sin pruebas contra Hua Yan y la fuga de un codetenido encargado de una misión desconocida.
Ésta era la pista que había que seguir. Pidió la dirección del ladrón y una vez más se fue a hacer una visita a los bajos fondos de Chang'an flanqueado por sus hombres de mano.
De regreso al barrio con peor fama de la capital, se dijo que seguramente no estaba ayudando mucho a que sus colegas mejorasen la opinión que tenían de él. Había ropa tendida en las ventanas, los chiquillos jugaban desnudos en el barro, mujeres lascivas les guiñaron los ojos al margen de toda ley, mientras estallaban gritos imposibles de localizar, tanto como era imposible determinar si estaban degollando a algún animal o algo peor.
Ma Jong agarró a un adolescente desharrapado y prometió darle dos sapeques si le decía dónde estaba la casa del maleante por el que estaban dando este alegre paseo. Unos instantes después, estaban delante de un tugurio minúsculo donde al menos cinco personas se hacinaban ya. Vieron a una anciana ir y venir arrastrando cubos, a unos niños persiguiéndose a gritos y oyeron la voz de un viejo enfadado que llegó desde la única habitación que todo ese pequeño mundo compartía. Tsiao Tai era el que menos disfrutaba de la excursión a un lodazal que le había sido demasiado familiar durante demasiado tiempo. Un panorama que le inspiraba algunas filosóficas reflexiones.
– Si se acabara con la miseria, se acabaría con el crimen -afirmó dando un suspiro de amargura.
Di, por su parte, opinaba que con eso sólo se desplazaría el crimen, que era inherente a la naturaleza humana. Los ricos se robaban y asesinaban entre ellos tan alegremente como los pobres. Aliviar los sufrimientos humanos era un hermoso proyecto, sin duda, pero obedecía más a la compasión que a la realización de un orden perfecto. Había perseguido a demasiados comerciantes ladrones, a nobles damas y a monstruos poderosos para saber que la riqueza no abolía los malos instintos.
– Más bien convendría difundir el pensamiento de Confucio entre esos desdichados -respondió-. Eso les enseñaría a soportar sus penurias.
Tsiao Tai se abstuvo de contradecir a su señor, aunque en su opinión juzgaba a su conveniencia. Qué fácil era considerar estos asuntos desde un punto de vista confuciano cuando se ha tenido siempre con qué llenar la panza y un profesor a mano para abrirte la mente.
Ma Jong, que no había intervenido en este diálogo desengañado, chasqueó de pronto la lengua para atraer su atención. Un individuo desgarbado se acercaba a la casucha silbando. La vieja de los cubos también lo vio.
– ¡Ah, aquí estás, inútil! -gritó a modo de bienvenida-. ¿Dónde has estado metido estos ocho días? ¿Por qué no te buscas un buen trabajo y otra mujer que se ocupe de tu sopa? Ya tengo bastante con tu padre inútil, que ya no puede ni moverse del camastro!
Di vio confirmadas todas sus sospechas: ninguna esposa había ido a pagar la multa para sacarlo. Para acabar con las reprimendas que le estaban lloviendo, el antiguo preso entregó dos taeles a su madre, dejándola boquiabierta.
«Ahí tenemos un dinero fácil que augura malos resultados para mi investigación», se lamentó en su fuero interno el mandarín. Algo similar pensó la anciana.
– ¿A quién has matado para conseguir tanto dinero? -preguntó la madre-. No habrás vendido a tus chicas, espero.
Con ojos cargados de recelo, vio a su hijo entrar en la chabola. Sus dudas fueron en aumento al ver que un funcionario de larga barba y dos tipos forzudos con hombros del tamaño de sendos armarios cruzaban la calle con paso decidido, cara de pocos amigos y se detenían ante el umbral de su casa. Levantó hacia ellos una cara llena de astucia preguntándose qué nueva calamidad iba a traerle el idiota de su retoño. Di estaba ya entrando cuando un tufo nauseabundo a cuerpos mal lavados y cocina grasa golpeó su olfato.
– Dile a tu hijo que salga -ordenó a la anciana.
– ¡Imbécil, ven aquí! -gritó la mujer con voz ronca-. ¡Tus taeles nos traen problemas!
En cuanto el hombre vio al mandarín, quiso darse a la fuga, pero Ma Jong, que le llevaba media cabeza, lo sujetó con fuerza entre sus bíceps.
– Soy el viceministro de Obras Públicas -anunció Di, contento de ver que su título le servía de algo.
Muerto de miedo, el ladrón abría y cerraba los ojos desmesuradamente mientras su madre se llevaba una mano a la frente como diciendo: «¡Pero qué le habré hecho yo a los dioses para que me castiguen así!».
– No hay que tomarlo en serio, señor -lo defendió la mujer-. Es un retrasado, como su padre.
Di apuntó con el dedo acusador al infeliz, que se habría disuelto en el polvo de la calle si Ma Jong no lo mantuviese sujeto.
– Me han dicho que una mujer se ha hecho pasar por tu esposa para pagar tu multa hace un momento.
La anciana lanzó un grito de sorpresa.
– ¿Y ahora chulo?
– Es la mujer de un amigo, señor -gimió el ratero-. Nunca quise engañar a las autoridades. Pero ¿cómo negarse si te viene alguien y se ofrece a pagar la multa?
– Supongo que no ha sido un favor gratuito -replicó Di-. ¿Qué te han pedido a cambio?
La vieja se volvió a mirar con ojillos inquisitivos al papanatas de su hijo. También ella se preguntaba qué esperaba nadie obtener de él que valiera el pago de una multa judicial.
– ¿Tenías que asesinar a alguien? -sugirió el mandarín.
El antiguo preso perdió los nervios del todo.
– ¡Le juro que no, señor ministro! Lo único que tenía que hacer era llevar un mensaje. ¡Y recibir tres taeles por el favor!
– ¡Tres taeles! -se indignó la anciana-. ¡Y sólo me has dado dos!
Empezó a registrarlo aprovechando que Ma Jong lo tenía inmovilizado. Hubo que esperar a que hubiese sacado la moneda del pliegue de su cintura para reanudar el interrogatorio. Di exigió ver el mensaje.
– No lo escribió, señor -respondió el mensajero-, no tenía ni tinta ni papel. Por suerte, tengo buena memoria. Me lo aprendí. Su Excelencia no debe tomarla conmigo. Era un mensaje sin ninguna importancia.
Di dudaba que nadie diera dinero para llevar mensajes sin importancia.
– Ya que tienes una memoria excelente, vas a repetirnos ese mensaje. Y te aconsejo que no te equivoques. No me gustaría enviar a las minas al devoto pilar de una familia.
Su anciana madre cruzó las manos sobre el pecho, curiosa por oír qué mensaje podía confiarle alguien a su hijo a cambio de tanto dinero.
– Hua Yan me dijo que fuera a ver a su esposa, que es costurera. Y tenía que decirle esto: «Haz desaparecer ahora mismo lo que guardo en mi gabinete. Dale dos taeles al mensajero».
– ¿Dos taeles? ¡Pero si acabas de decir tres! -dijo su madre.
– Eran dos, pero yo dije tres -explicó él bajando la nariz.
Esta muestra de malicia le pareció a la vieja la mejor noticia del día.
Di ordenó al Pequeño Imbécil que los llevara a la dirección en cuestión. Su madre los dejó ir sin protestar: guardaba las monedas en su mano, así que lo principal estaba a salvo.
Era casi de noche cuando llegaron a la avenida. Tsiao Tai se sorprendió al ver que no se dirigían hacia el barrio burgués donde vivía la mujer altiva cuya casa habían estado registrando hacía pocas horas.
– ¿Aquí es donde habéis arrastrado mis banderolas por la infamia? -preguntó su jefe.
Los lugartenientes negaron con la barbilla. La casa ante la que se habían detenido no era la de la supuesta prima de Dama Mo. En cuanto su guía se escabulló sin decir nada, se apostaron de manera que pudieran vigilar la zona discretamente. Di estaba pensativo.
– Ese Hua Yan quizá sea un loco peligroso además de estafador, pero sabe cómo engañar a la policía. El secreto de su triunfo es tener dos domicilios, con dos esposas que no se ven nunca. ¿Hay mejor manera de despistar? Ojalá lleguemos a tiempo.
Una mujer se acercó a largos pasos y entró en la casa.
– ¡Demasiado tarde! -gimió el mandarín.
Se apresuró a llamar a la puerta antes de que la situación empeorase.
– ¿Quién hay? -preguntó una voz teñida de ansiedad.
– ¡El brazo armado de la justicia! -clamó el viceministro, que empezaba a cansarse de que lo llevaran de la nariz-. ¡Abra o mis hombres derribarán la puerta!
Sus lugartenientes esperaron aguantando la respiración que abriera, pues no les apetecía lo más mínimo desencajarse la clavícula para defender las promesas de su jefe. Por suerte, la hoja se entreabrió dejando ver el rostro asustado de la moradora del lugar.
– ¡Registro! -declaró el mandarín entrando sin vacilar en la estancia principal.
Tsiao Tai comprobó entonces que su jefe no era tan mirado sobre estos modos de investigación cuando él llevaba las riendas.
– ¿De dónde vienes? -preguntó Di dando un vistazo circular al sencillo mobiliario que decoraba la habitación-. ¡No me mientas! ¡Te acabo de ver entrar!
– De… de la letrina, que está al final de la calle -respondió tras unos segundos de vacilación.
Di la miró de arriba abajo. Estaba desconcertada. A lo mejor así conseguiría sonsacarla.
– ¿Sabes que tu marido tiene una Segunda Esposa, y que la mantiene como una reina al otro lado de la ciudad?
La costurera agachó la cabeza.
– Mi marido es un hombre excepcional y hace lo que quiere.
Así que estaba enterada, concluyó Di, enfadado al ver que fracasaba su táctica. Mientras sus lugartenientes revolvían los cofres de la ropa sin encontrar nada, él descubrió al fondo de la habitación una puerta cuya cerradura se veía a las claras que había sido forzada.
– ¿Qué hay ahí dentro?
Ella respondió que era el gabinete de su marido, pero que nunca ponía los pies en él; sólo él tenía derecho a entrar.
– ¿Por que está rota la cerradura?
– No lo sé, señor. La acabo de encontrar así ahora mismo. Un ladrón habrá entrado en mi casa, seguramente.
Di había conocido ya a muchos embusteros para adivinar cuándo alguien se burlaba de él. Empujó la mampara de madera, que se abrió entre chirridos. Durante el día, el reducto se iluminaba con dos ventanas a ras de techo. La linterna del mandarín le reveló un desorden indescriptible. Alguien había estado rebuscando en todos los rincones con una prisa manifiesta. Observó huellas en el polvo de los estantes. Había varios frascos reunidos encima de la mesa central, como si alguien tuviese previsto llevárselos. El suelo estaba cubierto de hojitas con anotaciones hechas con la misma letra que la lista con números. Había asimismo un material parecido al que los apotecarios utilizaban para preparar sus pócimas. Aquí y allá se veían algunos libros especializados.
Di se volvió de golpe hacia la atemorizada costurera.
– Voy a decirte lo que ha ocurrido aquí. Hace unas horas, la otra esposa de tu marido ha venido a advertirte que habían hecho un registro en su casa. Por suerte, ella no guardaba nada comprometedor, cosa que por desgracia no es tu caso. Tu marido suele encerrarse en esta habitación para elaborar unos productos demasiado secretos para ser honestos. De modo que has pasado el día preguntándote qué hacer. Un hombre ha venido a verte hace nada y tus dudas se han convertido en certidumbre. Te traía una consigna de Hua Yan, instándote a hacer desaparecer el contenido de su gabinete. Como no tenías la llave, has forzado la cerradura. Había demasiadas cosas para que pudieras llevártelas en un solo viaje, de manera que has metido en uno o dos sacos tantos objetos como has podido y has ido a deshacerte de todo.
La costurera cayó de rodillas.
– Suplico a Su Excelencia que crea que nada de eso es verdad. Son las malas lenguas las que llevan y traen esas mentiras. Yo soy una simple costurera, ¡nunca me atrevería a desafiar a la justicia imperial! Mi marido goza de una reputación intachable, ¡trata a grandes personalidades del Estado!
Al mandarín le fastidiaba que se trajera tanto a colación la brillante fama del acupuntor. Todos parecían convencidos de que esa familiaridad con el palacio los situaba por encima de las leyes. Tenía que encontrar pruebas irrefutables si quería llevarlos ante la justicia. Ordenó a sus lugartenientes que lo siguieran acompañado de la «simple costurera». Ma Jong la cogió del brazo y todo el mundo salió a la calle.
Ya era noche cerrada. Delante de los porches y del otro lado de las ventanas de papel encerado brillaban algunos faroles. Di tomó por donde venía la mujer cuando la encontraron en la calle.
La costurera no tenía precisamente la corpulencia de un buey, por lo que dos sacos llenos de frascos y de libros debían de suponer un peso excesivo si los cargaba a fuerza de brazos. Además, corría el riesgo de que la policía le echara el lazo en cualquier momento. Tenía que haber soltado el lastre del fardo a la primera ocasión.
Al pasar por delante de una callejuela, Ma Jong pidió permiso para hacer un alto para beber un poco.
– ¿Y dónde quieres encontrar agua? -replicó Di, al que su lugarteniente apartaba de sus cavilaciones-. ¡Aquí no hay tabernas!
– Está este pozo -respondió el hombre de mano señalando la calle lateral.
Di se volvió hacia ese lado sin ver nada. A los 47 años, su vista ya no era lo que había sido. Su inspector, en cambio, seguía teniendo vista de lince, quizá porque no había pasado lo mejor de su vida colgado sobre las máximas de Confucio. Al acercarse Di comprobó que había un pozo que la oscuridad disimulaba.
– Ya que tienes tanta sed, baja ahí dentro -ordenó.
El lugarteniente del magistrado se quitó el sobretodo preguntándose si le convenía aceptar ese puesto de guardia de corps que le había ofrecido un presidente de una sociedad secreta la semana pasada. Se le oyó chapotear un momento en el agua fría. Cuando subió llevaba en la mano un grueso saco que hizo un sonoro «floc» al aterrizar a los pies de su jefe.
– Vuelvo, aún queda otro -gruñó antes de bajar.
Tal y como esperaban, el bulto estaba lleno de frascos, de libros especializados y de botes de cerámica etiquetados que se desperdigaron sobre el suelo de tierra batida. Di fue a descolgar un farol y lo puso junto al montón y empezó a comparar los recipientes con los números anotados en la lista. A «general Qin Feng» correspondían unas setas acartonadas con muy mala pinta. El número de la viuda Mo remitía a una pasta negruzca de aspecto nauseabundo. La familia Wu Liang había disfrutado de un inquietante polvillo rojo sangre.
El segundo saco contenía todo un lote de agujas de acupuntura que se habían escapado del sobre de seda donde su propietario solía guardarlas. Tsiao Tai se acercó a recogerlas.
– ¡Ni se te ocurra tocarlas! -exclamó Di-. Tengo motivos para creer que Hua las ha utilizado para matar a sus víctimas.
En medio del amasijo descubrió un trozo de tela y lo utilizó para recogerlas.
– ¡Eso es difamación! -protestó ofendida la costurera-. Mi marido es un benefactor de la humanidad reconocido por los hombres más poderosos de esta ciudad. ¡Sabrá a quién debe dirigirse para que se reconozca su inocencia!
– ¿Ah sí? -dijo Di volviéndose hacia ella, con las agujas en la mano-. ¿Y qué cree que dirán esos hombres tan poderosos a los que trató con estas agujas, cuando sepan cómo utiliza su marido sus instrumentos?
Se acercó a ella, con las puntas de las agujas hacia adelante, hasta rozar su vestido. La costurera se estremeció.
– Si tu marido no ha hecho nada malo, tú no tendrás miedo de un mero pinchazo, ¿no?
La esposa del acupuntor volvió la cabeza para no ver las finas agujas metálicas apuntando a su pecho.
– Veamos -continuó el mandarín-. Te veo muy nerviosa. No soy experto, pero creo recordar que ahí, en la base del cuello, existe un nudo de fuerzas que es aconsejable pinchar para aliviar la ansiedad. ¿Qué aguja debo escoger? ¿La que ha curado a la viuda Mo? ¿O la que tu marido usó para tratar a esa desgraciada familia cuyos miembros yacen ahora mismo bajo tierra?
Eligió una y se dispuso a hundirla en la piel de la costurera, a la que pinchó con dos dedos de la mano izquierda.
– ¡Deténgase! ¡Se lo ruego! -gritó la mujer-. ¡Confieso! Todos esos objetos pertenecen a Hua Yan. Él me ordenó que lo tirara todo y es lo que he hecho. Y habría tirado el resto si Su Excelencia no hubiese llegado, ¡advertida por el dios de la Justicia!
Ya que parecía tan favorablemente dispuesta, Di tomó la dirección de su casa, seguido por sus lugartenientes con su prisionera y los dos sacos. Encendió una lámpara, se sentó en un taburete y mandó arrodillarse a la sospechosa ante él, con la esperanza de que esta solemnidad facilitaría su confesión.
– Estoy enterado ya de muchas cosas -anunció para acabar con cualquier esperanza de engaño-. Sé que ese hombre tiene dos esposas, que viven separadas, y que usted le ayuda a llevar a cabo sus proyectos criminales. Mientras una le sirve de gancho, la otra se presenta como un familiar para hacerse con la herencia, sienten predilección por los objetos preciosos, que son fáciles de vender.
Estas palabras terminaron de convencer a la desdichada de que el dios de la Justicia hablaba al oído del mandarín.
– Mi marido atendió al general Qin el mes pasado, pero no funcionó, y su orden de misión para un destino lejano le salvó la vida. Nunca supe cómo lo hacía, pero al final llegué a la conclusión de que tenía relación con las agujas.
Di creía haber comprendido cómo funcionaba el sistema. Hua Yan experimentaba sobre sus pacientes los diferentes venenos que elaboraba en su gabinete. Sus preparados no iban destinados a sanar al paciente sino a matarlo. No satisfecho con utilizar sus conocimientos para asesinar a la gente y defraudar la confianza de sus clientes, se había atrevido a propagar por una metrópolis con más de un millón de habitantes las más funestas enfermedades.
Di encargó a Tsiao Tai que fuera a detener a la otra esposa, y a Ma Jong que condujera a prisión a la costurera. Ma Jong sacó una cuerda de su cintura y ató con ella las muñecas de la prisionera.
Di, por su parte, buscó material para escribir en los estantes. «A mi amigo el juez Wei le encantará verme de vuelta», pensó cogiendo dos grandes hojas de pergamino vírgenes. Redactó en primer lugar la orden de encarcelamiento de las dos mujeres de Hua por complicidad de asesinato con agravante, luego un acta de acusación que el magistrado utilizaría para pronunciar la inculpación del acupuntor. Dejó caer una gota de cera blanda en la parte inferior de los documentos y los selló con el emblema del Ministerio de Obras Públicas, que guardaba en su manga. Seguro que era la primera vez que un acta de este tipo era validada por el símbolo administrativo de Aguas y Bosques.