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Un asesino huye inesperadamente; Di localiza a un criminal en un plato de tallarines.
Después de una noche de sueño tranquilo por la satisfacción del trabajo bien hecho, Di se disponía a saborear la primera comida del día cuando un criado le anunció que un carcelero estaba esperando en las dependencias del servicio a que despertara. El director de la cárcel lo enviaba a avisar a Su Excelencia de que el acupuntor Hua Yan se encontraba en las últimas.
Di renunció a su desayuno y pidió que le trajeran sus ropas. Ordenó que fueran a buscar a Choi Ki-Moon y corrió al calabozo del tribunal, preocupado por lo que allí encontraría.
Un guardia le hizo entrar en la celda del asesino, inmóvil en su camastro, y se colocó cerca del cuerpo, linterna en mano. Di observó que Hua había sangrado por la nariz. Como el enfermo no reaccionó al verlo entrar, lo tocó con la mano. Estaba apenas tibia. Se volvió hacia el esbirro.
– Dime, cuando han enviado a avisarme de que estaba enfermo, en realidad ya estaba muerto, ¿no es cierto? Y nadie se ha atrevido a venir antes a molestarme…
El matón agachó la cabeza. Habían antepuesto el respeto al sueño del viceministro a toda consideración.
A lo largo de su carrera de juez, cuando se instalaba en una ciudad confiada a su administración, Di empezaba dando instrucciones para que se le comunicaran los hechos importantes fuera cual fuera la hora. Pero aquí, en la capital, el orden social primaba sobre las investigaciones. Reprimió un arrebato de ira, que no le habría llevado a nada, y preguntó cómo había pasado la noche. El guardia respondió que el detenido se había quejado de dolores de cabeza. Era incapaz de dormir y su cuerpo parecía hervir por dentro. Terminó delirando.
– ¿Lo ha visto algún médico? -preguntó Di sin hacerse ilusiones.
– Está prohibido entrar en la cárcel antes de que salga el sol, señor -respondió el carcelero a ese funcionario que no sabía nada de las costumbres de la capital.
Di dio un profundo suspiro. No le quedaba ya más que asistir al examen posmorten, con la esperanza de que colmaría las lagunas de esta explicación.
Choi Ki-Moon llegó poco después, mal vestido y mal peinado.
– ¿En qué puedo tener el placer de servir a Su Excelencia? -preguntó con una reverencia.
Cada vez que lo veía, Di sentía cierto desasosiego, pero en ese momento era la persona que necesitaba.
– He mandado llamarlo para que atienda a su colega -dijo secamente-. Pero, considerando lo que le ha sucedido, aún me va a resultar más útil. Es usted especialista en muertes en la cárcel, si no me equivoco.
El coreano aborrecía este tipo de alusiones. Se acuclilló junto al cadáver y empezó a desvestirlo. Al quitarle la prenda principal, un objeto cayó al suelo. Era una botella minúscula en la que apenas quedaban unas gotas de una mezcla pastosa y maloliente.
– Envenenamiento, señor -concluyó dando su trabajo por terminado.
Di hizo una mueca de fastidio.
– No le he hecho venir para que exprese conclusiones a las que puedo llegar solo. Podría hacer algo más interesante, como absorber lo que queda de ese producto para averiguar si se trata de veneno.
Choi Ki-Moon tragó con esfuerzo y continuó con el examen.
– Tiene las facciones demacradas, la piel está sonrosada, tiene la boca y los ojos abiertos.
– ¿Alguna señal de pinchazos? -preguntó Di.
El coreano alzó la lámpara por encima del cuerpo desnudo.
– No, señor. Puede deducirse que mi infortunado colega no practicaba su arte sobre sí mismo. Tampoco hay signos de violencia. Ni salivación excesiva. En cambio, transpiró copiosamente durante sus últimas horas.
Di comprendía muy bien por qué el difunto se había abstenido siempre de utilizar sus agujas sobre su propia carne.
– Esto es muy extraño, señor… -murmuró Choi, que había separado las mandíbulas del muerto para examinar el interior de su boca.
– ¿Qué? -preguntó Di con impaciencia.
– Hay un líquido rojo en su garganta. Tiene los labios agrietados, las manos fofas, la lengua blancuzca y el vientre hinchado. Este cadáver presenta todos los signos del «síndrome del trauma frío». [20] Ha tenido que ahogarse en sus propias secreciones. Es lo que suele ocurrir cuando no se tratan los síntomas.
Di preguntó al carcelero si se habían producido otros casos del mismo tipo recientemente. La respuesta fue negativa. Hua Yan había sucumbido a una enfermedad contagiosa que sólo le había afectado a él, y sólo había manifestado sus síntomas esa noche.
– ¿Es posible que haya contraído esta fiebre a partir del contenido del frasco? -preguntó Di colocando el recipiente bajo la nariz del médico.
– Lo ignoro, señor -respondió éste apartándose-. ¡Nunca se me ha ocurrido utilizar mis conocimientos con un fin diabólico!
Di tenía su propia opinión al respecto.
– ¿Pero…? -repuso.
Choi Ki-Moon parecía extraordinariamente incómodo.
– Creo recordar que el contagio puede producirse por las deposiciones de un hombre ya afectado.
Di supo entonces qué había contenido la pequeña botella. Hua Yan había encontrado por fin la enfermedad ideal con que infectar a sus pacientes. El mandarín no quiso pensar en los estragos que este monstruo podía haber provocado de haber tenido tiempo. Sus investigaciones le habían servido de mucho, aunque no de la manera que él esperaba. Era el primer caso de suicidio por enfermedad con que el antiguo magistrado tropezaba.
Di se llevó a Choi Ki-Moon al gongbu para discutir los detalles médicos que necesitaba para redactar su informe. Una vez en su gabinete, se hizo servir el desayuno que no había podido tomar en casa. El coreano se quedó de pie junto a la puerta. Di señaló los platos preparados encima de una mesita baja.
– Sírvase. Nada de remilgos entre nosotros a estas horas del día.
Continuó con su comida mientras el médico, tras agradecer el honor que le hacía, picaba de los cuencos con los palillos. Su inmensa diferencia de estatus le prohibía tomar asiento, lo que daba a la escena una apariencia muy curiosa.
Di cayó de golpe en la cuenta de que había algo fuera de lo corriente en el menú: la sorprendente calidad de la pitanza que les habían servido. Había «corazoncitos» al vapor según la receta del sur, gambas con polvo de perla y aletas de tiburón con salsa parda de Sechuán, unos ingredientes que ni el hombre más rico de China veía todos los días en su mesa. Calculó el favor del que gozaba por la atención que ponían en alimentarlo. Dicho en otras palabras, era el reconocimiento administrativo trasladado al arte culinario.
Cuando un escriba reapareció para recibir sus órdenes, preguntó si lo necesitaban para la gestión de sus amadas aguas y bosques. El empleado le aseguró que todo seguía perfectamente en orden. Su ministro suplente le transmitía además sus felicitaciones por su excelente trabajo, algo bastante sorprendente, pues hacía varios días que no abría una carpeta. Dedujo que esos casos criminales estaban haciendo más por su gloria de viceministro de Obras Públicas de lo que nunca conseguiría un celo sincero. El ministro seguramente lo sabía. Pero, ya que los consejeros de Su Majestad estaban satisfechos, a su superior no le quedaba sino declararse encantado de sus servicios. La cocina de palacio le pareció realmente magnífica.
Estaba dictando su informe sobre el caso Hua cuando llegó un mensaje de la Cancillería. El gran secretario Zhou Haotian le felicitaba por haber descubierto a tan gran número de criminales -más, en realidad, de lo que él habría creído-, pero hacía notar que el que debía detener seguía libre como un pájaro.
En pocas palabras: cundía la impaciencia. Convenía volver a la investigación original si quería seguir disfrutando de los sublimes platos de palacio. Se preguntó con qué lo agasajarían esta vez: ¿un masajista que estrangulaba a sus clientes entre sus piernas? Ya era hora de visitar al médico en jefe de quien dependía el estudio de las enfermedades venéreas. Era probable que hubiese acudido a consultarle el cortesano envenenado o su amante.
Choi Ki-Moon hizo un esfuerzo por engullir a toda prisa un bocado del delicioso guiso de cohombro de mar [21] al jengibre, del que se estaba dando un atracón sin rubor.
– En ese caso, señor, Su Excelencia no necesita ir al Gran Servicio. El especialista en estos asuntos se llama Cai Yong. Es un maestro en medicina orgánica, farmacopea y preparación de remedios. Suele pasar las mañanas en su sala de consulta.
Di esperaba ver un establecimiento de lujo en la zona más pudiente de la capital, pero empezó a desengañarse cuando vio que el palanquín que los transportaba tomaba la dirección contraria, y perdió por completo la ilusión cuando el coreano le anunció que era preferible abandonar el cómodo vehículo si querían pasar desapercibidos. Los porteadores le dejaron en la entrada de un barrio caliente de Chang'an. Los dos hombres se internaron a pie en una región donde hasta la milicia se movía con cautela. Ventanas y porches daban cobijo a mujeres de vida ligera, vestidas con ropas llamativas.
– Comprendo ahora que no me hayan nombrado para la policía de Chang'an -masculló Di-. En esta encantadora ciudad no hay delincuencia.
Choi Ki-Moon estaba la mar de a gusto en este ambiente.
– Estas mujeres son como el pitorro de un hervidor que evacua el vapor sobrante, señor. Su existencia asegura la cohesión de nuestra sociedad. A su manera, ellas participan del gran todo.
El ojo experto del antiguo juez sorprendió entonces una escena que habría merecido una intervención de la policía.
– Uno de sus pitorros acaba de robarle la bolsa a un papanatas -señaló con un gesto en dirección a una joven muy descotada que estaba dándole a la hebra con un imbécil que no apartaba los ojos de su escote.
Estaba seguro de que la muchacha participaba en el orden del gran todo repartiendo a su favor las riquezas ajenas. La filosofía confuciana del mandarín se sentía ofendida por la falta de organización tanto como por la depravación sexual que imperaban en estos barrios.
La casa que buscaban se encontraba en la frontera entre un barrio de viviendas populares y el de las prostitutas de segunda zona, a medio camino del cielo y del infierno, en otras palabras. Di adivinó que la práctica de su arte no era lo único que retenía en el lugar al médico en jefe. ¡Extraña profesión la que consistía en atender todo el día a mujeres de mala vida!
Nada llamaba la atención sobre la casa en la que se detuvieron. La fachada era de madera vulgar, rodeada por un estrecho paseo cubierto, sostenido por delgadas columnas con la pintura desconchada. Era evidente que a las mujeres que acudían les preocupaba la discreción. Choi Ki-Moon hizo sonar el gong que colgaba de la puerta y se apartó para ceder el paso al viceministro. Di entró en una habitación oscura adornada con bancos que debía servir de sala de espera.
Al poco apareció el señor del lugar. Apartó la cortina de perlas que separaba la habitación del resto del establecimiento y se secó las manos en el delantal de sus ropas. Di supuso que lo habían sorprendido mientras comía; luego apartó de su mente todas las ideas sobre lo que un cirujano podía hacer en su trastienda. Cai Yong era un hombre de 40 años de cabello escaso y rostro hinchado por la grasa. Di pensó que sus clientes necesitarían un buen motivo para fiarse de él. Por su parte, nunca habría permitido que un individuo con su aspecto se acercase a sus esposas a menos de veinte pasos. Choi Ki-Moon hizo las presentaciones, lo que provocó en su colega una catarata de reverencias, acompañadas de palabras de bienvenida. Su anfitrión se apresuró a llevarlos a su gabinete de consulta, apenas más limpio que el vestíbulo, aunque contaba con varios sillones de bambú adornados con cojines.
– Soy yo el que se siente honrado al conocer a un maestro de su reputación -mintió el mandarín dando un vistazo general a las baratijas que colgaban por todas partes.
Los pacientes seguramente eran demasiado pobres para pagarse los remedios que necesitaban. Di sabía cómo sobrevivían los sanadores que no habían conseguido hacerse con una clientela rica: repartían amuletos, oraciones copiadas de libros sagrados y frasquitos con agua milagrosa a cambio de sumas irrisorias.
– Me han hablado muy bien de sus competencias -continuó Di, pensando que no iba de una adulación más.
Cai Yong no debía de estar acostumbrado a los cumplidos y sacó pecho como un pavo real.
– Su Excelencia es demasiado bondadosa. Hago lo mejor que puedo a mi humilde nivel.
Pareció dudar, luego cedió a la tentación de jactarse y sacó de un estante dos cajitas de papel de estraza superpuestas: una rosa y otra azul. Las abrió para mostrar el contenido a su visitante, un montón de bolitas amarillas en un caso y azulado en el otro, de aspecto igualmente repugnante.
– ¿Qué maravillas son ésas? -preguntó Di fingiendo interés.
El médico en jefe no cabía en sí de orgullo. Como sus clientes solían hablarle de sus problemas conyugales, había puesto a punto un preparado afrodisíaco para las que se quejaban de un esposo distraído, y una mezcla de su composición a base de salitre y de cerveza para adormecer los excesos de los más fogosos. Las damas habían corrido la voz y ahora gozaba de una sólida reputación en el barrio.
«Una sólida reputación de chulo», completó Di para sus adentros. Se esforzó por memorizar la forma de las bolas por si acaso alguna de sus esposas intentaba un día hacerle tragar esas cochinadas. Claro está, el método tenía sus limitaciones. Cai Yong confesó que una tal señora Si, que regentaba una taberna de tallarines al final de la calle, había descubierto el defecto de su panacea. Decidida a restablecer la armonía en su pareja, hizo algunas concesiones a la coquetería además de mezclar el afrodisíaco en la sopa de su esposo, que tan pronto engulló la comida salió, presa de un súbito ardor, en busca de su amante. Al día siguiente, probó con el segundo remedio queriendo retenerlo. El hombre cayó dormido… ¡y salió a buscar a su rival en cuanto despertó!
– No tuvo suerte, no hay duda -comentó el mandarín con una amable sonrisa en los labios, preguntándose si debía ordenar que lo detuvieran por haber animado a sus clientas a intoxicar a sus cónyuges a sus espaldas.
Ahora que el médico en jefe entraba en confianza, era el momento de orientar la conversación hacia el tema que los traía.
– Supongo que su clientela no está formada exclusivamente por personas tan distinguidas como esa vendedora de tallarines.
Cai Yong captó la insinuación al momento.
– Atiendo también a otro tipo de comerciantes del barrio -admitió-. Les vendo ginseng, trato gonorreas, y todo lo demás.
Señaló con un gesto amplio una estantería llena de cajas de manta tang lang, un insecto recomendado para tratar la blenorragia, la espermatorrea y la incontinencia urinaria. Había además libélulas secas, remedio soberano para cicatrizar ulceraciones de la verga.
– Soluciono además sus problemas menores cuando se presentan… -añadió con un gesto cargado de sobreentendidos.
Dicho sin rodeos, les prescribía sustancias abortivas. Cai Yong destapó un rechoncho jarrón de porcelana lleno de polvo verde; en ese momento contenía un stock de hojas de datura para fumigaciones.
– Combaten el enfisema y el asma. El fruto, encerrado en una cápsula espinosa, posee propiedades narcóticas y sedativas muy potentes.
– Ah, sí, ya sé -dijo Di examinado desde más cerca el contenido de los anaqueles-. He juzgado a prostitutas que los daban a beber a sus amantes ocasionales en forma de licor y cuando caían aletargados los desvalijaban limpiamente…
Desconcertado, Cai Yong intentó salvar el escollo celebrando las virtudes del ginseng, la panacea por excelencia. Además de sus propiedades afrodisíacas, esta planta rara y costosa era descongestiva, facilitaba la circulación, limpiaba la sangre y revitalizaba los organismos frágiles.
– Decocción a tomar por la mañana -concluyó deslizando un saquito en la mano del funcionario.
– Dígame, ¿usted reúne las funciones del médico y del farmacéutico? -preguntó Di sin dejar de leer las etiquetas de este arsenal del crimen y el desenfreno.
– Y ¿por qué no? ¿Cómo pretende Su Excelencia que vivamos si no es así?
Cai Yong se acercó al visitante y añadió en voz baja:
– ¿Acaso el gran hombre cree que prodigo mis remedios a las cien familias? [22] ¡Claro que no! Para las cien familias tengo píldoras a base de harina de trigo azucarada y aromatizada, emplastos compuestos de pasta de azufaifo y de jalea de membrillos. Es suficiente bueno para ellos, no falla. Reservo mis verdaderos medicamentos para clientes como usted, capaces de apreciarlos.
Di le preguntó si había visto a una cortesana de altos vuelos aquejada de una contagiosa enfermedad.
– Si la hubiese visto, la habría curado -respondió Cai Yong con fatuidad.
Di consideró que el lugar no demostraba esa competencia universal de la que se jactaba su ocupante.
El gong de la entrada resonó dos veces seguidas. Di consideró que ya se había reído suficiente; mejor sería despedirse y volver a la investigación para la que el gran secretario le había designado. Al cruzar la primera sala vio, sentada en uno de los bancos, a una dama que esperaba probablemente a que le entregaran la pócima milagrosa que enviaría a su marido en brazos de una rival. Descubrió además a un galán que parecía muy interesado en su vecina. Levantó los ojos al cielo y salió del lugar.
Cuando bajaban por la calle, los dos hombres pasaron delante de una taberna de tallarines. Choi Ki-Moon lanzó una mirada cómplice al mandarín.
– Si no me equivoco, la patrona de este establecimiento prueba los preparados de nuestro amigo para regular los impulsos amorosos de su marido -dijo guiñándole el ojo con picardía.
Di se fijó en una banderola blanca próxima a la puerta. Esos emblemas de duelo le producían el mismo efecto que una de las pociones revigorizantes del maestro Cai.
– ¿Quién ha muerto? -preguntó a una camarera que estaba limpiando las mesas dispuestas bajo el tejadillo.
– Nuestro patrón, el señor Si -respondió la mujer sin dejar de frotar-. ¡Quién iba a decir que nos dejaría tan pronto! ¡El sacerdote taoísta ha dicho que era normal cuando un hombre dispersa su energía yang a tontas y a locas! [23]
Di sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. Tuvo el horrible presentimiento de que la coincidencia resultaba como mínimo inquietante.
– De pronto me apetece comer un plato de tallarines -dijo tomando asiento en uno de los taburetes.
Hizo un gesto a Choi Ki-Moon para que se sentara enfrente de él en lugar de hacerse notar quedándose plantado como un criado. El coreano obedeció preguntándose si el mandarín había jurado obtener la condena de todos los médicos de la ciudad. Una mujer entradita en carnes, que Di supuso sería la patrona, acudió a cantarles el plato del día, consistente en pastas salteadas a la tinta seca. Di adoptó la expresión de un gastrónomo maravillado.
– ¿Te había dicho o no que era la mejor taberna de tallarines al norte de la ciudad, viejo amigo? -exclamó dirigiéndose a Choi Ki-Moon, que estaba perplejo-. Ha sido nuestro amigo el médico Cai Yong quien nos ha enviado.
– ¡Que los dioses bendigan eternamente a ese benefactor de las mujeres! -respondió la cocinera juntando las manos para encomendar al interesado a las deidades compasivas.
Este arrebato de gratitud hacia un hombre que no había salvado ni a su esposo ni su matrimonio aumentó el recelo del magistrado. La camarera regresó enseguida con los platos encargados. Di se extasió ante la calidad de las viandas, pero se guardó mucho de hundir en ellas sus palillos y siguió haciendo preguntas como si tuviese ganas de conversar.
– ¿Así que tu patrón ha muerto de repente? ¿Cómo es que el sabio no lo curó?
– La señora hizo venir a un médico muy bueno, pero la enfermedad estaba ya muy avanzada.
– ¿Y era ése el que lo atendía siempre?
– ¡Ah, no! ¡Si el señor era fuerte como una roca!
Lanzó una risita y añadió que el difunto solía prodigarse sin miramientos entre todas las mujeres que se le ponían a tiro. Al parecer, era el galán maduro del barrio y su esposa debía de ser una de las damas a las que menos echaba en falta.
Sin dejar de remover la pasta, Di se formó rápidamente un cuadro de la situación. El restaurador Si dilapidaba el dinero de su negocio en brazos de pelanduscas y descuidaba a su mujer. Quizás habría acabado repudiándola y arrojándola a la calle sin recursos. Al ver fracasados sus intentos de reformarlo, la señora Si tenía motivos para desear su muerte.
Choi Ki-Moon, cuyo apetito parecía no tener límites, estaba atiborrándose enfrente de él. Asqueado del espectáculo, Di desvió su atención a los que lo rodeaban. A pocas mesas de distancia, vio que la patrona se ocupaba de otro cliente. Enseguida reconoció al individuo que ya había visto en la sala de espera, el petimetre ocupado en cortejar a una cliente. Era corto de piernas, tripudo y de tez mate, pero lucía un bigote impecable y tenía buena labia.
– ¿Y ése quién es? -preguntó Di cuando la criada regresó con la sopa con la que terminaban todas las comidas chinas.
Respondió que era el peluquero del barrio, un cliente habitual. Di añadió este detalle al conjunto de los que trataba de organizar en su mente. El añorado señor Si no era, por lo que se veía, el único seductor de la zona, y el peluquero se había propuesto heredar su título de gallo del corral.
– ¿Y ése no habrá sido paciente de Cai Yong? -preguntó el mandarín.
– ¡Su señoría posee el don de la doble visión! -exclamó la camarera-. El señor lo curó de una mala gripe el invierno pasado. Es un gran sabio y sentimos una profunda admiración.
Por lo visto, el médico no sólo salvaba a maridos promiscuos. En esta calle se daban los más hermosos ejemplos de curación por ausencia de moralidad que Di hubiera visto nunca.
Una mujer que subía por la calle a toda prisa pasó muy cerca de ellos. Parecía asustada. Di la siguió con la mirada hasta que entró en casa del médico sin molestarse en hacer sonar el gong. El tambor de alerta que el magistrado tenía en su cabeza, sin embargo, empezó a golpear con gran estrépito. Di sacó unos sapeques del cinturón y los arrojó sobre la mesa. Se levantó, con gran pesar del coreano, que no había acabado su sopa de patas de gallina, y se encaminó al gabinete médico, un lugar cada vez más apasionante.
Tampoco él llamó al gong al cruzar la puerta. La primera sala estaba vacía. Fue directo a la cortina de cuentas, que apartó para entrar en el gabinete. La dama a la que acababa de ver pasar estaba de pie, con expresión abatida. Cai Yong la escuchaba sentado en un sillón donde probablemente la mujer lo había sorprendido al entrar. Había en su cara una mezcla de estupor y de contrariedad, sentimiento que no cambió al ver al mandarín entrar en su casa sin hacerse anunciar, cortando a la visitante en mitad de una parrafada que no parecía alegre.
– Había olvidado hacerle una pregunta sobre la datura -dijo Di mirando fijamente al estupefacto sabio.
La presencia de la dama interesaba mucho más al mandarín que todo lo que podía enseñarle sobre el uso de las plantas medicinales.
– ¿Interrumpo una consulta? -preguntó.
Cai Yong se vio obligado a hacer las presentaciones. Di permaneció inmóvil y en silencio, esperando que la dama le explicara el motivo de su presencia. Estaba persuadido de que su nerviosismo no obedecía a la repentina aparición de un granito indiscreto. Al cabo de unos instantes, la desamparada visitante explicó que había venido a buscar la ayuda del sabio porque tenía a la policía en casa.
– ¿Su marido acaba de morir? -susurró Di.
– ¡Claro que no! -exclamó la dama, espantada-. ¡Al contrario! Es mi marido el que acaba de matar a alguien!
Di vio cómo sus sagaces conclusiones se hacían añicos.
– ¿Y cuando su marido mata a alguien corre usted a casa del médico? -se extrañó.
Ella contó que su esposo se había peleado la noche anterior con un colega de trabajo y lo había matado. Había vuelto a casa sin decir nada, pero la milicia había venido a detenerlo y ya no se movía de su casa.
– En tal caso, es demasiado tarde para las pociones calmantes -concluyó Di alisándose con gesto pensativo su larga barba.
La situación se volvía emocionante. Si los inspectores habían entrado en casa de la mujer, era sin duda para hacer un registro. Tenía curiosidad por averiguar qué encontraban.
– Querida señora, ha dado usted con la persona indicada. Voy a ayudarla a resolver este problema. Lléveme a su casa.
Lanzó una mirada complacida al curandero clavado en su sillón y salió de la sala acompañado por la mujer del asesino, que no sabía a qué carta quedarse.
– Este barrio resulta cada vez más interesante -le susurró a Choi Ki-Moon yendo calle abajo por segunda vez.
Pasaron delante del restaurante de tallarines, desde donde la patrona y su peluquero los contemplaron con curiosidad. «Esperad un poco que ahora vuelvo -se dijo Di-. Y enseguida me ocupo de vosotros.»
El domicilio de la dama consistía en una estancia única dominada por un amplio lecho kang de ladrillos que se calentaba desde abajo. En el patio, unas gallinas picoteaban el suelo de tierra batida. Encontraron a un pequeño grupo de milicianos pertrechados con el equipamiento reglamentario, que incluía un garrote colgado del cinturón. Derrengados sobre la estera que servía de lecho a la pareja, se entretenían vaciando un cántaro de vino. Di se había equivocado sobre el motivo de su intrusión: no habían venido a registrar sino a beber un trago a cuenta del hombre al que acababan de detener, una práctica habitual pues los arrestos se hacían a expensas del sospechoso. Si habían realizado algún registro, lo habían interrumpido en seco nada más descubrieron la reserva de alcohol. Choi Ki-Moon enunció los títulos del mandarín, obligándolos así a abandonar su descanso penosamente para saludar al alto funcionario, convencidos de ser víctimas de una inspección sorpresa. No del todo descontento del malentendido, Di les ordenó realizar un registro en toda regla del domicilio. Casi tuvo que suavizar la orden con un llamamiento al respeto a la propiedad privada, pues los milicianos empezaron por arrojar por todas partes los objetos y piezas de ropa que caían en sus manos. No solamente los gritos de la propietaria le sacaban de quicio, sino que pronto no habría nada que sacar de la leonera que estaban organizando.
– Enseñadme todo lo que les parezca extraño -les recomendó Di, que empezaba a creer que la policía de Chang'an necesitaba un firme tirón de orejas.
Los milicianos le trajeron sucesivamente un amuleto mongol, un ruiseñor disecado y un pergamino nuevo que entraba en la categoría de «objetos sospechosos» porque ninguno de ellos sabía leer. Era un reconocimiento de deuda a beneficio de Cai Yong. En la parte inferior del documento figuraba el nombre seguido de la huella de un pulgar.
– ¿Quién es You el Tercero? -preguntó.
– Está usted en su casa, señor -respondió uno de los hombres armados.
El signatario se comprometía a reembolsar una gruesa suma al médico, y se especificaba que dicha obligación se trasladaría a sus herederos en caso de fallecimiento. Di se preguntó si el interesado estaba al corriente del compromiso que había adquirido.
Ordenó que trajeran al asesino, al que habían dejado en casa del jefe de manzana a la espera de llevarlo a la cárcel en cuanto hubieran terminado de vaciar su bodega. You era un gigantón de expresión obtusa que no debía estar de humor todos los días. Su cara cuadrada, estriada de cicatrices, delataba las peleas en que había participado, la última de las cuales le había salido cara. La cuerda que ataba sus manos estaba atada al cuello y a los pies. Para redondear la faena, habían colgado de su espalda un cartel donde estaba escrito «Criminal».
– De modo que tú eres You el Tercero. Es la primera vez que me encuentro a un muerto que camina.
You no entendió la alusión macabra. Di le mostró el documento.
– ¿Sabes qué es esto?
– ¡Cómo puedo saberlo, señor! -gruñó el prisionero-. ¡Yo no soy un hombre letrado como usted!
Di le leyó el texto del pergamino. El camorrista cayó del guindo entonces.
– ¿Por qué iba a pedir prestada una suma así a ese médico pulgoso? ¡Si yo soy más rico que él! Un estafador que se aprovecha de mi desgracia para robar a mi mujer…
Di constató que su interlocutor no había entendido la cadena de acontecimientos: su desgracia le había salvado la vida, y su mujer habría estado más que dispuesta a satisfacer la deuda ficticia en cuanto quedara viuda.
– No sabes de la que acabas de librarte -le dijo el magistrado-. Diez años en las minas te van a parecer un suave castigo comparado al destino que te tenía reservado tu esposa.
Se volvió hacia los milicianos, a los que envió a detener al médico y al peluquero. Unos minutos más tarde, los guardias regresaron advirtiéndole que los dos hombres estaban ilocalizables.
«Faltaría más, pensó Di. Si no me ocupo yo de todo, las cosas marchan peor.» Los dos rufianes no tendrían fácil abandonar la capital. Si lo conseguían, estarían al acecho para detenerlos en una de las ciudades donde hicieran un alto.
– ¡Contento se va a poner el director del Gran Servicio Médico! -dijo Choi Ki-Moon con una mueca.
Miró desesperado al mandarín, seguro de que la ira de Du Zichun recaería sobre él en cuanto circulara la mala noticia. El coreano tenía además otro motivo de inquietud al ver a Di resolviendo intrigas criminales a más y mejor, como si fuesen adivinanzas infantiles.
– Siento compasión por las mujeres desdichadas en su matrimonio -dijo Di-. Pero aún así no puedo tolerar que crean que el asesinato es una solución a su problema. Es una solución que altera «el orden del gran todo», como usted dice.
Su compasión no llegaba al punto de aceptar que nadie cuestionara los principios sobre los que había construido su visión del mundo. Estaba convencido de que atacar las reglas de la vida en sociedad provocaba un mal siempre mayor, capaz de arruinar la armonía general que él debía proteger.
Mientras acompañaba a los milicianos que trasladaban a la pareja You a la cárcel, reunió sus conclusiones de cara a su informe. Cai Yong había vegetado en la mediocridad hasta que los problemas domésticos de la vendedora de tallarines le inspiraron la idea de utilizar sus talentos de manera más fructífera. Reclutó entonces al peluquero del vecindario, que gozaba de gran éxito entre las damas. Atraído por el cebo del dinero y cegado por la admiración hacia el sabio que lo sanó, el galán de noche aceptó seducir a la señora Si. Tras consolarla de sus desdichas conyugales, le propuso librarla del esposo infiel. Cai Yong proporcionó el veneno, ella se lo administró a su esposo en una comida y el médico fingió curar al enfermo, cuya muerte no sorprendió a nadie debido a sus muchos excesos. Ya no les quedaba más que repartir el botín.
– Si ese roñica de Cai hubiese tenido más confianza en sus clientes, no les habría hecho firmar falsos reconocimientos de deuda para asegurarse el pago de sus honorarios -se dijo en voz alta el mandarín-. Apuesto a que You el Tercero va a disfrutar aplastándolo durante el proceso.
Solo los dioses sabían cuántas veces esos dos maleantes habían repetido su crimen. La vendedora de tallarines había calificado a Cai Yong de «bendición de las mujeres». Di se dijo que más acertado habría sido llamarlo «maldición de los maridos».
<a l:href="#_ftnref20">[20]</a> Fiebre tifoidea.
<a l:href="#_ftnref21">[21]</a> Animal invertebrado de cuerpo blando y oblongo, piel rugosa, que posee un círculo de tentáculos alrededor de la boca.
<a l:href="#_ftnref22">[22]</a> El pueblo llano.
<a l:href="#_ftnref23">[23]</a> La doctrina taoísta preconiza a los hombres que retengan su semen para preservar su yang contra la invasión del yin presente en las mujeres.