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Di Yen-tsie emprende una nueva carrera; y ésta le lleva de vuelta a la primera.
Dado que el especialista en enfermedades venéreas ignoraba la identidad de la cortesana que Di andaba buscando -y aunque Cai Yong hubiese mentido, no podía interrogarlo de nuevo-, la única solución era volver a la fuente, es decir, encontrar a esa mujer por otro medio. Tan pronto entregó los prisioneros a los carceleros, regresó al barrio del Norte, para gran contento de Choi Ki-Moon.
Las internas vivían bajo las órdenes de unas alcahuetas. Sólo se las dejaba libres los días octavo, decimoctavo y vigesimoctavo del mes lunar, aunque fuera para recibir instrucción religiosa en el templo más cercano, y con la condición de pagar una indemnización. Como era precisamente el octavo día, Di se puso una ropa que le permitiría pasar desapercibido y se dirigió al santuario donde las damiselas recibían una educación mística seguramente imprescindible para ejercer su oficio.
Los monjes budistas se ocupaban de esta función. La pagoda de los Placeres Divinos era un edificio rutilante, ricamente decorado con estatuillas votivas fruto de las donaciones de los fieles. Di observó el desfile de beldades, de una elegancia demasiado vistosa para su gusto; opinión que no compartía el nutrido grupo de hombres que esperaban verlas por cualquier medio. El coreano no se perdía migaja.
– Necesitaría a alguien que las conozca bien -dijo Di-. Necesito saber si alguna se ha quedado en casa.
– Faltan Rosita, Lotus y Crepúsculo -le informó Choi sin vacilación.
Ante el asombro del mandarín, añadió que había asistido a muchos banquetes ofrecidos al cuerpo médico por generosos pacientes. Di se guardó los comentarios que le inspiraba esta explicación increíble y decidió salir al encuentro de las damas sin mayor demora.
En la entrada del barrio del norte, sacaron de un bolso el material que Di le había pedido a su ayudante: consistía en una suerte de botiquín, una campanilla de madera y una banderola que proclamaba las especialidades, el ajuar completo de los sanadores ambulantes.
– Rosita vive aquí -dijo Choi señalando la puerta de un coqueto establecimiento. Bastará con llamar para averiguar si está.
Di le pidió con una seña que así lo hiciera, sin preguntarse qué motivos tenía para conocer la dirección privada de una cortesana. Un postigo se movió permitiendo a una mujer de edad madura examinar a los dos visitantes a través de una rejilla de hierro forjado.
– ¿Quién hay? -preguntó en una voz carente de la típica dulzura de las prostitutas.
– Somos dos médicos itinerantes -afirmó Di-. Hemos sabido que teníais una enferma y venimos a brindarle el auxilio de nuestro arte.
Los ojos los escudriñaron a través de los barrotes y luego se fijaron en la banderola.
– ¡Sigan su camino! -gritó la matrona-. ¡En nuestra casa todo está en orden! ¡Mi hija prepara su boda y no necesitamos que unos charlatanes nos traigan sus malos presagios!
El ventanuco se cerró de golpe. Delante sólo tenían un panel de madera tan dura como la bienvenida que habían recibido. Di comprendió por qué Rosita se había quedado en casa en un día de salida. Los preparativos de la boda debían de tenerla ocupada y no tenía motivo para salir a exhibirse en el templo. El ideal de toda cortesana era casarse con un hombre rico que empezaba ofreciéndole seda y oro para demostrarle la magnitud de su fortuna. Iba a convertirse en la concubina de un noble, o incluso en su esposa principal si había tenido la suerte de seducir a algún viudo.
– ¿Por qué nos ha acusado de traer el mal de ojo? -preguntó extrañado Di, que había esperado mayor respeto a la profesión que tomaba prestada.
– Lo ignoro, señor -respondió Choi, que seguía enarbolando su enseña de color crudo, pintada con grandes caracteres negros.
En ella se leía la razón social: «Estrías, hemorroides, esterilidad». El coreano siguió la mirada consternada del mandarín.
– Es todo lo que he podido encontrar, con las prisa de servir a Su Excelencia -se disculpó lastimero.
«Cambio de táctica», se dijo Di. Se plantó en medio de la calle, agitó con fuerza la campanilla de madera y empezó a llamar a los transeúntes como había visto hacer en las plazas públicas.
– ¡Oigan, oigan! ¡Toda enfermedad tiene su remedio! ¡Trátese antes de que se agrave! Tengo pociones para todos y cada uno de vuestros males, hasta los más dolorosos! ¡Tratamientos gratuitos para los más pobres!
Al cabo de un rato de la arenga, una mujer mayor le tiraba de la manga.
– ¡Los dioses os envían! -declaró-. Con la enfermedad de mi hija, no tenemos manera de pagar los servicios de un médico.
Los llevó hasta una casucha míseramente decorada que daba a una callejuela. No era uno de los confortables edificios de la calle principal. La mujer levantó la cortina de la habitación principal y los invitó a tomar asiento en la cama. Choi dejó sus pertrechos en el suelo y apoyó la enseña en la pared. La anciana apartó otra cortina y entró en la habitación contigua.
– Hija -oyeron-, he encontrado ayuda para ti. Deja que te examinen.
– Es inútil -respondió una voz más joven-, sólo estoy indispuesta. Ahórrese el dinero.
– Entonces no hagas que vaya a peor. ¿Quién se ocupará de mí si te mueres? ¡Vamos, sé razonable!
Se produjo un silencio.
– Me alegro de que por fin entres en razón -dijo la anciana haciendo un gesto para que se acercaran.
Había una muchacha, de mejillas pálidas y ojos hundidos, acostada en la estera. A su pesar, Di se dijo que esperaba haber dado con la que andaban buscando y que padeciera una enfermedad incurable. Choi Ki-Moon retiró las mantas y le tomó el pulso en las cuatro extremidades.
– Su hija tiene el pulso doble. No estará…
– Sí. De varios meses ya -confirmó la anciana.
– La enfermedad que le provoca tanta fatiga es el cólera -dijo el coreano-. Su agotamiento afecta tanto a la madre como al niño por nacer. Es serio. Se arriesga a sufrir un aborto natural acompañado de complicaciones.
Di empezaba a entender por qué la mujer se abstenía de acudir a la pagoda. ¿Guardaba eso alguna relación con su investigación?
– Tengo que saber qué le ha ocurrido para recetarle una medicación adecuada -aseguró.
Impresionada por el diagnóstico, la alcahueta se lanzó a relatar los hechos. Su «hija» no pretendía conservar el bebé, pero las pociones abortivas habían fracasado y la vieja sospechaba que no las había tomado correctamente. Si nacía una niña, podrían educarla para que tomara el relevo dentro de unos quince años. Pero si era un chico, lo abandonarían para que se convirtiera en bonzo, soldado o eunuco, en el mejor de los casos.
Di llegó a la conclusión de que no era la mujer que él buscaba. Choi Ki-Moon había escrito ya su receta.
– El niño desea vivir, y usted debe respetar su deseo o su hija morirá -le dijo a la anciana-. Envuelva las hojas medicinales en papel rojo y sedoso. Ponga a hervir la decocción a fuego lento, luego arrójela en vino de Shaoxing. Esta pócima evitará el riesgo de aborto natural y estimulará su sangre.
Le recomendó además que se procurara placenta tostada para facilitar el parto y favorecer la expulsión del feto cuando llegara el momento.
– Le doy las gracias, señor Choi -dijo la futura madre cuando se despedían, aunque ninguno de los dos había dado su nombre.
– Adiós, Loto -respondió el coreano.
Di alzó los ojos al cielo. Estaba decepcionado. Todo eso estaba la mar de bien pero él no había venido a repartir medicamentos.
Fueron a situarse al otro extremo del caserío y empezaron de nuevo con su farsa sin demasiada convicción. Di se preguntó si era por celo o por placer por lo que se dedicaba a envilecerse poniéndose en tales situaciones. ¡Un hombre de su rango buscando clientes en las plazas públicas como un vulgar buhonero!
Estaba sumido en tan tristes pensamientos, el ceño fruncido, cuando los llamaron por segunda vez. Era ahora una pequeña criada la que solicitaba sus servicios. Los condujo a una casita coquetona cuya primera sala estaba acondicionada para recibir a los invitados de marca.
– Mi señora ha recibido tratamiento de un gran médico, pero ha sido incapaz de curarla. Ya que los dioses les envían a nosotras, quizá sepan qué remedio aplicarle.
Les mostró a la mujer que yacía en su lecho de dolor, desfigurada por la enfermedad, flaca y agotada, que llevaba la cabeza envuelta en un chal anudado como turbante. Di supuso que se trataba de Crepúsculo, la tercera de la lista.
Choi Ki-Moon procedió a examinar los síntomas: labios ennegrecidos, frío en los dientes, pérdida involuntaria de orina, aborrecimiento a la comida… Muy malos indicios. La lengua blancuzca delataba una enfermedad peligrosa. La sombra azulada bajo los ojos era una promesa de muerte inminente. Los tres pulsos del anular, el mediano y el índice -touen, kouan, tche-, eran «ch'ch», lentos, y sólo producían tres latidos por ciclo de respiración. La paciente dijo que a toda hora le apetecía comer salazones, de lo que Choi dedujo que su vejiga estaba afectada.
– No tiene por qué alarmarse, todo irá bien -dijo en un tono que escondía mal su verdadera opinión.
Hizo ademán de buscar algo en su bolso y pasó cerca de Di, al que susurró al oído que se trataba de una gonorrea de un tipo muy infrecuente y agresivo.
– Me han recomendado la manta -dijo la cortesana entre muecas de dolor.
Di, que empezaba a familiarizarse con el tema, recordaba que el insecto tang lang estaba recomendado para la blenorragia. Choi Ki-Moon sacudió la cabeza en señal de aprobación y alabó la sabiduría de quien había prescrito este remedio.
– No es bastante eficaz para su dolencia -murmuró dirigiéndose al mandarín-. Salta a la vista que el tratamiento ha fracasado. Por desgracia, no conozco otro.
Recetó varias pociones calmantes. Agradecida, Crepúsculo rogó a su criada que les sirviera el té. Se sentaron en sendos pufs, a poca distancia de la cama.
– Veo por la elegancia de esta habitación -dijo Di dejando enfriar lentamente el contenido de su taza- que es usted una de las perlas del barrio.
La cortesana explicó con una modestia de buen tono que había tenido la suerte de ser formada en todas las artes por las mejores maestras. Después de ejercer durante una década, la había pedido en matrimonio uno de sus clientes más asiduos. Como el lugar no tenía la apariencia de la vivienda de un notable, Di supuso que su marido había tenido algún motivo para repudiarla.
– Desgracia y dicha se siguen de un día al siguiente, danxi huofu -dijo de la manera sibilina que convenía a este tipo de observación.
Crepúsculo sonrió con tristeza.
– Ustedes, los médicos, adivinan lo que esconde el corazón de las mujeres.
Antes de su matrimonio, cayó enamorada de otro de sus admiradores, un alto funcionario que no pudo acogerla en su casa debido a la oposición de su Primera Esposa. Por desgracia, su inclinación natural la llevaba más hacia el noble refinado que hacia el burgués nuevo rico al que había concedido su mano. Cediendo a la pasión, terminó cometiendo el peor de los crímenes del que podía hacerse culpable una mujer casada.
Pese a la indignidad de sus confesiones, una sonrisa nostálgica se estampó en sus labios. Di vio que el coreano estaba impresionado. Podían vender su cuerpo tanto como quisieran, pero engañar al marido era una falta imperdonable. Por su parte, Di había visto tantos engaños a lo largo de su carrera que las infidelidades femeninas le parecían trasnochadas. Inspiró profundamente y empezó a completar el relato de la paciente, que ahora se perdía en los recuerdos de días felices. Tenía una idea bastante clara del drama que se había escenificado y de la identidad del resto de protagonistas.
– Su marido, el que la ha repudiado, era un médico famoso. En cuanto a su amante, el alto funcionario, la ha instalado aquí, y paga su manutención.
Movida por la sorpresa, la cortesana hizo un esfuerzo por incorporarse sobre los codos para ver mejor a su interlocutor.
– ¡Usted no es médico! -exclamó.
Di se preparó para que lo echara de su casa.
– ¡Usted es adivino! -terminó ella dejándose caer de nuevo sobre los almohadones.
El mandarín se guardó de desengañarla.
– Los dioses nos han castigado a mi amante y a mí -continuó la infortunada-. Nos han azotado con esta enfermedad contra la cual nada pueden los hombres. Mi marido es un santo. Cuando supo que estaba tan enferma, se ocupó de cuidarme con una devoción que yo no merecía.
Di deseó saber cómo se llamaba esta alma compasiva. Crepúsculo negó con la barbilla.
– He prometido no involucrarlo en mi vergüenza. Se ha rebajado hasta mí, pese a mi indigna conducta. Yo puedo aceptar morir, pero no perder la cara. ¿Cómo puedo presentarme antes los reyes del cielo si mi alma está manchada con una segunda traición a un esposo tan clemente?
El té estaba ya tibio. Ella vació la taza y se retorció en una mueca. Di se precipitó a sostenerla.
– ¿Qué ha bebido?
– El Gran Servicio Médico -murmuró-. La materia secreta… es el último recurso…
Un instante después, expiraba en brazos del mandarín. Di recordó que la primera vez que habían mencionado a Crepúsculo en su presencia le habían dicho que no había tenido suerte. Ahora comprendía hasta qué punto. El coreano contemplaba la escena con expresión afligida. El mandarín decidió que ya había visto bastante.
– Vuelva a su casa. Me ha sido muy útil. Mi misión toca a su fin. Sabré recompensar sus esfuerzos como conviene.
Di se levantó y salió de la casa a paso tan lento como si cargase sobre sus hombros toda la desolación del mundo. Viendo alejarse a su patrón, Choi Ki-Moon se preguntó si esa promesa de recompensas auguraba algo bueno o no.
Di se dirigió directamente al Gran Servicio Médico. Dejó atrás el porche monumental, atravesó el gran patio y entró en el edificio central, donde el director estaba disertando rodeado de sus discípulos. El mandarín dio unas palmadas para interrumpirlo y despidió a los estudiantes, sin hacer caso de la expresión ofendida de su profesor.
– No creo que usted pueda… -empezó a decir.
Di esperó a que todos hubiesen desaparecido para cortarle la palabra.
– Y yo no puedo aceptar que su institución vaya repartiendo venenos mortales a petición. Sé qué significa la materia secreta que se enseña aquí a un único aprendiz muy bien elegido: las mil maneras de matar a una persona.
– ¡Usted no sabe nada! -replicó Du Zichun-. Es una enseñanza autorizada e incluso exigida por la Corte. Para el Estado reviste la misma importancia que las ciencias de la vida. Es su complementaria. Así es como nosotros honramos el gran equilibrio natural de las cosas. Usted, en cambio, ha hecho todo por destruir la armonía de este establecimiento. Ha hecho detener a muchos de nuestros émulos cuyos conocimientos poseen un gran valor.
– Estoy convencido de que el peor de ellos no ha sido detenido aún -respondió Di en tono sombrío.
Du Zichun declaró que iba a mostrarle qué sería de la medicina sin ellos. Tomándole del brazo lo llevó hasta la plaza pública que se extendía delante del mercado del Este. Un hombre acababa de desplegar la banderola de los sanadores itinerantes.
– Sé que los médicos de las clínicas sólo sienten desprecio por los que van de una ciudad a otra -dijo Di, con pocas ganas de dejarse sermonear-. Sin embargo, también tienen su utilidad.
– Espere un poco y ahora verá -respondió Du Zichun haciéndole una señal para que tuviese paciencia.
El curandero hizo sonar su campanilla y empezó a interpelar a los transeúntes.
– ¡Vengan a ver los prodigios que yo, Liu «Hijo del dragón», he conseguido acumular tras largos estudios y un pacto con las fuerzas sobrenaturales!
– Si hubiese realizado largos estudios, yo lo sabría -susurró el director al oído del mandarín.
Cuando se hubo reunido un grupito, Liu «Hijo del dragón» sacó de su manga una cabeza de dragón dorada y declaró:
– Al precio de una lucha sin cuartel, pude derrotar a la bestia fabulosa cuyos restos veis aquí. ¡Si asumí tantos riesgos es porque su boca escupe un agua capaz de sanar todas las enfermedades de los que la beben!
Cogió una escudilla de madera, que colocó delante de los belfos del ser mitológico. Y sí señor, un líquido empezó a caer en el recipiente. A fuerza de invitarlos, algunos valientes se atrevieron a acercarse para probarlo. El primero era un lisiado que nada tenía que perder. Le siguió un tísico y una mujer que se rascaba. Los tres no tardaron en proclamar a gritos que se sentían maravillosamente bien. El inválido tiró su muleta para saltar de aquí para allá, el tísico dejó de toser y la mujer insistió en abrazar las rodillas de su salvador. A partir de ese momento, fue una lucha por saborear algunas gotas del precioso brebaje, cuyo héroe aceptaba brindarlo a la humanidad sufriente a cambio de tres miserables ligaduras de sapeques.
Di tenía experiencia suficiente en asuntos criminales para desmontar la estratagema. El valiente «Hijo del dragón» se había fabricado una cabeza de monstruo de cartón dorado. Estaba atada a una tripa de cordero llena de agua mezclada con miel que escondía entre sus ropas. Le bastaba con apretar la tripa para que brotara el elixir. Sus acólitos proclamaban a los cuatro vientos que estaban curados y los crédulos abrían sus bolsas.
– ¿Quiere librar a nuestro pueblo de charlatanes? -dijo el director-. ¿Qué son algunos delitos ridículos comparado al bien que aportamos al mundo? ¿Qué sería la medicina sin nosotros?
Di ya había visto lo que era con ellos y no estaba seguro de que valiese mucho más. Una frase de Confucio acudió entonces a su mente.
– Las enfermedades que escondemos son las más difíciles de curar.
Du Zichun respondió con una mueca de desprecio.
– Confucio murió a los setenta y dos años. ¡Con la ayuda de un buen médico habría llegado a centenario!
– Con su ayuda, habría muerto en circunstancias abominables -le contradijo Di-. Salgo de casa de Crepúsculo, su esposa.
Du Zichun leyó en los ojos del mandarín que había comprendido todo.
– No me diga que me ha vuelto a traicionar -dijo en voz baja.
Di lanzó un profundo suspiro.
– No es ella la que le ha traicionado, sino su propia vanidad. En mi primera visita al Gran Servicio, para que yo comprendiera el gran hombre que es usted, el guía que usted me encomendó me contó que usted dedicaba día y noche a cuidar de su mujer enferma. Cuando Crepúsculo me contó que su esposo médico había hecho lo mismo por ella, no me resultó difícil acercar ambas historias.
– Entonces sabrá también que no tardaré en morir -dijo Du Zichun, con la mirada perdida.
– No creo, no -respondió Di-. No como usted cree, en todo caso.
El director dio una patada a la pared hecha de planchas junto a la que paseaban.
– ¡Cuando supe que Crepúsculo me engañaba, creí volverme loco!
– Ha enloquecido, eso es verdad. En lugar de repudiarla en el acto, usted buscó a una prostituta de baja estofa afectada por una enfermedad mortal y contagiosa. Pagó a esa ramera para que se acostara con usted hasta el día en que consiguió lo que buscaba. Y entonces transmitió la enfermedad a su esposa, fingiendo un arrebato de pasión, cuando la odiaba. Luego la echó de casa en cuanto comprobó que manifestaba los primeros síntomas. Ella comprendió qué le ocurría y usted se ofreció a cuidarla con el único fin de evitar que otro la curara. La ha visto marchitarse. Eso es lo que encuentro más espantoso: no quiso perderse nada de su agonía. Usted, en cambio, me parece que tiene un gran aspecto. Estoy seguro de que se trató desde el principio. Usted era el único qué sabía qué dolencia le afectaba, el único en condiciones de aplicarse el mejor tratamiento posible. Pero un mal más grave le corroe, contra el cual la medicina no puede nada. Orgullo, celos, cálculo, frialdad…
Los ojos del director brillaban con un furor que su venganza había dejado intacto.
– Me vengué. Tenía derecho a hacerlo.
No era Di a quien podían enseñarle el código penal de los Tang.
– Usted tenía derecho a matarla para lavar la afrenta. Tenía derecho incluso a hacer morir a su amante. Pero dudo que la Corte aprecie que haya usted atacado a uno de sus miembros, y todavía menos que se haya atrevido a introducir una enfermedad dentro de la Ciudad Prohibida. Tendrá que explicarse ante la Cancillería al respecto.
La frase pareció divertir a Du Zichun. Su boca se estiró en una sonrisa malvada.
– ¡La Cancillería! ¡En serio! ¡Ya lo veremos!