El mandarín Di descubre al culpable; y éste le concede una recompensa.
Había llegado el momento de informar al gran secretario Zhou Haotian de sus resultados. Di pasó por su casa para ponerse sus más hermosos atavíos y se hizo llevar en palanquín hasta el pabellón de las Virtudes Civiles.
Su socio comanditario le esperaba en un espacioso sillón. Di observó que en los quemaperfumes ardían algunos conos de incienso y que habían bajado parcialmente los postigos, de modo que la estancia se hallaba en una semipenumbra. Estos detalles conferían a la entrevista un tono de velada fúnebre.
De pie ante su impasible interlocutor, Di expuso los diferentes casos en los que había intervenido durante los últimos días, pero dejó de lado el más reciente. En su boca, la ciudad bullía de sabios que utilizaban su arte sin vacilar en sacrificar a todo aquel cuya muerte les beneficiara.
– Su Sublime Grandeza ordenará sin duda una redada general para meter en cintura a esta profesión descarriada -concluyó.
La reacción del gran secretario estuvo muy lejos de la que cabía esperar de un alto funcionario responsable del orden público.
– ¿Así que no ha descubierto nada importante, Di? -se extrañó Zhou Haotian, que parecía sinceramente defraudado.
Era cierto, Di sólo había desenmascarado a un acupuntor cuyos pinchazos resultaban mortales, a un experto en enfermedades sexuales que animaba a sus clientes a dejar a sus cónyuges aturdidos, y a un especialista del pulmón involucrado en una estafa a gran escala. Nada de todo eso parecía interesar al consejero.
– También he descubierto los tejemanejes de un personaje muy influyente -repuso Di, como si aludiera a un detalle de pasada-. Si Su Sublime Grandeza lo desea, estoy seguro de…
– ¿Quién es? -atajó Zhou Haotian.
Di miró a su interlocutor directamente a los ojos, pasando por alto toda cortesía.
– Usted, señor -respondió.
Por lo que Di podía ver, la cara del cortesano no había movido un músculo de la cara. Como no decía nada, retomó el hilo de su exposición.
– Cuando el médico Shen vino aquí a auscultar a un enfermo anónimo, usted lo recibió en una estancia oscura de la Cancillería, con la cara tapada por un velo. Después lo llevaron a otra sala para que lo atendiera, usted se puso las ropas del cargo y fue a reunirse con él para escuchar su veredicto. Le dejó creer que el paciente iba a ser apartado de la Corte. ¿Quién si no usted tendría interés en esconder sus facciones?
Un silencio acompañó sus palabras. Zhou Haotian estaba sumido en una intensa reflexión.
– ¿Desde cuándo lo sabe? -preguntó de pronto.
– Desde el principio -respondió Di sin vacilar-. Primero pensé que me había encargado resolver este asunto para vengarse del que lo contagió. Creí que deseaba que condujera la investigación de la manera más discreta para evitar el exilio de la Corte. Me equivocaba.
El consejero rompió de golpe su inmovilidad. Se llevó una de sus manos escrupulosamente manicuradas hasta la sien, y enjugó una gota de sudor. Di observó que parecía muy fatigado. Empezaba a inspirarle piedad este hombre, aunque por su culpa hubiese recorrido la ciudad de punta a cabo durante días buscando a un asesino cuyo nombre conocía desde el principio.
– Usted hizo que siguiera el rastro del que le envenenó cuando no tenía ninguna duda de quién era -dijo el mandarín-. Deduje entonces que su objetivo era destruir su obra y su honor. No era la Corte la que deseaba la caída del Gran Servicio Médico; era usted solo.
Con sus gestos lentos, el secretario retiró su magnífico tocado bordado de perlas. Cuando lo dejó encima de la mesa, Di vio que el pelo le caía a mechones. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la falta de luz, adivinaba el hábil maquillaje destinado a esconder los estigmas de la enfermedad. Zhou Haotian ya no podría esconder mucho más tiempo su estado. Perdido por perdido, había hecho todo por destruir a su enemigo. La única persona que podía atenderlo era precisamente la misma a la que no podía pedir ayuda.
Su voz sonó triste y cansada cuando abrió la boca para responder a su investigador.
– Crepúsculo me juró que no se había acostado con ningún otro hombre aparte de mí, salvo, por supuesto, su marido. Primero tuve algunas dudas: no sabía si me decía la verdad. Du Zichun parecía gozar de excelente salud. Y en el caso en que la hubiese contagiado él, ¿había contraído la enfermedad accidentalmente? ¿Sabía acaso que estaba enfermo? ¿O era todo intencionado? Para tener la prueba de su felonía le encargué a usted esta investigación.
Por desgracia, el éxito de la maniobra significaba la perdición de quien la había puesto en marcha. Di no podía guardar el secreto para sí. Si intentaba hacerlo, su cabeza sería la primera en caer.
– No me dejarán vivir mucho tiempo -murmuró el gran secretario, cuya voz había perdido toda autoridad-. Gracias a usted, Du Zichun será castigado por atentar contra el Estado. Crepúsculo tendrá al menos la satisfacción de morir vengada.
Esta alusión a la cortesana conmovió al mandarín.
– Por desgracia, no será así -respondió en voz tan baja que sus palabras fueron casi inaudibles.
Zhou Haotian alzó por última vez la voz, con un esfuerzo que Di adivinó inmenso.
– Vuelva a su gongbu, Di. Tiene un informe que redactar.
El mandarín se inclinó ante su superior y salió de la sala en penumbra. Una vez fuera, dejó de lado el palanquín con la esperanza de que el paseo a pie disipara la desagradable impresión de fracaso.
Mientras recorría los interminables pasillos rojos que recortaban la Ciudad Prohibida, pensó en el pánico que iba a provocar sus conclusiones entre los cortesanos. La idea de que un arma inédita podía alcanzarlos atravesando unas paredes hasta entonces consideradas inviolables les parecería insoportable. Sin duda decidirían librarse de los médicos, o al menos imponer el terror entre esos súbditos del Dragón que habían llegado a creerse por encima de todo poder. Los arrestos que había decretado les proporcionarían el pretexto ideal.
Di regresó al día siguiente a su ministerio sin que la noche de descanso hubiese podido borrar las penosas impresiones recogidas el día anterior. Aunque regresó sin entusiasmo a sus ríos y a sus bosques, sentía un cierto alivio al ver ocupar su mente en temas más triviales. Solamente su repetición interminable le preocupaba. El aburrimiento era para su alma un veneno más letal que todos los inventados por los criminales que poblaban el Gran Servicio Médico.
A la hora de la comida, cuando la puerta de su gabinete se abrió, se disponía a ver entrar la bandeja ricamente guarnecida que le permitiría evaluar el favor del que gozaba por la calidad de los platos. Se quedó muy sorprendido cuando entró un pequeño grupo de eunucos vestidos de ceremonia, que se prosternaron ante él mientras le presentaban con ambos manos un rollo de pergamino con el sello imperial.
Después de hacer otra reverencia ante el emblema del poder supremo, Di recogió el rollo y lo desenrolló para averiguar qué decía. En él se decretaba su nombramiento para la dirección de la policía de Chang'an por recomendación de la Cancillería. Cuando los ojos del mandarín se apartaron del pergamino para contemplar a la delegación puesta de rodillas ante él, el eunuco que le había dado el mensaje profirió un grito breve, al que sus compañeros respondieron con un «Gloria al emperador» que casi hizo temblar el edificio. Nadie en el gongbu pudo ignorar que un honor insigne había recaído sobre el viceministro Di Yen-tsie. Éste manifestó su deseo de dar las gracias a la persona responsable de la recomendación.
– Me temo que eso sea ya imposible, señor -respondió el jefe de los eunucos-. El gran secretario Zhou Haotian se ha dado muerte esta noche.
La noticia causó a Di una profunda tristeza. Ése había sido por lo tanto el veredicto de la emperatriz. ¿Podía ella perdonar a su consejero que hubiese ocultado su enfermedad, que hubiese continuado entrando en el recinto de la Ciudad Prohibida pese a su estado, que habría debido apartarlo de ella por completo? El último regalo de Zhou Haotian al imperio había sido el nombramiento al frente de la policía metropolitana de la persona más competente en la que pudo pensar.
Muy impresionado por este encadenamiento de cambios bruscos, Di pidió a los mensajeros que se retiraran para recitar las plegarias con las que exhortaría a los dioses a conceder éxito y larga vida a Sus Majestades.
Permaneció solo en el gabinete donde seguramente estaría por última vez. Encendió un cono de incienso y se inclinó varias veces en dirección a los apartamentos privados del emperador. En lugar de gratitud, le obsesionaban las palabras de la cortesana. ¿Por qué había mencionado la materia secreta que se enseñaba a un número muy contado de alumnos del Gran Servicio Médico? No le cabía en la cabeza que Crepúsculo se hubiese suicidado precisamente en el momento en que él acudía a visitarla. La coincidencia resultaba demasiado llamativa para que su espíritu confuciano pudiera aceptarla. Y de pronto, comprendió.
Ya que él era el nuevo responsable de la seguridad, decidió ponerse al trabajo de inmediato y llamó al gong que tenía en su despacho. Al escriba que se presentó le ordenó que hiciera llamar a Choi Ki-Moon, ir a por un expediente en los archivos del tribunal y que le sirvieran un té. Saborear la bebida le ayudó a concentrarse en lo que iba a hacer. Cuando le anunciaron la llegada del coreano, todas las piezas del rompecabezas habían encajado en su mente.
Al saber de su promoción a la Oficina de Seguridad de Chang'an, el médico se deshizo en felicitaciones, que Di aceptó con una sonrisa amable.
– Debería nombrarle consejero especial, encargado de los análisis médicos -declaró el mandarín-. He podido comprobar que es usted muy competente en este terreno.
El sabio volvió a confundirse en palabras de gratitud, que Di detuvo con un gesto.
– Si es tan competente -continuó- es porque usted asesinó al menos a dos personas, entre ellas a su propia mujer. Y luego se las apañó magníficamente para que otro se acusara de este crimen.
Choi Ki-Moon abrió la boca para defender su inocencia.
– ¡Cállese! -exclamó Di-. Sé perfectamente qué clase de enseñanza ha recibido en el Gran Servicio Médico. Su talento le valió ser uno de los pocos elegidos para estudiar la famosa materia secreta. ¡Y esa materia secreta es la muerte! ¡Lo que no puedo perdonarle es que haya acabado con la vida de Crepúsculo delante de mis ojos!
El coreano abrió los ojos desmesuradamente.
– ¡Nunca me habría permitido cometer un crimen en presencia de Su Excelencia -exclamó-. ¡Yo no asesiné a esa desdichada! Hice lo único que podía hacer para acabar con sus dolores. Crepúsculo sabía muy bien qué contenía su té. Como esposa del director Du Zichun, sabía qué enseñanzas había seguido yo.
Tal vez decía la verdad. Tal vez. Sin saberlo, Di había traído a la moribunda a la persona que más necesitaba ella para acabar con su sufrimiento. Di decidió pasar capítulo sobre la agonía de la cortesana. Quedaban los otros asesinatos. Golpeó con la yema de los dedos el informe judicial que tenía encima de la mesa.
– Durante su proceso, usted pretendió que su esposa estaba encinta. Primero pensé en exhumar su cuerpo para demostrar que no era cierto, lo cual habría arrojado una sombra sobre su defensa, y sobre la confesión póstuma de su compañero de celda, que se atribuía la paternidad de esa criatura. Por desgracia, acabo de leer aquí que usted mandó quemar el cadáver según los ritos del budismo. Constato así que ha sido muy previsor. No puedo entonces demostrar que mató a su esposa. Sí puedo, en cambio, demostrar que mató a su compañero de detención.
La expresión de Choi Ki-Moon era tan impenetrable como si estuviese practicando una delicada auscultación.
– Ruego humildemente a Su Excelencia que me explique cómo habría podido hacerlo, encerrado como estaba en la cárcel mejor custodiada del país.
– Creo que una parte de la «materia secreta» consiste justamente en enseñar todas las maneras de preparar un veneno mortal, sean cuales fueran las circunstancias en que se encuentren. Usted la fabricó allí mismo, con lo que tenía a mano. Luego se la dio a Lo argumentando que era un fármaco. ¿No fue así como se libró de su compañera?
El coreano no movió una ceja. Todo eso no eran sino palabras. Di no tenía pruebas. El ya ex viceministro extrajo dos documentos del expediente.
– Aquí tenemos la carta con la que su codetenido confiesa haber envenenado a su amante -dijo agitándola en la mano derecha-. Y aquí -continuó, agitando el otro con la mano izquierda- tenemos una de sus recetas. En ambos casos, los ideogramas han sido trazados por una persona que ha seguido la enseñanza del Gran Servicio. Que no era el caso del supuesto amante de su esposa, que no debía conocer más de cien caracteres. El hombre que ha redactado esta confesión conoce al menos dos mil. Estoy seguro de que los calígrafos no tardarán en demostrar que se trata de una sola y misma mano.
Choi Ki-Moon escrutó la cara del mandarín y palideció.
– Sin duda hacía mucho tiempo que deseaba quitarse de encima a su mujer -continuó Di-, tal como su familia política lo acusó en la audiencia. Usted le entregó un frasco haciéndole creer que se trataba de un remedio cualquiera. Repitió el método con su compañero de celda, y colocó cerca del cuerpo estas providenciales confesiones. ¡Se ha burlado usted de la justicia dos veces seguidas, y del mismo modo!
Lo que más enfurecía a Di era haber tenido que pasar tanto tiempo investigando en compañía de alguien que se estaba burlando de él a su espalda.
– A fin de cuentas -concluyó-, hemos formado un buen equipo. Un juez y un criminal, ¿hay mejor combinación?
El coreano se hincó de rodillas, pegó la frente al suelo y pidió el favor de suicidarse.
– ¡Ni hablar! -respondió Di-. El suicidio es un final reservado a las almas nobles. Usted es un vulgar crápula. Y de todos modos no es el tipo de persona que pone fin a su vida. Usted encontraría la manera de zafarse, estoy seguro, y eso no lo puedo permitir.
A una palmada de sus manos, dos guardias entraron en la estancia. Cogieron al médico y lo despojaron de sus ropas una a una. Luego apareció un eunuco portando una túnica de tela cruda e hizo que se la pusiera. Di quería cerciorarse de que el hombre no se llevaba ningún veneno a la cárcel. Recomendó que lo encerraran en una celda particular, que convendría registrar cada mañana. Antes de dejarse llevar, Choi Ki-Moon se volvió por última vez al mandarín.
– Suplico a Su Excelencia que recuerde que le he servido bien ayudándole a engañar a un buen número de mis colegas.
– No sé si debo admirarlo por eso -dijo Di-. En todo caso, recomendaré al juez Wei, que me aprecia en demasía, que le conceda estas circunstancias atenuantes.
El coreano hizo una reverencia y salió de la habitación flanqueado por los dos esbirros. Considerando lo mucho que Wei Xiaqing apreciaba a Di, era dudoso que el envenenador salvara la cabeza. En el mejor de los casos, una intervención del Gran Servicio Médico le valdría una estancia de por vida en las minas, donde podría prodigar a mansalva su arte sobre los otros forzados y sus vigilantes.
Unos días más tarde, un palanquín militar precedido y seguido de soldados armados trasladaba a Di al puesto de mando donde tenían su sede las más altas autoridades de policía, su nuevo destino. Cuando la comitiva pasaba junto al recinto del Gran Servicio Médico, el magistrado ordenó inesperadamente detener el palanquín. Bajó del vehículo y se acercó a leer un gran letrero pintado sobre un panel de madera que acababan de instalar cerca de la entrada. Era el código de deontología médica redactado por Sun Simiao. Ante sus ojos tenía íntegras las medidas por las que el gobierno sancionaba los asesinatos recogidos en su informe. Sin duda la Corte necesitaba demasiado a esta institución para atacar más duro. Di leyó el último párrafo de la arenga cargada de idealismo y generosidad.
«Las reglas de la medicina prohíben mostrarse inconsecuente y gastar bromas en perjuicio de otros, suscitar escándalo, decretar qué es justo o falso, divulgar los secretos de la gente, jactarse denigrando a otros médicos y proclamando los propios méritos. El espíritu del médico debe orientarse por entero a ayudar al paciente.»
«¡Bueno! ¡Van a tener trabajo!», pensó Di antes de subir de nuevo a su palanquín.