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La felicidad es una carga insoportable para el mandarín Di; resuelve una investigación providencial.
Di se despertó de buena mañana en su hermosa casa donde todo el mundo se desvivía por él desde que se convirtiera en uno de los primeros colaboradores del Estado. Sus esposas acudieron a darle los buenos días, las tres vestidas de seda, relajadas y solícitas. Estaban encantadas con su nuevo estilo de vida. Ya sólo se ocupaban de arte y temas elevados, frecuentaban a nobles damas de la capital, planeaban brillantes matrimonios para sus hijos y disfrutaban de las inagotables distracciones que ofrecía la ciudad en la cima de su esplendor. Después de cerciorarse de que había pasado una buena noche y desearle una jornada excelente, lo dejaron al cuidado de sus nuevos criados, de los que ni siquiera sabía cuántos eran. Le sirvieron un desayuno delicioso y luego el barbero, el peluquero, el sastre y el zapatero se encargaron de darle la apariencia que convenía a un personaje de su rango.
Di subió a su confortable palanquín de ocho porteadores adornado con los gloriosos emblemas de su cargo. Las avenidas anchas como ríos cortaban en ángulo recio las calles secundarias, dentro del cuadrado perfecto delimitado por las imponentes murallas de la capital. Al ver acercarse su comitiva, los guardias abrieron de par en par la puerta del Pájaro Púrpura, tras la cual se extendía la explanada de los ministerios. Por el rabillo del ojo, vio al portero jefe anotar su llegada en uno de esos expedientes que le era imposible imaginar que alguien llegara a leer nunca.
La brillante resolución de la investigación que había realizado en las cocinas imperiales le había valido un rápido ascenso. Ahora ocupaba en el gongbu <strong>[2]</strong> el rango de mandarín de tercer grado, segunda clase. Su función consistía en supervisar la gestión de los bosques de todo el territorio. Era una tarea esencial, por ser la madera uno de los recursos indispensables para la construcción así como para los astilleros navales.
El pabellón de Obras Públicas era un espléndido edificio de tres plantas adornado con estatuas y estandartes. Una nube de secretarios auxiliares, copistas y empleados obsequiosos de todo tipo acudió a recibirlo con una coreografía de reverencias. Luego, esa pequeña multitud lo escoltó hasta el magnífico despacho que tenía asignado en el Departamento de Aguas y Bosques, donde le dejaron meditar en paz sobre la decisiones que convenía tomar por el bien del imperio eterno.
La puerta de palisandro se cerró tras los escribas dispuestos a recoger la más insignificante palabra suya, los esclavos con librea gris, los oficiales de corazas rutilantes, los instruidos y cautelosos ujieres. Dejó vagar entonces su mirada por los jades preciosos y las estampas que decoraban con gusto la espaciosa estancia revestida de madera roja. Por la ventana entreabierta veía las ramas de los cerezos enanos del patio interior. Unos pajarillos piaban alegres entre el follaje. El panorama era encantador, adorable, maravilloso.
«¡Pero qué desgraciado soy!», gimió escondiendo la cabeza entre las manos.
Cuando levantó la nariz, su expresión mostraba una profunda amargura. De haber sabido que su carrera en la metrópolis iba a consistir en esto, habría seguido a los ejércitos enviados a las estepas a explicar la grandeza de la cultura china a los irreductibles pueblos nómadas. Di Yen-tsie sufría el peor de los males que puede afectar a una inteligencia clarividente como la suya: el aburrimiento. Un inmenso aburrimiento se apoderaba de él apenas abría los ojos por la mañana en su palacio, lo acompañaba hasta la sede del poder central y le hacía la vida insoportable a lo largo de toda su jornada de potentado imperial. Andaba ya pensando qué error imperdonable podía cometer para caer en desgracia y conseguir que lo enviaran a sus queridas provincias, rebosantes de bandidos desalmados y de pérfidos criminales.
Una suave llamada a la puerta lo arrancó de sus tristes pensamientos. Entró una criada que traía en una bandeja un pequeño cuenco de cerámica y una tetera a juego. No le prestó ninguna atención mientras disponía el servicio de té delante de él, hasta que un detalle nimio cambió de golpe el curso de la mañana. La criada suspiró ruidosamente. Él la escrutó con sus pupilas negras, brillando en ellas una excitación que había dado por perdida para siempre. La mujer tenía los ojos enrojecidos. Dio por seguro que había estado llorando, puede que incluso en el pasillo que llevaba a su gabinete. Fue como si una miríada de lucecillas incandescentes se encendiera en su mente.
– Huelo… el perfume… -murmuró clavando en ella su penetrante mirada.
– Es té perfumado de crisantemos, señor -dijo la criada con voz ahogada.
– No. Huelo el suave perfume de la intriga y el misterio.
Aunque intimidada, la mujer consiguió explicarle sus tormentos. Sospechaba que su marido, empleado de intendencia en la entrada de la Ciudad Prohibida, quería repudiarla para tomar otra esposa más joven. Había encontrado indicios que lo delataban: gastaba todo el dinero sin explicar en qué, ya no le dedicaba ni tiempo ni atención, regresaba entrada la noche y se negaba a participar en las comidas familiares que organizaban sus suegros.
Todos los indicios se ordenaron por sí solos hasta conformar una imagen que Di fue el único en ver. Si el intendente hubiese tenido un amorío, su mujer habría olido en sus ropas efluvios extraños, le habría notado un arrebato de coquetería o algo por el estilo. Mentalmente, recordó una banderola comercial muy nueva que había visto cerca de la Ciudad Prohibida, y a un hombre muy pagado de sí, ataviado como correspondía a su cargo, que hablaba con porteadores delante de unos palanquines flamantes de puro nuevos.
– Tu marido no te está engañando. Acaba de invertir en un negocio de sillas de alquiler y no se ha atrevido aún a contártelo por miedo a tu familia, que lo ha tratado siempre como a un don nadie.
La criada lo contempló tan estupefacta como si un bonzo le hubiese anunciado la llegada inminente de Buda a su humilde hogar. Sus propias palabras produjeron en el mandarín un efecto más espectacular si cabe. Las arrugas de su cara desaparecieron ante la mirada atónita de la criada, que se preguntaba si trabajaba para el viceministro de Obras Públicas o para un mago con poderes sobrenaturales. Di inspiró tan profundamente como si acabara de salir de una apnea de varios minutos.
– ¡Ah! ¡Renazco! -exclamó desperezándose como si despertara de un largo sueño.
Saltó del sillón, abandonó el gabinete y atravesando los pasillos del gongbu, salió en busca de cualquier acontecimiento que le permitiera prolongar ese estado de felicidad. Los escribas de la primera planta fueron los primeros en pagar su exaltación. De nada sirvió que le repitieran una y otra vez que estaban copiando las cuentas enviadas por los leñadores de las provincias del este, pues él se puso a manosear los legajos de documentos en busca de casos criminales interesantes. Luego se dirigió a los corredores, y los recorrió uno tras otro con mirada inquisitiva y el ceño fruncido con aires de sospecha, perseguido por sus subordinados, que cargaban con un buen montón de expedientes.
– ¡Los troncos de Hubei aún no han sido entregados! -se lamentó uno de ellos, blandiendo un rollo del que colgaba un sello prefectoral con el motivo del dragón rugiente.
– ¡Seguro que es porque el gobernador está demasiado ocupado escondiendo el asesinato de su predecesor, al que habrá hecho enterrar en el monte! -respondió el mandarín antes de estallar en una carcajada sardónica.
– ¡Su Excelencia debe ratificar imperiosamente el informe sobre las plantaciones de Hunan! -imploró otro.
– ¡Los mástiles del Gansu esperan el visto bueno de Su Excelencia para ser entregados a los astilleros navales del sur! -apostilló un tercero, sin atreverse a imaginar los insultos del Ministerio de la Guerra si por su culpa se retrasaba la renovación de la flota.
Di tenía la impresión de que los mil demonios de los infiernos taoístas lo perseguían. Incapaz de concentrarse en las preocupaciones vulgares que le imponía su alto cargo, regresó a su despacho, cerrando la puerta a su espalda con tal fuerza que a punto estuvo de hacer saltar las bonitas incrustaciones de marfil.
Su mirada se detuvo en el cofre de cuero gastado y agrietado que los criados habían intentado hacer desaparecer en un rincón de la estancia, porque afeaba la elegante armonía del conjunto. Se acercó como a un altar sagrado y lo abrió con un placer que a punto estuvo de hacerle reír. Dentro se encontraba el material imprescindible para todo buen investigador, reunido a lo largo de su carrera. Había mandado traerlo a su despacho el primer día, cuando aún se hacía ilusiones sobre la naturaleza del trabajo que se esperaba de él. No le iba a ser inútil, después de todo.
Instantes más tarde, un ujier muy alto, de barba negra medio escondida bajo su túnica de tonos apagados, salía sigiloso del gabinete procurando no llamar la atención. Di había tomado la precaución tan pronto entró en funciones de localizar la salida menos utilizada, como hacía cada vez que se instalaba en un nuevo yamen. [3] Asegurarse de que podría entrar y salir con discreción era imprescindible para llevar a cabo sus investigaciones con eficacia; en lugares como éste era incluso cuestión de supervivencia.
Cuando sus botas pisaron el suelo embaldosado de la explanada ministerial se sentía casi como un preso en plena fuga. Se apresuró a cruzar, confundido entre otros sirvientes, una de las puertas de la muralla reservadas al servicio. Del otro lado se alzaba el edificio sede de la Corte de Justicia de Chang'an. ¿Qué mejor lugar para aprovechar su reconquistada libertad? El lugar lo atraía como un farol. Sus largas columnas de madera roja, entre las cuales colgaban banderolas donde podían leerse las principales leyes de seguridad pública, tenían más fuerza de atracción para Di que la más espléndida pagoda.
Se mezcló con el gentío reunido para asistir a las audiencias y se coló en el interior encorvando la espalda para que nadie lo reconociera. Una vez en el vestíbulo, abordó a un guardia al que preguntó qué caso se estaba tratando. Iban a juzgar el caso de un acaudalado médico cuya esposa había muerto en extrañas circunstancias. La familia de la mujer había reclamado justicia y Su Excelencia Wei Xiaqing iba a pedir un careo entre las partes. Ay, ése era el tipo de casos que a Di le habría entusiasmado juzgar en los tiempos en que su vida aún tenía sentido. Se apresuró a entrar para no perderse la recapitulación de los hechos.
Los esbirros acababan de introducir al acusado: 38 años, y la dignidad de su porte dejaba entrever que no se trataba de un pelagatos. De raíces coreanas por parte de padre, Choi Ki-Moon había tomado esposa en un clan implantado en la capital. Aunque afirmaba que ninguna nube ensombrecía su unión, la familia política contaba algo muy distinto. Sus cuñados lo acusaban de haberse cansado de su hermana, a la que no podía repudiar de ningún modo por pertenecer a una familia muy influyente, así que se había librado de ella gracias a su perfecto conocimiento de toda suerte de remedios. El médico se defendió de estos asertos con el aplomo de un hombre acostumbrado a realizar diagnósticos.
– Mi esposa estaba aquejada de una tristeza permanente cuya causa era un grave desequilibrio del yin al nivel del bazo. El día de su muerte había ingerido una pócima que le compró a un charlatán y no sobrevivió. Cuando regresé a casa, su cuerpo ya estaba frío y nada pude hacer.
Su magnífico aplomo se quebró con este recuerdo. Se interrumpió y ahogó un sollozo entre sus largas mangas. El juez, en lo alto del estrado, aprovechó para echar un vistazo al informe redactado por el forense. Aunque era indudable que había ingerido una sustancia tóxica, resultaba imposible, en cambio, determinar si la difunta lo había hecho a la fuerza o por propia voluntad. Aunque los cuñados se emperrasen en repetir que el médico había envenenado a su hermana para darse a la buena vida con mujeres de vida alegre, no había prueba. Además, el acusado gozaba de la recomendación de los encumbrados personajes a los que había atendido. Era un hombre conocido, no se lo podía condenar a la ligera.
Di, adivinando un sobreseimiento del caso, se acercó a uno de los escribas, le mostró el sello del Departamento de Aguas y Bosques y cogió un pincel para redactar algunas palabras dirigidas al magistrado. Éste se inclinó sobre el pasante para escuchar qué le decía.
– Hay en la sala un ujier que pide le entregue este pliego -dijo el hombre señalando al público con gesto vago.
En una esquina del pergamino, el juez Wei leyó una pregunta que le pedían tuviera la bondad de plantearle al acusado. Lo habría tomado por una broma de mal gusto si el mensaje no estuviese firmado por el juez Di Yen-tsie, título con el que nadie se habría atrevido nunca a bromear. Dedujo que algún alto funcionario se había jurado hundir a este médico. Como las carreras en la capital no se construían vejando a los poderosos, decidió hacer caso de esta sugerencia inesperada.
– Dígame, señor Choi. ¿Cómo es que su esposa fue a pedirle un remedio a un charlatán en lugar de a usted, que es maestro en la materia?
El hecho era efectivamente llamativo. El médico, que ya se disponía a abandonar triunfante la sala, quedó defraudado al ver que el juez se empeñaba en buscar la aguja en el pajar… una opinión que el magistrado compartía.
– Su Excelencia me obliga a mencionar un tema embarazoso… -respondió el acusado con voz vacilante-. Tiene razón en que es incomprensible. He pensado mucho en ello. Mi conclusión es que ella padecía de cierta dolencia y que prefería que yo no estuviese enterado.
El señor Choi calló, incapaz de dar más detalles. El juez había entendido perfectamente la alusión. Su esposa esperaba un acontecimiento que podría haber sido feliz si hubiese compartido cama con su marido. En caso contrario, importaba hacer desaparecer las huellas de una falta que le habría acarreado grandes problemas.
Di suspiró. Este médico tenía respuesta para todo. Pero aún no había terminado con él.
Cuando Wei Xiaqing, que acababa de golpear la mesa con su martillo para pedir silencio, abrió la boca para decretar el abandono de las diligencias, vio a un ujier muy alto de pie en medio de la sala haciendo «no» con el dedo. El magistrado notó cómo una oleada de ira le enrojecía las mejillas. Tenía la impresión de estar pasando por segunda vez su examen de letrado. Con cincuenta años bien cumplidos, era una impresión de lo más desagradable.
Con ojos abiertos como platos vio que el ujier de traje oscuro atravesaba el gentío para acercarse al estrado, salvaba los peldaños que separaban a Su Excelencia del común de los justiciables, y se inclinaba sobre el informe médico, que consultó como si hubiese sido él mismo el funcionario responsable del caso.
– He encontrado el punto débil de la defensa -murmuró el intruso señalando con el dedo una de las columnas de caracteres alineados por el perito de decesos.
El juez Wei por poco se ahoga al ver que ese barbudo que llevaba la ropa arrugada se atrevía a darle consejos sobre cómo llevar las audiencias. Iba ya a ordenar a la guardia que lo expulsaran cuando el desconocido sacó de su manga un sello de viceministro perfectamente legal. Al magistrado no le quedaba otra alternativa que comportarse como si Su Majestad en persona le hubiese dictado qué hacer. Cuando se volvió hacia el acusado, después de escuchar los comentarios del indeseable individuo, sus ojos ardían de ira que necesitaba descargar sobre alguien.
– ¡Choi Ki-Moon! -exclamó con voz estridente-. ¡Con sus mentiras descaradas insulta usted a esta Corte! Pretende que la muerte de su esposa la ha causado un fármaco que consumió una sola vez hallándose usted ausente. Sin embargo, según el informe del perito de decesos, su cuerpo muestra visibles decoloraciones en las uñas y los cabellos. Ésos son indicios de un envenenamiento lento, a pequeñas dosis, que no se ha podido producir sino en varias semanas. ¿Qué tiene que responder a esto?
Desarmado, Choi Ki-Moon balbuceó algunas palabras y terminó embrollándose del todo.
– ¡Basta! -interrumpió el magistrado-. ¡Estoy harto de sus patrañas! ¡Recibirá diez golpes de látigo de bambú por su actitud antes de que lo lleven de vuelta a su celda! ¡Esta noche transmitiré a la Secretaría Imperial una petición de ejecución capital por el odioso asesinato perpetrado en la persona de una mujer inocente!
La condena cayó sobre el médico como un rayo. Sin embargo, aún tuvo fuerzas para rechazar a los dos esbirros que acudían para la flagelación.
– ¡Honorable juez Wei! -gritó-. No he pretendido manchar la memoria de mi Primera Esposa pero, ahora que me veo perdido, no puedo seguir callado. ¡Ella tenía un amante!
Al oírlo, su familia política empezó a dar alaridos, como cerdos en el matadero. El adulterio era una falta infamante que deshonraba a todo el clan.
– ¡El seductor tiene un nombre, Zhang Guang! -continuó el médico por encima del griterío-. Jamás le vi, pero sé que se veían en secreto. ¡Esta relación es la razón de su muerte!
El juez Wei pensó que ése era el día de las contrariedades. Había conseguido llegar a conclusiones satisfactorias después de haberse visto obligado a refutar su primera opinión, y no tenía la intención de echar todo por la borda por unas revelaciones fruto del pánico. Se atuvo entonces a su veredicto y ordenó que sacaran al detenido, que seguía clamando su inocencia mientras le llovían los insultos de sus cuñados.
Di se disponía a abandonar la sala cuando un guardia se acercó a él: el magistrado pedía verle. No pudo evitar acercarse a comentar con él en privado. Una vez a solas, le tendió una tarjeta de visita con el emblema del gongbu, en la que figuraban su nombre y títulos oficiales. El juez Wei, con un rango inferior en la jerarquía administrativa, tuvo que hacer una profunda reverencia ante el modesto ujier de larga barba.
– Su Excelencia brinda un gran honor a este humilde servidor al querer asistir a esta audiencia, pese a sus muchas obligaciones -declaró con voz que delataba su irritación.
Di no se dejó engañar por esta obligada cortesía. Su inteligencia acostumbrada a las frases retóricas tradujo sin dificultad el verdadero significado del discurso: «¡Es escandaloso que abandone su ministerio para venir a avasallar a honrados funcionarios en medio de su trabajo!». Di respondió con algunas palabras amables con la intención de apaciguar el incendio. El magistrado respondió con una nueva andanada de agradecimientos de doble sentido.
– Su ayuda me ha sido muy valiosa. ¡Nunca dejaré de elogiar la clarividencia de su juicio!
Frase que debía entenderse así: «Me has humillado al inmiscuirte diciéndome cómo tengo que hacer mi trabajo. Por suerte, nadie se enterará jamás».
Di esperó pacientemente que cesara la lluvia de comentarios ácidos, después de lo cual regresó discretamente al gongbu.
– ¡Hum! -exclamó una voz mientras él empujaba la portezuela del pabellón de Obras Públicas.
Detrás encontró a un eunuco cuyos dos pompones colgando a ambos lados del gorro indicaban su alto rango. El hombre lo observaba con los brazos cruzados sobre su barriga, flanqueado por dos guardias con casco y provistos de largas lanzas de hoja labrada.
– ¿Tendría Su Excelencia la bondad de acompañarnos? -preguntó el eunuco gordo.
Su amabilidad no ocultaba la verdad: era una orden urgente. Di habría tenido que ser muy ingenuo para ver en ello una buena noticia.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Uno de los seis ministerios de la administración central de los Tang.
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> A la vez tribunal, cárcel, puesto de guardia y residencia de los jueces de provincia.