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Di Yen-tsie recibe el encargo de una misión secreta; y conoce a un héroe de guerra.
Era costumbre en la Ciudad Prohibida no dar detalles a un funcionario de la identidad de quien lo convocaba, ni tampoco del motivo de dicha convocatoria ni del lugar al que se lo conducía. Nadie sabía si le esperaba la notificación de un ascenso o si sería arrojado a algún profundo calabozo. Hacía tiempo que no se llevaba la cuenta de a cuántos consejeros de alto rango se había hecho desaparecer de esta suerte.
El eunuco de los dos pompones creyó adecuado ir acompañado de los hombres armados, como si el viceministro de Obras Públicas hubiese podido soñar con escapar. Desde luego, su mera presencia habrían dado ganas a Di de huir si no supiera que nadie en todo el imperio encontraría jamás un escondrijo tan remoto que no lo alcanzaran los ojos de la administración imperial.
– Se requiere su presencia de manera urgente -continuó el criado barrigón-. En cuanto se haya puesto ropas decentes -añadió lanzando una mirada carente de indulgencia al disfraz de subalterno que lucía.
Di mudó su traje gris por el rojo intenso, propio de los mandarines de tercer grado, segunda categoría, y acudió a la convocatoria cariacontecido, convencido de que le esperaba una buena reprimenda. No había ratificado el informe sobre los troncos de Hubei y, por su culpa, la entrega de los mástiles a los astilleros navales llevaría retraso. La presencia de los soldados que abrían y cerraban el paso le daba un aspecto de condenado de camino hacia su suplicio. Se dijo entonces que a lo mejor había una manera de volver la situación en su favor. ¿Acaso no buscaba esa misma mañana una falta que justificara su regreso a la carrera de juez de provincias?
Fue introducido en el pabellón de las Virtudes Civiles, que albergaba la Cancillería. Este organismo se ocupaba sobre todo de tratar las denuncias que llegaban al trono. Por la inscripción que leyó en una puerta, Di comprendió que lo conducían a los locales del gran secretario Zhou Haotian. [4]
La sala no se parecía nada a los gabinetes atestados de expedientes donde chupatintas como Di pasaban el día solucionando cuestiones de intendencia. Parecía más la sala de recepción de una vivienda patricia. Zhou Haotian leía el correo sentado en un ancho sillón cubierto de mullidos cojines, delante de una mesa baja de bronce de la dinastía Han. No alzó la mirada de sus tablillas de bambú. Di empezó a prosternarse sobre la magnífica alfombra traída del lejano reino de Persia por la ruta de la seda.
– Imploro clemencia a su Sublime Grandeza -dijo golpeando el suelo con la frente-. No soy más que un gusano indigno de mostrarme en su presencia. Sé que mis errores son imperdonables.
El secretario imperial dejó el documento que acababa de leer. Pareció sorprendido por la declaración de Di.
– Usted es siempre bienvenido, Di. La modestia es una virtud muy escasa entre estas paredes. Pero no le he hecho venir para ver cómo llora lágrimas de sangre. Me han contado que ha hecho una incursión fuera de su Departamento de Aguas y Bosques esta mañana, ¿es así?
Di comprobó que la eficacia de la policía central no eran palabras vanas.
– Sí, y por mi culpa los troncos de Hubei no serán entregados a tiempo.
– Su personal se ocupará de ello -zanjó Zhou en tono inexpresivo-. Tengo otros proyectos para usted.
Di empezó a ver el final de sus sinsabores en la capital. Respondió que recibiría cualquier nuevo destino como un don del cielo, ya fuese en las montañas nevadas o en las llanuras más áridas.
– Confieso que había previsto un terreno más peligroso si cabe -respondió el gran secretario-. ¿Se ve capaz de investigar en esta ciudad?
Di alzó la cabeza, desconcertado.
– ¿Debo entender que Su Sublime Grandeza ha decidido confiarme la seguridad de la capital?
El secretario respondió con una mueca, falsamente horrorizado.
– ¡Ah, no, Di! ¡No le corresponde a su dignidad andar correteando por las calles de nuestra hermosa ciudad en pos de los cuatro malhechores que pueda encontrar!
Ante todo, no querían que se mezclara en las intrigas de cortesanos o de la emperatriz, que no dudaban en organizar asesinatos cuando les convenía. Lo habían hecho traer tan cerca del poder por sus méritos, aunque era evidente que una vez allí habían tenido miedo de sus talentos.
– Tengo en mente un ambiente menos bullicioso -continuó el gran secretario-. Se trata de un cenáculo de buen tono, donde podrá realizar su investigación de manera discreta -dijo poniendo énfasis en la palabra- sin que nadie tenga nada que decir.
Di esperó a que su Sublime Grandeza tuviera a bien informarle más acerca de ese «cenáculo de buen tono» adonde lo enviaba. El secretario parecía disfrutar maliciosamente alargando el suspense.
– Pero, le ruego, levántese, nada de zalamerías entre nosotros, yo aprecio aún la sencillez -dijo el augusto personaje cuyo solo nombre bastaba para que la capital de los Tang se echara a temblar, desde el más humilde vendedor de pescado a los ministros más influyentes-. Mi cargo consiste en mantenerme en contacto con quienes me rodean; con nuestros altos funcionarios, sobre todo. Por eso cada responsable cuenta con la protección de uno de mis hombres, sin que él lo sospeche. El que he destinado a su… ¡um!… protección… me ha informado hace unos instantes de su escapada a la Corte de Justicia. Parece que usted posee conocimientos en medicina que lo convierten en el más indicado para esta misión.
El gran secretario dio unas palmadas. La puerta por la que Di había entrado se volvió a abrir. El mandarín comprendió que la entrevista había concluido. Se retiró de espaldas, sin dejar de hacer reverencias ante su superior, que había vuelto a su lectura. Salvo la alusión a sus conocimientos médicos, no le había revelado absolutamente nada de su misión.
Uno de los consejeros del gran secretario lo esperaba en el pasillo. Caminaban sin que Di tuviese la menor idea del lugar adonde lo conducían.
– Como usted se figura -dijo su guía- no le corresponde a Su Sublime Grandeza exponerle los detalles del expediente.
Di siguió en silencio al hombre al que al parecer correspondía ponerle al corriente. En voz baja, como si se dispusiera a hacerle increíbles confidencias, el consejero prometió revelarle cuanto le estuviera permitido sin traicionar los secretos de Estado. Empezó afirmando que la salud del emperador no era resplandeciente, una litote para expresar lo que todo el mundo sabía, que no había dejado de estar enfermo desde que accedió al trono. La carga del impero parecía un peso inmenso sobre los frágiles hombros del heredero de los Tang.
Di tuvo que recurrir a toda su perspicacia para comprender el sentido de las palabras en apariencia anodinas que su interlocutor desgranaba. Según comprendió, Su Majestad se había interesado por el ejercicio de la medicina en su capital y deseaba que se pusiera orden en tales prácticas. La emperatriz, por su parte, deseaba que se mantuviera a su esposo con vida el mayor tiempo posible. Ignoraba si lograría conservar el poder cuando él faltara, y temía la venganza de cortesanos, príncipes y generales a los que había maltratado. Convenía, por lo tanto, erradicar a las personalidades subversivas del cuerpo médico. El consejero calló de golpe.
– Ya le he dicho más de lo que debiera -concluyó con preocupación mientras Di se preguntaba cuándo iría al grano.
Estas alusiones truncas no correspondían al investigador especial. Otro funcionario los esperaba ante la puerta de su despacho. El consejero le confió a Di y los entregó después de recomendar al mandarín la máxima prudencia en sus investigaciones.
Apenas dobló la esquina del pasillo, Di maldijo para sus adentros esta costumbre de la Corte de repartir estrictamente las prerrogativas entre los empleados según su grado de responsabilidad. El empleaducho que le acababan de presentar estaba, por suerte, bastante abajo en el escalafón para ofrecer información menos neutra.
– Se acaba de cometer un atentado contra la persona del emperador -murmuró al oído del viceministro.
Di sintió que el pelo se le erizaba bajo el gorro. ¡Así que le estaban pidiendo que detuviera a un criminal de Estado!
Según su informador, un adepto de Su Majestad había sido envenenado. Se trataba de una persona con entrada en los círculos más restringidos, un hombre que veía al Hijo del Cielo casi todos los días. El ultraje debía tratarse con la mayor atención. Asesinar a un miembro de su entorno equivalía a un crimen contra el Dragón mismo. El culpable sería identificado, atrapado y condenado a sufrir la muerte más horrenda.
¡Y él era el elegido para llevar a cabo esa tarea! Se preguntó cómo esperaban que desenredara el ovillo, considerando la escasa información de la que disponía. Di se disponía a oír los pormenores de este asunto tenebroso cuando una puerta se abrió delante de ellos. La cruzó, creyendo que iba a dar a otro gabinete. Antes de comprender qué ocurría, se encontró fuera, solo. ¡Lo habían sacado por una puerta reservada a la servidumbre! Había cruzado los límites del Pabellón de las Virtudes Civiles, salía de la Cancillería con una orden de misión, pero sin el menor asomo de pistas para cumplirla.
«¡Tengo que resolver un crimen, ignoro cuál; detener a un criminal, ignoro de quién se trata; por una víctima a la que ignoro qué le ha ocurrido!» Era el más increíble desafío que habían lanzado nunca a su sagacidad.
Habría entregado el meñique de su mano izquierda para averiguar por qué razón esos hombres no podían contarle las cosas tal y como eran. Mientras se alejaba de la Cancillería, pensó en quién podría proporcionarle la información que necesitaba. Ya que la élite administrativa se negaba a hablar, no le quedaba otra que dirigirse a una categoría muy distinta de empleados. Giró en dirección a la puerta del Pájaro Púrpura por la que había llegado esa misma mañana.
A poca distancia de la principal abertura en la gruesa muralla que cerraba la Ciudad Prohibida se encontraba una pequeña barraca de feo aspecto. Ahí solía estar el empleado insustituible que sabía todo de todo el mundo. Di apartó sin miramientos la cortina que tapaba la entrada y entró en una pieza exigua donde encontró a un personajillo vestido de gris sentado en un taburete y ocupado en soplar sobre un cuenco de sopa.
– ¡Señor viceministro! -saludó el comensal levantándose-. ¡Qué honor!
Di hizo una señal con la cabeza al jefe de los porteros de palacio para que acabara con sus monerías. El otro le ofreció de inmediato compartir su comida, cosa que Di aceptó sin hacerse de rogar. Así como no sabía qué conducta convenía ante todos esos consejeros de Estado tan pagados de sí, sabía perfectamente cómo debía comportarse ante la persona que poseía el verdadero saber en estos lugares. Después de tomar asiento, pidió al portero que hiciera lo propio y éste obedeció sin vacilar. Esta actitud despejaba las últimas dudas sobre sus situaciones respectivas: de los dos, era el personaje anónimo sin títulos ni prerrogativas el que tenía más poder. Él sería quien permanecería más tiempo al servicio del emperador. Era el único que no corría el riesgo de verse sustituido por un capricho de sus amos, y eso por la buena razón de que esos amos en su mayoría ignoraban su mera existencia, mientras él lo sabía todo de ellos. La sopa que ofreció al magistrado era la viva imagen del personaje en su choza: parecía un calducho servido en una vajilla barata, pero había que olerlo para darse cuenta de que se trataba en realidad del más fino y caro de los consomés. Di leyó en la mirada maliciosa de su comensal que había elegido bien. Había comprendido hacía mucho que los invisibles, las entidades prescindibles, eran más útiles para un inspector que sus patronos ignorantes o mentirosos. Con el personal, uno siempre podía entenderse.
Después de los comentarios típicos sobre el clima, el coste de la vida y la salud de toda la parentela del portero, aunque Di no conocía a ninguno de sus miembros, el visitante atacó el tema que lo traía: quería conocer los nombres de los cortesanos que en las últimas semanas habían dejado de cruzar esta puerta sin un motivo declarado.
El portero jefe estaba encantado de recibir a un personaje tan eminente. Di era el primer viceministro que se tomaba el tiempo de charlar con él en su choza. Y cuando comprendió que lo necesitaban, estuvo más encantado aún. No es que le maravillara que reclamaran su ayuda para algo que no fuera llevar el registro de entradas y salidas: proporcionar ayuda a un funcionario de rango tan elevado significaba que desde ese momento disponía de un apoyo en los círculos del poder, lo que no dejaría de serle útil algún día.
Sin molestarse en consultar sus papeles, rebuscó en su memoria quién se había dejado ver mucho y a quién no se le veía más.
– Su Excelencia ha llamado a la puerta adecuada, si me permite el atrevimiento -afirmó con una disimulada sonrisa.
Anotó tres nombres en una varita de madera pulida, que Di escondió en el pliegue de una de sus mangas. Ya sólo le quedaba lanzarse en busca de los desaparecidos.
El primero era un general cuya reputación de bravura no se había visto nunca desmen
tida a lo largo de su larga y brillante carrera. Era conocido por haber derrotado a los picaros tibetanos y a los sanguinarios turcomanos en múltiples ocasiones. Los muros de la Ciudad Prohibida habían retumbado con su paso marcial, haciendo vibrar todo a su paso. Había sido uno de los mejores apoyos del trono, tan temido como honrado. ¿Quién podía imaginar que Sus Majestades pudiesen prescindir súbitamente de sus consejos?
Di se dirigió a un barrio que había estado de moda durante el reinado anterior. Lo conocía bien por haber pasado en él parte de su juventud, en los tiempos en que su padre era consejero imperial, cuando él cursaba interminables estudios clásicos.
Un criado de primera condujo al mandarín a través de una sucesión de salas rebosantes de trofeos, desde lanzas yugures adornadas con plumas hasta los recuerdos del reino coreano de Silla, probables restos de pillajes y de matanzas necesarias a la grandeza de los Tang, sin olvidar una cabeza de japonés momificada con casco y chorrera de bronce, que habría estado más en su salsa dentro de una cámara de los horrores como las que organizaban los sacerdotes taoístas para sus ceremonias iniciáticas. Di se estremeció ante la idea de la ferocidad del tigre al que debía enfrentarse.
Lo llevaron hasta el barrio de las mujeres, lugar habitualmente cerrado a los foráneos. El general se había instalado en el gineceo, sin duda para que sus compañeras pudiesen ocuparse de él más fácilmente, lo cual confirmaba la hipótesis de un envenenamiento.
– Lamento molestar a tu señor si no se encuentra bien -dijo, incómodo, al mayordomo que le ofrecía un asiento-. No vale la pena que salga de la cama por mí.
El sirviente le dirigió una mirada cansada y respondió que su señor estaría encantado de recibir su visita. A Di sólo le quedaba esperar que el general, seguramente puntilloso en el terreno de sus prerrogativas, no se enfadara por una gestión que obedecía más a la curiosidad que a la cortesía.
Al cabo de lo que le pareció un rato largo, oyó a su espalda un extraño roce y se giró. Vio entrar con una lentitud propia de caracol a un viejecito encorvado vestido con ropas de interior, calzado con babuchas de lana que arrastraba penosamente por el suelo, y tocado con un gorro flexible que parecía muy suave pero que no ayudaba en nada a mejorar el cuadro. Di se incorporó de su asiento para hacer una reverencia mientras su anfitrión se dejaba caer en un sillón.
– He sabido que su Señoría lleva algún tiempo sin aparecer por la Corte -dijo el mandarín-, y he venido a interesarme personalmente por su salud.
– ¿Cómo? -gritó el general haciendo trompetilla con los dedos alrededor de la oreja.
– ¡Le pregunto que cómo se encuentra! -gritó Di.
– ¡Nunca me he encontrado mejor! -respondió su interlocutor con voz temblorosa.
Y para demostrarlo, se levantó a duras penas de su asiento, dio unos pasos vacilantes hacia un mueble, donde cogió un sable militar de adorno. Lo blandió por encima de su cabeza con mano temblorosa, clamando que aún no había nacido el hombre que pudiera derrotarlo. La escena se prolongó hasta que tres mujeres acudieron presurosas a arrebatarle la espada, sostenerlo y llevarlo de nuevo al sillón, donde se desplomó como un trapo.
– ¡Ellos me han puesto de patitas en la calle! -gimió-. ¡Nunca el glorioso Li Shimin [5] habría tratado de ese modo a ninguno de sus fieles soldados!
Después de veinte comentarios del mismo tenor sobre pasados tiempos que fueron sin duda mejores, Di empezaba a compartir la opinión de la Corte sobre la oportunidad de alejar al viejo gangoso y gimoteante que hacía tiempo se había internado en la senda sin retorno de la senilidad. Decidió que ya había visto suficiente para borrarlo de su lista de sospechosos y se despidió.
En la sala de trofeos, que cruzó en sentido contrario, en la cabeza momificada del japonés creyó ver una sonrisa vengativa. Los manes del general pronto se reunirían con los de los desdichados a los que había dado muerte. Su espíritu ya había pasado al otro lado, a medias al menos.
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Los cuatro grandes secretarios asistían a los dos vicepresidentes de la Cancillería, que a su vez estaban al servicio de los dos presidentes, quienes recibían órdenes directamente del emperador.
<a l:href="#_ftnref5">[5]</a> El padre del emperador remante.