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Di Yen-tsie visita a varios cortesanos caídos en desgracia; y descubre que la desgracia es una enfermedad contagiosa.
Di hizo sonar la campana del pórtico del siguiente candidato al envenenamiento. Oyó un ruido de pasos sigilosos del otro lado. La mirilla se abrió lo justo para permitir que un lacayo zafio preguntara qué quería.
– Deseo tener el honor de ver a tu amo, el señor Miao Qiang -dijo Di, sacando ya de una de sus mangas una tarjeta de visita en papel rojo.
– ¡Está muerto! -replicó el criado antes de cerrar la mirilla de un golpe seco.
Di no era hombre que se contentara con una explicación tajante por boca de un esclavo, así que volvió a golpear la aldaba de la gruesa campana de madera que representaba a un jabalí colgado del dintel. En cuanto volvió a abrirse la mirilla, empezó a demostrarle al lacayo lo ridículo que era pretender que su amo estaba muerto y enterrado cuando no había ninguna enseña de duelo colgada de la puerta, ningún bonzo merodeaba por los alrededores y ninguna voluta de incienso turbaba el aire.
– Dudo además que se produzca un acontecimiento tan grave sin que palacio haya sido informado en primer lugar. Si no me abres ahora mismo, regresaré con la guardia.
– ¡No! ¡La guardia no! -oyó farfullar mientras corría el cerrojo.
La puerta se abrió lo justo para permitirle entrar en un patio desierto y luego se cerró apresuradamente a su espalda. El viento movía las hojas caídas de los árboles plantados en tiestos, todos muertos por falta de riego. Subió los peldaños de la escalinata y entró en el pabellón principal, que parecía vacío. Empezaba a pensar que la peste había acabado con la vida de todos los habitantes, cuando el lacayo le adelantó corriendo.
– ¡Un visitante de palacio! -gritaba, como si los feroces invasores manchúes estuviesen intentando un ataque con arcos-. ¡Viene de palacio!
Di oyó gritos más o menos ahogados que salían de las habitaciones cercanas. Un hombre bajo y rechoncho, de rostro pálido y expresión despavorida apareció en el umbral. El hombre se aferró al marco sin atreverse a dar un paso más. Iba vestido con un traje de un brocado magnífico, pero estaba sin afeitar ni peinar. Sus largos cabellos, que debería llevar recogidos en un moño, caían en desorden sobre sus hombros encogidos. Se arrojó a los pies del mandarín, agarrándolos con ambas manos.
– ¡Se lo suplico! ¡Perdone a mi familia!
– ¿Disculpe? -dijo Di.
El hombre alzó los ojos hasta su visitante, como si quisiera adivinar sus pensamientos a través de su expresión. Di le ayudó a levantarse. Su anfitrión miró a su alrededor y tras comprobar que la soldadesca no había invadido su casa, gritó a sus esposas que no había llegado aún el momento de suicidarse.
– Perdóneme, ya nadie viene a vernos, he creído que nos traía… -balbuceó.
Su voz se quebró, y no pudo continuar.
– La orden de acabar con su vida, lo he entendido -concluyó Di-. ¿Tendría la amabilidad de decirme qué acto aciago explica su caída en desgracia?
Un tic deformó los rasgos del desventurado.
– ¡Nada! ¡Y tres veces nada! Emití un juicio sobre un expediente relativo al envío de suministros estratégicos hacia el mar Amarillo. Había que elegir entre dos propuestas. Opté por la que me pareció mejor. Y además el prefecto de la región atravesada era amigo mío. Me alegraba poder favorecerlo.
– No veo nada reprochable en ello -dijo Di.
La cara de su interlocutor se descompuso.
– ¡Esa misma noche supe que el otro trayecto pasaba por la propiedad de un gobernador nombrado por la emperatriz! Pronto empecé a recelar cuando vi que nadie me saludaba al salir del ministerio. Era como si hubiese contraído repentinamente alguna enfermedad espantosa. Al día siguiente por la mañana, fui a toda prisa a ver a mi ministro en un intento de reparar el error. Me respondieron que estaba con Sus Majestades. Cuando llegué a mi despacho, dos guardias me impedían el acceso. ¡Me retiraron todos mis títulos, mis funciones, mi sello y mi escolta! ¡Desde entonces vivo aquí enterrado, como una rata, esperando al verdugo!
Di pensó que, si la emperatriz hubiese querido su cabeza, el pobre hombre ya estaría muerto. Se atribuía más importancia de la que su enemiga le concedía.
Asaltado por una duda terrible, Di preguntó qué puesto ocupaba antes de caer en desgracia. Con un arrebato de orgullo al recordar su gloria pasada, el funcionario destituido alzó la barbilla.
– Yo era viceministro de Obras Públicas, responsable de Aguas y Bosques. ¡Un cargo magnífico! ¡Que yo desempeñaba con celo y dedicación!
El mandarín tuvo un arranque de miedo. ¡Tenía delante de sus ojos a su predecesor! Y ése era el estado en que el palacio dejaba a sus empleados cuando hacían algo que le disgustaba. Se reprochó un poco menos haberse negado a resolver unas horas antes los diferentes asuntos que le habían presentado sus ayudantes. Algunos asuntos en apariencia anodinos era mejor mantenerlos en barbecho hasta estar más informado.
Su colega lo cogió del brazo y bajó la voz, como si hubiese espías de la emperatriz hasta en su salón. Su frente estaba húmeda y brillante.
– ¿Conoce alguna manera segura de salir de Chang'an sin tener que pasar por el control de pasaportes? [6] He intentado por el canal, disfrazado de marinero, ¡pero me descubrieron enseguida!
Di vio en su imaginación un barco de pesca cargado de damas atemorizadas, y a su cabeza un letrado en cuyos dedos no se veía un solo callo, enfundado en un traje de marinero demasiado estrecho, luchando por manejar la embarcación con mano torpe bajo las narices de soldados burlones. Prometió hacer lo posible por solucionar el problema. La esperanza volvió a aparecer en la cara de su anfitrión que una nueva oleada de angustia borró de golpe.
– ¡Dígales que lo lamento! ¡No! ¡No les diga nada! ¡Dígales que estoy muerto! ¡Que ha visto mi cadáver!
Di estuvo a punto de advertirle que eso podría darle ideas a sus enemigos.
El hombre había sido envenenado con toda probabilidad, pero no por una sustancia fatal. Era su propio terror lo que lo atormentaba. Lo tachó de la lista.
Su tercer sospechoso vivía en una de las mejores zonas de la capital, a orillas de uno de los estrechos canales que la regaban. El lugar correspondía a la perfección al estatus del sujeto al que Di se disponía a visitar. El marqués de Yuzhang había sido una de las mentes más brillantes de la Corte hasta hacía poco. De un día para otro, de la manera más inesperada, se retiró a su residencia sin dar ninguna explicación. Un criado vestido con una impecable librea abrió el portón de madera oscura realzada de bronce dorado y saludó con una inclinación.
– Soy Di Yen-tsie, viceministro de…
Antes de que el mandarín pudiera terminar la frase, el lacayo ya daba media vuelta hacia el interior de la casa para anunciar a gritos que un huésped de excepción acababa de llegar. Una nube de criados empezó a salir de todos los lados. La mayoría formaron una hilera de honor sin dejar de gratificar al recién llegado con respetuosos saludos, mientras los demás le invitaban a entrar en la casa, como si su señor hubiese estado esperando toda su vida conocer al eminente magistrado.
Di prefería esta bienvenida a las anteriores, aunque no entendía su sentido. Supuso que había algún error, o que el cortesano se aburría en su retiro.
La residencia era suntuosa. Toda una multitud se acercó a informarse de cómo podían complacer al viceministro. No lo habrían recibido con más miramientos si hubiese sido el canciller en persona. El marqués no tardó en salir a recibirlo, con una sonrisa en los labios, los brazos abiertos en un gesto habitualmente reservado a los tíos con suculentas herencias. Juntó las manos y se inclinó en un gesto de amistad y compunción, pese a que su altisonante título lo situaba muy por encima de su visitante.
– Soy Di Yen-tsie, viceministro, actualmente ocupado en una misión especial -dijo el investigador, más incómodo que halagado.
– ¡Venturoso! -exclamó su anfitrión, que no cabía en sí de alegría.
Se formó una ronda de criados cargados con bandejas llenas de golosinas de miel. Los dos hombres tomaron asiento sobre los cojines mientras llenaban sus cuencos con el más fino té tibetano.
– Este brebaje justifica por sí sola la invasión de esas montañas hostiles, ¿no le parece? -dijo el cortesano, en el mismo tono que debía de utilizar para divertir a Sus Majestades.
Empezaron charlando sobre asuntos sin importancia, como era habitual entre letrados. Di se mostró extasiado por la calidad de las pinturas que adornaban las paredes del elegante salón.
– ¡Coja una! -exclamó el marqués con un chasquido de los dedos.
Un lacayo descolgó de inmediato uno de los rollos de seda, lo enrolló en torno a su varilla y lo depositó en manos de Di. El mandarín se tragó entonces el cumplido sobre la delicadeza del mobiliario, por miedo a que lo obligaran a llevarse el asiento en el que estaba sentado. El marqués, considerando que ya había hecho esfuerzos suficientes para que su visitante se sintiera a gusto, adoptó la expresión de un gastrónomo que encuentra un insecto en la sopa. Rogó a Di que le disculpara por no estar al corriente de las últimas anécdotas picantes que debían de alimentar las crónicas mundanas. Lo cierto era que apenas salía ya; un lamentable contratiempo le obligaba a permanecer en casa, donde distraía su tiempo libre rogando a los dioses que conservasen a Sus Majestades en eterna salud.
– ¿Se puede saber qué es eso tan fastidioso que le ha ocurrido? -preguntó Di, pensando a su pesar en alguna enfermedad contraída en el barrio de los sauces, que este amante de todo tipo de bellezas debía de frecuentar sin freno.
Una sombra cruzó por la cara primorosamente afeitada del esteta.
– Hice una broma que, creo, hicieron llegar a oídos del emperador distorsionándola -soltó antes de lanzar un suspiro que no habría sido más doloroso si estuviese a punto de enterrar a toda su familia.
No hubo que presionarle demasiado para que repitiera esa broma, que el marqués pronunció con un arte digno de los mejores actores de Chang'an. A Di le costó mantener la sonrisa tensa que la corrección exigía. Hasta entonces había ignorado que en los círculos del poder se permitieran tales bromas a cuenta de las aptitudes físicas más íntimas de Su Majestad; tampoco creyó que fuese necesario deformar tales palabras: ya eran bastante insolentes tal cual.
– ¿Y esa inocente broma ha significado su expulsión? -preguntó cortésmente sorprendido, aunque entendía muy bien que a un individuo tan deslenguado se lo condenara a expiar sus insultos en sus tierras de Yuzhang.
– No -respondió el marqués espantando una mosca imaginaria con el revés de su mano-. En realidad, es mi amistad con los príncipes Li lo que me están haciendo pagar muy caro.
Li era el patronímico de los Tang. Los príncipes Li estaban emparentados con los tres emperadores que esta dinastía había dado hasta la fecha. Era curioso pensar que alguien pudiera caer en desgracia por sus vínculos de amistad con el clan del soberano. En realidad, los parientes del emperador estaban de punta con su esposa principal, nacida Wu, que se había esforzado en apartar a todos.
– Pero ¿qué he hecho yo? -declaró el marqués en tono casi jocoso-. Fui a verlos algunas veces, les hice pequeños favores… Se los debía: mi familia sirvió a sus órdenes, ellos hicieron nuestra fortuna. Saben que pueden contar con mi discreción. ¡Pues yo he oído cosas, ya lo creo, en esos palacios! Si la emperatriz quisiera, me complacería rectificar su juicio sobre el humilde y fiel servidor que tiene en mi persona.
Diciendo esto, dirigió a Di una mirada que éste consideró muy desagradable. El mandarín comprendió que tenía delante a un hombre astuto que sólo esperaba la oportunidad de traicionar a los Li para volver a la palestra.
– No dude en transmitirles mi buena disposición a la emperatriz -concluyó el marqués con gesto cómplice.
Di estaba demasiado impresionado para captar a la primera el mensaje.
– No dejaré de hacerlo el día que tenga la dicha de serle presentado -respondió con torpeza.
El marqués alzó las cejas y su mirada cambió. El ambiente se enfrió. Di consideró urgente exponer el motivo de su visita.
– He venido a cerciorarme de que se encontraba bien -dijo tras un largo silencio.
– Pero… me encuentro la mar de bien -respondió su anfitrión, cada vez más circunspecto.
– ¿De verdad? Yo temía que sufriese alguna indisposición. Me habían dicho…
– No tengo la menor idea de lo que hayan podido decirle -replicó con voz seca el marqués levantándose-. Perdóneme, mis deberes religiosos me llaman a la capilla.
Le dio la espalda y lo dejó plantado, sentado en su sillón, bajo la mirada ya menos amable de los criados que observaban de lejos. Di comprendió que los miramientos con que lo habían agasajado iban destinados al emisario imperial del que toda la casa esperaba trajera la orden de liberación, y no para el director suplente de un departamento administrativo encargado de las obras públicas. Había motivos para pensar que las oraciones que se pronunciaban en esa capilla hablaban de algo muy distinto de la eterna buena salud de Sus Majestades.
Los criados seguían mirándolo como si acabaran de descubrir a un gorrón comiendo del plato de su amo. Se levantó en medio de un silencio helado y salió de la estancia sin llevarse el regalito de bienvenida, seguido por un cordón de hombres vestidos de librea que lo escoltaron hasta la salida sin pronunciar una sola palabra.
Cuando la puerta se cerró a su espalda, Di se rindió a la evidencia: ninguna de esos tres personajes que tiempo atrás gozaron del poder había sido envenenado, al menos no hasta ahora. Para olvidar el disgusto, decidió regalarse un placer poco usual: dar un paseo a pie por los canales, sin porteadores ni guardas engalanados, para meditar sobre sus siguientes pasos.
El ambiente que encontró en su propia casa dos horas después se parecía al pánico que dominaba en casa de su predecesor en Aguas y Bosques. Sus tres esposas lo recibieron en el vestíbulo, rígidas y con expresión seria. Aunque no dijeron nada, él adivinó por su actitud que estaban muy enfadadas.
– ¿Qué ocurre? -dijo preguntándose si los dioses le concederían algún día la dicha de un hogar donde descansar de sus preocupaciones en un ambiente sereno.
– Nada, precisamente, señor -respondió su Primera, que parecía furiosa.
A lo largo de la tarde, todo habían sido disgustos y contrariedades. Las amigas a las que estaban esperando para charlar y jugar a dados habían enviado a sus criadas para disculparse por darles plantón: la ciudad parecía víctima de una epidemia de migraña y de pequeños problemas del mismo tipo. Las invitaciones a bodas o peticiones de mano que habían recibido en las últimas semanas habían sido anuladas de golpe. ¡Hasta los tapiceros habían olvidado acudir a presentar sus mercancías! La remodelación del salón rojo estaba parada y nadie podía decir cuándo reemprenderían los trabajos. Los más pequeños de la casa habían regresado de casa de su compañeritos contando que los habían echado.
Di se mesó maquinalmente su larga barba mientras sus esposas le ayudaban a desprenderse de su ropa oficial para ponerse otra más cómoda.
– Es triste, sí, pero no hay de qué preocuparse -aseguró, aunque en realidad pensaba lo contrario-. La gente de la capital es más voluble que en provincias. Ya veréis como mañana las cosas irán mejor.
Creía inútil alertar a sus esposas más de lo que ya lo estaban. Apenas tenía dudas del origen de sus disgustos: era él.
Su Primera Esposa no se dejó engañar. Esperó a quedarse a solas con él para leerle la cartilla.
– Has vuelto a hacer alguna tontería, ¿no? -dijo en un tono cuya dulzura no cuadraba con sus palabras.
Respondió que no había hecho ninguna «tontería», que había realizado su trabajo con el afán de ejecutar una misión delicada que sus superiores le habían confiado. Claro que tuvo que explicarle que dicha misión le había llevado a visitar sucesivamente a tres personajes despedidos de la Corte. La Primera Esposa reprimió las ganas de poner el grito en el cielo por miedo a alborotar al resto de la familia.
Di admitió que iba a tener que abandonar sus incursiones en los hogares de cortesanos caídos en desgracia, pues su descalabro era más contagioso que un mal catarro. Sí, podía ser un investigador de talento, pero le faltaba aún ese instinto calculador indispensable para sobrevivir en la Ciudad Prohibida. Era evidente que el rumor de que había hecho nuevas amistades entre defenestrados de todo pelaje había circulado como la pólvora. De ahí a sospechar que andaba urdiendo algún complot no había más que un paso. Se arriesgaba a que lo asignaran a residencia en su hermosa residencia oficial mientras se decidía su suerte.
Algo muy parecido debió de pensar su Primera Esposa pues le obligó a jurar que iba a cambiar ya mismo sus métodos de investigación.
<a l:href="#_ftnref6">[6]</a> No se podían cruzar las puertas de la capital sin entregar a los soldados documentos de identidad en regla.