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Di Yen-tsie busca una solución en las entrañas de un perro; y luego se va a investigar entre las flores.
Y a que la pista de los caídos en desgracia resultaba peligrosa, Di decidió consultar a los principales médicos acreditados en palacio: seguramente el cortesano envenenado cuya identidad le estaban ocultando había consultado a uno de ellos.
Por desgracia, por motivos de seguridad, esa preocupación obsesiva que no estaba facilitando precisamente el trabajo del investigador, los nombres de los médicos admitidos en el círculo del emperador se guardaban tan en secreto como las fechas de las próximas reencarnaciones de Buda.
Esa mañana en lugar de cruzar directamente la puerta del Pájaro Púrpura, Di mandó detener su palanquín y entró a pie en el recinto palaciego. El portero en jefe le vio llegar con una ancha sonrisa: pronto los favores que iba a deberle el viceministro no tendrían límites. Le dio sin vacilar el nombre del sabio al que se acudía siempre que un miembro del primer círculo sufría alguna dolencia imprevista. Estaba formalmente prohibido estar enfermo en el interior de la Ciudad Prohibida, un privilegio reservado a los príncipes. También el diagnóstico tenía ante todo la finalidad de tranquilizarlos sobre un posible contagio.
– Tiene que ver a Saber Absoluto -dijo el portero-. Es exactamente el tipo de persona a la que llamarían para examinar un caso dudoso. Nadie aquí se dejará atender por él, pues no goza de muy buena reputación en lo que se refiere a curaciones, pero es infalible a la hora de identificar el origen de cualquier enfermedad.
Di se prometió recurrir al portero el día que tuviera que elegir un sanador para uso personal.
Luego cruzó la ciudad en palanquín para llegar al tenderete que le había indicado su inestimable informante. Al lado de la entrada, un rótulo anunciaba que en su interior tenía su consulta un sabio eminente, al que sus pares habían dado el nombre de «Saber Absoluto».
Advirtieron al visitante que el honorable A Sheng estaba ocupado en una difícil operación. Como Di insistió, le hicieron entrar en una sala de techo bajo, con las paredes excavadas de nichos en los que descansaban un montón de libros, cubos y bolsas de papel encerado. Un hombre vestido de negro estaba inclinado sobre una mesa más alta de lo normal, con varios instrumentos metálicos en cada mano. El mandarín hizo un gesto de repelús al descubrir lo que tenía a la vista. Era un perro muerto, estirado sobre el lomo, el vientre abierto dejando ver sus órganos sanguinolentos. Di reprimió las ganas de devolver el desayuno y se presentó.
– Muy honrado -respondió A Sheng en el tono de alguien acostumbrado a ver a funcionarios de su nivel en situaciones en que a duras penas podían conservar su dignidad.
Aunque resultaba inútil, Di animó al cirujano a continuar con sus manipulaciones, que parecían muy delicadas. Mientras hurgaba dentro del perro, A Sheng se jactó de atender al emperador en persona, cosa que el mandarín fingió creer.
– Guárdeme el secreto. Una afección hepática -explicó Saber Absoluto exhibiendo el hígado del animal-. He de confesar con toda modestia que, sin mis diagnósticos, el Hijo del Cielo hace mucho tiempo que se habría reunido con sus antepasados.
Di volvió la cara ligeramente para no ver los trozos del sistema digestivo que este inestimable pilar del trono apartaba uno a uno con ayuda de una espátula metálica. Sin más preámbulos, expuso el motivo de su visita: deseaba saber qué cortesano se había visto recientemente aquejado por una enfermedad capaz de provocar alarma en el entorno de Su Majestad. Saber Absoluto le lanzó una mirada de sorpresa y le alargó un instrumento goteante con un líquido rojo y pegajoso que Di conocía demasiado bien.
– Por su pregunta, constato que Su Excelencia sabe ya casi tanto como yo mismo sobre el asunto. Parecen estar muy informados en el Departamento de Aguas y Bosques, dígame…
Di se abstuvo de explicar qué misteriosos vericuetos llevaban de la gestión de recursos naturales a este tipo de preocupaciones. Guardó silencio hasta que su interlocutor se dignara responder.
– Resulta que he oído hablar de este asunto -reconoció aquél-. Lo único que puedo hacer es repetirle lo que los rumores de la gente han traído a mis oídos.
Sin dejar de revolver entre las vísceras rojizas, explicó que unos diez días antes, la Cancillería había ordenado a uno de los sabios acreditados que acudiera al Pabellón de las Virtudes Civiles con su instrumental. Al práctico se lo introdujo en una habitación a oscuras donde el paciente lo esperaba. Llevaba el rostro cubierto por un velo que impedía identificarlo. El médico pudo tan sólo suponer que se trataba de un personaje de muy alto rango, por los miramientos con que se lo trataba y las escasas palabras que pronunció a través de la tela.
Di consideró que los «rumores de la gente» estaban al cabo de la calle de lo que se tramaba en los más lóbregos rincones de la Cancillería. Adivinó lo que había pasado. Un cortesano se había sentido indispuesto dentro de la Ciudad Prohibida. De inmediato le prodigaron los recursos de la medicina, no tanto para su recuperación como para definir el mal que lo aquejaba, pues el enfermo había estado en contacto con Su Majestad.
Saber Absoluto se interrumpió para extirpar el bazo del desdichado perrillo sin malograrlo todo. Cuando terminó, retomó el hilo de su relato.
– Que el emperador enviase a un sanador para atenderlo fue para este desconocido un insigne honor que se volvió en su contra. El sabio del que le hablo diagnosticó una enfermedad que habitualmente se contrae tratando a las señoras, ya ve. Algo que pone nerviosa a mucha gente. El cortesano perdió el derecho a aparecer por la Corte en mucho tiempo.
Una vez terminada la consulta, lo sacaron sin que el paciente llegara a moverse de su asiento. Lo llevaron al gabinete del gran secretario Zhou, a quien reveló la naturaleza y progreso de la enfermedad.
Di ya no tuvo dudas sobre la identidad del médico en cuestión: lo tenía delante, sosteniendo una copela llena de materia viscosa. Saber Absoluto empezó a cortar su hígado con la misma excitación que si estuviese preparando alguna exquisitez.
– ¿Ve su aspecto encogido? Es lo que sospechaba. Este animal sufría una ictericia provocada por un desequilibrio del chi, su flujo vital.
Di ignoraba que los chuchos pudiesen sufrir un desequilibrio en su flujo vital. No dejó por ello de felicitar al cirujano por la conciencia profesional con que verificaba sus diagnósticos. A Sheng lo miró como si de pronto lo considerara un ingenuo.
– Eso es para mí una necesidad tan primordial como lo era su hígado para este animal. Su Majestad no suele perdonar los «más o menos» de quienes lo atienden.
Di lamentó que no hubiera podido salvar al perro, considerando que había identificado su enfermedad.
– Bah, no era una dolencia mortal en absoluto. Pero yo lo necesitaba para ratificar mis competencias.
Di se juró no permitir que atendiera a sus esposas, ni a sus hijos, ni siquiera a sus mascotas. Como ya había conseguido lo que buscaba, se abstuvo de prolongar la amena entrevista y se apresuró a salir en busca de aire fresco. Cada vez entendía menos las motivaciones de sus superiores. No veía qué convertía una enfermedad sexual en un atentado. En general, los hombres solían contraerlas en un momento de placer al que se entregaban por su propia voluntad.
¿Qué relación había entre el cuerpo médico al que se suponía debía investigar, un cortesano caído en desgracia y una marranada pillada en la cama? La respuesta era evidente: todo giraba en torno a una mujer de vida ligera. Di no entendía por qué le empujaban entonces a investigar entre los sabios. Si se pretendía remontarse al punto de partida de la enfermedad, más valía detener a todas las cortesanas de la capital y escoger. Se preguntó si no sería todo una excusa, un truco montado para eliminar a algunos médicos que sabían demasiado.
Si la enfermedad del misterioso cortesano estaba ya tan avanzada que no podía disimularla, la mujer que se la había transmitido tampoco estaría fresca y rozagante. Dado que el paciente era rico, Di dedujo que la bonita mujer no debía ser de las que conceden sus favores a cualquiera.
En Chang'an los placeres más refinados se prodigaban en el caserío del norte. Sus mujeres eran apreciadas por su dominio de las bellas artes y reservaban sus servicios a los nobles, a los funcionarios, a los laureados en los exámenes oficiales, y a veces a los comerciantes más ricos. No bastaba con ser rico para que les abrieran sus puertas, era obligado formar parte de la buena sociedad.
Di decidió ir a dar una vuelta por el barrio, situado entre el mercado del este, las escuelas confucianas, el centro de examen y las viviendas de los candidatos. Su cercanía a los estudiantes decía mucho de las costumbres de esos jóvenes. En su mayoría procedían de las más opulentas familias de provincias, capaces de proporcionar largos años de estudio a sus vástagos. Ante tanta libertad, estaban ávidos de aprovechar la existencia despreocupada a la que suele aspirar la juventud dorada. Además de las alegrías del cuerpo, que podían obtener en cualquier parte y a bajo precio, esas damiselas muy selectas los iniciaban en la delicadeza y en las relaciones armoniosas entre hombres y mujeres según las normas de una sociedad elegante. Di disfrutó de su ración en la época en que preparaba sus exámenes. Su padre tuvo la precaución de ponerlo en manos de mujeres jóvenes cuyas cualidades había verificado personalmente antes de confiarles su prole. Sin duda fue ese detalle lo que apartó al mandarín de por vida de las relaciones íntimas pagadas.
Tan pronto entró en el recinto de las casas de citas, Di vio las callejuelas llenas de hermosas jóvenes espléndidamente tocadas, con el cabello recogido en un espeso moño a la última moda, seguidas por varias niñas con trajes uniformes que llevaban sus instrumentos musicales. El día que terminaban su instrucción se les regalaba un magnífico vestido y ese mismo día empezaban a practicar. Era el símbolo de su entrada en el oficio. Eran tan numerosas que el lugar parecía con su presencia un campo de flores multicolores movidas por la brisa.
Animado por su fructífera experiencia con el portero jefe de la Ciudad Prohibida, Di fue a llamar al que abría y cerraba el barrio de las delicias. [7] La recepción estuvo muy por debajo de sus esperanzas. La primera sorpresa fue descubrir que el jefe de manzana era una mujer madura, fornida y muy poco amiga de charlar con los miembros del sexo opuesto que llegaban de improviso. Seguro que sus anchas y regordetas manos debían lanzarse sin piedad al cuello de los borrachos o patanes que tenían la desfachatez de osar meter sus patas en este remanso de refinamiento. El título de viceministro no ayudó mucho al mandarín, pues la guardiana estaba acostumbrada a ver desfilar altezas y poderosos y los había tratado de demasiado cerca para tenerles el respeto al que estaban acostumbrados.
Cuando Di anunció que deseaba ver a las cortesanas enfermas, la guardiana le respondió secamente que no había ninguna. A ver si se creía que podía propagar el rumor de que se contraían enfermedades por frecuentar el lugar.
– Yo aconsejaría a Su Excelencia que fuera a informarse a los puertos y cuarteles, donde rondan las prostitutas vulgares. Aquí sólo tenemos personas de bien, a ambos lados de la puerta.
En lugar de largarse en el acto de donde su presencia parecía tan indeseable, Di se tomó el tiempo de pasear por delante de las bonitas fachadas adornadas de flores recogidas en tiestos. No era aún la hora exquisita, cuando los elegantes acudirían a gastar la fortuna acumulada por sus antepasados. De momento, no había más espectáculo que un ballet de hortelanos que venían a presentar sus más finas mercancías, floristas escoltando ramos de complicada arquitectura, y hermosas muchachas que se dirigían con pasitos apresurados a tomar sus lecciones diarias de canto, laúd, danza o poesía.
Se sentó en un escalón para disfrutar del espectáculo. De una casa vecina llegó a sus oídos el sonido de un qin [8] sobre el que unos dedos expertos se entrenaban en desgranar las notas de una canción de amor. Vio pasar a un profesor de caligrafía, cargado con sus pinceles y sus rollos de seda cruda. Por una ventana abierta vio los movimientos de abanico de una coreografía que una mujer de edad madura acompañaba con el ritmo de sus manos. Di pensó que el barrio resultaba más agradable de día, cuando parecía una gran escuela de arte para muchachas distinguidas, que de noche, cuando abría sus puertas a los ricos libidinosos, que acudían a olisquear la carne fresca so pretexto de disfrutar de banquetes encopetados.
Vio pasar la comitiva de una cortesana que regresaba a casa con las cortinas echadas. Tras su silla de maños seguía la servidumbre cargada con cofres de cuero que seguramente contenían un sinfín de tocados, sus arpas y otros accesorios de su profesión. A una aprendiza que contemplaba la escena a poca distancia, Di le preguntó de quién se trataba. La muchacha le explicó que la pasajera del palanquín había sido antes de contraer matrimonio una damisela famosa, conocida como Crepúsculo. Sus pretendientes gastaban fortunas para conocerla.
– Siendo así, ¿por qué se casó? -se extrañó el mandarín.
– Estos fastos duran sólo un tiempo, señor. Hasta las más solicitadas terminan cayendo en apuros. La moda pasa, como la juventud. Es humillante vivir en el barrio de las más bellas cuando una ha dejado de serlo. Sólo un matrimonio ventajoso puede proporcionarnos respetabilidad.
La felicidad de ésta parecía haber terminado en seco. Su marido debía de haberla repudiado, quizá por incompatibilidad de caracteres con la Primera Esposa. La cantidad de cofres que la acompañaban sugería que no se había marchado sin una indemnización.
– Parecía la más afortunada de todas, pero al final no ha tenido suerte -concluyó la muchacha dando un suspiro.
Di supuso que en cualquier caso quedaba a salvo de penurias por mucho tiempo gracias a los regalos de su esposo. Cuando se hubiese agotado su pequeña fortuna, no le quedaría más remedio que dedicarse a formar a una o dos discípulas.
Tras esta conversación, Di pensó en acercarse a la gobernaduría municipal. Allí pidió que le mostraran el registro de licencias de prostitución, donde todas estas damas debían obligadamente registrarse. Recorría las listas en busca de un modo de dar con las que había cesado en la actividad hacía poco. Eliminó a todas las que habían dado el motivo: matrimonio, inauguración de una casa a su nombre para recibir a sus rivales, traslado a provincias, fallecimiento. Nunca constaba la palabra enfermedad, como si no existiera.
– Es un tema tabú, señor -le explicó el pasante-. Cuando algunas tienen este tipo de problemas, se retiran lejos del barrio para recibir los mejores tratamientos. Mientras están en el mercado, su alcahueta está dispuesta a gastar lo que haga falta para que vuelva a levantarse.
Di subía por la avenida Central cuando su instinto le puso repentinamente sobreaviso. Tras lanzar una discreta mirada a su alrededor, comprendió qué andaba mal. Hacía ya varias manzanas de casas que una silueta idéntica formaba parte del paisaje. El mandarín siempre había sospechado que una larga serie de cazadores estaban en el origen de su estirpe, pues una parte de su mente siempre se mantenía sensible al más insignificante cambio en su entorno, incluso estando sumido en profundas reflexiones. Ahora mismo, tenía la seguridad de que lo andaban siguiendo. «¡Es la primera vez que tengo suerte hoy!», se dijo mirando por el rabillo del ojo el recodo que necesitaba para realizar la maniobra que se le acababa de ocurrir. Se metió bruscamente en una calle perpendicular y se encogió bajo un porche que tenía unos pilares lo bastante anchos para taparlo. No tardó en oír los pasos precipitados de su perseguidor, que corría para no perderle el rastro. Adelantó entonces un pie calzado con un hermoso botín de cuero mongol, de modo que el desconocido, que tenía la vista clavada en la otra punta de la calle, efectuó un vuelo planeado antes de aterrizar sobre el polvo. Cuando quiso levantarse, el individuo se llevó una sorpresa al notar que el botín al que debía su desventura lo mantenía firmemente pegado al suelo. Todo el peso de un magistrado alto y bien alimentado recaía sin piedad sobre su columna vertebral.
Dos detalles advirtieron al mandarín que acababa de cometer un error. Primero, el asesino que le seguía los talones no llevaba al cinto el puñal del que los bandidos nunca se separan; segundo, en su vida había encontrado otro granuja que llamara a gritos a la policía cuando veía que no podía dar un golpe.
– ¡Te vas a arrepentir de haberme atacado! -rugió su víctima retorciéndose-. ¡Estoy al servicio del gobierno!
Di retiró el pie.
– Pues ya somos dos -dijo mientras el desconocido se sentaba sobre su trasero.
El hombre dejó de sacudirse el polvo y levantó la vista hacia su agresor. Se había esperado a un ladronzuelo de los que proliferaban en la ciudad, pero no encontrarse de narices con el viceministro al que le habían pedido que vigilara. Por su parte, Di comprendió que tenía delante a una de las famosas sombras movedizas que el gran secretario Zhou solía pegar a la espalda de los altos funcionarios de la metrópolis. Con los ojos abiertos como platos, el espía se arrojó sobre la suciedad que acababa de abandonar y se prosternó.
– Suplico a Su Excelencia que no envíe una queja a mi señor sobre mi imperdonable comportamiento.
Di supuso que el fallo no consistía en haber pasado el día persiguiéndolo sino en haber sido sorprendido como un crío robando unos cucuruchos de almendras. En cuanto el mandarín le aseguró que no diría nada, el policía decidió devolverle de inmediato la deuda de gratitud que acababa de contraer.
– Ya que Su Excelencia ha tenido la bondad de olvidar mi estupidez, voy a avisarle de un hecho que le será muy útil para continuar con su misión.
Di esperó complacido averiguar algún detalle determinante para su investigación.
– Debo advertirle a Su Excelencia que el gran secretario Zhou está muy descontento con las idas y venidas de su investigador especial. Desea fervientemente que Su Excelencia concentre sus esfuerzos en el cuerpo médico. Yo me ocupo de mantener la boca cerrada sobre su visita al caserío del Norte. Se enfadará si llega a enterarse de que ha estado paseando en medio de las cortesanas. Le diré, en cambio, que ha empezado a interrogar a los médicos. Con eso, le doy a Su Excelencia algo de tiempo para llevarle resultados a mi señor, que ya está perdiendo la paciencia.
El viceministro dio las gracias al espía y continuó su camino, convencido de que el hombre reanudaría el seguimiento en cuanto hubiera una distancia conveniente. Taciturno, consideró que la primera parte de su investigación le había granjeado la fama de un conspirador caído en desgracia; la segunda lo convertía en un obseso sexual que buscaba a las mujeres antes que cayera el sol. Unos día más y habría perdido la cara sin remedio. Ya era hora de tomar las riendas de su misión y, más importante aún, de su vida.
<a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Los barrios de la capital estaban diseñados de modo que pudieran permanecer cerrados de noche. Se convertían entonces en pequeños pueblos cerrados sobre sí mismos.
<a l:href="#_ftnref8">[8]</a> El qin es un instrumento de forma oblonga, con siete cuerdas de seda, que se toca como una cítara, depositado encima de una mesa.